Ya estaban llegando a la vista del estrecho valle que llevaba al mar cuando Jerseti, al mando de un reducido grupo de exploradores, notó un movimiento en los matorrales. Con una señal indicó a sus hombres que se prepararan para el combate. Entonces una silueta surgió de la maleza, tambaleándose.
—¿Taina?
La mujer, cubierta de harapos, parecía extenuada. Caminó vacilante hasta ellos y se desmayó en sus brazos.
—Aproveché la huida de los hititas para escapar, mi señor —explicó cuando se hubo recuperado.
—¿Cuándo te capturaron? —preguntó Seschi.
—Creo que la noche estaba acabando ya, no recuerdo muy bien.
Estaban por todas partes. Uno de ellos me golpeó. Cuando desperté, había otras mujeres a mí alrededor. Estábamos atadas. Se echó a llorar.
—Fue horrible. Esos hombres son como bestias. Ellos… abusaron de nosotras. Dos muchachas intentaron resistirse, pero las mataron y luego violaron sus cadáveres. Fue algo monstruoso.
—Lo sé —confirmó Seschi—. Las hallamos en la llanura.
—Creí que todo había terminado, que el pueblo había sido destruido y sus habitantes asesinados. Pero, de madrugada, sin motivo, huyeron. Parecían presas del pánico. Nos llevaron consigo. A lo lejos distinguí unas terroríficas criaturas que iban tras ellos. Corrimos largo rato, hasta que los monstruos abandonaron la persecución. Al anochecer, cuando se disponían a acampar, aproveché la confusión para escapar. Uno de ellos había dejado caer su puñal cerca de mí. Pude cortar mis ataduras. Tenía miedo de que siguieran mis huellas, pero ni siquiera me buscaron. No quería regresar a Yumuktepe. Tenía demasiado miedo a tropezarme con aquellas criaturas. Me imaginé que habrían acabado con vosotros. Caminé hacia el oeste para encontrar el camino de Ardemli. Temía toparme con alguna fiera, pero no encontré más que lagartos y escorpiones. Quería volver a ver a Hobaja, el único que ha sido bueno conmigo.
Su mirada desesperada acabó de desarmar a los demás. Jirá la estrechó entre sus brazos.
Durante los dos días que duró el regreso, todo el mundo se mostró amable con Taina para intentar hacerle olvidar su terrible pesadilla. Era cierto que había traicionado a Tash’Kor denunciándole ante la reina Tanis, pero ¿acaso no lo había hecho por despecho de enamorada? Se le podía perdonar. Y además, Tash’Kor y Seschi se habían reconciliando y convertido en los mejores amigos del mundo. Entonces ¿por qué seguir reprochándole sus errores pasados?
Curiosamente, Seschi y Tash’Kor eran los únicos que mantenían cierta distancia con respecto a ella. Pese a la cruel experiencia que había sufrido, el príncipe egipcio no podía decidirse a apiadarse de ella. Si bien hizo todo lo posible por facilitar su nueva integración en el seno de la pequeña comunidad y disimuló sus sentimientos de antipatía, no le dedicó ningún gesto de amistad. Neserjet se lo reprochó ligeramente la tarde del segundo día, la víspera de su llegada a Ardemli.
—¡No me gusta esa chica! —respondió él secamente.
Neserjet no osó insistir. En el tono de Seschi había un incomprensible odio contenido. Al mismo Seschi le habría costado mucho explicar tal repulsión. Había en ella algo que le disgustaba y le incomodaba, pero no sabía qué.
Tash’Kor, por su parte, experimentaba un sufrimiento demasiado grande para ser capaz de sentir la menor compasión. Había dicho claramente a Jirá que Taina no estaba obligada a seguir la expedición, y que ella conocía bien los riesgos.
En cambio, se había acercado a Leeva, que ocultaba su pena con dignidad. Le enseñó a Tash’Kor un brazalete de oro que Polis le había regalado. Dado que éste lo había recibido de su madre, Mallia, Tash’Kor comprendió que su hermano había decidido tomar a Leeva como esposa.
En contra de lo que habría imaginado, la presencia de la muchacha al lado de su compañero no despertaba en Jirá ni una sombra de celos. A veces Tash’Kor parecía totalmente ausente, perdido en ensueños inaccesibles. Había recuperado el arpa de su hermano, milagrosamente salvada de la batalla de Yumuktepe. De noche, bajo las estrellas, pasaba largas horas dejando sus dedos correr por las cuerdas. En aquellos momentos tenía la sensación de hallarse delante de Polis. Jirá, conmovida, tomó la costumbre de dejarlo solo. La última noche lo estaba observando así, de lejos, cuando una mano se posó en su brazo.
—¿Leeva?
La muchacha se arrodilló junto a ella.
—Perdona la audacia de tu servidora, princesa, pero quería hablar contigo.
—¿Qué tienes que decirme?
—El príncipe Tash’Kor me preocupa. A veces no parece el mismo.
Jirá no respondió. También ella había tenido la misma sensación.
—Escucha cómo toca el arpa —prosiguió Leeva en voz baja.
La princesa escuchó atentamente. Por primera vez notó algo a lo que no había prestado atención. Tash’Kor tocaba de manera fluida y segura.
—Pero… —dijo Jirá asombrada— si no sabía tocar el arpa.
—¡Lo hacía muy mal! Su hermano se burlaba de él cuando lo intentaba. Pero esta noche tengo la impresión de estar oyendo a Polis.
—Eso es imposible —replicó Jirá, azorada.
—Puede que no lo sea. El príncipe ha caminado a mi lado un largo trecho hoy. Me ha explicado que Polis no estaba realmente muerto, que su espíritu seguía viviendo en él. Me ha dicho: «No deberás asombrarte: a veces seré Polis. En esos momentos querré que vayas hacia él. Sé que te amaba».
Jirá se sobresaltó:
—Me… me estás pidiendo que comparta a Tash’Kor contigo.
—No, mi princesa. He creído que mi amo deseaba solamente meterse en mi lecho. Estaba equivocada. Me aprecia y me trata con dignidad, como a toda su gente, pero para él no soy más que una criada. Sin embargo, la mirada que me dirigió esta tarde era la de Polis. Polis sí me amaba, y yo le amaba a él. Quería casarse conmigo. Me regaló este brazalete que había sido de su madre.
Le mostró la joya de oro repujado. Jirá sintió una intensa emoción: Tash’Kor le había hecho el mismo regalo cuando la había pedido en matrimonio. Leeva se echó a llorar.
—Ya no sé qué hacer, mi ama. No quiero causarte dolor, pero a ratos me parece hallarme ante Polis. Su carácter es totalmente diferente, se vuelve más alegre, más espontáneo, como era mi príncipe. ¡Dime qué debo hacer!
Jirá no contestó. No podía imaginarse compartiendo a Tash’Kor con otra, tal como hacía Neserjet con Cleioné. Leeva había sido tan honesta que le había comunicado su desconcierto. Pero ¿cómo imaginarla en brazos de Tash’Kor…?
Se levantó bruscamente y se alejó, abandonando a la muchacha. Leeva se echó a llorar. No lejos de ella, las últimas luces del crepúsculo iluminaban la silueta de Tash’Kor cuyos dedos rasgueaban las cuerdas sin ninguna dificultad, produciendo una melodía melancólica y hermosa. El perfil del joven príncipe se recortaba claramente a la luz de la luna. La firmeza que marcaba los rasgos de Tash’Kor se había borrado, dejando paso a la dulzura del rostro de Polis, a su mueca burlona. Más que nunca Leeva tuvo la sensación de ver a su compañero desaparecido. Quiso correr hacia él, pero una fuerza misteriosa se lo prohibía. Estalló en sollozos.
Terriblemente confusa, Jirá dio unos pasos alejándose de las hogueras. De pronto, una silueta familiar se alzó ante ella: Jokán. Su presencia le alegró. Siempre había confiado en su juicio. Le hizo partícipe de su confusión y él la escuchó con paciencia. Cuando Jirá terminó, el anciano reflexionó.
—Sin duda para él es la única manera de encontrar la paz —dijo al fin—. Amaba a su hermano más que a nada en el mundo. No puede aceptar su muerte y ha decidido compartir su vida con él. Y tal vez ese amor fraterno es tan fuerte que permite que Polis siga su vida a través de la de Tash’Kor. Yo mismo, esta mañana, he creído volver a ver a mi joven amo. Me hablaba con su voz, con sus entonaciones, como si fuese su propio hermano.
—¿Es posible, Jokán?
—Nadie conoce los designios de los dioses. Quizá hayan permitido que el espíritu de Polis se encarne de vez en cuando en el de su hermano gemelo.
—¿Qué debo hacer? Le ha propuesto a Leeva que se una con Polis a través de él. Pero mi corazón sangra ante la idea de que otra se introduzca en su lecho.
El anciano no respondió inmediatamente.
—Creo que este extraño fenómeno ha hecho que mi joven amo encuentre la paz de espíritu. La única pregunta que debes hacerte es ésta: ¿le amas lo suficiente como para no perturbar ese equilibrio? Debes decirte que, cuando Leeva (si ella acepta) duerma a su lado, no será Tash’Kor quien la ame, sino Polis. En esos momentos Tash’Kor se hallará ausente.
—Como esta noche —murmuró Jirá.
—¿Le amas lo suficiente para eso? —insistió el anciano.
Jirá vaciló, y al fin suspiró:
—Si los dioses han permitido que Polis vuelva así a la vida, debo aceptarlo.
El anciano la abrazó cariñosamente.
—Está bien. Debes acallar tus celos, pues no tienen objeto. Cuando Polis reclame a Leeva, por mediación de Tash’Kor, llévala tú misma hasta él. Realizarás así un gran acto de amor hacia él. Y hacia Polis.
Asintió con la cabeza.
—Lo haré.
—Puedes hacerlo esta misma noche. Tash’Kor nunca supo tocar tan bien el arpa.
Tumbada, Jirá cerró los ojos. Lo que Jokán le proponía le parecía por encima de sus fuerzas. Pero ¿no serían sus celos el reflejo de su egoísmo? Se negaba a compartir a Tash’Kor porque había decidido que él le pertenecía. Pero el amor tenía que mostrarse generoso. Polis no había pedido morir, y Tash’Kor sufría terriblemente por su desaparición. Con un inmenso esfuerzo de voluntad, ahuyentó su posesividad y regresó junto a Leeva, que lloraba en silencio. Sin mediar palabra, la tomó de la mano y la condujo hasta el joven príncipe.
—¿Polis? —llamó ella en voz baja.
El príncipe se dio la vuelta. Jirá sintió que las piernas le flaqueaban. No era Tash’Kor quien estaba ante ella. El parecido físico de los gemelos siempre había sido extraordinario, pero la diferencia de sus caracteres permitía distinguirles fácilmente. La mirada del joven príncipe era la de Polis, ni más ni menos. Los ojos de Tash’Kor nunca habían reflejado tanta dulzura. Jirá se preguntó si no sería él quien había muerto en Yumuktepe. Sobreponiéndose a su confusión, le tomó la mano y deslizó en ella la de Leeva. Luego se retiró discretamente.
Cuando se dio la vuelta, Leeva estaba en los brazos de… no sabía quién. Se sorprendió al no sentir dolor alguno. Al contrario, la inundó una extraña paz. La sonrisa de gratitud que le había dedicado el joven había actuado misteriosamente como un bálsamo, borrando la punzada de celos que aún le quedaba. Ella también sufría por la desaparición de Polis, al que amaba como a un hermano un poco incestuoso. No podía olvidar la extraordinaria noche que les había reunido, a Tash’Kor, Polis y ella, unos meses antes. Su muerte había sido para ella un cruel desgarro. Ahora bien, si los dioses habían permitido que siguiera vivo en el espíritu y el cuerpo de su hermano, ¿no debía ella alegrarse?
Cuando se acostó, un poco después, se extrañó una vez más de la serenidad que la embargaba. Por la mañana sintió a su lado la presencia de Tash’Kor. Cuando se giró hacia él, comprobó que la mirada turquesa volvía a ser la suya. Una mirada en la que ya no había rastro de sufrimiento.
Pero pronto tuvieron un nuevo motivo de inquietud. Los exploradores enviados por Seschi confirmaron que los asiáticos no habían llegado hasta allí. Sin embargo, cuando penetraron en la pequeña ciudad, ésta se hallaba en plena efervescencia. En el puerto había dos nuevos barcos, y los porteadores los estaban descargando a las órdenes de los capataces. En cuanto se enteró de su regreso, el rey Masari salió al encuentro de Seschi y Tash’Kor, a quienes presentó a los capitanes de las naves.
—Estos marinos vienen de Biblos —declaró—. Dicen que la ciudad ha sido atacada por los hititas.
—Es cierto, mi señor —corroboró uno de los dos comandantes con un fuerte acento—. Las hordas asiáticas estaban muy próximas cuando nos fuimos de Biblos, hace ahora ocho días. Es probable que la ciudad haya sido atacada después. El gobernador había solicitado ayuda al Horus Neteri-Jet, pero aún la estaba esperando.
—¿Por qué habéis huido de Biblos? Vuestros hombres no habrían estado de más para defender la ciudad.
—Somos mercaderes troyanos, mi señor. Tenemos que llegar a Troya para alertar a los nuestros del peligro que representan esas hordas de demonios.
—Nosotros regresamos de vuestra ciudad —respondió Seschi—. Los invasores están lejos de ella, pero han tomado Adana. Hemos luchado contra ellos hace cuatro días en Yumuktepe.
—No puedo dejar que Biblos caiga así en manos de los bárbaros —declaró Seschi cuando se halló a solas con Tash’Kor—. ¿Qué opinas tú, hermano mío?
—Nuestras dos tripulaciones reúnen casi ciento cincuenta guerreros, sin contar con nuestras compañeras, que han demostrado saber luchar. Debemos acudir en su ayuda.
—Entonces mañana saldremos de Ardemli hacia Biblos.
Poco después, Taina fue a buscar a Seschi, que estaba supervisando el cargamento del Espíritu de Ptah.
—Mi señor, quisiera hablar contigo.
—¿Qué tienes que decirme?
—Sé que piensas ir a Biblos para combatir a los hititas que la tienen sitiada. Eso me da miedo. Me gustaría que me dejaras en Ugarit, donde vive mi padre. Es uno de los personajes más importantes de la ciudad.
—Lo sé.
—Bordearemos la costa, y Ugarit está situada un poco más al norte de Biblos. Tus barcos pasarán por delante de mi ciudad. No sería más que un pequeño desvío —suplicó la joven.
—¿No temes que los hititas también asedien Ugarit?
—Lo temo, en efecto. Pero, si se da el caso, quiero estar junto a mi gente.
Seschi gruñó un poco para salvar las apariencias, y al final contestó:
—Está bien, te llevaré a Ugarit.
El rostro de Taina se iluminó. Tomó la mano de Seschi y se la llevó a la frente.
—Bendito seas, mi señor. Mi padre te recibirá con gran satisfacción. Él también es un gran señor.
—No tendré tiempo de visitarle.
—Te dejará marchar enseguida. Pero será una gran alegría para mí presentarle al hijo del Horus Neteri-Jet (Vida, Fuerza, Salud).
—Ya veremos —masculló Seschi.
Se alejó a paso vivo. La petición de Taina no tenía nada de extraordinario. Se había separado de su familia para seguir a un príncipe que ahora la había abandonado. Deseaba sencillamente regresar a su casa. Desde su evasión, todo el mundo le había brindado su calidez. El mismo Tash’Kor, desde que se había operado en él la extraña metamorfosis que desdobló su personalidad, ya no la trataba con hostilidad. Los chipriotas la habían rechazado una vez, pero ahora la aceptaban de nuevo. Sin embargo, Seschi no podía evitar sentir una inexplicable desconfianza hacia ella. Algo sonaba a falso en su mirada, en su actitud. No habría sabido decir qué, pero su intuición le indicaba que se mantuviera alerta. Detrás de sus sonrisas, detrás de aquella máscara de alegría recuperada, le parecía distinguir el espectro de un odio inverosímil. Era tan tenue, tan sutil, que Seschi se preguntaba a veces si su imaginación no le estaría jugando una mala pasada. No se basaba más que en miradas furtivas e intensas, destellos oscuros en los ojos de la mujer, que por lo visto era el único en notar.
Solamente Cleioné le había confirmado aquella sensación fugaz. Poco tiempo después del regreso de Taina, le había dicho:
—Que mi señor no se tome a mal lo que voy a decir, pero no me gusta esa muchacha.
—¿Acaso estás celosa?
—¡No! Sé que la detestas. Pero ella te paga con la misma moneda.
—¿Por qué lo dices?
—Cuando sonríe, sus ojos permanecen fríos. No te fíes de ella.
Aquella misma noche, Masari ofreció una fiesta en honor de los dos príncipes. Seschi se había mostrado generoso con él por haberle prestado los asnos, y el soberano se empeñó en agradecérselo organizando improvisados festejos, a fin, dijo, de sellar la amistad entre Ardemli y Kemit.
Las celebraciones estaban en su apogeo cuando Seschi, obedeciendo un repentino impulso, se apartó de sus compañeros y buscó a Taina con la mirada. La mujer había desaparecido. Fue a preguntar a Jerseti, que no tenía ya la cabeza muy despejada.
—Perdona a tu servidor, mi señor, creo que he abusado un poco del…
—No importa. ¿Has visto a Taina?
—La he visto alejarse con unos hombres.
Le indicó el callejón. Seschi no tuvo que ir muy lejos. En un recoveco oyó ambiguos gemidos procedentes de un almacén. La débil luz de una lámpara de aceite llamó su atención. Echó una mirada al interior. Lo que descubrió le habría hecho sonreír en otras circunstancias. Pero la conducta de Taina, ofreciéndose sin ambages a tres hombres a la vez, era sorprendente. Cuando una mujer era violada, quedaba traumatizada por mucho tiempo, algunas quedaban marcadas para toda la vida. Lo cual no parecía ser su caso. Si es que realmente la estaban violando…
Se retiró de puntillas y fue hasta el puerto, donde aguardaban los dos barcos, mecidos por la marea. Aspiró los efluvios marinos que la noche hacía resaltar, en los que se mezclaban los olores de la carne asada y la cerveza de la fiesta cercana. Poco a poco, las ideas se fueron ordenando en su mente. Comprendió entonces los motivos del odio inexplicable que sentía por Taina.
Sofocando su ira, regresó a buscar a Tash’Kor y Jerseti, así como a una docena de guardias, y volvió al callejón. La irrupción del grupo armado en el almacén repleto de balas de paja provocó un movimiento de pánico en los tres hombres que estaban con Taina. Temblando de miedo, éstos, jóvenes de Ardemli, se escabulleron por la calleja sin siquiera tiempo para vestirse. Taina, estupefacta y furiosa por haber sido sorprendida, intentó escapar. Ante los ojos atónitos de sus compañeros, Seschi la agarró violentamente por el pelo. Ella intentó arañarlo y morderlo. Seschi respondió con una violenta bofetada que la derribó. Medio atontada, Taina se arrastró por la paja gimiendo, con el labio partido. Seschi le arrojó encima su ropa y le ordenó que se vistiera.
—¿Qué pasa, hermano mío? —preguntó Tash’Kor—. ¿Qué crimen ha cometido para que la trates así?
—Ella nos lo explicará. ¿No te parece extraño encontrarla aquí con tres hombres después de haber sido, por lo visto, víctima de una violación hace unos cuantos días?
—Siempre ha tenido un temperamento fogoso —la excusó Tash’Kor, confundido por el arrebato de Seschi.
—Si lo que ha sufrido fuera tan terrible como dice, no tendría ganas de volver a empezar tan pronto —replicó con firmeza—. Igual que… —Arrancó bruscamente el collar de la muchacha—. Si realmente la capturaron los hititas, ¿por qué no le quitaron este collar? Son ladrones, y este collar es valioso.
Asestó una nueva bofetada a Taina, que se puso a chillar de rabia y miedo.
—¿Por qué quiere que la llevemos a su casa, a Ugarit, cueste lo que cueste, cuando es más que probable que los asiáticos hayan llegado ya al lugar?
—Su padre vive allí —argumentó Tash’Kor—. Quiere volver a verle.
—Pero estaría más segura con nosotros. Biblos es una ciudad importante, capaz de defenderse. En Ugarit seguro que caerá en manos del enemigo. Su conducta sólo puede explicarse de una manera: ¡está conchabada con ellos!
Desconcertado, Tash’Kor objetó:
—¿Cómo puedes sospechar eso? Los asiáticos iban huyendo. Quizá olvidaron arrancarle el collar. En cuanto a su comportamiento de esta noche, siempre le han gustado los hombres.
—Me niego a creer que una mujer víctima de una violación pueda comportarse así. Pero hay otras razones.
Seschi la tiró brutalmente del pelo hacia atrás y masculló entre dientes:
—No te capturaron como dices, sino que te fuiste deliberadamente del pueblo.
La muchacha intentó en vano defenderse.
—No… no entiendo nada de lo que dices —sollozó.
—No fuiste a Egipto por amor a Tash’Kor, sino para perjudicar al Horus Neteri-Jet, mi padre. No naciste en Ugarit. Eres egipcia, como yo.
Tash’Kor miró a Seschi estupefacto.
—Pero… ¿cómo puedes afirmar tal cosa?
—Una levantina no hablaría egipcio sin el menor acento. Tú conociste a su padre. ¿Qué lengua empleó?
—Egipcio. Pero eso no significa nada.
—Al contrario, eso lo cambia todo. ¿Cómo era?
—Un hombre de cierta edad. No lo recuerdo muy bien.
—¿Y te confió a su hija sin más?
—Ella quería estar conmigo. Él no puso ninguna objeción.
—Con razón. Tú le habías hablado de tus proyectos de venganza.
—Es cierto.
—Pero éstos podían volverse en tu contra. Si te hubieran desenmascarado, te esperaba la muerte, la tuya y la de tu gente. Sin embargo, ella aceptó seguirte a pesar de todo. Tenía que tener otra razón para correr tal riesgo.
—¿Cuál?
—Mi padre tiene un enemigo mortal que juró destruirlo. Éste es el motivo por el que la enviaron a Mennof-Ra. En realidad, ella te acompañaba para ayudarte a cumplir tu venganza. Sabía que querías matar a Jirá. Y te animó a hacerlo.
—¡Estaba celosa! —replicó Taina.
Una violenta bofetada le hizo sangrar el labio.
—¡Silencio! —gruñó Seschi, quien a duras penas podía contener su furia. Taina lo notó y se acurrucó.
—No estaba celosa. Su verdadero objetivo era atacar a mi padre mediante la muerte de su hija. Pero ella entendió antes que tú que estabas enamorado de Jirá, y que nunca la matarías. Por eso, cuando te fugaste con mi hermana, ella volvió a Mennof-Ra para denunciarte. Pero no lo hizo inmediatamente después de que os fuerais. Esperó a Per Bastet para abandonar tu barco. Sospechaba que yo te perseguiría, y eso fue lo que ocurrió. Pero sabía a ciencia cierta que no tendría tiempo de alcanzarte, ni siquiera con el Espíritu de Ptah.
—No entiendo…
—¿Adónde pensabas ir cuando te fuiste de Kemit?
—A Ugarit.
—Ella lo sabía. Y contaba con que, al no poder alcanzarte en Busiris, yo seguiría persiguiéndote.
—¿Qué motivos tendría para actuar así?
—Una vez allí, habría hecho que los hititas nos capturasen. Por eso me pidió que la llevara allí.
—No tiene sentido… —protestó débilmente Tash’Kor.
—¡Claro que sí! Fingía querer salvar a Jirá pero en realidad buscaba tendernos una trampa valiéndose del odio que nos enfrentaba. Pero nada ocurrió como ella esperaba. El tifón trastocó sus planes. No había pensado que modificarías tu ruta y pondrías rumbo a Creta. Tampoco había previsto nuestra reconciliación. Se vio obligada a seguirnos sin medios para actuar. Pero el ataque de los hititas a Yumuktpe le proporcionó una ocasión inesperada. Decidió avisarles de la presencia de los hijos del Horus. Y aprovechó la noche para escaparse. Quería que los hititas nos capturasen, a Jirá y a mí. Pero perdieron la batalla. Entonces cambió sus planes y pidió al jefe de los asiáticos que alertara a su padre para tendernos una nueva emboscada en Ugarit. Luego simuló su evasión y volvió a nosotros haciendo su papel de víctima. Ahora quiere que la llevemos hasta allí para que caigamos en su trampa.
—¿Tienes alguna prueba de lo que sospechas? —protestó débilmente Tash’Kor.
—¡Aquí está la prueba! —Arrancó brutalmente el collar a la muchacha—. Se dio a conocer al enemigo enseñándole esto.
La prisionera palideció, pero no contestó.
—Te has traicionado, Taina. Esta joya es la contraseña para que los hititas te reconocieran.
Enseñó a Tash’Kor el símbolo inscrito en el medallón de oro.
—¡No entiendo vuestra escritura! —respondió el chipriota.
—Es el signo sagrado del cocodrilo. Significa voracidad y avidez, suele calificar a un enemigo solapado, como el ladrón del desierto que ataca cobardemente a las caravanas. Pero también simboliza la agresión y la ira. Aquí debe de representar la motivación de quienes lo llevan. Había algo que me intrigaba en esta mujer, y era esta joya. Ya había visto antes este extraño signo. El sabio Imhotep me enseñó un medallón igual, tomado del cadáver del hijo del usurpador Nekufer durante la batalla de Per Bastet. No deja de ser curioso encontrar este símbolo en ella. Por desgracia, no los relacioné enseguida. Habría podido desenmascararla antes.
Tash’Kor palideció.
—Pero entonces, si salió del pueblo de noche…
—Polis la vio, y su actitud debió de parecerle extraña —completó Seschi.
El pánico empezó a apoderarse de Taina ante la mirada cargada de odio de Tash’Kor. Se puso a gritar.
—¡Yo no maté a Polis! ¡Al menos él era bueno conmigo!
—¡Su bondad le costó la vida! —rugió Seschi—. No desconfió de ti. No veía el mal en ninguna parte. Pero solamente alguien que lo conociera bien y en quien tuviera una confianza absoluta pudo matarle de esa manera, hundiéndole por sorpresa un puñal en el corazón.
Loco de rabia, Tash’Kor desenvainó su daga.
—¡Voy a matarla! —gritó.
Seschi levantó el brazo para detenerle.
—Será tuya, hermano, pero aún no he terminado con ella. —La cogió por el pelo y le tiró violentamente la cabeza hacia atrás—. ¡Habla! ¿Tu padre y tú actuabais por cuenta de Meren-Set? ¿O quizá eres su propia hija?
Pese a sus rasgos desencajados por el dolor, ella lo miró con asombro.
—Te aseguro, mi señor, que no he oído hablar jamás de ese Meren-Set. Mi padre es el noble Jerú, de Ugarit.
—¡Entonces tu padre conoce a Meren-Set!
De pronto, en el momento en que menos se lo esperaban, Taina se soltó, rodó sobre sí misma y le propinó una violenta patada. Antes de que pudiera reaccionar, había saltado por la cercana ventana como un gato salvaje.
—¡Su fuga es una confesión! —exclamó Seschi—. ¡Atrapadla!
Se lanzaron tras ella. Tash’Kor, enardecido por el odio, gritaba como un poseso.
—¡Dejádmela a mí! ¡Ha matado a mi hermano!
Pero, debido a la noche, la búsqueda no resultó fácil. Taina, sintiéndose perdida, había huido de la ciudad en dirección a la montaña del oeste. Pronto sus perseguidores se internaron por un sendero estrecho que escalaba un elevado acantilado. El viento de las islas había empezado a soplar, silbando al rozar las asperezas de la roca.
Por desgracia para Taina, no podía competir con guerreros bien entrenados. Pronto se vio acorralada en una plataforma sin salida, bordeada, a un lado, por una pared rocosa infranqueable y, al otro, por un precipicio que caía en picado al mar a más de doscientos codos de altura. Los soldados se desplegaron, impidiéndole la huida. A la tenue luz de la luna, vieron su silueta haciendo equilibrios al borde del precipicio. Tash’Kor iba a saltarle encima cuando ella lo detuvo con un gesto.
—¡Atrás!
Seschi retuvo el brazo de Tash’Kor.
—¡Ten cuidado! No dudará en arrastrarte en su caída.
Taina respiraba entrecortadamente. Sabía que no saldría de aquella. Su rostro de rasgos sensuales se deformó bajo el efecto del odio inconmensurable que la poseía.
—¡Es cierto, tenías razón! —espetó a Seschi—. Yo maté a Polis. Ese imbécil estaba donde no debía en el momento equivocado. —Prorrumpió en cínicas carcajadas, que las ráfagas de viento arrastraron—. No desconfió ni un momento. Creía que yo tenía miedo y quiso protegerme.
Seschi tuvo que agarrar a Tash’Kor por la cintura para impedir que se abalanzara sobre ella.
—¡Espera! Todavía no lo ha dicho todo.
Se dirigió a Taina.
—¿Quién era el hombre enmascarado que se entrevistó con el sumerio Enjalil?
Por toda respuesta, escupió hacia ellos.
—No sabréis nada más de mí, salvo esto: escúchame, tú, hijo del usurpador. Mi padre destruirá al tuyo, porque él es el único heredero legítimo de las Dos Coronas.
—¡Meren-Set! —murmuró Seschi—. ¡Es la hija de Meren-Set!
—¡Voy a matarla! —rugió Tash’Kor.
Se precipitó hacia ella. Pero Taina retrocedió y, sin vacilar, se lanzó por el precipicio. Su alarido de terror desgarró por unos instantes la noche iluminada por una melancólica luna. A continuación se oyó un sordo impacto y el grito paró en seco. Solamente persistieron los gemidos del viento. Seschi y Tash’Kor se acercaron al borde. Abajo yacía el cuerpo de Taina, tendido en una grotesca postura.
—Me habría gustado vaciarle las tripas a esa ramera —gruño Tash’Kor.
Más tarde, cuando el grupo regresaba a Ardemli, le preguntó a Seschi.
—¿Quién es ese Meren-Set del que has hablado antes?
Seschi le contó la historia de aquel descendiente del usurpador Peribsen que se había alzado contra Djoser doce años atrás.
—Su muerte sigue siendo un misterio. Pensábamos que había muerto en el incendio de su ciudad del Amenti. Pero, desde los sucesos que han agitado los Dos Países recientemente y, sobre todo, el asesinato de mi hermana Inja-Es, la reina Tanis estaba convencida de que sobrevivía en algún lugar y que preparaba su venganza. Ahora sabemos que había hallado refugio en Ugarit. Sabemos también que concertó una alianza con los hititas para invadir el Levante y sobre todo Kemit. Pero tú le has visto. Háblame de él.
—Mis recuerdos son difusos. En realidad sólo le vi una vez. Me pareció bastante mayor. Recuerdo un detalle: tenía el brazo izquierdo paralizado.
—Sería sin duda una herida recibida en el último combate contra mi padre.
Reanudaron la marcha sin decir palabra.
—Lo único que me preocupa —añadió de pronto Seschi— es la mirada de esa víbora cuando le he hablado de Meren-Set. A pesar de su talento como actriz, me ha parecido realmente asombrada.