Capítulo 1

Maniobrado por sesenta esclavos remeros, el gran navío arribó suavemente al muelle. Tallado por el curso del mar, estaba equipado con una vela más alta que ancha montada sobre un mástil doble. Una multitud de curiosos se aproximó para acoger a los recién llegados, anunciados con anterioridad por los vigías del río. Mentucheb saltó a tierra con una ligereza inesperada en un hombre de una corpulencia tan imponente. Su compañero Ayún, débil aunque panzudo, se unió a él.

Un instante después, un escriba se precipitó a su encuentro con la intención de tomar nota de la carga. Sin embargo, hacía falta mucho más para impresionar a Mentucheb, quien lo acogió con malos modos:

—¡Por las tripas humeantes del Rojo! Maldito pintamonas de papiros, como mínimo podrías darnos tiempo a desentumecer las piernas. Hace más de un año que no hemos visto Mennof-Ra[8] y más de dos meses desde que abandonáramos Sumer. Nuestra mercancía no volará.

Envalentonado por su cargo, el otro trató de hablar con altanería.

—Soy el responsable de todas las entradas procedentes del extranjero. Debo registrar todo cuanto contenga el navío.

—¡Maldita cucaracha apestosa! —rugió el mercader—. Te dirigirás al capitán en cuanto hayan finalizado las maniobras. Y que Apofis devore tus entrañas si pones los pies a bordo antes. Soy amigo personal de la reina.

El otro se batió en retirada al instante, inclinándose con servilismo.

—Muy bien, noble señor.

Con el dorso de la mano, Mentucheb alejó al importuno ante las carcajadas de la multitud, luego se acercó al muelle con evidente placer, cual rinoceronte seguro de sus actos, seguido de su enclenque compañero.

La actividad desbordaba Ujer, el vasto puerto de Mennof-Ra. La terrible batalla que en él había tenido lugar hacía tres años no era más que un mal recuerdo. Muchas naves habían sido llevadas a los astilleros. Las falúas, que en ocasiones podían alcanzar dimensiones relativamente importantes, se construían con tallos de papiro sólidamente unidos entre sí. En los grandes barcos se usaba la madera. Por desgracia, a excepción de las acacias y los sicómoros, Egipto apenas contaba con árboles aptos para la construcción naval.

Así, se importaban grandes cantidades de los bosques de Levante. Los encargados de comprar cargamentos de cedros, robles y pinos eran Mentucheb y Ayún, a quienes seguía un convoy de una veintena de navíos de carga, a una distancia de un día.

La actividad de los astilleros navales no se limitaba a la construcción de barcos. También fabricaban muebles. Los artesanos, que en el lenguaje de los símbolos divinos recibían el nombre de hem, trabajaban la madera, hemu[9]. Este nombre sagrado tenía un significado oculto: guía. Asimismo, servía para designar al timonel del navío y su modo de vida. Así, el artesano obraba dirigido por Maat, diosa de la Armonía. Sabía escuchar a la naturaleza e, influido por la diosa, trabajar la madera mediante los principios que ella le había transmitido.

En el extremo sur del puerto se alzaba una curiosa construcción destinada a prever la importancia de las inundaciones y su incidencia sobre las cosechas. Su diseñador no había sido otro que Imhotep, el riquísimo señor, amigo único del rey y de quien se decía que poseía los mismos conocimientos científicos que el propio Tot. Si bien la construcción no tuvo influencia alguna sobre el río, la creencia popular estimaba que atraía la benevolencia de Apis. Constaba de un pozo profundo en cuyas paredes se habían grabado unas marcas que permitían medir la altura de las crecidas[10]. Una escalera permitía acceder al interior.

La multitud se apartó ante la silueta de un adolescente de sonrisa traviesa que fue inmediatamente reconocido por ambos mercaderes: Ramois, el pequeño flautista que Djoser había traído de Denderah poco antes de ser coronado. No iba a abandonar ya a la pareja real, que lo instaló en un apartamento de palacio. El año anterior, Ramois entabló amistad con uno de los mercaderes, amantes ambos de la música.

—Señor Mentucheb, señor Ayún, sed bienvenidos. Mi corazón se regocija al volver a veros. La Gran Esposa Nefertiti[11] fue advertida de la llegada de vuestro navío. Me ha enviado para invitaros a palacio.

—Que los dioses protejan a Nefertiti, estimado Ramois.

No obstante, Mentucheb y Ayún apenas podían imaginar que, tras el título real, se ocultaba la valerosa joven con quien habían compartido tantas aventuras tres años antes. Aún conservaba entonces su nombre de niña, Tanis. Se alegraron de volver a verla, aunque el reencuentro no logró impresionarlos mucho: era la reina del Doble País. ¿Continuaría recibiéndolos con la misma sencillez?

Gozosos e inquietos, ambos siguieron al joven músico por el interior de la ciudad, que parecía haber crecido aún más desde su última visita.

Mennof-Ra se extendía por la orilla occidental del Nilo, entre el río divino y un canal paralelo alimentado por el lago Moer[12] a unas treinta millas[13] al sur. Pasado el canal comenzaba la Explanada de Ra, donde los antiguos solían construir sus moradas de eternidad. Djoser rebautizó el lugar llamándolo Sakkara, en honor al halcón sagrado que había salvado en la isla de Osiris, más allá de la primera catarata. En el linde de la meseta se alzaban las tumbas de los reyes, las de los grandes funcionarios, de los ricos comerciantes e incluso de personas más modestas. Por desgracia, todas sufrían el asalto de los ladrones, atraídos por las riquezas piadosamente presentadas a los desaparecidos. Ramois explicó:

—El rey Djoser ha reforzado la falange de la guardia encargada de vigilar la zona, aunque la llanura es tan grande que es imposible evitar que los ladrones hagan de las suyas. Las mastabas del buen dios Jasejemúi y de su hijo Sanajt han sido saqueadas. Hace unos veinte días. Fueron capturados algunos bandidos que hoy serán decapitados. Sin embargo, el resto ha seguido con sus andadas.

Allende el puerto se alzaba la ciudadela de los Muros Blancos, edificada en el pasado por el gran Horus-Menes y abandonada por los nomarcas anteriores a Djoser. Todos recordaban la invasión edomita que el rey había repelido tres años atrás, cuando aún no estaba predestinado a ascender al trono. Faltó muy poco para que el enemigo lograra invadir la ciudad.

Asimismo, siguiendo una sugerencia de su hermano, Sanajt inició la restauración de las murallas. Su precoz muerte le impidió concluir el proyecto, si bien Djoser lo continuó.

En muchas zonas, la muralla de resalto tuvo que ser consolidada o, en ocasiones, reconstruida. A lo largo del recinto se erigían innumerables cadalsos donde trabajaban grupos de obreros. Diversos carros tirados por bueyes o asnos traían los millares de ladrillos de arcilla fabricados a orillas del río. Los trabajadores los subían y colocaban. Posteriormente recubrían los muros con un revestimiento de cal que, al secarse, producía un brillante color blanco. De una altura de una veintena de codos[14] la muralla se asemejaba a una inmensa joya que captaba la luz solar.

Ambos mercaderes, una vez abandonado el puerto para seguir al joven, penetraron en la ciudad, en dirección al palacio real, la Gran Morada. Pronto observaron que algunos barrios habían cambiado. Los viejos edificios ruinosos habían desaparecido, sustituidos por viviendas suntuosas y construcciones de varias plantas destinadas a acoger a las familias de los artesanos procedentes del Doble Reino. El corazón de la ciudad latía al ritmo de los intercambios y de las pandillas de críos bulliciosos que recorrían las calles.

En los mercados flotaba una sinfonía de olores entremezclados, de perfumes penetrantes de especias multicolores, de espesos efluvios procedentes del Nilo, de aromas apetitosos procedentes de las panaderías, de ramos de flores, de emanaciones agresivas de los mostradores de pescado o de los rebaños de cabras y corderos que los pastores conducían a lo largo del alcantarillado de las calles. Algunos asnos plácidos y de mirada dulce transportaban pesados fardos, a algún rico comerciante o a un alto dignatario.

A fuerza de viajar, los dos hombres habían aprendido a percibir las peculiaridades de todas las ciudades que visitaban. La férula de un tirano cubría el lugar de terror y melancolía. Al revés, la presencia de un rey generoso insuflaba alegría a la población.

Mentucheb y Ayún, que habían conocido Mennof-Ra antes de la llegada de Djoser, observaron rápidamente un cambio, constatado ya en las ciudades que habían visitado en el Delta. Los rostros daban muestras de un buen humor colectivo. Jamás los mercados habían rebosado de tantas riquezas. Las mujeres eran más atractivas e iban vestidas con mayor elegancia. Los puestos de los artesanos resonaban con cantos y gritos de gozo. Las calles se habían ensanchado; templos y capillas nuevas se alzaban en los vestigios de las antiguas; el barrio de los mercaderes había crecido y ofrecía artículos procedentes de todo el mundo; los comerciantes que llegaban de países lejanos se amontonaban y la gente hablaba diversas lenguas y dialectos, para prosperidad de los escribas reales encargados del seguimiento de los intercambios.

El motivo de esa eclosión era un crecimiento económico sin precedentes en la historia de las Dos Tierras. Haciendo gala de una gran clarividencia, el rey Djoser se supo rodear de una cohorte de ministros competentes y eficaces que confiaban en que un mejor trabajo de la tierra por parte de los campesinos provocaría el desarrollo del comercio. Los rendimientos habían aumentado, beneficiando a toda la población. Los escribas, cálamo y tablas en mano, proliferaron y llevaban una contabilidad exhaustiva de todas las operaciones comerciales.

Hacía más de un año que el rey había sido coronado y Mennof-Ra había pasado a ser la mayor ciudad de Egipto y, tal vez, del mundo. Sin embargo, ¿no era acaso Djoser, encarnación viviente de Horus, señor de los cielos, un dios? Mentucheb y Ayún ya habían tenido oportunidad de comprobar la extraordinaria popularidad de que gozaba entre el pueblo, al igual que su esposa Nefertiti. Su leyenda, explicada por los guerreros que les habían acompañado durante el viaje triunfal desde la lejana Nubia, había llegado a toda la población; incluso en la más humilde de las moradas, los niños abrían maravillados los ojos ante los relatos de la hermosa Tanis cautivando a los animales más peligrosos o aniquilando con el aliento de Sejmet a los piratas que la habían capturado. Nadie se cansaba de repetir las formidables hazañas guerreras del joven soberano, que había repelido al invasor edomita, sometido a los ladrones de Kattara y vencido al usurpador Nekufer con la ayuda del mismísimo dios Sol. Ni entre los más viejos nadie recordaba una pareja de soberanos que hubiera suscitado, entre el pueblo, un sentimiento de veneración como aquél, a excepción de Horus Menes.

Existía también aquel misterioso personaje a quien el rey Neteri-Jet[15] había convertido en su más íntimo consejero y de quien se decía que era el mayor mago sobre la faz de la tierra. Su reputación como médico ya había franqueado las fronteras del Doble Reino. Por las habladurías, varios egregios personajes de lejanas tierras acudían a implorar la ayuda de su ciencia.

Los rumores aseguraban que el rey Jasejemúi lo había expulsado veinte años atrás, cuando no era más que un joven noble, propietario de un taller de fabricación de vasijas de piedra. No obstante, muchos pensaban que aquel gran señor no era otro que la encarnación de Tot, el néter del Conocimiento y de los símbolos sagrados. Poseía la misma sabiduría que el dios. De su destierro regresó con una fabulosa fortuna que lo convirtió, después de Horus, en el personaje más poderoso de Kemit.

Una larga avenida ascendía del puerto y conducía hasta la plaza del palacio real. No obstante, Ramois dio un rodeo que llevó al trío a un enorme jardín rodeado por un muro de ladrillo de pequeña altura.

—Hace años aquí había una casa —se sorprendió Ayún.

—La morada del traidor Ferá —explicó el flautista—. Tras su desgracia, Horus requisó la propiedad y la ofreció a la reina. Ella la transformó en un parque que ha ampliado los jardines de la Gran Morada. ¡Venid!

El chico los condujo a las avenidas que bordeaban unos bosques cuidadosamente atendidos por un ejército de jardineros. La disposición se debía, en gran parte, a la imaginación de Tanis. Reconocían su gusto por determinadas flores, como las rosas, que florecían a lo largo de toda la superficie.

Sin embargo, no era la única sorpresa que el parque les deparaba. Las dependencias del antiguo visir albergaban unas pajareras con toda clase de aves, procedentes de todos los rincones del mundo. Se veían ibis, flamencos, loros, tucanes, grullas, garzas y numerosas rapaces. Unos grandes recintos acogían simios de todos los tamaños, desde los poderosos gorilas, venidos de las lejanas montañas de Punt, hasta los minúsculos titís, pasando por gibones y otros chimpancés. Otros estaban destinados a cebras, antílopes, elefantes e incluso a una pareja de jirafas. Se habían cavado grandes fosos donde reposaban leones, hienas, chacales y leopardos. No pasaba un solo día sin que la soberana no recibiera un nuevo animal procedente de algún lugar lejano. Los gobernadores y la nobleza sabían de sus gustos y lo importante que era granjearse su favor si deseaban obtener el del rey.

Aquella parte de los jardines reales, abierta al público, se convirtió en un lugar de cita de los ciudadanos, tanto por la curiosidad que suscitaban los animales como por el placer de ver a la esposa de Horus. Tanis pasaba muchas horas en compañía de los esclavos encargados de alimentar a las bestias. Ramois se volvió hacia los mercaderes.

—La Gran Esposa les espera, nobles señores.