—¿Quién es?
—Su hija tenía razón. Luché con él y lo derroté hace mucho tiempo.
—¿Meren-Set?
—¡No! ¡Nekufer!
Atónita, Tanis lo contempló como si hubiera perdido la razón.
—¡Pero Nekufer está muerto! —replicó ella.
—¿Estamos bien seguros? Tash’Kor dijo que Jerú, el padre de esa Taina, tenía el brazo derecho paralizado.
—Así es.
—¿Qué edad tenía?
—Unos sesenta años.
—¡La edad que hoy tendría Nekufer! —exclamó Djoser.
Permaneció un instante en silencio, recordando la escena final del combate que lo enfrentó a aquel tío suyo maldito.
—Lo herí con la lanza en el hombro izquierdo. Lo vi caer en las aguas del río y la corriente se lo llevó hacia los matorrales de papiro. Iba a ordenar a mis guerreros que fueran a buscarlo cuando aparecieron los cocodrilos. Penetraron entre los papiros y cuando salieron llevaban un cuerpo. Todos creímos que se trataba de Nekufer. Pero admitamos que hubiera ya otro cadáver. Ése sería el cadáver que los cocodrilos devoraron, dejando así a Nekufer, que tuvo fuerzas para escapar.
—Estaba gravemente herido —contestó Tanis—. Tu lanza lo atravesó de lado a lado.
—Por eso tiene el brazo izquierdo paralizado.
—Pero ¿quién puede sobrevivir con una herida semejante?
—El odio que me tenía pudo mantenerle con vida hasta que alguno de sus leales le socorrió. ¿Recuerdas? Varios de ellos desaparecieron poco después de aquella batalla final. Dime qué fue de Jedrán, el capitán que me azotó por haber desafiado al Horus Sanajt.
—Lo ignoro. Nadie ha vuelto a hablar de él. Pensamos que había huido de Egipto porque temía que desataras tu ira contra él.
—¿Y si hubiera huido por otra razón?
—¡No tiene sentido!
—¡Sí lo tiene! Yo no creo en los fantasmas, amada mía. Imhotep afirma que Meren-Set está muerto de verdad. Imaginemos que Nekufer sobrevivió a su herida. Sus partidarios regresan al lugar cuando el ejército se ha ido. Oyen gemidos y lo descubren entre los papiros, malherido, pero todavía vivo. Se lo llevan y lo curan, y luego deciden abandonar Kemit y refugiarse en Ugarit, donde Tash’Kor se lo encuentra muchos años después.
—Es espantoso —exclamó Tanis—, pero creo que tienes razón. Eso explicaría que su hija afirmara que su padre era el auténtico heredero de las Dos Coronas.
—Y también la presencia de su hijo Neferjeré al frente de las hordas que querían destruir Per Bastet. Ya esa vez Nekufer intentó eliminarme.
—Y el hombre misterioso que alentó al sumerio Enjalil…
—Era uno de sus hombres. ¡Quizá incluso Jedrán!
Tanis permaneció un momento en silencio y luego declaró:
—Hay algo que no entiendo: ¿por qué esperó tanto tiempo para vengarse?
—Carecía de medios para hacerlo. Al abandonar Kemit, lo había perdido todo. Sus partidarios y él debieron de vivir en la pobreza durante años antes de volver a acumular cierta fortuna gracias al comercio. Nekufer es paciente y tenaz. Habrá meditado largo tiempo su venganza. Su símbolo, el cocodrilo, y hasta su nombre de guerra, Jerú (la Voz), son los reflejos de su voluntad de destruirme. Pero era demasiado débil para pasar a la acción. Cuando conoció a Tadunja, éste le proporcionó los medios para llevar a cabo su venganza. No sé cómo, pero se hicieron amigos, se impuso entre sus capitanes y lo sustituyó cuando murió. Decidió apoderarse de las minas de cobre para forjar las armas necesarias. Su objetivo era invadir las Dos Tierras.
—Después de tantos años resulta increíble.
—Su primer objetivo es vengarse de mí. Sólo por la fuerza puede imponer su reinado, pues sabe que los egipcios no le aceptarán. Guardan demasiado mal recuerdo del corto período de su reinado. Así pues, tiene que matarme, y matar después a nuestro hijo Ajti. Extinguido mi linaje, podrá recurrir a su ejército para apoderarse del trono de Horus. Y tendrá el apoyo de una buena parte de la nobleza, la de Anjer-Nefer y sus acólitos.
—Ésa es la razón por la que deseaban crear sus propias milicias —observó Tanis—. Tenían pensado ponerse de parte de Nekufer cuando invadiese el Delta. Pero eso no explica los asesinatos de niños.
—Probablemente Nekufer conocía la historia de Meren-Set. Quiso desorientarnos con una pista falsa, y hacernos creer en el regreso de su fantasma.
—¡Y mandó matar a unos niños para eso! ¡Qué personaje tan inmundo!
—Pagará por sus crímenes. Lo mataré con mis propias manos. Dentro de dos días nos veremos las caras.
Cuando el ejército reanudó la marcha al caer la noche, Djoser estaba más decidido que nunca. Esta vez la angustia había desaparecido por completo. Había desenmascarado a su enemigo.
Los exploradores enviados a las alturas que dominaban el oasis de Tahuna informaron que el ejército enemigo contaba con unos diez mil hombres, es decir, casi tantos como las fuerzas egipcias. Un ataque directo por el valle supondría considerables bajas. En cambio, había un desfiladero estrecho situado al pie del monte Tahuna que desembocaba en el corazón mismo del palmeral. Un puñado de guerreros fuertemente armados bastaría para defenderlo. Djoser reflexionó unos instantes y esbozó un plan. Aquel paso angosto podía permitir crear una distracción haciendo creer que por ahí se producía un ataque de gran envergadura. Si conseguían atraer a los hititas hacia aquel paso, sería posible hacerse con el resto del palmeral y sorprenderlos por la retaguardia.
El plan funcionó perfectamente. En el mayor silencio Tanis aprovechó la noche para situar a un millar de arqueros a ambos lados del desfiladero. Apenas había salido el sol cuando un centenar de guerreros penetró en el oasis disparando flecha tras flecha. Los hititas, estupefactos, no reaccionaron inmediatamente. Luego, viendo que los asaltantes eran poco numerosos, se lanzaron tras ellos. Los egipcios cesaron de inmediato el combate y volvieron a refugiarse en la angostura.
A la altura del desfiladero, una lluvia de flechas se abatió de repente sobre los perseguidores. Numerosos asiáticos cayeron con el cuerpo atravesado. Los gritos de victoria dieron paso a alaridos de rabia. Forzados a retroceder, los hititas se dieron cuenta de que sus agresores estaban en una posición inatacable. Pero se necesitaba mucho más para detenerles. En medio de las palmeras, un corpulento personaje daba órdenes a gritos a fin de enardecer a sus tropas. Djoser, que observaba la batalla desde lo alto de una colina cercana, no pudo contener un grito de triunfo.
—¡Jedrán! No me había equivocado.
En cambio, no vio rastro alguno de Anjer-Nefer ni de sus amigos. A punto estuvo de iniciar el asalto inmediatamente. Pero las tropas enemigas todavía estaban muy diseminadas. Había que esperar a que se concentrasen en el desfiladero. A lo lejos, Tanis le hizo señas indicando que sus arqueros estaban bien. En efecto, ocupaban una posición muy segura, guarecidos detrás de las cavidades situadas más abajo. La única manera de sacarlos de allí hubiera consistido en rodear Tahuna para atacarlos por detrás. Pero la rabia de los capitanes hititas los cegó. Sus guerreros caían unos tras otros sin conseguir rebasar las defensas egipcias. Poco a poco los asiáticos y los edomitas se reagruparon a la entrada del estrecho valle, intentando asaltar las plataformas rocosas que protegían a los arqueros. Sus pérdidas empezaban a ser importantes cuando un inmenso clamor despertó los ecos del oasis. Por el oeste del valle surgieron entonces miles de guerreros armados hasta los dientes que gritaban el nombre real de Djoser.
—¡Neteri-Jet! ¡Neteri-Jet!
Los asiáticos quedaron petrificados por un instante, pero enseguida reaccionaron y abandonaron a los arqueros para lanzarse contra aquel nuevo invasor, al que los centinelas, neutralizados durante la noche, no habían podido detectar.
Siguió una terrible batalla, cargada de odio y violencia. En uno y otro bando, los brazos golpeaban, abrían vientres, reventaban cráneos bajo los impactos de las mazas. Furiosos por haberse dejado sorprender, los hititas combatían con la energía del desespero. La furia egipcia cayó sobre ellos sin contemplaciones, rebasando las defensas, haciéndoles retroceder hasta el lago, cuyas aguas no tardaron en teñirse de rojo.
Djoser, seguido por sus guerreros más fieles y respaldado por su hijo, derribaba a los asiáticos que intentaban enfrentarse a él. Con la mirada buscaba a su verdadero enemigo, aquel tío que tiempo atrás había combatido contra él. Jedrán, capturado poco después de la toma del palmeral, había confirmado que tenía razón. Pero Nekufer no se atrevía a combatir a cara descubierta. Sin duda ya se había dado cuenta de que todo estaba perdido.
Inexorablemente, la victoria se decantó a favor de los egipcios. Unos tras otros, los focos de resistencia, acorralados contra las montañas, se rindieron. Se produjo el pánico en algunas filas enemigas, que intentaron escapar por los valles que daban al sur.
De pronto, un pequeño grupo de hombres huyó por el este. Entre ellos, un veterano de la guardia reconoció la silueta de Nekufer. Profiriendo un grito de victoria, Djoser quiso precipitarse tras él. Pero las últimas falanges hititas se interpusieron formando una barrera feroz. Fue necesaria toda la rabia de los soldados de élite del Horus para acabar con ellos. Al final, comprobando que su rey había abandonado el lugar, los asiáticos terminaron por deponer las armas.
La táctica del rey había funcionado. Al término de la jornada, la victoria era total. Apenas algo más de un millar de hititas había conseguido huir. Casi una cuarta parte había perecido. Los supervivientes habían sido atados, dispuestos para el traslado a las minas de oro de Nubia.
Djoser mandó que le trajeran a Jedrán. Los guardias arrojaron al prisionero a los pies del soberano, que le dijo:
—¡Habla! ¿Sabes adónde ha huido Nekufer?
El hombre lo miró con una sonrisa aviesa, en señal de desafío. Djoser lo abofeteó con violencia.
—¡Tu amo no es más que un cobarde! —vociferó Djoser—. Osa proclamarse heredero único de las Dos Coronas, pero ni siquiera tiene valor para enfrentarse a mí cara a cara, como antes lo hizo.
—Porque ya no tiene la misma fuerza —replicó Jedrán—. Tú le quitaste el brazo izquierdo.
—Nadie renuncia al honor de enfrentarse a su enemigo cara a cara —objetó Djoser—. ¿Adónde ha ido a esconderse como la rata que es? ¿Es que no entiendes que te ha abandonado?
Jedrán agachó la cabeza.
—No sé cuáles son sus planes —dijo al fin—. Seguramente intentará refugiarse en el desierto edomita.
Unos instantes después, tras confiar la continuación de las operaciones a Tanis e Imhotep, Djoser, Jerseti y un centenar de guerreros iniciaron la persecución de Nekufer.
—A su edad no podrá ir muy lejos —señaló Jerseti.
Sin embargo, la batida no resultó fácil. La menor cavidad, la más pequeña depresión podía albergar guerreros decididos a sacrificarse por su señor, y tuvieron que avanzar con precaución. Pero quizá la influencia de Nekufer sobre sus hombres hubiera disminuido mucho por culpa de sus dos derrotas sucesivas. No hallaron ningún obstáculo.
Los guerreros de Djoser, perfectamente entrenados, no dejaban escapar a sus presas. Acechaban el menor indicio, rastro de sangre en la arena o trozo de tela que permitiera detectar el paso del enemigo.
La cacería se prolongó durante dos días. Hacia el este se alzaban montañas cada vez más elevadas. El camino se hacía cada vez más difícil e impracticable. Pero los soldados seguían descubriendo huellas. Djoser comprendió pronto que Nekufer le estaba llevando hacia una alta montaña de tortuoso relieve.
Al fin, la mañana del tercer día, lo vio ascendiendo por la ladera de la montaña acompañado de una veintena de fieles, aparentemente egipcios. Sin duda había pensado que acabaría con la tenacidad de Djoser, pues había ralentizado considerablemente su marcha. También la fatiga debía de haber contribuido a ello. Enardecido, el Horus apretó el paso, arrastrando consigo a sus extenuados guerreros. El mismo Jerseti, pese a su resistencia, a duras penas podía seguir el ritmo del soberano. Llegaron así al cauce de un torrente seco, donde no subsistían más que unos charcos de agua ribeteados de una tímida vegetación. Fueron suficientes, sin embargo, para saciar la sed de los guerreros. Y sus presas seguían conduciéndoles más arriba, escalando a veces verdaderas murallas rocosas. A su alrededor se iba dibujando poco a poco un panorama de una belleza que cortaba la respiración. Hacia el sur apareció una inmensa superficie de un azul profundo. Djoser comprendió al fin que se trataba del gran mar que llevaba, más allá del horizonte, al misterioso país de Punt.
No se explicaba por qué Nekufer lo arrastraba hasta la cumbre de aquella grandiosa montaña. Pronto el sendero abandonó la torrentera y subió serpenteando por la ladera del macizo. Poco a poco el relieve circundante parecía aplastarse bajo un cielo de un azul límpido. A aquella altitud, la temperatura era insoportable, pero el aire se enrarecía, dificultando la respiración de los guerreros. Un viento fresco secaba el sudor de los perseguidores.
Por fin alcanzaron la cumbre de la montaña. Djoser, sin aliento, quiso erguirse para distinguir a Nekufer. Jerseti, que vio el peligro de inmediato, sólo tuvo tiempo para lanzarse sobre él y evitar que le atravesaran las flechas de los arqueros que el usurpador había apostado delante de él como última defensa. Ambos hombres cayeron rodando hasta refugiarse tras una enorme roca. Un instante después, los guerreros egipcios respondían abatiendo a los arqueros uno tras otro. Cuando Nekufer quedó solo, Djoser avanzó hacia él desenvainando su espada. El hombre lo recibió con una amarga risa burlona.
—Así que has vuelto a ganar, sobrino —dijo con voz entrecortada.
—Todos estos años no has hecho más que planear tu venganza.
—No ha pasado ni un solo día sin que pensara la manera de eliminarte y reconquistar el trono que me robaste. Ya que los cocodrilos no me mataron hace veinte años, los convertí en mi emblema, el símbolo de mi ira. Me había jurado destruirte, fuera como fuera. —Suspiró—. Pero lo había perdido todo, incluso a mis fieles amigos, y tú acabas de matar a los últimos.
—Te aliaste con el rey de los hititas. Pactaste con esas hienas…
—Tadunja me proporcionaba por fin una manera de llevar a cabo mi venganza. Me aseguré su alianza. Para ello tuve que traicionar a las gentes de Ugarit, que me habían ofrecido su hospitalidad, pero eso no tenía importancia. Le ofrecí a Tadunja la oportunidad de apoderarse de diferentes ciudades proporcionándole valiosas informaciones. Las conocía bien porque las había visitado a menudo por mis negocios.
—¡Eres un canalla! ¡Engañaste a gentes que te tenían por amigo!
—¡Mi objetivo justificaba mis actos! —replicó Nekufer con altivez—. Haría cualquier cosa para derrocarte. Hasta hacerte creer en el regreso de aquel imbécil de Meren-Set. Él también se creía destinado a gobernar las Dos Tierras, pero fracasó patéticamente. Lo vi después de su huida. No sabía quién era yo, pero yo lo sabía todo de él. Me habló de su fracaso, de su voluntad de venganza. Comprendí que podía sacar partido de aquel idiota. No sobrevivió mucho tiempo. La muerte negra ya se había adueñado de él.
Prosiguió su relato con una voz cargada de desafío, casi triunfante. Corroboró así las suposiciones de Djoser. Era Jedrán, en efecto, quien había animado a Enjalil a matar a Tanis.
—Pero ese idiota erró el tiro y mató a una niña. ¡Tu propia hija! —dijo Nekufer, riendo.
Djoser tuvo que hacer un gran esfuerzo para no saltar a la garganta de tan infame personaje. Había comprendido que, sabiéndose perdido, Nekufer salvaba su honor desafiándole e insultándole. No debía entrar en su juego, pues sospechaba una última jugarreta. Guardaba el recuerdo del puñado de arena que lo había dejado ciego en su último combate.
—Sigue —masculló con voz neutra.
—Durante la sequía envié a mi hijo Neferjeré al Delta. Por mis espías sabía que estabas en Per Bastet, gravemente enfermo. Eliminarte era fácil. Pero fue derrotado, y la epidemia se lo llevó —dijo entre dientes el viejo usurpador.
—Y después te procuraste la ayuda de cómplices entre los nobles del Delta.
—Unos imbéciles. También ellos fracasaron.
—¿Qué ha sido de Anjer-Nefer y sus compañeros?
—Tras su fiasco fueron a buscarme a Ugarit.
Hizo una mueca de desprecio.
—Esperaban mi indulgencia. Mandé matarlos.
—Eres un ser inmundo.
Por toda respuesta Nekufer se echó a reír con débiles carcajadas cínicas.
—Detesto a los inútiles. Después, por mediación de ese estúpido chipriota, situé a mi hija Taina cerca de ti para espiarte. Tenía que traerme a tu hijo Seschi y a la bastarda de esa furcia que es tu mujer. Pero desapareció. Dos meses después, cuando ya la creía perdida, me hizo saber que se encontraba en Anatolia y que contaba con entregarme a tu hijo y tu hija. Me hubiera encantado enviarte sus cabezas. Pero tu hijo la desenmascaró y ella prefirió suicidarse antes que caer en sus manos.
Djoser sintió un escalofrío. En la voz de su tío no había ni un matiz de pesar o arrepentimiento. La muerte de su hija parecía dejarle indiferente. Peor aún, no le perdonaba su fracaso.
—¡He estado rodeado de imbéciles! —masculló—. Incité a Tadunja a apoderarse de los establecimientos egipcios del Levante. Atacó Biblos instigado por mí. Ese siniestro cretino encontró la manera de que le matasen. No me costó mucho convencer a sus capitanes de que yo era el único capaz de sustituirlo.
—Y los condujiste hasta aquí para adueñarte de las minas de cobre de Kemit y fabricar armas.
—Hasta concerté una alianza con los edomitas, con el señuelo de las riquezas de los Dos Reinos. Me siguieron sin dificultad. Aún no han digerido su derrota. Pero tu maldito ejército me atacó por sorpresa cuando todavía no estaba preparado —gruñó—. Y aquí estamos otra vez cara a cara.
—¿Por qué me has traído hasta aquí? —preguntó Djoser.
Nekufer se irguió y le señaló el grandioso paisaje.
—No se puede soñar un lugar más hermoso para morir. Cuando huí del palmeral, sabía que acabarías atrapándome. Porque los dioses te protegen, sobrino. Por eso me has vencido. Ni mis fieles guerreros han podido detenerte.
—Habrías podido evitarles la muerte rindiéndote —replicó el rey.
—¡No! Tenía que intentarlo todo para matarte. —Suspiró, agachó la cabeza, y repitió más bajo—: ¡Todo!
De pronto se incorporó, desenvainó un puñal afilado que ocultaba bajo la ropa y lo lanzó con ímpetu hacia Djoser.
—¡Noooo! —aulló Jerseti.
Pero el rey había previsto aquella última perfidia. Se hizo a un lado para esquivar el arma, que fue a clavarse en el hombro de un soldado. Djoser se apoderó entonces de una lanza y avanzó hacia Nekufer.
—¡Ten cuidado, mi señor! —gritó un capitán.
Pero Djoser no oía. Por primera vez un destello que parecía angustia brilló en la mirada de Nekufer. Retrocedió hasta el borde de la plataforma que constituía la cumbre de la montaña. Una vez delante de él, Djoser se aseguró de tener la lanza bien sujeta, y, de un golpe violento, la hundió en el corazón de su enemigo.
—¡Que la sangre de Inja-Es caiga sobre ti! —exclamó.
Los ojos de Nekufer se velaron, intentó en vano recuperar la respiración que se le escapaba. Djoser arrancó la lanza de un tirón seco. Con una última llamarada de odio en la mirada, Nekufer se tambaleó mientras un borbotón de sangre le brotaba de la boca. Cayó desplomado al suelo, sacudiéndose entre convulsiones. Recurriendo a sus últimas fuerzas, se arrastró hasta el borde del precipicio y se lanzó al vacío. Un terrible alarido de agonía y angustia despertó los ecos de las grandiosas montañas, mientras su cuerpo daba vueltas por los aires hasta estrellarse cientos de codos más abajo.
Jerseti se acercó, incrédulo. ¿Acaso se levantaría el monstruo por última vez? Pero el cadáver dislocado permaneció totalmente inmóvil.
—¡Esta vez ha muerto de verdad! —suspiró Djoser.
Inspiró profundamente y contempló el extraordinario paisaje. Le parecía sentir la presencia de entes invisibles que lo habían apoyado en su combate.
—No se equivocaba —añadió al fin—. Éste es un lugar magnífico para morir.
Luego se volvió hacia el guerrero herido, al que ya habían empezado a curar.
—Pero no es razón para imitarlo, compañero.
—¡Sólo es una herida superficial, mi señor! —respondió el soldado con una sonrisa que parecía una mueca—. Con tu permiso, preferiría morir muy viejo, rodeado de mi numerosa descendencia.
—¡Así lo harás! En este día hemos destruido a nuestro último enemigo, y la paz reinará en Kemit durante largo tiempo.