Capítulo 47

Tardaron dos días y dos noches en atravesar las húmedas profundidades del estrecho valle. Luego la columna siguió un escarpado sendero que ascendía por la ladera occidental. Aunque resultaba difícilmente transitable para una caravana de tanta envergadura, aquella misteriosa ruta venía siendo utilizada desde tiempos inmemoriales. Los cascos de los asnos que transportaban el precioso mineral hacia la costa habían trazado un tortuoso camino que bordeaba un precipicio cada vez más elevado. Sudando y resoplando, los viajeros alcanzaron por fin la cumbre. Sin transición el paisaje cambió totalmente de aspecto. Si en el valle crecía una exuberante vegetación gracias a la humedad, la meseta, en cambio, presentaba un paisaje desolador, barrido por un fuerte viento que levantaba remolinos de polvo.

Tras recuperar fuerzas la caravana volvió a ponerse en marcha. Al cabo de poco tiempo el camino se internó por un caótico relieve. Unas extrañas columnas, coronadas por enormes rocas en equilibrio, se alzaban formando grupos como grandes centinelas inmóviles. Sebag, el guía, explicó que a esas misteriosas formaciones las llamaban guerreros de piedra. Neserjet, impresionada, se preguntaba si serían gigantes petrificados. Los aullidos del huracán parecían brotar de sus entrañas, modulándose a veces hasta parecer risas macabras. Con la ayuda de su imaginación, pensó por un momento que iban a cobrar vida, caminar hacia ellos y aplastarles con sus enormes moles. Tan nerviosa estaba que no se apartaba de Cleioné, a quien los colosos no parecían inquietar.

Tras un día de marcha en medio de aquel insólito paisaje llegaron al pueblo minero de Yumuktepe. Edificado sobre un zócalo rocoso elevado, estaba protegido por un escudo de guerreros de piedra. Un camino encajonado entre dos hileras de columnas coronadas de piedras permitía franquear aquella muralla natural. Escalonados a lo largo de este sendero estrecho y sinuoso había varios puestos de defensa instalados entre los gigantes rocosos. En cuanto la caravana hizo su aparición, sonaron las trompas para alertar a los habitantes.

A lo lejos los viajeros distinguieron algunos grupos de hombres y niños alterados que corrían para refugiarse en la pequeña ciudad. A fin de demostrar sus intenciones pacíficas, Seschi hizo detener su tropa mucho antes del pueblo y avanzó con la única compañía de Tash’Kor y Sebag. Rápidamente una muchedumbre desconfiada se agrupó ante la doble puerta de madera del pueblo. Pero la presencia del guía, al que conocían bien, los tranquilizó. La tensión se diluyó por completo cuando explicó las razones de la presencia del señor egipcio. Felices porque todo no había sido más que un susto, los lugareños acogieron a los egipcios con hospitalidad.

Como en Ardemli, las viviendas eran unos caserones cuadrados, pegados unos a otros de un modo curioso. Diseminados por el pueblo, se veían huertos y árboles frutales, albaricoqueros y naranjos. Hacia oriente, el zócalo caía en picado sobre una amplia depresión verde que llegaba hasta una cadena de colinas donde estaba excavada la red de minas. Un pequeño lago bordeado de abundante vegetación ocupaba el centro de la depresión. A su alrededor, campos cultivados proporcionaban espelta, cebada y algunas verduras. Más lejos, una escasa hierba alimentaba los rebaños de cabras y muflones.

El trueque tuvo lugar en la vivienda del jefe del pueblo, Mar’Dhen. Además de las tinajas de vino traídas de las islas, Seschi ofreció semillas que daban un trigo de mejor calidad, cebada y herramientas, a lo que añadió joyas talladas en piedras desconocidas para los lugareños: malaquita, cornalina, lapislázuli, y hasta unas magníficas turquesas. Desde siempre la única riqueza de aquella gente reposaba en la mina de plata que sus antepasados explotaban hacía siglos. Era una riqueza muy relativa, pues el trueque fue muy favorable para Seschi. Las demandas de Mar’Dhen eran tan ridículamente bajas que él mismo añadió las piedras preciosas por iniciativa propia. Tras algunas vacilaciones puramente formales, el trato quedó cerrado.

Mar’Dhen, encantado con su transacción, hizo preparar algunos animales para festejar la visita de los egipcios. Pese al obstáculo del idioma, los lugareños les dispensaron una cálida acogida. En cuanto los lingotes estuvieron cargados en los sacos de cuero traídos para tal efecto, todos juntos disfrutaron de una gran comilona bajo el cielo estrellado.

Al amanecer, los visitantes se estaban preparando para emprender el viaje de vuelta cuando una panda de niños llegó corriendo y gritando sin aliento a la plaza del pueblo. Hablaban todos a la vez y causaron una gran agitación entre los habitantes. Los egipcios, intrigados, se acercaron. Por una razón desconocida, el pánico se apoderó de la población. La gente echó a correr en todas direcciones; algunos se precipitaban a sus casas y salían de ellas con toscas armas, otros se dirigían hacia los campos para alertar a los pastores y los mineros que ya habían entrado en las galerías. Seschi preguntó a Mar’Dhen. El hombre parecía haber envejecido de golpe. Repetía sin cesar una palabra desconocida: hitita. Tash’Kor tradujo:

—Así es como designan a los asiáticos. Según los exploradores, un poderoso ejército se dirige hacia Yumuktepe. Estará aquí dentro de tres horas, y cuenta con al menos seiscientos guerreros.

Mar’Dhen tomó las manos de Seschi con ardor, iniciando un locuaz discurso.

—Nos suplica que nos quedemos —dijo el príncipe chipriota—. Sin el auxilio de nuestros soldados están perdidos.

Seschi se apartó en compañía de los gemelos.

—¿Qué decides, hermano? —preguntó Tash’Kor—. Todavía estamos a tiempo de irnos. Este combate no nos atañe.

—Por Horus —replicó Seschi—, ¿querrías abandonar a su suerte a esta gente que nos ha acogido tan bien?

—No, por supuesto, no soy un cobarde, pero pienso en nuestras compañeras.

—Aquí también hay mujeres y niños. Y, además, quién sabe si no hay otro ejército enemigo dirigiéndose hacia Ardemli. Si nos vamos ahora, nos arriesgamos a encontrarnos de cara con una tropa mucho más numerosa que aniquilaría la nuestra. No podemos correr ese riesgo. En cambio, este pueblo es fácil de defender por unos hombres decididos. Nuestras mujeres estarán a salvo aquí mientras nosotros resistamos.

—¡Muy bien! —exclamó Polis—. En tal caso, hermano, combatiremos juntos.

Seschi se echó a reír.

—Haremos que esos hititas se arrepientan de haberse aventurado hasta aquí.

A Tash’Kor le habría gustado compartir su optimismo, pero en su interior crecía un malestar, un presentimiento terrible que le mandaba llevarse a los suyos lejos de allí para protegerlos. Sin embargo, no podía abandonar a Seschi.

—Tenemos muy poco tiempo para organizar una defensa eficaz —objetó débilmente.

—¡Ya tengo algunas ideas! —replicó el príncipe en tono jovial—. ¡No pongas esa cara! Esos perros aún no nos han vencido.

Volvió hacia Mar’Dhen y le anunció su intención de quedarse. Aliviado, el jefe del pueblo alzó los brazos e informó a los habitantes. El pánico se atenuó de inmediato. Espontáneamente los hombres se pusieron a las órdenes de Seschi y Tash’Kor. Empuñaban armas rudimentarias: hachas de piedra, jabalinas de caza, hondas y puñales de sílex.

Seschi contabilizó los combatientes de que disponía. Además de los sesenta soldados chipriotas y egipcios a los que había convertido en su escolta, la gente del lugar podía proporcionar poco más de trescientos hombres de todas las edades. No estaban acostumbrados a luchar, pero el trabajo de la mina les mantenía fuertes y resistentes. Eran individuos vigorosos y sólidos, muy decididos a no dejarse matar sin plantar cara.

Mientras las mujeres y los niños se refugiaban en el corazón del pueblo, los guerreros instalaron líneas de defensa detrás de las hileras de afiladas estacas que circundaban el pueblo. Éste no era accesible más que por el camino flanqueado por los gigantes de piedra y por otros dos lugares despejados, que se abrían hacia el sur y el oeste. Seschi colocó a la mitad de sus efectivos ante la puerta principal, y distribuyó la otra mitad por los puntos vulnerables. Dispersó después a sus arqueros por todos los puestos de vigía situados entre las enormes columnas rocosas a ambos lados del camino. Así, el enemigo quedaría atrapado bajo un fuego cruzado. Una fina red de estrechas galerías elevadas unía esos puntos de defensa con el pueblo.

Un puñado de guerreros intentó agrupar a toda prisa los rebaños diseminados por los pastos. No pudieron recoger más que la mitad, lo cual sería suficiente para resistir un asedio de varios días. Por desgracia, también los invasores tendrían con qué abastecerse.

Apenas habían entrado los últimos animales en la ciudad, cuando los centinelas anunciaron la llegada del enemigo. Pronto una horda rugiente apareció en la entrada del desfiladero rocoso. Sin duda los hititas estaban seguros de su victoria pues no empleaban ninguna estrategia. Avanzaban en filas cerradas manteniendo una marcha constante y profiriendo gritos de guerra destinados a asustar a sus adversarios. No se tomaron la molestia de verificar si existía otro acceso además del camino y se internaron en él con gran furor. Los habitantes de los pueblos que habían asolado hasta entonces no poseían armas que pudieran inquietarles. Les bastaba aparecer para provocar un pánico total. A veces algunos intentaban resistírseles. En esos casos disfrutaban matándolos, violando a sus mujeres y castrando a los niños. Así era la ley: las mujeres tenían que llevar la marca del vencedor a fin de engendrar guerreros fuertes, no miserables campesinos.

Seschi los observó, oculto tras una columna rocosa. El aspecto de aquellos hombres habría hecho huir hasta al más valiente. Lucían el torso desnudo y la piel cosida de cicatrices, e iban vestidos con pieles mal curtidas, cuyo agresivo olor llegó hasta los defensores.

—¡Cómo apestan! —murmuró Jerseti.

Llevaban la cabeza rapada, excepto por una larga coleta trenzada con tiras de cuero. Algunos exhibían collares de los que colgaban extraños objetos desecados. Seschi reparó en que se trataba de orejas y dedos humanos. Aferró con más fuerza su enorme maza e hizo una señal a Jerseti para que esperara sus órdenes. Cuando consideró que el enemigo se había adentrado lo bastante en el camino, se incorporó y gritó:

—¡Disparad!

De ambos lados de la pista surgieron dos nubes de flechas asaeteando a los primeros atacantes. Una docena de hombres cayeron desplomados, muertos o heridos. Poco habituados a encontrar resistencia, los asiáticos se detuvieron confundidos. Una segunda lluvia de flechas descabezó la cohorte, pero los que seguían empujaron a los que vacilaban. Hubo un instante de desconcierto, y luego, pese a los disparos que abrían brechas en sus filas, reanudaron la marcha rugiendo con ánimos renovados. Pronto los arqueros tuvieron que retirarse, so pena de encontrar cortado el camino de vuelta al pueblo.

A una orden de Seschi, los egipcios abandonaron sus puestos. Las galerías secretas los llevaron rápidamente al refugio de los muros de Yumuktepe, que no superaban la altura de un hombre. Detrás, los lugareños esperaban al invasor a pie firme, decididos a defender su ciudad con uñas y dientes. Seschi y sus compañeros tomaron posiciones alrededor de la pesada puerta principal, coronada por una muralla. Una vez más, los arcos hicieron maravillas, ensartando a varios agresores a cada andanada de flechas. Pero el número era favorable a los asiáticos, a quienes la visión de sus camaradas heridos o moribundos no desanimaba. De entre sus filas se elevaban clamores de rabia. En pocos instantes estuvieron en las murallas e intentaron escalarlas. Por todas partes se iniciaron cruentos combates. Seschi había insistido en que Jirá se resguardara, pero ella se negó, arguyendo que sabía utilizar un puñal tan bien como un arco. Furioso e inquieto, había tenido que ceder. En esto Jirá se mostraba tan tozuda como su madre. Cleioné tampoco le preguntó su opinión, y dejó al joven estupefacto al demostrarle que sabía luchar y que las caras patibularias de los asaltantes no le impresionaban en absoluto. Enardecidos por la presencia de dos mujeres, los lugareños redoblaron su ímpetu. Pese a su inferioridad numérica, consiguieron repeler el primer asalto. Seschi, golpeando con su maza y su bola, mató él solo a una decena de hititas. Su alta estatura y su fuerza poco común sorprendieron a los atacantes, y ninguno de ellos consiguió alcanzarle. Tash’Kor y Polis luchaban codo a codo, hombro con hombro, esquivando y golpeando con una coordinación tan extraordinaria que engañaba a sus adversarios.

Pronto los asiáticos, desconcertados ante tal resistencia, se dieron por vencidos. Se retiraron, llevándose a sus muertos y heridos. Unas cuantas flechas animaron a los rezagados a marcharse más deprisa. En el pueblo la tensión aflojó. Con los músculos doloridos por la acción, los combatientes profirieron un largo alarido de victoria.

Pero aquel éxito dejó en la boca de los egipcios un sabor amargo.

Ocho de los suyos habían muerto, y otros tres estaban moribundos. Cinco chipriotas habían fallecido, así como unos treinta lugareños. En cuanto el enemigo se hubo replegado, las mujeres socorrieron a los heridos, llevando trapos y agua para lavar las heridas.

De golpe, Jirá, que se había quedado en el camino de ronda, llamó a sus compañeros.

—¡Venid a ver esto! Se han instalado en la llanura.

En efecto, sin duda porque habían visto los rebaños errando cerca del lago, los hititas habían tomado posesión del lugar. Una escalera tallada en la roca permitía bajar a los campos, pero era poco probable que el enemigo la hubiese visto, porque estaba oculta por unos repliegues de la roca. Además, era poco probable que se produjera un ataque por esa escalera. Estrecha y empinada, era fácil de defender desde el pueblo. Un puñado de hombres decididos bastaría para repeler un ataque. En cambio, los hititas habían empezado a apoderarse de los animales, a los que mataban con furia, encantados de vengarse así de su fracaso.

De pronto volvieron en masa hacia el pueblo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Cleioné—. Se diría que se preparan para atacar de nuevo.

—Es imposible —replicó Tash’Kor—. No pueden escalar esta pared.

Los hititas se detuvieron al límite del alcance de las flechas. Sus filas se separaron y de ellas surgieron, expelidos con brutalidad, dos hombres que quedaron expuestos a la vista de los habitantes del pueblo.

—¡Han hecho prisioneros! —exclamó Tash’Kor.

Por la emoción que sobrecogió a los lugareños, comprendieron que se trataba de dos pastores que no habían tenido tiempo de ponerse a salvo. El jefe de los hititas, un coloso negro y peludo, con la cara surcada por una larga cicatriz, interpeló a los defensores. Nadie entendió lo que gritó con su voz ronca, pero eso carecía de importancia. Mientras tanto, habían atado a los cautivos por los pies a unos patíbulos montados apresuradamente. Sus alaridos de terror taladraron los oídos de los impotentes defensores. Seschi ordenó a las muchachas que abandonaran las murallas. Pronto los alaridos se convirtieron en espantosos gritos de dolor. Desobedeciendo a su hermano, Jirá volvió junto a él.

—Por todos los dioses, ¿qué les están haciendo? —exclamó.

—Has querido saberlo, ¡pues mira! —masculló Seschi, conteniendo su ira.

Petrificada por el asco y el horror, Jirá comprendió que los hititas habían empezado a cortar tiras de carne de los miembros de sus prisioneros, con objeto de aterrorizar a la población.

—Tardarán mucho en morir —dijo la lúgubre voz de un hombre a su lado.

—Pero no podemos dejar que lo hagan —chilló ella—. Hay que intentar algo.

—¿Qué? —replicó Seschi—. En terreno descubierto no tenemos ninguna oportunidad. Son demasiado numerosos.

Jirá sintió una tensión insoportable. Los alaridos de los desdichados le desgarraban el alma. Habría querido machacar a los torturadores, reducirlos a pedazos, aniquilarlos, aplastarlos como a los gusanos inmundos que eran. No podía apartar la mirada de las víctimas. Era inhumano dejarlos sufrir así. La distancia era grande, pero ella ya había realizado otras hazañas. Sin decir palabra, colocó una flecha en el arco, calculó la velocidad del viento y la posición en que se hallaba el enemigo por debajo de ellos. Concentrándose en su objetivo, tensó lentamente el arma. El disparo surgió preciso e imparable. No hubo más que un grito terrible, un grito de dolor y liberación. La flecha había ido a clavarse en el corazón del primer prisionero. De inmediato se oyeron gritos de frustración. Una segunda flecha salió silbando y alcanzó al segundo cautivo, matándolo también limpiamente. Siguió un tercer disparo, que dio en un guerrero asiático, perforándole un ojo. Un momento después, la horda furiosa retrocedía para situarse fuera del alcance de las flechas.

Al final, Jirá dejó que brotaran sus lágrimas.

—No había otra solución —dijo entre sollozos—. No podía dejar que torturaran de ese modo a esos desgraciados.

Seschi la estrechó entre sus brazos.

—Has sido muy valiente —dijo.

Privados de sus crueles distracciones, los hititas siguieron insultando a los sitiados, pero, sin duda impresionados por la hazaña de la muchacha, se mantuvieron a una respetuosa distancia. Al fin se replegaron e instalaron su campamento para pasar la noche.

La noche no terminaba nunca. A veces se oía el grito de una rapaz nocturna o de un lobo. Los centinelas recorrían el camino de ronda. La luna llena iluminaba el escenario con una luz azulada y suave, indiferente a la violencia de los hombres.

Tash’Kor se había encerrado en sí mismo. Jirá, que empezaba a conocerlo, notaba su nerviosismo. El joven, normalmente tan dispuesto a brindar su apoyo a los demás, parecía temer una amenaza que no lograba definir. Se deslizó junto a él y le pasó un brazo por los hombros.

—Que mi príncipe no ceda a la inquietud. Somos capaces de rechazar a esas hordas bárbaras. Hoy las hemos derrotado. Mañana volveremos a hacerlo.

Él no contestó. No lejos de ellos, Polis había cogido su arpa y desgranaba dulces melodías para las mujeres y los niños. Su alegre música se elevaba en la noche como un desafío lanzado a la cara de los invasores. De su campamento no les llegaban más que gritos guturales, groseros estallidos de voz lanzados en dirección al pueblo. Sin duda se trataba de obscenidades o de promesas aterradoras, pero como nadie entendía sus palabras, los defensores no estaban muy impresionados.

Seschi observó largo tiempo el campamento hitita. Consideró que atacarían poco antes del alba. Los guerreros que lanzaban desafíos no eran muy numerosos. La táctica del enemigo era simple: las bravatas tenían como objetivo mantener despiertos a los sitiados mientras el grueso de la tropa descansaba a distancia. La fatiga se dejaría sentir sobre todo de madrugada, tras una noche de angustia y vigilia, cuando la resistencia de los lugareños disminuyese. Por ello instó a los sitiados a que tomaran un descanso. Decidió dormir también él un poco en el camino de ronda, cerca de la puerta principal, encargando a Jerseti que le despertara en caso de necesidad.

Cuando éste vino a buscarle aún era de noche, pero la luna llena bañaba el pueblo con su luz plateada.

—¿Atacan? —preguntó Seschi.

—¡Aún no! Es otra cosa, mi señor. Se ha producido una terrible desgracia.

A la luz de la antorcha, el rostro del capitán parecía desencajado. Sin mediar palabra, condujo a Seschi hacia la parte occidental del pueblo. Un grupito de personas rodeaba un cuerpo tendido en el suelo, junto a la puerta. Reconoció inmediatamente a Polis. Tash’Kor estaba inclinado encima de él, destrozado por el dolor. Jirá y Leeva, desamparadas y con los ojos llenos de lágrimas, se apretaban a su lado. Cuando Seschi llegó, Jirá se arrojó a sus brazos. Comprendió de inmediato que el joven había muerto. Le invadió un repentino dolor, como a los demás. Se había encariñado con Polis. Tash’Kor se levantó y profirió un aullido desgarrador, el grito de un animal herido, un gemido penetrante que reflejaba su desconcierto y su impotente ira. Luego se desplomó de nuevo sobre el cuerpo de su gemelo. Su sufrimiento conmocionó a los espectadores. Tomó a su hermano entre sus brazos, intentó hacerle mover la cabeza, las manos, animarlo con gestos ridículos y patéticos; le habló susurrando en su lengua. Si bien los demás no entendían las palabras, sí captaban el sentido. Le suplicaba que volviera, le proponía compartir la muerte con él, revivir en él…

Abrumados, los demás no sabían cómo reaccionar. Seschi se arrodilló y comprobó que Polis había recibido una puñalada en pleno corazón. Su frente estaba fría, lo cual indicaba que llevaba ya algún tiempo muerto. Tash’Kor levantó los ojos, y, como si no viera a nadie, volvió a estrechar a su hermano para acunarlo. Seschi tenía un nudo en la garganta. El dolor de Tash’Kor le desgarraba el alma.

—Lo encontramos así, al pie de la muralla —explicó Jerseti—. Sé que quería montar guardia por este lado, pues temía un ataque sorpresa. Había menos guerreros aquí, dado que el enemigo estaba acantonado en el lado opuesto. No lo descubrimos enseguida.

—¿Qué ha podido ocurrir? —preguntó Seschi.

—Hemos visto varios grupos de hititas, merodeando durante la noche. Otro centinela ha muerto de un disparo de flecha en la puerta sur. Tengo la impresión de que quieren desmoralizarnos.

Seschi agitó la cabeza.

—Polis era un luchador valeroso. Nunca le habrían matado sin pelear —replicó—. Habría sido preciso que el enemigo se arriesgase a trepar la muralla sin llamar su atención. Pero eso es poco probable.

—Pero, mi señor, si no fue un hitita, ¿quién pudo hacer esto?

No tuvieron tiempo de profundizar en la cuestión, pues en ese instante se oyó un alboroto espantoso. Se había iniciado el asalto final. Tal como Seschi había intuido, los hititas no habían esperado al amanecer. Por suerte había previsto aquella maniobra, y sus compañeros habían dormido unas horas siguiendo su consejo. En pocos instantes, los defensores ocuparon sus posiciones. Seschi relevó apresuradamente a Tash’Kor y ordenó que pusieran el cuerpo de Polis a resguardo. El príncipe chipriota lo miró, y su cara se demudó bajo el efecto de la rabia.

—¡Esos perros pagarán por su crimen! —gruñó.

Cogió sus armas y corrió en dirección a la puerta principal, donde resonaban ya los ecos de la batalla. Jirá y los guerreros chipriotas le siguieron. Seschi los acompañó, intrigado. Había algo incomprensible en la táctica de los asiáticos. Reproducían estúpidamente el arriesgado movimiento del día anterior, precipitándose por el camino de acceso principal al pueblo. Habían fracasado pero repetían el mismo error. Además, Seschi estimó que su ataque sería más eficaz sin aquellos berridos histéricos. En su lugar, él habría aprovechado las tinieblas nocturnas para hacer avanzar a sus hombres en silencio hasta las murallas y atacar por varios frentes a la vez. Reparó entonces en que su número era inferior. Reaccionó de inmediato. No se había equivocado.

—¡Tened cuidado! —gritó—. Van a atacar por los otros accesos.

El jefe asiático había realizado el mismo razonamiento que él. Al abrigo de la noche, sus hombres habían rodeado el pueblo descubriendo las entradas del oeste y el sur. Por precaución, Seschi había apostado guerreros en los lugares más sensibles. Tal vez Polis había visto la maniobra y por eso lo habían matado. Pero si el invasor contaba con el efecto sorpresa, había perdido el tiempo. Los primeros asaltantes fueron recibidos con una lluvia de flechas.

De nuevo se reanudaron los combates, aún más encarnizados que la víspera. Los hititas habían recuperado fuerzas, pero, en contra de lo que esperaban, también sus adversarios habían descansado. La determinación de éstos frenó en seco el ímpetu de los asaltantes. Por todas partes se oían gritos de furia y sufrimiento. Los arqueros egipcios y chipriotas hicieron maravillas. Por desgracia, los asiáticos eran demasiado numerosos. Pronto las flechas resultaron inútiles. Una marea humana se lanzó al asalto de las murallas, agarrándose a la roca y a las estacas. En aquella noche que tocaba a su fin surgieron caras gesticulantes, manos blandiendo pesadas mazas, toscas jabalinas silbando por los aires. Los agresores no tardaron en desbordar a los defensores de la puerta sur. Mientras un sol rojo se alzaba por el horizonte, recortando sobre la atormentada meseta sombras fantasmagóricas, la horda salvaje penetró masivamente por la brecha abierta y la batalla, de una violencia inaudita, se expandió por todo el pueblo. La gente luchaba en las murallas y en las callejuelas estrechas. Tanto en un bando como en otro los puñales perforaban vientres, las lanzas hundían cráneos y atravesaban pechos, las hachas seccionaban miembros. Una mezcla de miedo y odio provocaba enfrentamientos de una crueldad tan extrema que los actos valerosos quedaban diluidos. Aquellos hititas de ojos brillantes apenas se preocupaban por sus caídos. En sus miradas alucinadas se leía una especie de júbilo malsano.

Los heridos se arrastraban por el suelo, implorando la piedad de un enemigo que ignoraba el significado de esta palabra. En varios puntos los hititas habían penetrado en las viviendas y, en el fragor del combate, habían empezado a violar a las jóvenes. El pueblo estaba sumido en la mayor confusión.

Agrupados en torno a Seschi, los egipcios formaban una muralla que combatía metódicamente. Protegían un grupo de casas donde se habían refugiado mujeres y niños reunidos por Neserjet. Un feroz grupo de hombres se ensañaba con el joven príncipe, pues habían comprendido que era, con mucho, el adversario más temible. Pero su fuerza y su ciencia del combate eran tales que ningún enemigo podía acercársele. Dando vueltas a su larga maza, aplastaba cabezas, quebraba torsos como cáscaras de nuez. Tash’Kor, ebrio de furia y pesar, le prestaba su ayuda. Curiosamente, encontraba con Seschi la misma eficaz coordinación que con Polis. Los dos hombres eran intocables, tanto más cuanto que Jirá y Cleioné, apostadas en un tejado, disparaban flecha tras flecha, abatiendo a un asaltante a cada disparo.

Sin embargo, pese a su valentía, los egipcios se dieron cuenta de que podían perder la batalla. De repente, hubo un instante de vacilación en las filas enemigas. Seschi notó que, en el exterior del pueblo, estaba ocurriendo algo que los desconcertaba. En las murallas, las miradas se volvieron hacia el oeste. Percibió entonces un estruendo lejano. Los asiáticos parecieron presas del pánico y emprendieron un desordenado movimiento de repliegue. Intrigado, se desembarazó de un antagonista y subió a la muralla de un salto. Creyó entonces ser víctima de una alucinación. Surgidos de entre una nube de polvo, unos seres inimaginables, medio humanos medio animales, acababan de hacer su aparición. En poco tiempo ocuparon el lugar, haciendo estragos entre los hititas. Las criaturas corrían como el viento. Seschi, agotado por el combate, tardó unos instantes en comprender que se trataba de guerreros montados a caballo. Tanis le había hablado de ellos hacía tiempo. Ella misma había domesticado algunas de aquellas monturas salvajes, desconocidas en Egipto.

Pero ¿eran amigos o nuevos enemigos? La reacción de los lugareños le dio la respuesta de inmediato: sus gritos de alegría revelaban el alivio que sentían. Redoblaron su furia para rechazar al invasor.

Los caballos habían sembrado el terror entre los hititas y los jinetes los desbordaron rápidamente. El enemigo abandonó la lucha y retrocedió hacia el camino de acceso, sin siquiera tomarse la molestia de llevarse a sus heridos, que fueron rematados sin piedad por mujeres ebrias de rabia. Los fugitivos fueron atrapados y clavados al suelo con largas lanzas. Aquellos providenciales aliados también utilizaban tiras de cuero con grandes piedras redondas atadas en los extremos, que lanzaban haciéndolas girar en el aire. Cuando una de ellas caía en un cráneo, éste se partía como un fruto maduro. En pocos instantes, la situación dio la vuelta en favor de los lugareños. Sólo unas decenas de asiáticos consiguieron huir.

Con el término de los combates, una profunda fatiga se apoderó de los defensores. Aunque estaba consumido por los combates y cansado de tanto golpear, Seschi se aseguró de que Cleioné y Neserjet estuvieran sanas y salvas. Cleioné tenía los brazos y el vientre cubiertos de arañazos, pero su sonrisa, si bien parecía más una mueca, le tranquilizó. Se dirigió hacia Tash’Kor, Jirá y Leeva, reunidos en torno al cuerpo de Polis. Al príncipe chipriota ya no le quedaban lágrimas que derramar. Su mirada estaba clavada en el rostro sin vida de su hermano. Sus rasgos ya no reflejaban sentimiento alguno, pero Seschi adivinaba sus pensamientos. Había luchado con rabia, matando a numerosos enemigos para olvidar su dolor. Pero ahora entendía que, aunque hubiera podido aniquilar él solo al ejército hitita, Polis jamás volvería a la vida.

Conmovido por el pesar de su compañero, Seschi tardó un momento en darse cuenta de que los jinetes estaban rodeando a su gente. Al frente de ellos iba un hombre de unos cincuenta años y de imponente estatura. Dio unas breves órdenes, que el joven no entendió, pero que intuyó extrañamente hostiles. Mar’Dhen separó los brazos y parlamentó con el desconocido. Sebag, que había escapado de la masacre, intentó, en una laboriosa lengua franca, explicar a Seschi lo que pasaba.

—El ser rey de este país. Él dice tirar armas. Hacer vosotros esclavos.

—¿Esclavos? ¡Pero si hemos luchado al lado de su pueblo! —exclamó Seschi indignado.

El rey se adelantó hacia él.

—¡Lo sé! —declaró en un egipcio correcto pero gutural.

—¿Hablas nuestra lengua? —preguntó Seschi, asombrado.

—En efecto, pero no siento ninguna simpatía por los egipcios, como tampoco por esos perros hititas. Seréis, por lo tanto, mis prisioneros. Tirad vuestras armas o haré que mis guerreros os aniquilen.

Estupefacto ante tamaña injusticia, Seschi no supo reaccionar. Jirá fue más rápida que él. Cogió una flecha, tensó el arco y apuntó al rey.

—¡No harás nada de eso! —espetó ella—. Varios de los nuestros han muerto por defender este pueblo. Este hombre que yace a mi espalda era como un hermano para mí. No tengo nada que perder, y sé utilizar perfectamente este arco. Así pues, nos darás tu palabra de rey de que nos dejarás ir en libertad o, de lo contrario, te juro que mi flecha te atravesará el cuello antes de que puedas hacer ni un gesto.

Los jinetes alzaron sus armas. Jirá gritó:

—¡Ordena a tus hombres que no se muevan o eres hombre muerto!

El rey alzó la mano para apaciguar a los suyos. Una sonrisa iluminó su rostro. Era evidente que el valor de Jirá le impresionaba. La contempló con cara risueña. Luego su expresión cambió, reflejando una súbita mezcla de asombro y curiosidad. Poco a poco acercó su montura.

—¡No te muevas! —gritó la muchacha.

El hombre hizo un gesto tranquilizador y respondió:

—¡No temas! Solamente deseo ver a mi joven adversaria más de cerca. Déjame bajar del caballo.

Se deslizó a tierra. Su mirada metálica se clavó en Jirá, examinándola detenidamente. Luego movió la cabeza y dijo:

—Voy a hacerte una proposición.

—¿Cuál?

—Un concurso de tiro entre tú y yo. Soy el mejor arquero de mi pueblo. Si me vences, tu gente quedará libre. En caso contrario, seréis mis esclavos. ¿Te parece justo?

—No, porque no me dejas otra elección.

—Exacto, pero me entusiasma mucho este duelo. Presiento que hay en ti una temible adversaria. Quiero que sepas, sin embargo, que nadie me ha vencido hasta ahora.

—¿Y quieres que nos enfrentemos aquí, ahora mismo?

—Primero enterraremos a nuestros muertos. Quiero tu palabra de que ninguno de vosotros intentará huir.

Jirá se volvió hacia Seschi, que asintió con la cabeza. No tenían muchas posibilidades de rechazar la proposición del rey.