Mennof-Ra…
Ya no cabía la menor duda de que se estaba produciendo un resurgimiento de la secta de las Serpientes. En diferentes lugares se habían hallado niños degollados, sin una gota de sangre en sus cuerpos. Inmediatamente después del primer crimen, Semuré interrogó a Keneruka, que había sustituido a Mejerá a la cabeza del templo de Set. Aquel anciano había sido uno de los más virulentos opositores de Djoser, al que no perdonaba querer imponer el culto de Horus como religión principal de Kemit. Sin embargo, siempre había condenado y combatido a los fanáticos y su fidelidad a los Dos Reinos era intachable. Tras la caída de la secta maldita, el soberano se había impuesto, y el templo de Set, depurado de sus miembros réprobos, se alió con él. Con el correr del tiempo las relaciones entre los sacerdotes y el rey habían mejorado. Las rentas de las tierras dependientes del templo setista aumentaron y nadie salió perjudicado. Con la edad, Keneruka se había calmado y Djoser le nombró sustituto de Mejerá a la muerte de éste, sobrevenida durante la epidemia. El entorno del rey se asombró al verle designar a un antiguo adversario, pero Djoser apreciaba la integridad y la rectitud de Keneruka. Si cometía un error, el viejo sacerdote no dudaba en hacérselo notar, libre de adulaciones cortesanas. Djoser consideraba que esa actitud era una gran cualidad, demasiado escasa en la corte.
Keneruka no había olvidado la época turbulenta en que casi la mitad de sus condiscípulos habían desertado del templo para unirse a las filas de los adoradores de Set-Baal, divinidad híbrida de la guerra y las tinieblas instaurada por Meren-Set. La reaparición de unas atrocidades idénticas a las que aquel dios había engendrado le hacía temer un regreso todavía más violento de aquel fanatismo ciego y asesino.
—Mi corazón está triste, mi señor Semuré. Pensaba que los tiempos malditos habían terminado para siempre. Estos crímenes odiosos me repugnan. Por desgracia, no podré serte de gran ayuda. En ningún momento he encontrado oposición por parte de mis hermanos, y puedo asegurarte que estos asesinatos les afligen tanto como a mí.
Semuré conocía suficientemente al anciano para saber que era sincero y que ya había realizado su propia investigación. Así pues, tenía que buscar en otra parte.
A decir verdad, nada podía explicar aquellos crímenes. En dos meses cinco niños habían hallado la muerte. Sin embargo, a diferencia de la época de Meren-Set, no habían asesinado a las madres. Se limitaban a secuestrar a los pequeños, que aparecían degollados unos días después. Desde el principio la investigación resultó frustrante. Moshem había puesto a sus mejores hombres tras diferentes pistas, pero ninguna dio frutos. Moshem y Semuré se habían desplazado en persona al antiguo templo maldito de Petom y penetrado en la vivienda de Hetta-Heri, que había pertenecido a la secta. Tanto en uno como en otro lugar no había más que ruinas. Tampoco nadie había mencionado apariciones del fantasma de Peribsen. Salvo el terrorífico ritual de la degollación, se habría podido creer que los asesinatos no tenían ninguna relación entre sí.
Teniendo en cuenta los alborotos provocados por los jóvenes nobles que se oponían a Djoser, Semuré sospechó que éstos pudieran estar involucrados en el regreso de la secta maldita. Moshem mandó vigilar sus casas y sus haciendas. Sin embargo, tras varios días de una investigación discreta y eficaz, no encontró nada que le permitiera establecer la menor relación entre los partidarios de Anjer-Nefer y los asesinatos de los niños.
—¿No podría tratarse de crímenes cometidos por un loco, o un fanático nostálgico de Meren-Set? —preguntó Semuré, desanimado.
—¡No lo creo! —respondió Moshem—. Aunque no parezca haber un vínculo entre ellos, salvo en el modo en que han sido perpetrados, los crímenes han sido cometidos en lugares alejados entre sí, y de una manera demasiado metódica para ser imputada a dementes. Estos asesinatos son obra de individuos organizados que persiguen un objetivo concreto. Por eso será más difícil desenmascararles. Como en aquella época, surgen en plena noche, atacan y desaparecen. Pero esta vez parece que ni siquiera existe un templo secreto. Se contentan con matar a los niños y abandonar sus cuerpos en el mismo lugar.
Semuré profirió un alarido de rabia.
—¿Qué clase de demonios pueden habitar en la mente de esos cerdos inmundos para cometer la infame cobardía de atacar a unos niños tan pequeños?
Inmaj le había dado dos hijos y dos hijas, la última de las cuales aún era un bebé. Por precaución había doblado la guardia que vigilaba su casa. Sabía que Moshem había hecho lo mismo con los cinco niños tenidos con Anjeri.
—¿Cuál puede ser su objetivo? —preguntó a su amigo.
—No estoy seguro, pero tengo una vaga idea. He podido constatar que la población del Bajo Egipto, donde se han cometido todos los crímenes, está muy exaltada. Los rumores circulan a la velocidad del viento, acusando a los guardias reales de no ser capaces de velar por la seguridad de los pueblos. Es imposible arrestar a los que siembran cizaña, y allí encuentran terreno abonado. No han olvidado el cordón sanitario que prohibía todo contacto entre el reino del Papiro y el del Loto durante la epidemia de la muerte negra. Mis hombres han oído decir cosas extrañas que, con palabras encubiertas, acusan al rey de favorecer al Alto Egipto y dejar a los habitantes del Delta bajo la amenaza de una nueva invasión de las Serpientes. Han vuelto a hablar del gesto de Tanis matando a una mujer para impedirle cruzar las líneas de soldados. Pero he constatado otra cosa.
—¿El qué?
—Quizá no tenga ninguna relación, pero todas las haciendas de los nobles que niegan su apoyo al rey están situadas en el Bajo Egipto. Y Tefir me ha señalado que algunos de ellos llevan cierto tiempo reclutando guardias.
—¡Por Horus! ¿Quieres decir que…?
—Es posible que se aprovechen del descontento de la población para formar milicias secretas. ¿Con qué objetivo, si no el de constituir una fuerza destinada a amenazar el poder real?
—Sería una locura. Esos descontentos no son más que un puñado. La gran mayoría de nobles apoya a Djoser. Ha sabido ofrecer a Kemit una gran prosperidad y no tienen ganas de verla comprometida por una guerra civil.
—En apariencia sí, pero el Horus (que viva eternamente) no ha dudado en limar las garras de los grandes señores. Estos parecen haber aceptado de buena gana el no poder seguir enriqueciéndose a costa de las tierras de los campesinos como antes, pero ¿cuántos de ellos son sinceros? Aunque no toman partido realmente, a algunos no les disgustaría ver formarse una fuerza capaz de debilitar la del rey.
—Por los dioses, ¿nos veremos obligados a investigar a todas las familias nobles? —dijo Semuré, exaltado.
—Primero tenemos que eliminar esta amenaza. Esas maniobras de descrédito, esos rumores malévolos casan perfectamente con la manera de actuar de Meren-Set. Me temo que todo esto forme parte de un nuevo complot destinado a derrocar al rey.
—Aunque esos majaderos formen sus propias milicias, no representan una fuerza suficiente para inquietar a la Casa de Armas y la Guardia Azul —replicó Semuré.
—Es cierto. ¡Pero hay otra!
—¿Cuál?
—El ejército invasor que actualmente está devastando el Levante. Solamente el rey Gilgamesh ha conseguido rechazarlo en Sumer, pero han invadido Akkad, la llanura del Hayarden y ahora amenazan Ebla. En el norte se han hecho con el este de Anatolia. Si nada les detiene antes, llegarán hasta aquí. Por ello debemos enviar una gran flota para apoyar a Biblos, así como liberar las ciudades del Levante con las que el rey firmó tratados de alianza. Es algo que parece evidente y, sin embargo, los partidarios de Anjer-Nefer se empeñan en rechazar la formación de esta flota. ¿Por qué, si no para debilitar a Kemit? Si están conchabados con los invasores, su papel podría consistir en preparar aquí, en el Bajo Egipto, una fuerza interior que facilitara la tarea del enemigo.
—¡Sería una traición execrable! —exclamó Semuré.
—Hay hombres dispuestos a todo para saciar sus ansias de poder y riqueza. Y además, si realmente Meren-Set es el instigador de este movimiento, habrán acallado sus remordimientos diciéndose que sirven la causa de un rey al que consideran legítimo.
Semuré permaneció un momento en silencio y luego murmuró:
—Tu hipótesis es consistente, amigo Moshem, pero me cuesta creerla. Meren-Set desapareció hace doce años. Si aún estuviera vivo, ¿por qué habría esperado tanto tiempo para fomentar este complot?
—Tenía que encontrar un aliado poderoso. No podía contar ya con los edomitas. Desde que el Horus los venció, los viajeros que se arriesgan por aquellos territorios para comerciar afirman que se mantienen tranquilos. Los Pueblos del Mar no son más que piratas imposibles de organizar. Solamente este invasor procedente de Asia respondía a la espera de Meren-Set.
Semuré vaciló un instante.
—Debemos hablar con el Horus —dijo—. Pero necesitaríamos más informaciones sobre esas milicias secretas.
—Nada más sencillo. Tefir y sus compañeros son consumados maestros en el arte del camuflaje. Pueden infiltrarse en ellas sin dificultad.
Varios días después, Semuré y Moshem entraban en el despacho de Djoser, que estaba en compañía de Tanis.
—Perdona a tus servidores, oh Luz de Egipto, pero tenemos graves noticias que comunicarte.
Moshem explicó los indicios que le habían llevado a sospechar que los nobles rebeldes estaban preparando poderosas milicias privadas.
—El fenómeno es más importante de lo que había imaginado, mi señor —concluyó—. Cada uno de los rebeldes dispone de un ejército de varios centenares de hombres que siguen un estricto entrenamiento y están dirigidos por ex soldados descontentos. Eso representa un ejército de casi seis mil hombres, y sus filas crecen cada día.
—Nosotros podemos oponerles seis o siete veces más —dijo Semuré—, pero ellos están reuniendo poco a poco las fuerzas del Bajo Egipto. Si no reaccionas de inmediato, corremos el riesgo de ver dividirse los Dos Reinos. Los invasores cruzarán el Delta como si fuera un paseo. Si Moshen no se equivoca, no sólo no les opondrá ninguna resistencia, sino que incluso puede aliarse con el enemigo para derrocarte más fácilmente.
—Así que Anjer-Nefer estaría conchabado con el enemigo —reflexionó Djoser—. No puedo creerlo. El y sus amigos son unos fulleros, pero ante todo son egipcios. En caso de invasión, lo perderían todo.
—A no ser que el instigador de la revuelta sea también egipcio —precisó Tanis—. Lo cual significaría que Meren-Set sigue vivo. Esta maniobra insidiosa encaja perfectamente con su forma de actuar.
Djoser guardó silencio. La crisis era más profunda de lo que pensaba. ¿Cómo reaccionar? No había ninguna ley que prohibiera a los nobles formar sus propios ejércitos para defender sus nomos contra los saqueadores del desierto. Hasta la fecha no podía reprochar nada a los partidarios de Anjer-Nefer, más que sus quejas por el envío de una flota de auxilio a Biblos. Tendrían que encontrar la prueba de un pacto con el enemigo exterior, pero hasta entonces no habían hallado nada. Sin embargo, si no lo atajaba inmediatamente, el movimiento tomaría tal amplitud que un enfrentamiento con aquellas milicias degeneraría en una guerra civil. El enemigo no tendría la menor dificultad en invadir un país desangrado por luchas internas. Tanis estaba en lo cierto: si Meren-Set había sobrevivido, había muchas posibilidades de que estuviera detrás de aquel complot.
—Pero no puedo mandar arrestar a Anjer-Nefer y sus amigos porque posean una milicia —dijo al fin—. Si los encarcelase, pondría en mi contra a todos los ricos propietarios. Me ha costado demasiado trabajo ganármelos.
—Tal vez haya otra solución —sugirió Tanis.
—¿Cuál?
—Tenemos que evitar a toda costa un enfrentamiento entre egipcios, y acallar esos rumores según los cuales tú no tratas tan bien a los habitantes del Delta. Si Moshem no se equivoca, si los asiáticos se disponen a invadirnos efectivamente y algunos nobles se han aliado con ellos, su papel es formar una fuerza destinada a contrarrestar la de la Casa de Armas y la Guardia Azul. ¿Cuáles son las razones que hacen que los hombres se enrolen en esas milicias?
—Tefir no ha detectado ninguna motivación religiosa fanática, como ocurrió en la época de Meren-Set —respondió Moshem—. Solamente el anzuelo de la ganancia atrae a esos individuos hacia los nobles. Éstos se han enriquecido ampliamente gracias a la nueva prosperidad del país y a algunas maniobras fraudulentas en detrimento de sus campesinos.
Tanis se volvió hacia Djoser.
—Así es como puedes atacarles: ¡con un control fiscal!
—Sigue.
—Me dijiste que, en contra de lo que habías exigido, algunos escribas poco escrupulosos les permitieron expoliar a muchos campesinos. Ahí tienes la manera de atrapar a la vez a tus enemigos y a los funcionarios corruptos. Pero, al mismo tiempo, debes imponer el envío de una poderosa flota a Biblos, y ofrecer a los guerreros que se alisten en esa flota el doble de salario del que les pagan los traidores. Este anuncio tiene que ser difundido ampliamente por el Bajo Egipto y, sobre todo, en sus haciendas. No cabe duda de que sus milicias sufrirán una gran hemorragia.
—Tengo la lista completa de las haciendas, oh mi reina —apuntó Moshem con entusiasmo—. Y sé cuánto pagan a esos soldados.
—Así ganarás un ejército ya constituido —prosiguió Tanis—, con los gastos de formación a cuenta de esos traidores. Y no corres el riesgo de contrariar a los demás nobles, muy al contrario. Y si Moshem se ha equivocado, si esos nobles no están conchabados con el enemigo, esta operación te permitirá al menos limpiar la administración fiscal de esos escribas deshonestos.
—De todas formas, el salario doble lo cubrirán las multas que les impongas —concluyó Semuré.
El rostro de Djoser se iluminó con una sonrisa. Una vez más, la gran complicidad que unía a sus amigos había dado sus frutos. Le pareció que retrocedía en el tiempo, a la época de la adolescencia cuando, en compañía de Tanis, Semuré y Pianti, elaboraban sus planes de caza. Aún hoy les animaba el mismo entusiasmo. Si bien Moshem no había vivido aquellas aventuras, se había integrado tanto en el círculo de sus allegados que parecía que siempre hubiera estado con ellos. Sólo faltaba Pianti. Ahuyentó la emoción que le embargó por unos instantes y dijo:
—Bien, no tengo nada que añadir. Actuaremos tal como habéis dicho. ¡Que así se escriba y se cumpla!
Varios días después la corte estaba reunida en torno al rey. Nadie había dado ninguna información sobre los motivos de aquella importante reunión que agrupaba a toda la nobleza del Bajo Egipto y de los nomos próximos al Alto Egipto, y en el salón del trono reinaba una gran animación. Tras observar a la ruidosa muchedumbre, Djoser exigió silencio y tomó la palabra.
—Las noticias que recibimos de Biblos son alarmantes. El invasor asiático amenaza Ebla. La ciudad todavía resiste, pero no por mucho tiempo. Luego le tocará a Biblos y después a Ashqelon. Debemos proteger los enclaves del Levante. Por todo ello he decidido enviar una flota de un centenar de naves para defender nuestros intereses. Cada una de ellas llevará doscientos guerreros. Sin embargo, no quiero dejar desguarnecida la Casa de Armas, por si, a pesar de todo, el enemigo llegase hasta Mennof-Ra. Así pues, voy a reclutar voluntarios pagados por el tesoro real. Su salario será doble incluyendo, además, una parte del botín apresado al enemigo.
—¡Es una locura! —exclamó Anjer-Nefer.
—¡Silencio! —gritó Djoser.
El hombre palideció. Jamás el rey había contestado en ese tono. Como las miradas de sus amigos convergían en él, respondió con desfachatez:
—Jamás consentiré en dejar mis propios territorios desguarnecidos para formar esa tropa.
Djoser le clavó la mirada y luego le señaló con el dedo.
—¡Anjer-Nefer, no olvides que Kemit pertenece al Horus, y que solamente él decreta lo que es bueno para los Dos Reinos!
—Pero…
—Se les hará esta oferta a los guerreros con los que has formado tu milicia. Como también se les hará a los soldados reclutados por tus amigos. Y a quienes deseen enrolarse no les podrás prohibir que lo hagan. En cuanto a ti, considero que he recibido demasiadas quejas de campesinos acusándote de haberlos expoliado en el momento de marcar los límites y en el ensilado. Ordeno, pues, que tus bienes sean sometidos a un riguroso control fiscal. Lo mismo se hará con todos los nobles sospechosos de haber cometido fraudes.
Djoser comunicó a continuación la lista de los señores afectados. Anjer-Nefer, impresionado, no supo qué contestar. Aquella lista les acusaba claramente a él y a sus amigos. Habría querido replicar, reaccionar, pero comprendió que no podía hacer nada. No cabía duda de que la mayoría de mercenarios desertarían de su hacienda para incorporarse al ejército real. Balanceó los brazos, como si fuera a decir algo, pero se hundió en su asiento, derrotado. Djoser tuvo en ese momento la confirmación de que existía otro jefe detrás de aquel títere. Anjer-Nefer hablaba alto y fuerte, pero perdía muy rápidamente sus recursos en cuanto alguien se mostraba inflexible con él.
Pero Tanis no se había equivocado: la gran mayoría de la nobleza, aliviada por no estar incluida en el decreto, se alegró interiormente y aprobó calurosamente la decisión del Horus.
El reclutamiento, preparado con eficacia por Moshem y Semuré, dio sus frutos enseguida. Varios capitanes recorrieron el país del Papiro pregonando la oferta real, que tuvo el éxito esperado. En pocos días, las milicias secretas se desintegraron en beneficio de la Casa de Armas. Paralelamente, Ho-Hetep, el director de los Graneros, envió a cada una de las haciendas un ejército de celosos escribas que examinaron escrupulosamente los rollos contables. Las explosiones de ira y las amenazas de los nobles enfurecidos no minaron la entereza de los funcionarios. Algunos incluso recibieron propuestas de arreglos amistosos, que rechazaron tajantemente antes de referirlos a Ho-Hetep. Éste los había elegido por su integridad tanto como por su obstinación.
Curiosamente, los crímenes cometidos contra niños cesaron. Sin duda la intimidante presencia militar en el Delta tuvo mucho que ver en ello.
El éxito de la operación superó con creces las esperanzas de Djoser. El ejército quedó formado más deprisa de lo que había pensado. Pero no por ello estaba todo ganado. Una vez más, el espectro de Meren-Set se alzaba ante él. Pero ¿cómo podía estar seguro? Y si era así, ¿dónde se encontraba en esos momentos?