Año nueve del Horus Djoser…
La luz del sol poniente jugaba sobre las caras regulares de la pirámide[2], recortando en el suelo rocoso de la meseta una sombra alargada y malva, que contrastaba con los reflejos dorados del atardecer. El blanco deslumbrante del revestimiento de caliza confería al prodigioso monumento una extraña vida, misteriosa, debida a la perfección de sus líneas. Habríase dicho una nave desconocida, surgida de un mundo inaccesible, que hubiera ido a posarse sobre la meseta sagrada como embajadora de una inteligencia superior. Nunca antes se había admirado una construcción semejante y, por tanto, sólo se podía tratar de un edificio inspirado por los dioses. Presentaba ya tres niveles, pero las obras dejaban presagiar que su estructura no se detendría ahí. Cada piso sobrepasaba la altura de seis hombres, y la altura total superaba ya los sesenta codos.
Una larga rampa orientada hacia el río permitía subir a la parte más alta. Formada por restos de roca, arena y ladrillos, estaba cubierta por troncos de árboles embadurnados con arcilla que los braceros no dejaban de regar para facilitar el avance de los trineos cargados con pesados bloques de caliza. Varias decenas de obreros trabajaban sin descanso para izar los monolitos hasta la plataforma del tercer piso. La tracción se realizaba mediante asnos y bueyes, y a veces con prisioneros o con voluntarios.
Bajo aquella rampa se adivinaban los vestigios de otros dos terraplenes más anchos, que habían servido para edificar los primeros niveles. En ese momento, a las órdenes de los capataces, los equipos de talladores de piedra trabajaban sin interrupción para terminar el cuarto nivel antes del año nuevo. Si las predicciones de Moshem el amorrita se cumplían, una terrible sequía de cinco años amenazaba a Kemit, y sin duda el ritmo de las obras disminuiría. Por ello los obreros proseguían su labor hasta el anochecer.
La muralla destinada a proteger la ciudad sagrada sólo presentaba los lados sur y oeste. Pero los cimientos de la sección septentrional ya estaban puestos, así como los de los diferentes templos y capillas, cuyo proyecto estaba explicando Bejen-Ra a la pareja real. Detrás se alzaba una sucesión de muros rematados por columnas. El arquitecto señaló que en aquel lugar se situaría la única entrada verdadera a la ciudad. Otras catorce puertas falsas estarían repartidas a lo largo de las murallas, simuladas, para desalentar a los saqueadores.
Tanis apenas escuchaba lo que decía su mentor. Conocía ya el proyecto, pues su padre, el gran Imhotep, creador de la ciudad, a quien sus obreros llamaban el Mago, se lo había comunicado. Desde la desaparición de la maldita secta de los Setistas, tres años antes, la construcción del monumento no había topado con ningún incidente destacado. Al mismo tiempo, el reino de las Dos Tierras había experimentado un auge que nada había podido obstaculizar. Sin embargo, Tanis permanecía alerta. No conseguía olvidar los horrores provocados por la secta de fanáticos de Set-Baal, el dios serpiente, los cuerpos exangües de los niños sacrificados, los indignos atentados que habían costado la vida a tantos inocentes, «el fuego que no se extingue» y los guerreros muertos en el incendio del templo de la gruta roja. A pesar de los años, las cicatrices todavía no estaban cerradas. La pequeña Inmaj, esposa de Semuré, aún tenía pesadillas al recordar la sangre humana que le habían obligado a ingerir.
Para Djoser y para ella, Tanis, el espectro del terror se había disfrazado con la hipócrita máscara de una pérfida amistad. Tras el rostro afectuoso y simpático de Kayanj-Hotep, hijo de un noble leal recién llegado del Levante, se ocultaba un enemigo empeñado en destruirlos: Meren-Set, descendiente del usurpador Peribsen. Durante más de dos años había instaurado hábilmente un clima de inseguridad y angustia, golpeando allí donde menos se esperaba, utilizando todas las estratagemas posibles para desestabilizar el poder de Horus.
Todo había acabado en un terrible enfrentamiento durante el cual la aldea de las serpientes, situada en el desierto oriental, había sido destruida. Dirigiendo su monstruosa arma contra ellos mismos, Djoser había incendiado el lugar antes de lanzar el asalto final. La mayoría de los sacerdotes fanáticos transformados en guerreros había perecido durante los combates. Las pocas decenas de rescatados habían alcanzado las minas de oro de Nubia, donde ni los más fuertes resistían más de tres o cuatro años. Sus indignas masacres no habían suscitado la clemencia del rey.
La victoria había sido total. La desaparición de Meren-Set había borrado todas las disensiones existentes entre los antiguos partidarios del dios rojo y Djoser, que por fin se había salido con la suya en los diferentes templos: que se reconociera a Horus como dios principal de Kemit.
No obstante, persistía una duda. Si bien se suponía que Meren-Set había sucumbido durante el combate, su cuerpo nunca fue hallado. Había sido imposible identificarlo entre los doscientos cadáveres calcinados que cubrían el campamento enemigo. Uno de sus lugartenientes había confesado que parecía haber desaparecido poco antes de la batalla, pero no estaba seguro de ello. Djoser había lanzado a sus guerreros en pos de posibles fugitivos, pero no habían encontrado nada. Probablemente Meren-Set había perecido en medio de la hoguera que había calcinado la mitad de su guarida. Pero tal vez se había esfumado en el corazón del desierto cómplice, y el jamsín que se había levantado al día siguiente había borrado sus huellas. Con rapidez se difundió un rumor que afirmaba que había sobrevivido y que regresaría para tomarse la revancha.
Esta sombría duda perturbaba el espíritu de Tanis. A veces le parecía cruzarse con la sonrisa engañosa de Meren-Set, al que seguía llamando Kayanj-Hotep. El hecho de ser primos confería a ambos hombres un asombroso parecido que había engañado a todo el mundo. Pero, si el verdadero Kayanj-Hotep era un hombre bueno y leal, Meren-Set era un canalla de la peor ralea, un individuo sin escrúpulos que había basado su monstruosa popularidad en el sacrificio de niños inocentes a los que mandaba degollar, y cuya sangre ofrecía a sus discípulos. Pretendía ser el fundador de una nueva religión basada en el terror y la dominación. Con él apareció el espectro de un dios terrorífico y destructor, muy alejado de la armonía preconizada por la regla de Ma’at.
Sin embargo, durante tres años no se había producido ningún incidente que permitiera pensar que Meren-Set hubiera sobrevivido a la batalla del desierto. Los sacerdotes fanáticos habían sido condenados. Quizá algunos de ellos habían conseguido escapar a la vigilancia de la policía de Moshem, pero habían renunciado a toda actividad, pues no se había cometido ningún delito desde la desaparición del gran sacerdote de Set-Baal. Sin embargo, su fantasma seguía presente en las memorias, engendrando relatos inquietantes, que alimentaban el rumor. No se habían olvidado las siniestras apariciones del fantasma de Peribsen. Se sabía que se trataba de un subterfugio para impresionar a la gente. Sin embargo, había personas influenciables que todavía dudaban. Para ellas, el usurpador desaparecido había intentado recuperar el trono robado a los antepasados del Horus. Había fracasado, pero ¿se podía afirmar que no regresaría nunca más?
Tanis se explicaba así la sorda sensación de malestar que sentía cuando evocaba el recuerdo de aquel ser maquiavélico. Más allá del hombre, ella adivinaba, siempre presente, el espectro rastrero del dios pavoroso surgido de su megalomanía y que reunía los aspectos más tenebrosos del alma humana. Si en la actualidad parecía estar aletargado, cabía temer que un día u otro se despertase.
Haciendo un esfuerzo para rechazar aquellos lúgubres recuerdos, Tanis dejó a Djoser y Bejen-Ra enfrascados en sus discusiones y salió del recinto sagrado seguida por sus sirvientas. Hacia el sur se extendía la aldea construida por los obreros permanentes. Desde hacía varios años éstos habían establecido allí un animado campamento, donde se habían reunido todos los gremios necesarios para la buena marcha de las obras: albañiles, talladores de piedra, carpinteros, fabricantes de herramientas, escultores, pintores, alumnos de arquitectos que asistían a Imhotep, así como el inevitable ejército de escribas encargados de llevar al día los planos de la ciudad y las remuneraciones de los obreros. Una retahíla de niños corría por los alrededores. Los más mayores ayudaban a sus padres y así aprendían su futuro oficio. Los panaderos horneaban panes de diferentes formas, a veces rellenos de dátiles o pasas. Las mujeres fabricaban una cerveza espesa que se bebía con ayuda de una pipeta de madera provista de un filtro. Tenían incluso un zapatero y dos tejedores que proporcionaban tela de lino a las familias para confeccionar taparrabos y vestidos.
El intendente Ajet-Aá, que abastecía a toda aquella gente, se había construido una casita que le permitía no tener que desplazarse a Mennof-Ra todos los días. A Tanis le caía bien aquel personaje siempre preocupado de que le faltara algo para alimentar a sus obreros. Convencido de que era insustituible, no sabía cómo descargar parte de sus tareas en sus colaboradores. Por fortuna, le asistía Ameni, un campesino de Kennehut[3] especializado en la cría de aves. A diferencia de Ajet-Aá, Ameni gozaba de un carácter alegre, de un humor siempre igual. Su tranquilidad imperturbable contrastaba con la agitación continua del intendente. Los dos hombres se habían hecho amigos desde que Ameni había salvado la vida de Ajet-Aá. El segundo solía extraer del primero la fuerza necesaria para proseguir con su tarea.
Hasta el borde de la meseta se extendía una rala sabana, donde a veces se distinguían manadas de gacelas o antílopes, y más raramente grupos de leones o hienas. Las grandes fieras, molestas por la actividad humana, se habían refugiado más al sur. Más allá se extendía el desierto rojo del Amenti, donde, según la tradición, se accedía al reino de los muertos. Por esta razón las entradas a las moradas de eternidad construidas en el borde de la meseta, en las proximidades del valle, estaban orientadas hacia el occidente.
Tanis adivinó, en el corazón de la necrópolis, la presencia de Jirá y Seschi, que habían ido a presentar ofrendas al buen dios Jasejemúi en compañía de su preceptor Neméter.
Echó una última mirada en dirección a las vastas extensiones rocosas del desierto. Le parecía percibir el eco de una amenaza que estuviera gestándose más allá del horizonte, más allá incluso, tal vez, de la comprensión humana. Pero ¿se trataba del fantasma de Meren-Set, que se negaba a desaparecer de su memoria, o bien de algo diferente? Ciñéndose la fina capa de lino que le cubría los hombros, Tanis regresó hacia la ciudad sagrada.