Varios días después, cuando ambos barcos llegaron a las cercanías de Biblos, en la ciudad y sus alrededores reinaba una gran agitación. Un centenar de naves egipcias ocupaban el puerto y la costa.
—¡La flota del Horus está aquí! —exclamó Seschi, exultante.
Se preparó para oír ecos de los combates, pero, aparentemente, éstos ya habían cesado, si es que se habían producido.
—Habrían podido esperarnos —masculló Hurakti.
Enarbolando los colores de Kemit, el Espíritu de Ptah y el Corazón de Cipris entraron en el puerto. No fue fácil encontrar un emplazamiento en medio de la imponente flota real. El desorden que reinaba en el lugar era indescriptible. En los muelles se amontonaban los bultos descargados apresuradamente, y soldados y porteadores se empujaban unos a otros. Las dos naves tuvieron que colocarse pegadas a un gran barco de guerra, cuyo capitán empezó a lanzarles gritos, hasta el momento en que reconoció a Seschi. Se postró entonces a los pies del joven suplicándole que le perdonara sus exabruptos.
Unos instantes después, Hanejt, el comandante de la flota real, alertado por un teniente, llegaba a toda prisa. Atónito, tras un momento de vacilación, estrechó a Seschi entre sus brazos.
—¡Mi señor, estás vivo! Gracias a los dioses. Hace meses que te creíamos muerto, arrastrado por la tormenta.
Entonces vio a Jirá y Tash’Kor.
—¡Por Horus! ¡La princesa! Y el… el…
—Y el príncipe Tash’Kor —dijo Seschi, terminando la frase—. Que sea tratado con todos los honores. No es nuestro enemigo.
—Pero raptó a la princesa… —replicó Hanejt—. Dicen que quería matarla.
—Eso dicen. Pero tú mismo puedes comprobar que está viva. Sería demasiado largo de contar. Pero, dime, ¿qué ha ocurrido?
—¡Hemos vencido, mi señor! El Horus Neteri-Jet está aquí. Él te lo contará todo mejor que yo.
—¿Mi padre?
—Una vez más nos ha conducido a la victoria, mi señor.
Instantes después penetraban en el palacio del gobernador, situado en la parte alta de la ciudad. Un capitán se había adelantado para transmitir la nueva al rey. Cuando éste vio aparecer a sus dos hijos, sanos y salvos, apenas pudo contener la intensa emoción que le embargó. Rompiendo el protocolo que exigía que todos se postrasen ante el dios vivo, Djoser no esperó a que Seschi y Jirá estuvieran cerca de él. Se levantó y fue hacia ellos para abrazarlos.
—Mil gracias sean dadas a los dioses —dijo, con los ojos empañados.
Se echó a reír, con una risa sonora, triunfante, reflejo de la dicha que sentía. Pero su mirada se posó entonces en Tash’Kor y su rostro se endureció.
El chipriota se arrodilló a sus pies. Jirá y Seschi se situaron a ambos lados del joven, a modo de protección.
—Todo es culpa mía, padre —declaró Jirá—. Yo fui quien incitó a Tash’Kor a abandonar Kemit. Supe la verdad sobre mi nacimiento y no pude soportar la idea de no ser tu hija. Hoy sé que no era más que un estúpido orgullo por mi parte. ¡Perdóname!
Se postró de rodillas al lado de su compañero. Seschi tomó la palabra:
—Querido padre, el príncipe Tash’Kor merece tu amistad y tu aprecio. Cuando salimos de Kemit yo quería quitarle la vida, y bien saben los dioses cuánto le odiaba. Pero las terroríficas pruebas por las que pasamos trastocaron los sentimientos destructivos que entonces me animaban. Ahora es casi como un hermano para mí. Hemos luchando juntos.
—Lo amo, padre —añadió Jirá con vehemencia.
Djoser acabó por sonreír ante el ardor desplegado por sus hijos para defender a su compañero. La alegría de volver a verlos era demasiado grande para no responder a sus ruegos.
—Sin duda la sabiduría habla por vuestra boca —dijo al cabo—. Vencer a un enemigo en el curso de una batalla es un acto valeroso. Pero aún es más meritorio ahuyentar el odio y forjar una auténtica relación de estima con un antiguo adversario.
Dio unos pasos hacia el chipriota.
—Levántate, príncipe Tash’Kor. Si has sabido conquistar la amistad de mi hijo y el amor de mi hija, sé bienvenido.
El joven se incorporó.
—Gran rey —declaró—, deseo que puedas perdonar el estúpido odio que pude sentir por ti y tu familia, y las penas que mis errores han provocado. Los dioses son buenos, pues supieron evitar un enfrentamiento entre el príncipe Seschi y yo. Cuando al fin nos encontramos, tuvimos que luchar contra un enemigo común y él me salvó la vida. Pero es una larga historia y no quiero abusar de tu tiempo.
—Al contrario, me interesará mucho oírla.
Fueron necesarias varias horas para relatar al rey todas las peripecias vividas, contándole, para terminar, la muerte de Taina y su probable filiación con Meren-Set. El gobernador de Biblos había improvisado una fiesta para celebrar la victoria y el regreso de los hijos reales. El palacio era casi demasiado pequeño para acoger al alegre grupo que allí se dio cita para escuchar la narración de los jóvenes.
Cuando terminó el relato, la noche había caído hacía rato en Biblos.
—Y tú, padre, no nos has contado nada —exclamó Jirá—. ¿Cómo es que te encuentras aquí?
Les habló entonces de las dificultades que había tenido para formar la flota de guerra.
—Vuestra madre tuvo una idea muy acertada, un control fiscal que nos permitió desenmascarar a los traidores, y eliminar un buen número de escribas corruptos. Después me puse al frente de la escuadra y zarpamos hacia Biblos tan deprisa como los dioses lo permitieron. Por fortuna, no encontramos tormentas y disfrutamos de vientos favorables. El enemigo acababa de empezar el asedio a la ciudad cuando llegamos. Desembarcamos en el norte y el sur, y cogimos a los asiáticos en tenaza. La victoria fue nuestra en menos de tres días. Capturamos a más de cuatro mil prisioneros, y su rey, un tal Tadunja, resultó muerto. Biblos sufrió poco en la batalla, puesto que intervinimos prácticamente en el mismo momento que el enemigo.
—Habría que enviar un destacamento a Ugarit —declaró Seschi—. Quizá Meren-Set todavía esté allí.
—Voy a dar las órdenes oportunas —respondió Djoser.
En ese momento, un hombre dio unos pasos adelante y se postró ante el monarca.
—Perdona la audacia de este servidor tuyo, oh Luz de Egipto, pero he escuchado la historia del príncipe y la princesa, y deduzco que quieres enviar una expedición a Ugarit para capturar a Meren-Set.
La actitud azorada del hombre intrigó a Djoser.
—¿Sabes algo de él?
—Sí, oh Toro Poderoso: no podrás capturarle, porque está muerto.
—¿Muerto? ¿Meren-Set? ¿Cómo lo sabes?
—Hace doce años yo fui uno de los soldados que lucharon contra las tropas de las Serpientes.
Djoser examinó atentamente a su interlocutor.
—Es cierto, te recuerdo. Tu nombre es Anj-Netef. Pero entonces eras más esbelto.
—Te doy infinitas gracias por guardar en tu memoria el nombre de tu humilde servidor, oh gran rey. Es cierto que el comercio alimenta mejor a los hombres que el ejército. Cuando abandoné la Guardia Azul, poco después de aquella magnífica victoria, me inicié en los negocios. Éstos me llevaron a Biblos, donde me establecí. Así es como, cuatro años después de instalarme, vi llegar a un hombre al que conocía muy bien. Lo había visto a menudo en la corte, en la época en que se hacía llamar Kayanj-Hotep. Y después luché contra él cuando se quitó la máscara y reveló su verdadero origen. Yo estaba presente en el desierto, a tu lado, oh Luz de Egipto. Este recuerdo iluminará mi vida hasta que Anubis me llame para llevarme al Nilo celeste.
—¿Cómo puedes estar seguro de que se trataba de Meren-Set?
—Estuve demasiado cerca de él como para olvidar su cara, mi señor. Sus arrugas eran más profundas y sus rasgos estaban roídos por la enfermedad, pero era él, sin duda. Iba acompañado de media docena de adeptos. Se instaló en una pobre morada cercana a la mía. Así fue como lo descubrí. Quería advertir de su presencia al gobernador, pero no tuve tiempo. Murió al día siguiente de su llegada. Supongo que estaba gravemente enfermo. Tosía y escupía sangre. Tras su fallecimiento, sus compañeros le construyeron una pequeña mastaba en la necrópolis. Aún debe de estar allí, mi señor.
—¿Por qué no se lo contaste al gobernador en aquel momento?
—Mi señor, vivíamos tiempos muy extraños. La sequía causaba estragos y la epidemia de muerte negra empezaba a afectar a la ciudad. El gobernador fue de los primeros en fallecer. Lo que tuvimos que afrontar después fue espantoso. Yo también sufrí la enfermedad, y sólo sobreviví a costa de terribles padecimientos. Cuando Isfet, diosa del caos, ordenó por fin que cesaran las plagas, yo ya había olvidado aquella historia. No la he recordado hasta hoy, cuando has pronunciado el nombre maldito. ¿Perdonarás mi negligencia, oh Toro Poderoso?
—La muerte negra también se cebó en mí, Anj-Netef. Comprendo que te hayas podido olvidar. Sin embargo, quisiera que me mostraras esa tumba.
Por la mañana, el rey fue a visitar la necrópolis. No tardaron mucho en encontrar la mastaba abandonada, en cuyo interior estaban grabados, en una estela de granito, los títulos de Meren-Set, así como su ascendencia, en la que figuraba el nombre de Peribsen. El monumento estaba en un estado de avanzado deterioro, prueba de que nadie se ocupaba de él desde hacía años.
—Tal vez se trate de un montaje —sugirió Seschi.
—No lo creo. Si hubiera querido fingir su muerte tomándose el trabajo de construirse una sepultura, habría procurado que yo me enterara. Y, sin embargo, los dioses se lo llevaron en total anonimato. Hay muchas probabilidades de que esté muerto realmente, y de que esto sea su tumba. Una morada de eternidad miserable, de la que nadie se ocupa hace años. Qué fin tan ridículo para alguien que pretendía gobernar los Dos Reinos.
—Pero, en ese caso, si no se trata de Meren-Set, ¿de quién era hija Taina? Antes de tirarse por el acantilado, afirmó que su padre era el único heredero legítimo de los Dos Países. Por eso pensé inmediatamente en él.
—Voy a ordenar una expedición a Ugarit —declaró Djoser—. Hijo mío, tú tomarás el mando. Quizá así sepamos algo más.
Al día siguiente, una docena de barcos zarpaba de Biblos. Dos días después, tres mil hombres entraban en Ugarit. Pero no tuvieron que combatir. En las ruinas de la ciudad aniquilada les esperaba una auténtica carnicería. Era evidente que los hititas habían ocupado la ciudad. Furiosos, sin duda, por su derrota en Biblos, y temiendo un nuevo ataque de los egipcios, habían huido tras matar a una parte de la población. Se habían llevado consigo a hombres y mujeres para convertirlos en esclavos. Por todas partes yacían cadáveres de viejos y niños, derribados a golpes de lanza o de hacha. Las casas habían sido incendiadas, después de haber encerrado en ellas a sus habitantes.
—Por los dioses —rugió Seschi—, ¿qué clase de hombres son?
Con náuseas en el estómago y rabia en el corazón, envió a varios exploradores a recorrer los alrededores, a fin de hacerse con posibles fugitivos. Pero los asiáticos habían desaparecido hacía varios días.
No fue fácil, en las ruinas de la pequeña ciudad destruida, encontrar la casa de Jerú, el padre de Taina. Al fin Tash’Kor consiguió dar con ella. No quedaban más que restos calcinados. Un espantoso olor a quemado y carne asada les repelió cuando penetraron cautelosamente en la casa. Excepto los cadáveres de algunos criados, no quedaba nada; la casa había sido saqueada a conciencia por el enemigo antes de huir.
—Eso es lo que habrían hecho en Biblos si mi padre no hubiera intervenido —masculló Seschi—. ¡Que Apofis les devore las tripas!
Seguido por Jerseti, recorrió los escombros en busca de algún indicio que probase la presencia de Meren-Set en aquel lugar. De pronto, los restos de un sillón casi consumido por el fuego le llamó la atención. En los brazos, que no se habían quemado del todo, aún se podían leer unos signos pintados.
—¡Ven a ver esto! —dijo a Tash’Kor.
—El signo del cocodrilo —reconoció el príncipe chipriota.
—Sí, pero esta vez se trata de un jeroglífico y no de su equivalente en letra cursiva. Su significado es el mismo. Esto prueba que no estaba equivocado. Ese Jerú es el enemigo de mi padre. Pero ¿con qué título puede pretender ser el heredero legítimo de las Dos Coronas?
En el camino de vuelta, Seschi estuvo más silencioso de lo habitual. No podía sacarse de la cabeza a aquel enemigo evanescente, que desaparecía en cuanto se acercaba demasiado a él. Nunca había podido librarse de una sorda angustia al recordar la aventura terrorífica que había vivido a los seis años, cuando los miembros de la secta de la Serpiente los habían raptado, a Jirá y a él, para ofrecerlos en sacrificio a su bárbaro dios. En aquella época era demasiado joven para darse cuenta de la inmunda perversidad de los sacerdotes fanáticos, pero Inmaj, a quien debían la vida, le había contado con todo detalle aquel período turbulento. No sabía qué pensar. Tal vez Meren-Set hubiera fallecido realmente a causa de la muerte negra y la tumba de Biblos fuese, en efecto, la suya. El soldado que había descubierto su desaparición era digno de confianza. Además, nadie le obligaba a revelar lo que sabía. Sin embargo, Seschi no podía rechazar del todo la hipótesis de un montaje. Meren-Set habría pretendido que lo creyeran muerto para renacer en la piel de otro personaje. ¿Acaso no había ya actuando así al adoptar la personalidad de Kayanj-Hotep? Cuanto más examinaba el problema, más convencido estaba de que seguía vivo. Sin duda esperaba triunfar para darse a conocer. Los niños degollados de los que le había hablado Djoser tendían a confirmar la reaparición de la maldita secta de Set-Baal, que él había creado.
Lo único que molestaba al joven era aquel signo del cocodrilo, símbolo de la agresividad y la ira. No correspondía a la secta de las Serpientes. Pero, si no se trataba de Meren-Set, ¿quién podía ser ese otro adversario, suficientemente poderoso para concertar una alianza con los hititas y expandir sus ramificaciones hasta el suelo de Kemit?