Epílogo

Unos días después, Imhotep volvió a la meseta donde los albañiles y talladores de piedra acababan de concluir su morada de eternidad.

El sol iniciaba su camino ascendente hacia el cénit, imagen de Ra-Horus en su gloria, e iluminaba el valle con una luz deslumbrante. Junto a él caminaba su hijo Anjaf. A la edad de diecisiete años, era el reflejo de su padre: el mismo aspecto, la misma forma de la cara, la misma mirada curiosa. Mientras el mayor, Amanaú, seguía siendo el inseparable compañero del futuro rey, Ajti-Meri-Ptah, Anjaf no abandonaba a su padre, por quien sentía una admiración sin límites. A su sombra había aprendido los secretos de la medicina y las estrellas, y había penetrado en el misterio de los números sagrados que regían la arquitectura. Imhotep veía en él a su sucesor. ¿Acaso no tenía el proyecto de construir una segunda ciudad sagrada, que edificaría cuando Ajti reemplazase a Djoser en el trono de Horas?[37]

Anjaf poseía una rara cualidad: sabía callar, respetando así los silencios de su padre, perdido en sus pensamientos. Una vaga nostalgia perturbaba a Imhotep. La finalización de la ciudad sagrada le dejaba un tanto desamparado. Tras la ceremonia del Heb-Sed, había esperado a que la gente abandonara el lugar para luego errar por la avenida de las capillas que unos uabs empezaban a limpiar, y después sus pasos lo habían llevado hasta la plaza principal desde donde se apreciaba la impresionante perspectiva de la pirámide deslumbrante de luz. Su majestuosidad, la pureza de las líneas, cuyas proporciones respondían a las reglas de los números sagrados, le habían llenado de orgullo.

Junto con el libro de medicina que estaba a punto de terminar —si es que semejante obra podía tener final—, la construcción de aquella pirámide había sido una aventura agotadora pero maravillosa. Pero ahora se había acabado. Le hubiera gustado que la obra se prolongara.

En la mente febril y efervescente del gran hombre se dibujaban las siluetas de otros monumentos, para los que la pirámide de Saqqara serviría de borrador. No viviría suficiente tiempo para verlos edificados con sus ojos mortales. Pero sabía que sus sucesores se inspirarían en sus trabajos. Poco a poco, Egipto se construiría de otras pirámides que constituirían el reflejo de aquél más allá al que todo egipcio aspiraba: el fabuloso Nilo celestial, donde reinaban los dioses, y donde todos volverían a la vida.

Él veía el Nilo celestial cada noche en el cielo constelado de estrellas, bajo la forma de un ancho río de color lechoso que atravesaba el firmamento nocturno. Y cada constelación llevaba en sí misma el proyecto de las futuras pirámides que proclamarían la grandeza de los reyes divinos que gobernarían Egipto en los siglos venideros.

Aunque Imhotep no viese nunca aquellos suntuosos monumentos, no dejaría de ser el que concibió el primer gran monumento del mundo.

La primera pirámide…

De temperamento optimista, ahuyentó los pensamientos nostálgicos y se apoyó en el hombro de su hijo para subir la rampa que llevaba al monumento. En las orillas del río-dios, el pequeño asentamiento había crecido con nuevas casas, destinadas a acoger a qenus, talladores de piedra, escultores, geómetras y servidores encargados de proporcionar víveres a todos aquellos obreros.

—¿Cómo se llama este pueblo? —preguntó Anjaf.

—¡Gizeh, hijo mío!

Prosiguieron ambos su ascensión, siendo saludados con deferencia por los albañiles. Al llegar a la meseta, Imhotep contempló la inmensa superficie cubierta de una rala sabana, donde se veían algunos addax diseminados. Aquél también era un lugar sagrado, parecido a Saqqara. En su fértil mente aparecían otras formas, pirámides todavía más elaboradas que la de Djoser. Recubriéndolas de una capa de caliza blanca, debía ser posible suprimir los escalones. Se obtendría así una línea perfecta, expresión de los rayos de Ra. Se prometió tomar notas al respecto esa misma noche.

Regresaron después al monumento, que asombraba e impresionaba hasta a quienes lo habían construido. Orientado hacia el este según la voluntad de Sejmet, estaba destinado a proteger, cada mañana, la salida del dios solar Ra contra el ataque de Apofis, la monstruosa serpiente de Set. Según la creencia, ésta intentaba devorarlo para impedirle que renaciera del cuerpo de su madre Nut. Siempre según esta creencia, era el mismo dios Set, guardián de la muerte y la resurrección, quien retenía al monstruo, pues Apofis era su criatura.

En alguna parte en la red de galerías excavadas debajo, se abría un pozo cuyo acceso solamente conocían algunos iniciados, y donde reposaría el cuerpo del gran visir cuando le llegase la hora de alcanzar las estrellas.

Imhotep y Anjaf observaron durante largo rato el misterioso edificio. En homenaje a la diosa Sejmet que lo había inspirado, su forma era la de un león, y su cabeza, altivamente alzada en dirección al sol naciente, era la de un hombre.

Mucho tiempo después, un pueblo lleno de admiración, procedente de más allá del Gran Verde, le daría el nombre de Esfinge.