Capítulo 53

Mientras el ejército se preparaba para la partida, Imhotep y Tanis fueron a ver a Djoser.

—Mi señor —dijo el gran visir—, desearía que me concedieras permiso para acompañarte. Los signos mágicos indican una próxima conflagración de potencias divinas. Señalan el regreso de un enemigo feroz, al que ya combatiste en el pasado.

—¡Meren-Set! —exclamó Djoser—. Entonces está vivo.

—No estoy muy seguro. Hay elementos confusos. He preguntado a los astros por él y… ¿cómo decirte? No hay respuesta. Parece estar realmente muerto. Sin embargo, el espíritu que lo alienta sí es el de Set.

—¿Tendré que enfrentarme, pues, a su fantasma? —preguntó el rey con inquietud.

—No lo sé. Pero creo que necesitarás de mis conocimientos.

—Contaba contigo para ayudar a la Gran Esposa en su tarea durante mi ausencia.

—Justamente, creo que Tanis quiere pedirte algo.

La mujer se acercó.

—Sí, mi bienamado hermano. Deseo partir contigo. Presiento que, tras los combates que vas a librar, se esconde una nueva batalla entre Set y Horus. Es el dios rojo quien se oculta tras ese pérfido enemigo. Que haya tomado o no el rostro de Meren-Set carece de importancia. Pero Hator debe estar junto a su esposo, pues es la Dama de la Turquesa, la piedra sagrada que sólo se halla en las minas del Sinaí.

—¿Quién asumirá el gobierno? —objetó Djoser.

—Semuré y tus consejeros más allegados son capaces de ello. Todos son competentes y dignos de confianza.

—¿Te das cuenta de los peligros que correremos, las serpientes, las fieras salvajes, el calor infernal? ¿Por no hablar de los combates?

La vehemencia de Djoser no impresionó en absoluto a Tanis, que se echó a reír.

—¿Debo recordarte el viaje que realicé hace veinte años? Resistiré los rigores del clima, y todavía sé defenderme. Además, creo que nuestros guerreros estarán contentos con mi presencia.

—¡De eso no me cabe duda!

Djoser suspiró. Sabía ya que cedería. Se sentía capaz de encararse con el más temible adversario, de desafiar incluso a los mismos dioses. Pero jamás había podido resistirse a la voluntad de Tanis. En realidad, estaba encantado de saberla a su lado. Pues ella tenía razón: ambos representaban la encarnación de la pareja divina de Horus y Hator. Tenían que librar el combate juntos.

Dos días después la flota zarpaba de Mennof-Ra ante la mirada del entusiasmado gentío congregado en los muelles y las orillas. Con Seschi al mando, la flota siguió el brazo oriental del Nilo para penetrar después en el dédalo de marismas que se prolongaban lejos, hacia el este, en dirección a las ruinas del valle Rojo, donde Djoser había vencido una primera vez a las hordas bárbaras de Meren-Set.

En aquella región salvaje habitaban los pastores de los pantanos. Eran individuos zafios, que vivían desnudos o vestidos apenas con un tosco taparrabos de fibra de palma. Enjutos, con el cuerpo labrado de escarificaciones, llevaban el pelo largo recogido en un moño alto y grueso, sostenido con huesos y piedras varias. A diferencia de los habitantes de Mennof-Ra, que, siguiendo el ejemplo de los sacerdotes tendían a quitarse toda pilosidad superflua, los pastores se dejaban crecer el bigote y las patillas. Eran defensores a ultranza de su independencia y nunca se habían sometido por completo a los príncipes de las Dos Tierras. Debido a su tosca apariencia, los refinados habitantes de las ciudades los despreciaban. No obstante, los grandes hacendados les confiaban sus rebaños en las épocas más secas del año, cuando la hierba de los campos amarilleaba y no bastaba para alimentar a los animales. A pesar de su aspecto poco amable, eran escrupulosamente honestos y cuidaban de los rebaños con una diligencia y una competencia que los pastores egipcios no siempre demostraban.

Acostumbrados desde la noche de los tiempos a luchar contra las diferentes tribus que habían intentado adueñarse de su territorio, los pastores eran temibles guerreros. Djoser siempre había mantenido excelentes relaciones con aquel pueblo marginal, que le profesaba una gran admiración desde la época en que, siendo adolescente, iba a pescar a los pantanos. Aquella admiración se había incrementado cuando los pastores combatieron a su lado contra las Serpientes. Su jefe, Merú, había sido amigo y aliado del rey. La muerte negra se lo había llevado y su hijo, Yabaji, le había sucedido.

Djoser deseaba entrevistarse con él para pedirle ayuda, pues solamente su pueblo conocía bien aquel dédalo pantanoso. En vez de atravesar el desierto del Aabet, situado al este de Tura, el rey había preferido utilizar los barcos para intentar llegar al norte del mar Rojo. Aunque este itinerario fuera más largo, ganaría dos días y evitaría agotar a sus tropas. Pero para ello necesitaba la ayuda de algunos guías locales.

Cuando la flota real invadió su territorio, los pastores se dejaron ver. Las orillas se cubrieron con sus oscuras siluetas, armadas con lanzas y búmerans. Sus rostros reflejaban cierta ansiedad. ¿Acaso su poderoso aliado había decidido luchar contra ellos? ¿Por qué penetraba en los pantanos con un ejército tan poderoso? Sin embargo, cuando Djoser mandó fondear el barco almirante en las proximidades del pueblo principal, se tranquilizaron.

Yabaji, joven coloso de la misma estatura que Seschi, se inclinó ante Djoser para saludarlo, pero no se prosternó. Era su manera de afirmar su independencia. El Horus había respetado la voluntad de libertad del padre y respetaba también la del hijo, sabiendo que la calidad de sus relaciones constituía la mejor garantía de fidelidad del pueblo de los pantanos. Pese a su impaciencia, el Horus tuvo que aceptar la comida que le ofreció Yabaji. A los pastores les encantaba hablar y hablar durante horas, para demostrar su amistad hacia los habitantes del valle Negro y recordar los combates contra sus enemigos comunes. A decir verdad, estas tribus representaban un peligroso obstáculo para todos los invasores que intentasen penetrar en su territorio. Las Serpientes de Meren-Set lo habían experimentado en carnes propias varios años atrás. Tras algunas frases puramente formales, Yabaji consintió en facilitarles algunos guías.

Éstos resultaron muy valiosos, puesto que permitieron que la flota avanzara hasta menos de una jornada de marcha de la costa del lago Amargo. Más allá los bajíos impedían la navegación de tan grandes barcos.

Tras varias horas de penosa marcha por el corazón de los pantanos, el ejército llegó al fin a las orillas del lago. Mientras concedía un poco de reposo a sus guerreros, Djoser dio un paseo en compañía de Imhotep, Tanis y Seschi. Salvo la vegetación que se extendía por el noroeste, el paisaje no presentaba, ni a un lado ni a otro del lago, más que una vasta superficie de arena que llegaba hasta el horizonte. En el cielo azul pasaban los pájaros en bandadas compactas, empujados por fuertes vientos. Imhotep contempló largo rato el inmenso panorama.

—¡Qué lugar más curioso! —dijo al fin—. Se diría que el río-dios intentó abrirse camino hasta este lago perdido en medio de las arenas. Si lográsemos excavar canales parecidos a los de Mennof-Ra, tal vez podríamos realizar su voluntad.

—Se necesitaría un gran número de obreros —objetó Djoser.

—Por supuesto. Pero no es un proyecto irrealizable.

Meditó unos instantes más y añadió:

—Pienso que sería posible unir el Gran Verde con el lago Amargo. E incluso, continuando el canal hacia el sur, alcanzar el mar Rojo. Nuestros barcos navegarían así desde Busiris hasta Sumer, y nuestras mercancías pasarían de un mar a otro sin recurrir a las caravanas, que son lentas y poco seguras. Por los dioses, tengo que tomar nota de este proyecto…

El ejército bordeó el lago Amargo por el norte, y se dirigió luego hacia el sur, en dirección al mar Rojo. Pronto desapareció el lago y el desierto volvió a adueñarse del paisaje. Solamente unos pantanos de lodo prolongaban sus orillas hacia el sur, confirmando la idea del canal de Imhotep[29].

Tres días después apareció la costa del mar Rojo. A pesar de la solicitud con que la trataban los guerreros, Tanis rechazaba la litera que los capitanes no dejaban de ofrecerle. Su resistencia y su valor provocaban la admiración de los soldados, que tenían a gala no flaquear delante de ella. A pesar de los años, había mantenido su cuerpo en forma con ejercicios de lucha. Seguía siendo uno de los mejores arqueros de las Dos Tierras e iba regularmente a entrenarse a la Casa de Armas, donde despertaba la admiración de todos. Imhotep, por su parte, pese a sus sesenta años, tampoco sentía cansancio alguno. Dotado por los dioses de una singular resistencia, acostumbrado a exigir siempre más a su cuerpo, gozaba de una excelente condición física. Nunca se quejaba. Para él, todo era motivo de asombro e interés. A veces se separaba de la columna para observar una roca, un nido de pájaros, una planta desconocida. Por la noche anotaba escrupulosamente el resultado de sus observaciones. A veces dibujaba un proyecto de templo que le daba vueltas en la cabeza, o bien estudiaba la futura red de canales con la que esperaba equipar las nuevas tierras de Mennof-Ra. Tanis le miraba con emoción y ternura. Había comprendido por que Imhotep fascinaba a cuantos tenían la suerte de trabajar a su lado. Poseía un genio inmenso que le permitía ver más allá de las apariencias, penetrar en los misterios que ningún ser humano era capaz de discernir; su visión era mucho más amplia que la de los demás. A pesar de ello, seguía mirando el mundo con ojos asombrados, siempre dispuesto a maravillarse. Esta fantástica facultad de emocionarse le confería, en cierto modo, un espíritu de niño entusiasta lleno de curiosidad por todo. A su alrededor gravitaban unos treinta guardias, mandados por el fiel Chereb, cuyo pelo crespo se había vuelto gris. Su escriba, el buen Narib, le seguía también, acompañado por cuatro criados encargados de transportar los rollos de papiro que su amo utilizaba en grandes cantidades.

Un sol plomizo abrasaba la desolada costa. Pese a las precauciones tomadas, las reservas de agua dulce empezaron a agotarse. Pronto apareció un palmeral, indicando la presencia de un oasis. Algunos soldados sedientos se precipitaron hacia él. En medio de los árboles se extendían las balsas. Cogiendo agua con los cascos, quisieron apagar su sed. Bebieron unos tragos, pero inmediatamente los escupieron tosiendo. Datren, el minero más viejo, explicó a Djoser que aquellas balsas contenían agua salobre, no apta para el consumo. Entonces condujo al rey hacia el sur. A una media milla, le indicó una fuente abundante, cuya agua era dulce y tibia.

—La calientan los dioses subterráneos —explicó[30].

El lugar ofrecía asilo a gran número de pájaros importunados por la llegada de la gigantesca caravana militar. Junto a unas rapaces migratorias había enjambres de ibis, ocas salvajes y flamencos rosas que armaban un estruendo ensordecer.

—En todo caso, no nos faltará carne —señaló Seschi preparando su arco.

Él mismo organizó una cacería en compañía de los arqueros, que espontáneamente se pusieron a las órdenes de Tanis. El ejército no volvió a reanudar la marcha hasta el día siguiente, descansado y bien alimentado. Habían cargado las nuevas provisiones de carne y agua dulce a lomos de los dóciles asnos que transportaban el material. Formado en la escuela del viejo general Merurá, que había derrotado a las hordas de Peribsen, Djoser siempre equipaba a sus ejércitos con animales de carga, considerando que, si los hombres se cansaban acarreando un equipo demasiado pesado, perdían su eficacia guerrera.

Durante seis días la columna bordeó el mar Rojo por un paisaje desolado, dividido entre la superficie marítima inmutablemente azul y el desierto de arena uniforme. Un viento cálido y seco no dejaba de soplar, secando la garganta, cortando la respiración. Los granos de arena acribillaban la piel quemada por un sol implacable.

Excepto algunas aldeas de huraños pescadores, ignorantes sin duda de que vivían en un territorio dependiente de Egipto, el lugar resultó totalmente desértico. Sin embargo, ciertas señales evidenciaban que las caravanas llevaban siglos siguiendo aquel camino[31].

Poco a poco, no obstante, el relieve fue cambiando. El desierto se cubrió de dunas cada vez más elevadas. Después aparecieron montañas cuyas estribaciones se prolongaban hasta el límite del mar. En un punto, el camino se estrechaba tanto que se convertía en un paso angosto, dominado por un monte de forma piramidal por el que corrían aguas calientes y sulfurosas[32].

Según el jefe de los mineros, Datren, el enemigo no había penetrado en el país hasta ese lugar. Siguiendo las indicaciones del viejo, Imhotep dibujó el mapa de la región. A uno o dos días de marcha se hallaba un puerto, Marja, frente al cual se abría un valle que llevaba hacia el monte Magara, donde se hallaban las minas de cobre.

—El enemigo se apoderó de Marja, mi señor —explicó el viejo—. En ese puerto los barcos de Kemit van a cargar el mineral de cobre. Lo llevan hasta las caravanas que cruzan el desierto en dirección a Mennof-Ra.

—Se lo arrebataremos —masculló Djoser.

Estudió el plano trazado por el gran visir. Antes de llegar a Marja, se encontraba un primer valle abierto hacia el este, que rodeaba un macizo montañoso por el norte para llegar a las minas de turquesa de Sarabit. Las minas de cobre se situaban más al sur, cerca de un monte llamado Magara.

—¿Los asiáticos ocupan Sarabit? —preguntó Djoser.

—No, oh Toro Poderoso. No les interesan las turquesas.

—Esos bárbaros no tienen ningún gusto —declaró Tanis.

—Las turquesas no son útiles para fabricar armas —precisó Djoser.

—Mi familia vivía en Sarabit —prosiguió Datren—. Nuestro pueblo siempre ha estado dedicado a la diosa Hator, Dama de la Turquesa. Mis antepasados llegaron de Kemit hace varias generaciones para explotar los ricos filones que ella ocultó bajo la tierra de este país. Parece hostil a primera vista, pero aquí vivíamos libres bajo tu protección. Hasta el día en que esos monstruos nos atacaron. Pensábamos que el desierto y la montaña nos protegían. Pero surgieron del sur en tan gran número que ni siquiera pudimos defendernos. Nos capturaron y nos llevaron a Magara, donde nos obligan a extraer grandes cantidades de mineral con el que fabrican puñales y puntas de lanza.

—Eso confirma lo que pensábamos —añadió Imhotep—. Se están armando con vistas a la invasión de los Dos Reinos.

—¿Por dónde escapaste tú? —preguntó el rey.

—Al salir de Magara, seguimos el valle del Igna, que va a parar a una meseta desértica que conduce, por el norte, hasta Sarabit. Conocemos muy bien la montaña, mi señor. Solíamos ir a cazar íbices.

—¿Por qué huisteis por ahí?

—Los asiáticos no se atreven a aventurarse por esa parte, porque es fácil perderse. Y el camino de Budra, que lleva por el noroeste hasta Marja, está jalonado de puestos de guardia. Por ese camino nos habrían atrapado enseguida.

—Es la vía de acceso más fácil para alcanzar el mar Rojo —señaló Seschi—. Seguramente piensan que podemos atacarles por ese valle.

—Exactamente, hijo mío. Pero vamos a darles una sorpresa. Dices que no hay ningún enemigo en Sarabit, ¿verdad? —dijo a Datren.

—Ya no quedaba ninguno cuando volvimos a pasar por ahí. Queríamos saber qué había sido de nuestro pueblo. Avanzamos con prudencia, pero el lugar estaba totalmente desierto. Y allí fue donde descubrimos… —Se interrumpió, con el rostro ensombrecido, y luego continuó con voz alterada—. Esas hienas apestosas no merecen vivir, mi señor. No queda nada de Sarabit. Quemaron nuestras casas. Pero lo peor… ¡ah, que Apofis les corrompa las entrañas y les devore el corazón! Asesinaron a nuestros ancianos y niños más pequeños, a todos los que habrían sido incapaces de trabajar en las minas. Nos encontramos con una auténtica carnicería. —Escupió en el suelo—. ¡Así mueran todos! —exclamó.

Djoser le puso la mano en el hombro.

—Vengaremos a tu gente, amigo mío. Te lo prometo. Esos miserables no saben lo que les espera.

Invitó a sus capitanes a examinar el plano dibujado por Imhotep.

—No bajaremos hasta Marja. Tenemos que tomarles por sorpresa. Datren afirma que los hititas son muy numerosos, y vale más jugar con todas las bazas de nuestro lado. Así pues, remontaremos por aquí, a la altura del monte Matala, en dirección a Sarabit. Luego cruzaremos la meseta como hicieron los mineros en su huida. Así cogeremos al enemigo por detrás y atacaremos Magara desde lo alto.

—Eso nos llevará dos o tres días más, mi señor —objetó un capitán.

—Pero salvará vidas. En el valle de Budra, los asiáticos pueden atacarnos en tenaza. Eso es lo que quiero evitar.

Seschi intervino.

—Apruebo tu idea, padre. En Magara el valle es profundo y difícil de defender. Habría que encontrar el modo de llevar hasta allí a todos los hititas. ¿Cuántos son?

El viejo minero suspiró.

—Por desgracia son tan numerosos como tu ejército, mi señor. Pero allí sólo hay una parte de las tropas enemigas. Al sur de Magara existe un enorme oasis, Tahuna, donde están instalados los invasores. Algunos prisioneros afirman que son tan numerosos como las estrellas.

Seschi examinó el plano un buen rato.

—Gracias al efecto sorpresa podemos vencer a los de Magara —declaró al fin—. Pero hay que impedirles, cueste lo que cueste, que alerten a los demás de nuestra presencia. Tenemos que cortarles la retirada.

—Entonces habrá que rodear la meseta por los senderos de montaña y seguir después el valle del Sidri.

El anciano, que había comprendido el principio del plan, garabateó unos relieves en el plano y situó el camino que él sugería.

—Esto será todavía más largo —masculló el capitán recalcitrante.

—Los hititas temen la montaña —respondió Datren—. No corremos el riesgo de encontrárnoslos ahí.

—Además, esta solución tiene una ventaja —insistió Seschi—. El Sidri nos conduce al sur de Magara y nos permite así cortarles la retirada a esos perros.

—Entonces seguiremos este camino —declaró Djoser.

Datren intervino.

—Tendremos que ser prudentes, mi señor: abundan las serpientes y los escorpiones. Además, si el enemigo ha situado centinelas en lo alto de las montañas, aun en las más alejadas, podría detectar al ejército. En el Sinaí la vista abarca grandes distancias.

—Entonces viajaremos de noche. Que así se escriba y se cumpla.

Al día siguiente, al anochecer, llegaban a la entrada del valle dominado por el monte Matala. Esta montaña presentaba una forma curiosamente cónica, con las laderas cinceladas por la erosión. Hubiérase dicho una gigantesca tarta sobre la que se hubiera desparramado un alud de nata. Abandonando resueltamente el camino costero, los egipcios penetraron en el interior. El relieve accidentado y hostil alternaba las depresiones, excavadas en una caliza suave y clara, con los montes más oscuros, de roca color de óxido. El valle, barrido por los vientos, presentaba extrañas formaciones debidas a la acción del hielo nocturno y los incesantes vientos. En medio brillaban regueros de guijarros, reflejos del efímero río que a veces descendía embravecido por el desfiladero, como consecuencia de fuertes tormentas. En algunos recovecos resguardados crecía una escasa vegetación, formando manchas de un verde amarillento donde anidaban roedores, insectos y serpientes. De vez en cuando se veía algún esqueleto blanquecino de un buey o un asno abandonados por una caravana anterior.

Al día siguiente el valle se elevó y franqueó un pequeño puerto por cuya vertiente opuesta se descendía hasta el pueblo de Sarabit. Tal como había dicho Datren, de la pequeña población no quedaban más que ruinas calcinadas.

Antes de proseguir, Djoser quiso visitar las minas de turquesas. Éstas no eran en realidad más que unos estrechos pasillos, de acceso poco cómodo, pero cuyos filones rebosantes de riquezas eran explotados desde hacía siglos. En el interior, las antorchas iluminaron una roca ocre rojizo. En los bloques limpios de ganga se ocultaba a veces una magnífica piedra azul. Pero, para descubrirla, había que romper cientos de piedras. Intrigada, Tanis recorrió los pasillos en compañía de Djoser. De repente una piedra se desprendió de la pared y rodó hasta sus pies. La recogió y la examinó. Movida por su intuición, preguntó a Datren cómo romperla. El anciano fue a buscar un mazo de dolerita y quiso romper la piedra. Pero Tanis lo detuvo con un gesto y la golpeó ella misma. La roca se separó en dos al primer golpe, revelando, a la mortecina luz de las antorchas, unas soberbias manchas azules. Unos cuantos golpes bien dirigidos liberaron pronto una magnífica piedra.

—¡Por todos los dioses! —exclamó el rey.

Datren se postró ante Tanis.

—¡Es una señal, oh Gran Esposa! La bellísima diosa Hator, la Dama de la Turquesa, vela por ti.

—Quiere mostrarnos que nos presta su apoyo —apuntó Djoser—. A ella le deberemos la victoria. Por tanto, quiero que en este lugar se erija un templo, para que los mineros puedan venerarla[33].