Capítulo 48

Jirá se tragó su dolor. Tash’Kor, que seguía acunando el cuerpo de su hermano en sus brazos, parecía indiferente a lo que ocurría alrededor. Jirá habría querido acurrucarse en su regazo, consolarle, decirle que le amaba, que no estaba solo. En lugar de eso, tenía que prepararse para un concurso estúpido, cuyo resultado decidiría su libertad o su esclavitud. El suelo estaba sembrado de cadáveres, heridos, moribundos, y aquel rey imbécil parecía divertirse con el desafío que le había lanzado. Como si ignorara deliberadamente la desolación que se había abatido sobre el pueblo.

Con resignación, todos se pusieron a trabajar, cada clan recogiendo y contando a sus muertos. Se dieron cuenta de que también habían desaparecido varias mujeres, entre ellas Taina. Comprendieron entonces que los asiáticos se la habían llevado en el momento de su fuga. Los egipcios sintieron unos bruscos remordimientos. Como no caía bien, nadie había ofrecido una auténtica protección a la muchacha. Había tenido que sentirse muy sola, y no había sabido defenderse. Pero ahora ya era demasiado tarde para acudir en su auxilio.

Al oscurecer, los muertos habían sido enterrados y la pequeña ciudad minera había recuperado un aspecto más normal. Solamente los restos de sangre que manchaban la tierra y las viviendas dañadas daban testimonio de la violencia del combate. Seguía reinando cierta tensión. Los egipcios no habían soltado sus armas. Aparentemente, al rey le importaba muy poco cualquier reacción que pudieran tener. Disponía de trescientos jinetes, y aquellos extranjeros, aunque fueran muy valientes, no suponían ninguna amenaza.

Les autorizó, sin embargo, a dar sepultura a sus muertos y a celebrar los ritos fúnebres egipcios o chipriotas, del mismo modo que mandó enterrar a los suyos según sus propias costumbres. Unos quince compañeros de Seschi habían perdido la vida, además de Polis. Tash’Kor parecía haber envejecido diez años en un día. Jirá le daba su apoyo como podía. No había olvidado la pena que había sentido por la muerte de Inja-Es, pero el dolor de su compañero le parecía aún peor. Todas sus fuerzas le habían abandonado; había momentos en que se ahogaba. Se quedó largas horas postrado en el lugar donde habían enterrado a su hermano, como si hubiera querido morirse allí mismo.

Al atardecer, sin embargo, Jirá le tomó de la mano y le dijo en voz baja:

—Te necesito.

Tash’Kor alzó los ojos hacia ella, unos ojos enrojecidos, hundidos por el dolor. Parecía no entender sus palabras. Se levantó y la cogió por los hombros. La miró largo rato y la condujo hacia el campo donde debía tener lugar la competición. Jirá supo entonces que había empezado a reaccionar. El rey estaba esperando ya a la muchacha, rodeado de sus capitanes. La recibió con una ancha sonrisa, como si no se tratara más que de una justa amistosa. Jirá fue hacia él.

—Estoy a tu disposición, cuando gustes.

El hombre soltó un grito de júbilo y tendió la mano hacia el arco de Jirá. Lo examinó con atención y preguntó:

—¿Quién te ha enseñado a fabricar un arco así?

—¡Mi madre!

—¿Tu madre? Entonces ella sabe manejar un arma como ésta…

—Lamento que hoy no esté aquí, pues estoy segura de que te habría vencido.

Se trataba de una provocación intencionada, pero, en lugar de molestar al adversario, pareció alegrarle.

—¿Y tú, no estás segura de vencerme?

—Aprendí sus lecciones, pero ella sigue siendo mejor que yo.

—¿No te ha dicho nunca que no dejes que la duda se apodere de tu mente?

Jirá lo miró sorprendida. Tanis le había dado varias veces ese consejo, en efecto.

—Sí, pero…

—Entonces ten confianza en ti.

Jirá vaciló un instante. Curiosamente, no observaba verdadera hostilidad en aquel rey jinete. Al contrario, su actitud le parecía un tanto paternal, como si quisiera ayudarla a vencer. Aquella conducta insólita la desconcertó un poco, pero tuvo que admitir que él llevaba razón: tenía que concentrarse y mantenerse confiada en su destreza. El rey le devolvió el arco con una sonrisa amistosa y añadió:

—Me parece que podemos empezar a sesenta pasos. No te molesta, ¿verdad?

—¡No!

—Los blancos serán esas viejas vasijas que ves ahí.

Jirá asintió con la cabeza y verificó cuidadosamente la flexibilidad de su arco, las plumas de las flechas, la tensión de la cuerda. Curiosamente, ésta había disminuido un poco.

La competición entre el rey y la joven egipcia apasionó a la gente del lugar. Aquella distracción venía muy a punto para que no pensaran demasiado en los muertos. La dura vida de las mesetas de Anatolia enseñaba a los hombres a no entristecerse por su destino. La vida seguía, y aquel día quedaría en sus recuerdos como un día de victoria. Ciertamente, unos cincuenta hombres habían perecido, muchas mujeres y niños habían sido violados y asesinados, otros habían desaparecido. Pero el pueblo, gracias al apoyo de los egipcios, había resistido. Mar’Dhen había querido intervenir para defender la causa de sus aliados, pero no había insistido ante la voluntad del rey. Éste estaba decidido a mantener aquel duelo, y el jefe del pueblo sabía por experiencia que era preferible no contradecirle.

Los dos contrincantes se colocaron en sus posiciones. Cada uno disponía de tres flechas. Jirá tensó el arco y apuntó lentamente. El primer disparo salió silbando, y la vasija estalló hecha pedazos. El rey hizo una mueca de aprobación, y acto seguido realizó la misma hazaña. Las flechas siguientes dieron, igualmente, en el blanco.

—Estamos empatados, princesita —dijo el monarca con buen humor—. Está bien. ¿Qué te parece si pasamos directamente a los ochenta pasos?

—¡De acuerdo!

Una vez más las flechas hicieron estallar los recipientes de tierra cocida. El soberano se echó a reír a carcajadas. Parecía sinceramente contento del éxito de Jirá. Pese a su aprensión, ella llegaba a pensar que, por una causa que sólo él sabía, deseaba ser derrotado.

Colocaron los blancos a cien pasos. Esta vez la distancia sólo era accesible para arqueros excepcionales. Pero, de nuevo, quedaron empatados.

—¡Por todos los dioses! —exclamó el rey encantado—. Jamás había visto semejante habilidad. Si tu madre es todavía mejor que tú, nadie debe poder vencerla.

Jirá suspiró. Aquel hombre era insoportable, pero tenía que reconocer que empezaba a sentir cierta simpatía por él.

—Oye —dijo Jirá—, querría proponerte otra cosa. En vez de disparar sobre blancos fijos, ¿qué te parece si apuntamos a objetos en vuelo? En mi país cazaba los pájaros así.

—Me gusta la idea, preciosa.

Realizaron una primera prueba, a la distancia de cincuenta pasos. Las vasijas, lanzadas por los guerreros con la ayuda de una honda, se rompieron todas sin excepción. El monarca soltó de nuevo sus atronadoras carcajadas. Parecía divertirse de lo lindo y estar satisfecho de haber encontrado una adversaria de su talla.

—¿Qué propones ahora? —preguntó alegremente.

—Una prueba de rapidez. Esta vez tres hombres te lanzarán dos objetos simultáneamente. Tendrás que alcanzarlos antes de que toquen el suelo.

—¡Eso es imposible!

—¿Acaso te echas atrás?

—¡Desde luego que no!

Jirá se puso en posición. Dos blancos surgieron al mismo tiempo de las hondas. Con toda su seguridad recuperada, efectuó dos disparos perfectos que pulverizaron las pequeñas vasijas. La precisión y la maestría de sus gestos dejaron estupefacto al monarca, que tuvo que contener sus ganas de aplaudir.

Entonces le tocó a él. Sus dos flechas salieron silbando. La primera alcanzó su objetivo pero la segunda falló. Profirió un espantoso rugido de furia. Un silencio gélido cayó sobre el público. Conocían al rey y sabían que sus arrebatos de ira eran temibles. La gente le vio apretar los puños y tirar su arco al suelo en un gesto de rabia. Después, inesperadamente, rompió a reír con unas carcajadas estrepitosas, recuperando de golpe su buen humor. Jirá, atónita, lo vio avanzar hacia ella tendiéndole los brazos.

—Ven, hija mía, quiero darte un beso.

Desconcertada, ella le dejó hacer. Luego la apartó suavemente y la contempló de nuevo con evidente placer. Al cabo, declaró:

—Es cierto que te pareces a ella.

—¿A quién?

—¡A tu madre, por supuesto! Antes te mentí al decirte que nadie me había vencido nunca. Una sola persona lo había conseguido hasta el momento. Era una princesa egipcia llamada Tanis.

Ante la perplejidad de la joven, volvió a soltar su risa homérica y la besó otra vez.

—Bendito sea el día en que te he encontrado. Tienes que contarme muchas cosas de ella.

—Entonces… ¿conoces a mi madre?

—Me llamo Raf’Dhen. Compartí con ella asombrosas aventuras, cuyo recuerdo quedará grabado por siempre jamás en mi memoria. Gracias a ella, a su valor, pude regresar a mi país y llegar a rey.

Unos minutos después estaban todos reunidos alrededor de una hoguera donde se asaba un cordero. Tras azuzar a sus hombres para que sirvieran vino y gruesas tajadas de carne, Raf’Dhen inició el relato del fabuloso periplo realizado en compañía de Tanis, despertando la estupefacción de su invitada. La muchacha no ignoraba que su madre, forzada a huir de la tiranía del rey precedente, había efectuado un largo viaje antes de nacer ella, pero desconocía los pormenores. La reina hablaba poco de aquel período de su vida, cuyas peripecias seguramente sólo conocía Djoser. Raf’Dhen llenó sus lagunas narrándole con todo detalle las hazañas de Tanis.

—Por todos los dioses —exclamó él—, era la mujer más hermosa que jamás he conocido. Estaba enamorado de ella. Le propuse que viniera conmigo a Anatolia para ser mi esposa, pero no quiso. Te habrá sorprendido que haya querido examinar tu arco. Solamente mi pueblo sabe fabricarlos de esta manera. Ella me venció con un arco así.

Esbozó una sonrisa alegre y nostálgica a la vez.

—Yo le enseñé a confeccionarlos. Y ese demonio de mujer ha encontrado el modo de mejorarlos. Me enseñó a domar estas criaturas magníficas que son los caballos. Éstos que ves aquí son los descendientes de los que «tomamos prestados» a la tribu que nos capturó. ¡Menuda aventura! Luchamos juntos; ella me salvó la vida, yo salvé la suya. En aquel tiempo estuvimos muy unidos. La tuve entre mis brazos. Todavía noto su olor, la fragancia de su pelo. Incluso durmió abrazada a mí, porque éramos prisioneros y teníamos frío. Sin embargo, jamás fue mía. Me separé de ella en alguna parte al norte del país de Akkad. Ella iba en busca de su padre exiliado. Se fue hacia oriente, y yo volví aquí, a Anatolia, donde mi pueblo me estaba esperando. Conmigo traía a los caballos. La mitad le pertenecía a ella, pero me dejó su parte del botín.

Abrió los brazos, suspirando.

—Yo me quedé con los caballos, pero Tanis no me quiso a mí. Desde entonces sueño a menudo con ella. Muy a menudo.

La tomó de la mano.

—Así que, cuando te has plantado ante mí con tanta audacia, dispuesta a dispararme tus flechas a pesar de las armas con que te apuntaban mis guerreros, creí ser víctima de una alucinación. Aunque fuera una extraordinaria coincidencia, enseguida me di cuenta de que eras su hija, sólo por la manera de sostener el arco. Por eso te propuse el concurso. Quería saber si era tu madre quien te había enseñado a manejarlo. Y me has vencido, igual que ella. Ah, por todos los dioses, no sé quién es tu padre, pero me habría gustado serlo yo. Te habría enseñado a montar a caballo.

De un trago apuró el vaso de vino y dijo:

—Pero hablo y hablo, y tú todavía no me has dicho nada. ¿Qué ha sido de ella? ¿Dónde vive ahora?

Fue Raf’Dhen quien se asombró entonces. Supo que Tanis había encontrado a su padre, el gran Imhotep, y que se había casado con el príncipe del que se había visto separada.

—Ese príncipe es mi padre —precisó Jirá con orgullo, disfrazando la verdad—. Y es el Horus Neteri-Jet, el soberano de los Dos Reinos.

—¡Bendito sea mil veces el día en que nos hemos encontrado, preciosa mía! Me han contado tantas historias sobre lo ocurrido tras mi regreso a Anatolia, las grandes inundaciones, las guerras. Creí que había muerto. Y ahora me dices que está viva y que es una reina. Por todos los dioses, princesa, no puedes saber la alegría que me das.

Jirá creyó que, con la ayuda del vino, iba a echarse a llorar.

—Tu presencia también es fuente de alivio para nosotros, mi señor —dijo ella—. Hemos tenido mucha suerte, desde luego. ¿Cómo ha sido posible que intervinieras justo en el momento adecuado para socorrer al pueblo?

—Hacía varios días que iba detrás de esos perros. Los hititas tomaron Adana hace dos meses. Comprendí que no se detendrían ahí y que pronto atacarían mi reino. Así que les tomé la delantera. Reuní un buen ejército y salí a su encuentro. Esas ratas tienen miedo de mis caballos. Les hice retroceder, pero algunos grupos consiguieron infiltrarse. Llevaba varios días siguiéndole la pista a uno de ellos. Por desgracia llegué demasiado tarde para impedirles que os atacaran.

Vaciló un segundo, y precisó:

—Quiero que me perdones por haber querido haceros mis esclavos. El recuerdo que guardaba de los egipcios no era muy agradable. Tenía la imagen de ese rey que había obligado a tu madre a huir para escapar de una boda odiosa. Como puedes ver, mi rencor es tenaz. —Separó los brazos y añadió—: Pero ahora los egipcios serán bienvenidos en mi reino. ¿Acaso no es el más hermoso del mundo? ¡Eh, guerreros de pacotilla, traedme más bebida! ¡Me estoy muriendo de sed!

Dos días después, el tiempo que tardaron en curar a los heridos y renovar sus provisiones, cargaron los burritos y emprendieron el camino de regreso. Sin embargo, una sorda inquietud perturbaba a Seschi. Si los asiáticos habían atacado Yumuktepe, tal vez hubieran enviado tropas para apoderarse de Ardemli.