Un mes después de abandonar Terá, el Espíritu de Ptah y el Corazón de Cipris bordeaban las costas de Anatolia en busca del pequeño puerto de Ardemli. Ante los navegantes se recortaba una costa luminosa. Una estrecha llanura de vegetación exuberante se extendía hasta las estribaciones de una elevada cadena montañosa de cumbres nevadas, que quedaba difuminada tras una bruma de un azul traslúcido.
Tras fondear en innumerables islas, posadas en la superficie del agua como si fueran joyas, habían hecho escala en la ciudad de Troya[27]. Era una ciudad importante, admirablemente fortificada, situada en la orilla occidental de Anatolia. Allí habían renovado sus provisiones de víveres y agua dulce. Los troyanos, pueblo desconfiado y guerrero, los habían recibido con cautela. Pero algunos barcos mercantes de Biblos hacían cabotaje hasta Troya y varios mercaderes del puerto hablaban algunas palabras de egipcio.
Después habían rodeado las recortadas costas de Anatolia por el sur. Cleioné, como había viajado pasando de un barco a otro, barca de pescadores o falúa de comerciantes, no tenía una idea precisa del tiempo necesario para llegar al puerto de Ardemli. No podía contar más que con su memoria visual para reconocer el lugar.
Agarrada al mascarón de proa del Corazón de Cipris, Jirá contemplaba, en el otro barco, la robusta silueta de su hermano dando órdenes. A su lado estaban sus dos compañeras. No ignoraba que Neserjet estaba enamorada de Seschi desde hacía tiempo, pero no pensaba que llegara a conseguir su meta. Seschi siempre había considerado a la joven beduina como una hermana. Sus relaciones se habían metamorfoseado desde la erupción de la Dama de Fuego. A diferencia de sus conquistas anteriores, parecía no poder prescindir de ella, ni de Cleioné. A Jirá le costaba entender los lazos que les unían. En Egipto era frecuente que los nobles o los ricos mercaderes tuvieran varias concubinas. El mismo rey hacía gala de tener varias mujeres a su alrededor. Si bien Djoser no había usado de aquel privilegio, la mayoría de sus predecesores no se había privado de hacerlo. No obstante, sólo existía una esposa legítima.
Como regla general, esposas y concubinas no mantenían malas relaciones. Pero era muy raro que sintiesen verdadero afecto las unas por las otras. Muy a menudo reinaban entre ellas unos celos latentes que se disimulaban bajo la máscara de la hipocresía. Sin embargo, Neserjet y Cleioné se habían vuelto inseparables. El hecho de compartir el mismo hombre no parecía molestarles. Al principio, Jirá pensó que hacían comedia para no disgustar a su hermano. Pero se había dado cuenta de que ambas estaban unidas por una gran complicidad. Una anécdota le confirmó el afecto mutuo que sentían. Poco antes de llegar a Troya, una ola brutal desequilibró el Espíritu de Ptah y Neserjet cayó al agua. Seschi, alarmado, quiso lanzarse a salvarla, pero Cleioné ya se le había adelantado. Nadando como un pez, alcanzó a su amiga y le mantuvo la cabeza fuera del agua. El Corazón de Cipris, que navegaba detrás, las recogió, y ella se ocupó de las dos náufragas. La preocupación que descubrió en la mirada de Cleioné en el momento de subir a Neserjet no era fingida. Y fue en sus brazos donde Neserjet se refugió para calmar su miedo. Jirá comprendió entonces que su afecto era verdadero.
Le costaba entenderlo. Ella no soportaría jamás compartir a Tash’Kor con otra. Taina ya no representaba un peligro real, pero prefería verla a bordo del Espíritu de Ptah. Además, resultaba sorprendente que Seschi no se hubiera interesado por ella, a pesar de los esfuerzos de la joven por llamar su atención. Él seguía ignorándola. Neserjet opinaba incluso que a veces le hablaba con demasiada rudeza. Por una razón inexplicable, Taina no le gustaba.
En cambio, entre los gemelos y él había nacido una sólida amistad. Desde que su extravagante odio había desaparecido, se entendían de maravilla. Los sufrimientos vividos en común les habían acercado. No quedaba entre ellos rivalidad alguna, sólo estima y respeto. Seschi agradecía a Tash’Kor que hubiera querido sacrificarse ante el Minotauro para salvar a Jirá. El chipriota, por su parte, apreciaba las dotes de mando del joven. Y, sobre todo, Seschi le había permitido recuperar el Corazón de Cipris, gracias al cual había podido seguir siendo independiente, libre de viajar a donde se le antojase.
Polis se entendía perfectamente con Seschi. Al igual que él, poseía un carácter soñador y optimista y, por ello, los aspectos tenebrosos del alma humana le eran totalmente ajenos. Para él, los combates no eran más que justas amistosas, y no comprendía que los hombres pudiesen matarse unos a otros por interés o por ansia de poder. Repartía su tiempo entre viriles enfrentamientos con su hermano o con Seschi y la música. En Troya había comprado, pagando una pequeña fortuna, un arpa para sustituir la que los kalisteos habían destruido. Las mujeres se congregaban a su alrededor para escucharle. Poseía una voz cálida y sensual, y sabía muy bien el poder que ejercía sobre las muchachas. Leeva había sucumbido a su encanto. Polis la había convertido en su favorita, aunque eso no suponía desaprovechar las ocasiones puntuales que se le presentasen. Así se desarrolló el viaje en dirección a Cilicia.
Una mañana Cleioné señaló la costa con insistencia. En la desembocadura de un río se alzaba una pequeña ciudad circundada por una tosca muralla parecida a las que habían visto en isla Blanca.
—Ardemli —declaró triunfalmente.
Seschi sabía que los barcos de Biblos comerciaban regularmente con los pequeños puertos del sur de Anatolia. Por esa razón se sorprendió al ver que las puertas de la ciudad se cerraban y hombres armados se apostaban en las murallas.
—¡Creen que les vamos a atacar! —dijo Jerseti.
—Pero si son mucho más numerosos que nosotros —respondió Seschi—. Podrían eliminarnos sin ninguna dificultad.
Por prudencia hizo fondear los dos barcos a distancia, y luego descendió a tierra con Jerseti, Tash’Kor y Polis, que entendían la lengua local. Avanzando con cautela, los cuatro hombres se dirigieron hacia la puerta principal. Desde lo alto de las murallas, un anciano los interpeló. Sin duda se trataba del rey de la ciudad. Por mediación de Tash’Kor se inició el diálogo.
—¿Quién eres y qué quieres? —preguntó el soberano.
—Soy el príncipe Nefer-Sechem-Ptah, hijo del Horus Neteri-Jet. Vengo a ti en son de paz. Solamente deseo comprar metal hedj.
—Sé que los egipcios buscan ese metal. Pero ¿qué prueba tengo de que tus intenciones son pacíficas?
—No puedo ofrecer más que mi palabra, noble rey.
Avanzó un poco más, desenvainó su espada y la arrojó al suelo ostensiblemente.
—Mira: vengo a ti desarmado. Te sería fácil mandar a tus arqueros que me mataran. Además, mis guerreros no son suficientemente numerosos para atacar tu ciudad. Dime más bien la razón de tu hostilidad. Los mercaderes egipcios de Biblos alaban la hospitalidad de estas costas. ¿Ha habido algún conflicto con ellos?
—Los egipcios de Biblos no son nuestros enemigos —masculló el rey finalmente.
Hubo un instante de vacilación, tras el cual las pesadas puertas se entreabrieron y un capitán invitó a entrar a los cuatro hombres. La pequeña ciudad estaba formada por casas cúbicas de piedra encaladas. En los tejados se alzaban unos tejadillos de madera destinados a proteger del sol, en los que se secaban ropas y pieles de animales, que esparcían por el aire un fuerte olor.
Reinaba cierta efervescencia en la ciudad. Normalmente los niños eran los primeros en rodear a los visitantes. Seschi y sus compañeros no vieron a ninguno. En cambio, tanto hombres como mujeres llevaban armas improvisadas, y parecían decididos a utilizarlas. La muchedumbre, curiosa y hostil, los rodeó. Era evidente que aquellas gentes temían un ataque. Pero ¿quién podía amenazar a aquellas pacíficas personas?
El rey bajó de las murallas para ir a su encuentro. Seschi se inclinó levemente ante él.
—Que la protección de la Ma’at recaiga sobre ti, gran rey —dijo éste.
—Que Hacilar, diosa de la fecundidad, haga prosperar tu casa —respondió el anciano en el mismo tono.
Un poco después, Seschi y sus compañeros eran recibidos en palacio. Era un edificio más grande que los demás, compuesto por varios cubos yuxtapuestos y unidos entre sí por aberturas cuanto menos caprichosas. De hecho, Ardemli parecía construida sin orden ni concierto alrededor de unas tortuosas callejuelas, a lo largo de las cuales se habían aglutinado las generaciones sucesivas sin ninguna preocupación por la funcionalidad.
El rey Masari invitó a Seschi y sus compañeros a sentarse en el suelo cubierto de pieles de cabra y muflón. Mientras unas sirvientas les ofrecían cerveza amarga, el soberano se lanzó a un locuaz discurso que a Tash’Kor le costó comprender. Al finalizar tradujo para Seschi.
—Dice que la ciudad de Adana, una gran ciudad del este, cayó en manos de un sanguinario enemigo procedente de las grandes llanuras de Asia. Esas hordas bárbaras quemaron pueblos y cosechas y se llevaron los rebaños. Mataron a la mayoría de hombres, y violaron y convirtieron en esclavas a las mujeres. Ahora temen que el invasor la emprenda con Ardemli y las pequeñas ciudades de la costa.
—Eso explica su desconfianza —concluyó Seschi—. ¿Han detectado la presencia de esos asiáticos en la región?
Tash’Kor hizo la pregunta.
—¡No! —contestó Masari—. Adana cayó hace un mes. Supimos la noticia a través de unos refugiados que vinieron a pedirnos hospitalidad. Desde ese momento nos armamos y enviamos exploradores a la montaña. Pero aún no han observado nada preocupante.
Seschi pasó entonces al objeto de su visita.
—Gran rey, ¿aceptarías proporcionarnos metal hedj?
—No lo poseemos en grandes cantidades. Sería mejor que fueras hasta las minas de Yumuktepe. Es una aldea situada a tres días de marcha, en la meseta, más allá del valle. Uno de mis guías puede llevarte. Te prestaré algunos asnos.
Al día siguiente, Seschi y los príncipes chipriotas abandonaban la pequeña ciudad. Jirá, Neserjet y Cleioné habían insistido en acompañarlos. Unos sesenta guerreros conducían la decena de dóciles burritos facilitados por Masari. En el último momento Taina se había unido a la caravana. No había querido quedarse en el puerto en compañía de los chipriotas. Aunque sus jefes se habían hecho los mejores amigos del mundo, todos guardaban un tenaz rencor hacia la joven. Ésta, por su parte, seguía hurañamente replegada sobre sí misma, henchida de un orgullo que tal vez la ayudaba a soportar la hostilidad y la soledad. Sólo Neserjet intentaba a veces suavizar aquella soledad, pero sus conversaciones eran limitadas. Taina no le manifestaba más que una cortés simpatía. Aquel rechazo tenaz sin duda estaba provocado por el hecho de que Taina no era chipriota, sino originaria de Ugarit, una pequeña ciudad al norte de Biblos.
Después de cruzar la estrecha llanura que bordeaba el mar, el sendero se sumergía entre dos altos acantilados de abruptas paredes. En lo más hondo del cerrado valle, el río se transformaba en un impetuoso torrente. Antes de que éste desapareciera tras un recodo del desfiladero, Seschi echó un último vistazo a Ardemli. La pequeña ciudad, acurrucada en torno a su bahía, le pareció muy frágil. Si el invasor proseguía su avance, jamás podría resistir. Afortunadamente sólo era accesible por mar o por aquel sendero tan inseguro. Ojalá aquello fuera suficiente para que el enemigo la ignorara. Hobaja tenía orden de prestar auxilio en caso de ataque. Pero prefería no encontrar tomada la ciudad a su regreso.