Al día siguiente el ejército partió de Sarabit y se internó en el valle de Jamia, que se unía, por el sureste, al de Sidri. Necesitaron casi siete días para llegar a la región de Magara. Estrechos y caóticos desfiladeros se insinuaban entre altos precipicios. En aquel grandioso universo reinaba una sequedad espantosa, que rivalizaba con la del Amenti. Un ardiente viento, que bajaba de las altas cumbres, soplaba sin cesar, causando aridez en las gargantas y dolor en los pulmones. Los buitres daban vueltas incansablemente en un cielo de un azul inmutable, acechando los cadáveres de animales. De no haber conocido la existencia de las minas de cobre, Djoser habría dudado que algún hombre pudiera vivir en una región tan inhóspita.
Debido a la falta de agua, el que un ejército tan numeroso atravesara aquellos montes desérticos constituía una auténtica prueba de resistencia. Había algunos puntos de agua excavados por los hombres, prueba de que el camino era utilizado. Por la noche dormían en el suelo, tras verificar que ningún animal peligroso se ocultase entre las piedras. El lugar abundaba en escorpiones y arañas venenosas, así como en víboras cornudas y otros lagartos negros y amarillos cuya mordedura podía resultar mortal. Asimismo había que desconfiar de las manadas de fieras, las más temibles de las cuales eran las de los enormes leones de melena oscura.
Los guerreros se alegraban de ver al rey en persona al mando. Al anochecer, antes del reposo nocturno, daba una vuelta por el campamento, pese al cansancio, en compañía de Tanis; intercambiaba algunas palabras con todo el mundo, con toda sencillez, y cada soldado se sentía henchido de un valor excepcional porque el dios vivo le había dirigido la palabra. Estaban dispuestos a dar la vida por él. Y la presencia de la reina, cuya belleza sin falla no sólo no parecía sufrir los rigores de la expedición, sino que además suavizaba un poco las condiciones de ésta, les reconfortaba.
La mañana del octavo día, al fin, el ejército llegó a las proximidades de Magara. Datren declaró:
—Más allá de este lugar tenemos que ser prudentes, oh Toro Poderoso. El enemigo podría vernos.
—Instalaremos el campamento aquí —respondió Djoser—. Estamos fuera de su campo de visión. Recorreremos el resto de noche y pasaremos a la ofensiva en cuanto alcancemos las montañas orientales.
Aquella misma noche dejaron los asnos al centenar de soldados que quedaron de guardia y, aprovechando la luna llena, los guerreros se internaron en el agostado valle. Delante de Djoser, Tanis y Seschi, el viejo minero trepaba por los peñascos sin vacilación ni debilidad. Desde su infancia había recorrido aquel relieve caótico, y conocía hasta sus menores accidentes, cada gruta, cada depósito natural. Al alba, la tropa tenía rodeada la zona minera, formada por dos montes al este y un escudo rocoso dominado por el monte Magara al oeste. En las cavidades de esa montaña se abrían las minas de cobre. Sin hallar resistencia, el ejército egipcio se desplegó cerrando el valle por el acceso meridional. Ocultos detrás de las escarpaduras rocosas, los soldados eran imposibles de detectar desde abajo.
En el momento en que el sol salía, una luz de un rosa dorado salpicó las cimas de las montañas, expulsando poco a poco los lagos de sombras que inundaban el fondo del valle. Un aire ligero y fresco bañaba a los guerreros. Poco a poco, el día incipiente dejó al descubierto el pueblo minero, construido en las laderas del monte central. Diseminadas por el pueblo había algunas viviendas nuevas, edificadas evidentemente para la comodidad de los capitanes hititas que reinaban en el lugar. Desde donde se hallaba, Djoser distinguía las oscuras bocas de las minas, excavadas en la ladera de la montaña de Magara. Alrededor de ellas trajinaban hormigas humanas, tirando de los trineos de mineral bajo los azotes de sus torturadores. Habían construido un enorme taller, donde los metalúrgicos fabricaban armas. Éstas se amontonaban bajo la guardia de guerreros asiáticos. Era este punto el que había que atacar prioritariamente.
Aparentemente, nadie temía una presencia ajena en las alturas. Djoser calculó el número de hititas en varios miles, sin duda cerca de cinco mil, es decir, la mitad del ejército egipcio. Pero iban bien armados.
—Entre ellos hay edomitas —señaló Jerseti.
No se equivocaba. Djoser reconoció el aspecto de sus antiguos enemigos, que se ocupaban en especial de la vigilancia de los prisioneros.
—Esto confirma la presencia de Meren-Set —masculló el rey.
Los mineros dormían en el suelo, enrollados en mantas, amontonados como animales, hombres, mujeres y niños mezclados. En unos instantes, los látigos de los torturadores sacaron a los desdichados de su sueño. Acto seguido los dirigieron hacia las minas con grandes gritos. Un poco más allá, tres brutos se ensañaban a patadas con una mujer tendida en el suelo. Djoser contuvo un gruñido de rabia. Habría querido intervenir enseguida, pero primero había que neutralizar los puestos de centinelas instalados en las laderas o en lo alto de las protuberancias rocosas que dominaban el valle.
Dio sus órdenes. Un momento después, unos guerreros reptaron en dirección a los centinelas, que fueron degollados sin más. Comunicándose con ayuda de un sistema óptico a base de espejos, los diferentes grupos informaron a Djoser que los centinelas habían sido suprimidos en todos los puntos neurálgicos. Ahora había que actuar muy deprisa. Tanis se había puesto al mando de los arqueros. A una orden suya, se incorporaron en silencio y dispararon. El silbido de las flechas alertó a los hititas, pero ya era demasiado tarde. Una veintena de ellos quedaron clavados al suelo antes de saber qué ocurría. Nuevas olas de flechas terminaron de sembrar el pánico entre las filas enemigas. Parecían provenir de todas partes. Los asiáticos habían perdido a un centenar de los suyos antes de empezar a reaccionar. Se precipitaron hacia el refugio de los saledizos rocosos situados a lo largo de la montaña oriental, en la que había tomado posición el grueso del ejército egipcio. Djoser alzó entonces su espada dando la señal de asalto. Un inmenso clamor despertó los ecos de las montañas, dejando a los hititas paralizados. En pocos minutos, oleadas de guerreros surgieron de las cavidades de las colinas cretáceas y saltaron sobre el enemigo.
La comunidad del Sinaí contaba con más de dos mil habitantes, todos reducidos a la esclavitud. Comprendiendo que el Horus acudía en su auxilio, muchos se rebelaron y aprovecharon la confusión para abalanzarse sobre sus guardianes, a los que mataron con el mismo salvajismo con que éstos los habían maltratado. Luego se precipitaron en dirección a la fundición para intentar apoderarse de las armas. Pero los hititas habían visto el peligro y repelieron la primera oleada de prisioneros. Sin embargo, ante el empuje de Djoser, que se había puesto personalmente a la cabeza de sus tropas de asalto, tuvieron que huir. Los esclavos, liberados, se hicieron entonces con lanzas, puñales y espadas.
—Mi gente luchará a tu lado, oh gran rey —dijo Datren, exultante.
Se inició un terrible combate cuerpo a cuerpo. Pronto, arroyos de sangre inundaron la árida tierra del valle. Pero la superioridad numérica favorecía a los egipcios. A últimas horas de la mañana, más de la mitad de los edomitas había muerto. Algunos supervivientes intentaron huir por el camino que llevaba al oasis de Tahuna. Pero Djoser había mandado apostar arqueros que impedían toda huida. Con rabia, el enemigo terminó rindiéndose. El rey, que había dirigido la batalla desde el principio, estaba herido en el hombro. Pero sus armas estaban ensangrentadas.
Mientras los mineros liberados se postraban ante su soberano llorando de alegría, Djoser ordenó que se les repartiera comida y bebida. Luego examinó el lugar. Un hedor infecto se desprendía de una fosa situada cerca de las entradas de las minas. No pudo contener un sobresalto al descubrir un espantoso depósito donde yacían numerosos cuerpos, amontonados unos sobre otros. Más lejos, decenas de cadáveres atados a postes eran pasto de los marabúes.
—Así es como trataban esos perros a los que no tenían suficientes fuerzas para trabajar, mi señor —dijo Datren, resentido—. Los ataban a esos postes, a pleno sol, y se divertían viéndolos debatirse contra los buitres y las fieras.
—¡Esos monstruos no merecen vivir! —exclamó Tanis, asqueada—. ¿Cómo pueden unos hombres comportarse así?
El ataque había permitido salvar a la mujer maltratada. Pero le faltaban las fuerzas. Djoser hizo traer a los tres brutos que la habían maltratado, así como a los jefes hititas. La crueldad que había descubierto en aquellos individuos no le incitó a mostrarse clemente. Unos instantes después, sus cabezas rodaban por el suelo.
Los supervivientes fueron desarmados y atados. Mientras los escribas reales empezaban a tomar nota, Djoser rugió a los prisioneros:
—¡No habrá ninguna piedad con vosotros! ¡Moriréis todos en las minas de oro de Nubia! ¡Que así se escriba y se cumpla!
Más tarde Jerseti le invitó a seguirle. Un poco al sur de las minas había descubierto, en una pared rocosa, un bajorrelieve que representaba una victoria del Horus Sanajt.
—Mi hermano ordenó una expedición contra los saqueadores que asaltaban las caravanas —explicó Djoser.
—También grabaremos tu victoria en la piedra, oh Toro Poderoso —exclamó Datren.
—¡Que así sea![34]
Al anochecer, mientras el agotado ejército reponía fuerzas, se produjo un fenómeno inquietante. Fue como un soplo ronco que parecía emanar de las profundidades del mismo suelo. La tierra se puso a temblar, derribando las tiendas de piel que habían levantado para pasar la noche. El rugido se fue intensificando, haciendo vibrar los pechos. Con mirada enloquecida, los guerreros se volvieron hacia Djoser, también él preocupado. Los seísmos que a veces sacudían Egipto no eran tan fuertes. Tanis se acercó a su esposo para tranquilizarle. Ya había pasado por terremotos de aquella magnitud, no lejos del mar Sagrado. Djoser levantó los brazos para serenar a sus hombres.
—¡No temáis nada! —dijo con voz fuerte para tapar el estruendo—. Se dice que en estas regiones algunas montañas vomitan fuego. Sin duda se trata de la manifestación de la ira de Geb, el dios de la tierra. Desea atacar a nuestros enemigos por las atrocidades cometidas contra nuestro pueblo. Así nos da pruebas de su apoyo. Venceremos, pues él guiará nuestro brazo.
Como para dar razón al rey, la sacudida finalizó tan bruscamente como había empezado. Un clamor de alivio brotó de todos los hombres. El rey divino había hablado. Siendo dios él mismo, conocía ciertamente las intenciones de los néteres.
Sin embargo, tanto a Djoser como a Tanis les costó conciliar el sueño. Los pectorales de los capitanes hititas llevaban el signo del cocodrilo, unido al símbolo de Set. Una vez más, iban a tener que enfrentarse a su viejo enemigo, un adversario inaprehensible habitado por una especie de locura asesina que no tenía más objetivo que destruirles.
Antes de morir, los jefes asiáticos le habían gritado a modo de desafío que sería vencido por quien les dirigía, pues poseía la fuerza del dios rojo. Así, su enemigo desconocido había persuadido a aquellas bestias sanguinarias de que abandonasen sus creencias bárbaras para adoptar las de Kemit, al menos en sus aspectos más inquietantes.
Al día siguiente, Tanis, angustiada, preguntó a Imhotep:
—Padre, ¿cómo es posible que ese perro de Meren-Set haya conseguido reunir un ejército tan poderoso cuando el Horus vio su tumba en Biblos? ¿Podría ser su fantasma? ¿Acaso ha regresado de entre los muertos?
Imhotep suspiró. Por primera vez desde la muerte de Inja-Es parecía agotado.
—¿Qué puedo decirte, hija mía? He estudiado los signos sagrados, he observado los astros, incluso he apelado a las ciencias misteriosas empleadas por los brujos del país de mi amigo Uadji. La respuesta siempre es la misma. El Horus Neteri-Jet debe luchar una vez más contra un enemigo al que ya combatió en el pasado. Este enemigo es la expresión de la voluntad de ese dios oscuro nacido de una interpretación nefasta y errónea de Set. No obstante, Meren-Set está muerto.
—Pero entonces, ¿contra quién vamos a enfrentarnos?