Capítulo 55

Al anochecer siguiente, el ejército abandonó Magara por el valle meridional. Más lejos este valle llegaba a una vasta llanura que conducía, hacia el este, al oasis de Tahuna, donde estaba instalado el cuartel general del enemigo.

Los mineros de Magara habían propuesto al rey unirse a su ejército, que se vio reforzado con más de un millar de hombres. Pese a su aprensión, habían decidido combatir al funesto demonio que había invadido su país. Estaban convencidos de que el individuo misterioso que había sabido imponer su ley a los asiáticos y a los edomitas no era otro que la encarnación del dios rojo. Djoser no estaba lejos de creerles. En el valle del sur reinaba una atmósfera malsana, penosa, como si el espíritu de Set la poblase, un espíritu sediento de combate y destrucción.

Por la mañana el ejército instaló el campamento junto a un pequeño oasis. Tanis, que había caminado toda la noche al lado de su esposo, notaba su nerviosismo. Aunque les montaron una tienda a cada uno, ella se unió a él en su tienda para reconfortarle.

Una duda insidiosa se había apoderado de la mente de Djoser, provocando una sorda angustia que le roía las entrañas. Pese al poder de su ejército, temía que aquella vez no fuera el más fuerte. Porque ignoraba quién era realmente su enemigo. Pese a la tranquilizadora presencia de Tanis, tuvo que hacer un esfuerzo para ahuyentar su ansiedad. No tenía miedo por él, sino por los Dos Países y su pueblo. Su intuición le decía que aquel combate sería el último que librase, y de su resultado dependía el destino de Kemit. Si era derrotado, las Dos Tierras se sumirían en un caos del que quizá no resurgiesen jamás.

Sin embargo, ¿cómo triunfar sobre un adversario del que nada sabía, y del que a veces llegaba a pensar que tal vez fuera el mismo dios Set? ¿Con qué fuerza podía combatirle él, pobre mortal, aunque fuera la encarnación del dios Horus?

¡Pero era imposible! Los dioses no aparecían más que en las leyendas. En la realidad, luchaban por mediación de los hombres que los representaban. Entonces, ¿quién encarnaba al dios Set frente a él?

Se forzó a razonar con calma, rechazando con gran fuerza de voluntad las olas de terror irracional que le invadían por momentos. Las palabras de su viejo maestro Meritrá volvieron a su memoria. El verdadero Set no tenía relación con el despiadado dios guerrero que algunos se empeñaban en ver en él. Era el néter de la muerte, pero también el de la resurrección, la cáscara del huevo que protege la vida en gestación. Solamente la perversidad de los hombres lo había desnaturalizado. Pero, al igual que Meren-Set unos años antes, un hombre se había adornado con el reflejo oscuro del espíritu de Set. Era un monstruo al que tendría que combatir.

Tal vez se tratase de uno de los nobles huidos de Egipto en el inicio de su reinado, tras apoyar la impostura de Nekufer. Sin embargo, ninguno de ellos poseía una personalidad capaz de sublevar una parte de la nobleza egipcia y concertar una alianza entre hititas y edomitas.

Aparte de Meren-Set, ningún hombre poseía suficiente carisma para realizar semejante hazaña, excepto… De pronto, una ola de adrenalina recorrió su cuerpo, cortándole casi la respiración. En su mente las ideas se ordenaron a la velocidad del rayo. Exclamó:

—¡Por todos los dioses! ¡No es posible!

Tanis, que empezaba a adormecerse, agotada por la larga marcha nocturna, se despertó sobresaltada.

—¿Qué no es posible?

La cogió por los hombros, con la mirada alucinada.

—¡Ya sé quién es nuestro enemigo!