—¡Esta vez no hay lugar a dudas! —exclamó Djoser, presa de un violento arrebato de ira—. Tanto si Meren-Set está vivo como si no, la secta ha reanudado sus actividades. Moshem, hay que sacar a esos chacales de su madriguera.
Una vez más los niños habían aparecido en la región de Per Bastet. Ésta, devastada por la muerte negra cinco años antes, no había recuperado su población anterior. Más de la mitad de sus habitantes había muerto por la epidemia, pero también por los terribles combates fratricidas producidos en el Delta. Debido a la falta de hombres, la ciudad de la dulce diosa gata aún no había borrado todas las huellas de las batallas. Djoser pensó por un momento en enviar colonos, pero desechó el proyecto, considerando que las tierras pertenecían a los que allí vivían. Solamente había que dar tiempo a la población para que se fuera recuperando. Reforzó la guarnición con el fin de defender tan frágil región contra las incursiones de los saqueadores. Pero los soldados no podían estar en todas partes, y un gran número de niños no podía sino tentar a los criminales de la secta maldita.
Al mes siguiente, poco antes de la luna llena, se descubrieron dos nuevas pequeñas víctimas, esta vez en la región de Buto, al noreste del Delta. A pesar de los esfuerzos de Moshem, resultó imposible atrapar a los asesinos. Como en la época más negra de Meren-Set, surgían en medio de la noche, raptaban a los niños y desaparecían.
Seschi, escarmentado por su propia experiencia, hizo reforzar la guardia en torno a su familia, y recomendó a Tash’Kor que hiciera otro tanto.
Otra preocupación se añadió pronto a este peligroso resurgimiento de la secta maldita. Un día, Imhotep solicitó audiencia ante el rey. Djoser observó a su primer ministro con afecto. Con el tiempo, Imhotep se había convertido en el personaje más popular de los Dos Reinos. Era el segundo después del rey. Muchos le consideraban la encarnación del dios Tot, que poseía todo el saber del universo. Había salvado a tanta gente de males que antiguamente habrían resultado mortales que muchos habían erigido capillas en su honor. Djoser le agradecía que tanta popularidad no se le hubiera subido a la cabeza. En realidad, Imhotep aceptaba aquel homenaje como un mal necesario. Los ojos de su espíritu discernían cosas que ni el más inteligente de sus discípulos podía apenas concebir. El fenómeno de la creación había engendrado en él una visión diferente, que se expresaba a cada instante con nuevas ideas, aplicadas tanto a la arquitectura como a la astronomía, a la que lamentaba no poder dedicar más tiempo. Pero su gran pasión seguía siendo la medicina, que continuaba estudiando en compañía de su fiel Uadji.
A los casi sesenta años, Imhotep conservaba un cuerpo esbelto y libre de toda grasa superflua. Al contrario de todos los grandes señores, para quienes una figura bien entrada en carnes constituía el símbolo del éxito social, Imhotep ignoraba aquella pequeña señal de vanidad. No encontraba placer más que en el trabajo y la investigación. Su ciencia sólo era comparable a la paciencia con que trataba a sus colaboradores. Tenía conciencia de poseer un espíritu mucho más profundo que éstos, y cada día daba las gracias por ello a su dios favorito, el sutil Tot de cabeza de ibis. Al igual que Djoser había sido elegido para reinar en los Dos Países, él había sido escogido por el Mago para aportar nuevos conocimientos a los egipcios. Sus ingenieros y obreros le profesaban ferviente admiración y adoración incondicional, de modo que sus escribas habían adoptado la costumbre, para rendirle homenaje, de verter un poco de agua sobre el suelo antes de empezar a trabajar[28]. El buen humor y el entusiasmo que ponía en todos sus trabajos se transmitían sin dificultad a sus colaboradores, y muchos llegaban de lejos para tener una oportunidad de trabajar con el que consideraban ya como un dios, casi al mismo título que el rey Neteri-Jet.
Esta vez, sin embargo, la frente de Imhotep reflejaba cierta inquietud.
—Te noto preocupado, amigo mío —dijo Djoser—. ¿Tienes algún disgusto que turba tu corazón?
—Perdona que te moleste con estos detalles, divino rey, pero pronto nos quedaremos sin cobre.
—¿Cómo es posible?
—Como bien sabes, las herramientas, sobre todo las sierras, se desgastan rápidamente. Las caravanas nos traen regularmente el mineral del Sinaí, pero la última llegó hace más de seis meses. Se esperaba que llegara otra hace dos lunas, pero aún no ha aparecido. Parece que la ruta comercial con esa región está cortada.
Djoser no respondió de inmediato.
—Quizá las minas se hayan agotado…
—De ningún modo. Yo mismo me desplacé allí hace unos años. Los filones son muy ricos y durarán todavía siglos. Temo más bien una invasión.
—¿Quién podría haber invadido el Sinaí? Los edomitas están tranquilos desde que los expulsamos a su desierto.
—Quienes poseen el cobre controlan la construcción de la ciudad sagrada, Djoser. Sin él, nos veremos obligados a detener las obras. Y están prácticamente acabadas.
—Es imposible —exclamó el rey.
—Y eso no es todo. Estoy convencido de que esta invasión está relacionada con el regreso de la secta de Meren-Set.
—¿Por qué?
—El hombre que se dice legítimo heredero del trono de Horus no ha renunciado a su proyecto. Los asesinatos de niños nos prueban que la secta de Set-Baal está nuevamente activa. Y hay algo más grave. La falta de abastecimiento de cobre no significa sólo carencia de herramientas, sino también de armas. No se trata de una casualidad. Seschi me ha comunicado una información recibida del Levante. Al contrario de lo que pensábamos, los hititas no han regresado a sus estepas del norte. Parece que se han reagrupado y dirigido hacia el sur. Tu enemigo, sea quien sea, ha entendido que las razones de la derrota de Tadunja se debían sobre todo a la falta de armas. Pero sabe que puede encontrar cobre en el Sinaí. Muerto el rey hitita, habrá usado de su influencia para sustituirlo. Seguramente ha reunido a las bandas diseminadas con el señuelo de las riquezas de los Dos Reinos. Las ha conducido después al país de las Turquesas donde se ha apoderado de nuestras minas. Así mata dos pájaros de un tiro: puede fabricar armas al tiempo que priva a Kemit de su abastecimiento de metal. Hasta es posible que haya concertado una alianza con los edomitas, que están siempre dispuestos a invadirnos.
—Así pues, crees que Meren-Set no está muerto…
—Es posible, pero algunos elementos me perturban.
—¿Cuáles?
—Por lo que me has dicho, la tumba de Biblos parece ser la suya. Pudo simular su muerte, pero en ese caso ¿por qué no hizo nada para que tú lo supieras? Asimismo, esos sacrificios de niños me parece que no tienen otro objetivo que el de hacer creer que Meren-Set está aún vivo. Si se tratase realmente de un resurgimiento de la secta de Set-Baal, nos encontraríamos de nuevo ante el monstruoso ritual de aquella época, es decir, inmolarían a las víctimas en un altar y los participantes beberían su sangre. En cambio, actualmente los asesinos se limitan a matar a los niños y degollarlos.
Djoser meditó unos instantes.
—Estoy prácticamente seguro de que la tumba de Meren-Set no es un simulacro —dijo—. El soldado veterano que encontramos en Biblos no tenía ningún motivo para inventar esa historia, y el nombre y la filiación inscritos en la estela encajan.
—Por tanto, Meren-Set está muerto, pero quieren hacernos creer que sobrevivió. El hombre que está detrás de todo esto lo conoció y está al corriente de la existencia de la secta y sus prácticas.
—¿Quién puede ser?
—Un hombre suficientemente poderoso para reunir al ejército asiático. Un hombre capaz también de suscitar un fanatismo tan grande que su propia hija no dudó en sacrificarse para no tener que revelar su verdadera identidad.
—Tash’Kor lo conoció. Me ha hablado de un hombre de unos sesenta años, de rostro duro, que se hacía llamar Jerú.
—Jerú, la voz, la expresión del Verbo. Seguramente ése no es su auténtico nombre —declaró Imhotep—. Pero es significativo de sus ansias de poder.
—Sea como sea, no podemos esperar a que el enemigo nos invada. Responderemos enviando el ejército al Sinaí.
Unos días después, una nave procedente del Levante trajo la confirmación de la hipótesis de Imhotep. De ella desembarcaron unos veinte mineros harapientos, que solicitaron ver al rey. Djoser los recibió inmediatamente. Los acompañaban un hombre de gran corpulencia y otro filiforme: Mentucheb y Ayún. El jefe de los mineros tomó la palabra.
—Oh Luz de Egipto, venimos a implorar tu auxilio. Hace unos meses, unas hordas venidas del este se apoderaron de nuestras aldeas. Nos hicieron esclavos suyos. Hasta las mujeres y los niños están obligados a trabajar en las minas. A otros los hacen fabricar armas en grandes cantidades. Nos imponen un ritmo tan brutal que muchos de los nuestros mueren. Y ellos tiran los cadáveres a los buitres del desierto, sin siquiera darnos tiempo para sepultarlos.
—¿Quién los dirige? —preguntó Djoser.
—Un hombre al que llaman la Voz, porque dicen que es la Palabra de su dios.
—¿Tú lo has visto?
—Sí, oh Toro Poderoso. No sé quién es, pero se trata de un egipcio, pues habla nuestra lengua sin ningún acento. Su voz resuena como el trueno y todos le tememos.
—¿Qué aspecto tiene?
—Sólo lo vi de lejos. Debe de tener entre cincuenta y sesenta años.
—¿Tiene algún rasgo particular que recuerdes?
—Sí, oh divino rey. No puede mover el brazo izquierdo. Le cuelga al lado del cuerpo. Y hay otra cosa: en el pecho lleva una señal extraña, que también aparece en la ropa de sus guardias.
—¿Qué señal?
—Perdona a tu servidor, oh Luz de Egipto. No conozco los medu-néteres.
Imhotep cogió un trozo de cerámica y dibujó el símbolo del cocodrilo.
—¡Ése es el signo! —exclamó el minero.
—¿Cómo pudisteis huir vosotros?
—Queríamos ponerte al corriente de nuestra desgracia e implorar tu ayuda, mi señor. Un anochecer conseguimos burlar la vigilancia de los guardianes y huimos por las montañas del norte y alcanzamos la costa del Gran Verde. Tres de los nuestros perecieron durante el viaje. Al fin llegamos a Ashqelon, donde hallamos la nave de estos señores aquí presentes.
Mentucheb tomó la palabra.
—Estábamos haciendo escala allí cuando estos hombres me contaron sus desdichas. Me suplicaron que los trajera hasta ti, oh Luz de Egipto.
—Te doy las gracias por ello, amigo mío —dijo Djoser.
Tras dar las órdenes oportunas para que los mineros rescatados recibieran buen trato, el rey se dirigió a Seschi.
—Hijo mío —dijo—, el ejército saldrá mañana para el Sinaí. Yo mismo me pondré al frente. Semuré y Tanis gobernarán durante mi ausencia. Deseo que tú estés a mi lado.
—Será una gran dicha para mí, padre.
—Partiremos dentro de tres días. Estos mineros nos acompañarán. Conocen el país y nos serán útiles. Que así se escriba y se cumpla.