Tras pasar la noche en Kalisté, Seschi y sus compañeros se pusieron en marcha guiados por Cleioné. El sendero que llevaba a Emria, trazado también sobre antiguos caminos de cabra, era más ancho que el del puerto. Serpenteaba en medio de una sucesión de accidentadas y rocosas colinas, en cuyas laderas los pastores habían construido sus cabañas. Asnos medio salvajes huían al verlos acercarse. En algunos lugares descubrieron con sorpresa unas rudimentarias viñas que producían el vino ligero que habían bebido la víspera.
Durante la noche el aitumi había arreciado, transportando olores singulares. Sus bruscas ráfagas cortaban a veces la respiración. Al frotarse con las asperezas del relieve, producía un mugido permanente, al que los isleños no prestaban ya atención pero que impresionó a los viajeros. Neserjet, bastante intranquila, creyó reconocer el furioso aullido del jamsín sobre el Amenti. ¿Tal vez aquel extraño lugar albergara también sus propios demonios? Envidiaba a Jirá que, como de costumbre, se negaba a creer en la presencia de espíritus malévolos. Seschi, por su parte, no veía más que la extraordinaria belleza del panorama. Para él, los demonios no existían, sencillamente porque no pensaba jamás en ellos. No eran sino personajes de leyenda, cuyo único fin era asustar a los niños. ¿Cómo podía un hombre razonable imaginar que aquel mundo magnífico ocultase invisibles criaturas infernales?
Neserjet habría querido deslizarse a su lado, pero la chica de Terá no se apartaba de él ni un momento. Ni siquiera sentía celos: estaba acostumbrada a aquellas aventuras y, además, sabía que ese defecto habría bastado para que el príncipe huyera. Aria lo había vivido en carne propia. Deseaba con toda su alma que la considerase como una mujer y no como una hermana, aún a costa de compartirlo con otra.
Pero de momento Seschi sólo tenía ojos para aquella Cleioné. Neserjet tenía que admitir que, además de su belleza, tenía mucho encanto. Envidiaba su seguridad. Seschi le había hablado del viaje que había realizado para regresar a su isla. Curiosamente, aunque Cleioné la mantuviera involuntariamente separada de Seschi, no conseguía enfadarse con ella. Su belleza, su risa, su actitud orgullosa e independiente la seducían, cosa que no había sucedido con Aria. Esta siempre le había parecido una niña caprichosa a la que nunca le habían negado nada. Cleioné desprendía un aura de serena fuerza, inusual en una mujer tan joven, y una gran generosidad. Neserjet no podía evitar sentir simpatía hacia ella. Y además estaba aquel viento incesante, aturdidor, que pegaba la ropa a la piel, que acariciaba, que arañaba, que a veces despertaba turbios deseos en lo más profundo de su vientre.
Poco a poco el paisaje fue cambiando. Los árboles dieron paso a una escasa vegetación de arbustos y una hierba rala que crecía en un suelo negro que recordaba el de las playas. De pronto, tras ascender por una abrupta cuesta, descubrieron un magnífico e inquietante espectáculo. A unas dos millas delante, prolongando la cresta rocosa que bordeaba la isla por el norte, se alzaba una gigantesca montaña, de forma vagamente cónica, cuya cumbre estaba coronada por una espesa capa de nubes en movimiento.
—¡Por Horus! —murmuró Seschi.
—Ésa es Terá, la Dama de Fuego —explicó Cleioné.
Ni los egipcios ni los chipriotas habían contemplado nunca semejante fenómeno. El coloso debía de superar a las más altas montañas de isla Blanca. Cleioné asistió, divertida, a la estupefacción, mezclada con miedo, de los visitantes. El volcán siempre había formado parte de su vida. Los habitantes de la isla temían su ira, pero les fascinaba, hasta tal punto que les era difícil vivir en otra parte. Sus cenizas fertilizaban la tierra y, sobre todo, les protegía alimentando en torno a Terá una desconfianza que disuadía a los saqueadores. A menudo la tierra temblaba y la montaña escupía fuego. Solamente los más audaces se atrevían de vez en cuando a pisar su suelo.
Siguiendo a la joven que se había adentrado resueltamente en las estribaciones del volcán, la pequeña columna lo rodeó por el sur, siguiendo un sendero apenas trazado que se aventuraba por un paisaje caótico, arañado de grietas y salpicado de puntos de agua donde crecían arbustos enclenques y matorrales de espinos. Una hierba amarillenta y seca se iluminaba aquí y allá con flores de vivos colores que el viento tumbaba entre las rocas. Hubiérase dicho que una mano de gigante había aplastado el paisaje. Más abajo se extendía el mar azul, que se mostraba al pie del coloso en una multitud de pequeñas ensenadas ribeteadas de vegetación. Contra lo que cabría esperar, en aquel lugar vivía gente. Al otro lado de un promontorio apareció un pueblo.
—Eso es Emria —dijo Cleioné—. Ahí viven los joyeros.
El lugar resultó sorprendente, y más poblado de lo que habían podido imaginar en un principio. Si bien el número de casas de piedra era pequeño, observaron que la mayoría estaban empotradas en la ladera del volcán, cuya piedra ligera y esponjosa era fácil de trabajar. Unas estrechas aberturas permitían penetrar en ellas. Las entradas estaban herméticamente cerradas con puertas macizas, forradas con gruesas capas de piel. Seschi se preguntó contra qué enemigo se protegían los lugareños de aquel modo.
El jefe del pueblo, Marano, los acogió con circunspección, pero la presencia de Cleioné lo tranquilizó. Él mismo se ofreció a guiarlos en su visita al lugar. Toda la actividad del pueblo giraba en torno a la metalurgia. La plata no era el único metal que trabajaban los artesanos. Conocían también el cobre y el oro, así como otros metales desconocidos, algunos de los cuales sólo podían ser modelados a golpe de martillo. Ningún fuego era bastante fuerte para fundirlos. Otros, por el contrario, como el estaño o el plomo, se licuaban a baja temperatura. El trabajo de los metales constituía la especialidad de los emrios, hasta tal punto que los marinos venían de lejos para comprarles armas y joyas. Con la piel ennegrecida por el fuego de las fraguas y el sol, aquellos metalúrgicos eran individuos taciturnos, a quienes no gustaba mucho relacionarse con los extranjeros, englobando en esta denominación a cuantos no pertenecían al pueblo. Por lo tanto, no apreciaban que les invadieran el territorio. Cuando Seschi y sus compañeros visitaron sus talleres subterráneos en compañía de Marano, apenas respondieron a sus saludos. ¿Qué necesidad tenían los egipcios de subir hasta Emria para visitarles? Los de Kalisté se encargaban de los intercambios comerciales. No tenían nada que hacer tan cerca de la Dama de Fuego. Pero se guardaron los reproches para sí, pues quien conducía a los extranjeros era la hermosísima Cleioné, y siempre era un placer contemplarla.
Ante su aspecto mugriento y rudo y sus ojos brillantes por el fuego de los crisoles, Neserjet se creyó perdida en una de esas grutas de las que hablan las leyendas, que afirman que los metales son creados por seres deformes que habitan en las entrañas de la tierra.
Sin embargo, poco a poco los refunfuñones metalúrgicos se relajaron ante el buen humor de Seschi. El desdichado Tefris tuvo que echar mano de todos sus conocimientos lingüísticos para traducir sus innumerables preguntas. Para terminar, negociaron el trueque de joyas por muestras de mineral. Pero, tal como había predicho Balazar, los emrios no deseaban desprenderse de la plata que poseían y que precisaban para elaborar sus joyas. Marano confirmó a Seschi que conseguían el metal comprándolo a comerciantes procedentes de Cilicia. Así pues, tendría que ir hasta allí.
Poco después, Cleioné se llevó a Seschi aparte.
—Te prometí enseñarte algo sorprendente. ¿Te gustaría ver a la Dama de Fuego más de cerca? Es un espectáculo que merece la pena.
El joven dudó. A la diosa podía no hacerle gracia la visita de un extranjero. Pero su curiosidad natural le impelía a aceptar, y así lo hizo.
—Tendremos que salir mañana al amanecer —precisó Cleioné—. La cumbre no está muy lejos, pero la ascensión es difícil.
Seschi propuso a sus compañeros que les acompañaran, pero éstos rechazaron el ofrecimiento. La Dama de Fuego les intimidaba.
Al día siguiente, cuando apenas despuntaba el día, Cleioné y Seschi se pusieron en marcha. A pesar de la temprana hora, en las grutas resonaba ya el repiqueteo de los martillos y el fragor de los fuegos. En cuanto salieron de la pequeña ciudad troglodita, inundó sus pulmones un fuerte viento cargado de aromas marinos y del indefinible olor acre ya percibido en Kalisté. En Emria parecía más persistente. Un sol rasante cincelaba el relieve lunar con fabulosos contrastes de luces azules, rosas y malvas. El rumor de las olas estrellándose contra la orilla, lejos, al fondo del acantilado, componía, con el silbido del viento omnipresente y los chillidos de los pájaros, una sinfonía singular, como el canto de la propia montaña.
Cleioné ascendía por la pendiente rocosa con la agilidad de un cabritillo. Seschi, por el contrario, la seguía maldiciendo las afiladas rocas que le lastimaban los pies. Casi nunca, desde su más tierna edad, había usado zapatos, al igual que todos los egipcios. En las plantas se le había formado una dura callosidad que le permitía no llevarlos. Por orgullo, había rechazado el sólido calzado que la muchacha le ofreció.
—Con mis sandalias tengo bastante —había respondido.
No había recorrido ni media milla cuando se decidió a ponerse sus sandalias egipcias. En realidad, aquello no arregló mucho las cosas. Le hacían caminar más despacio; a veces los cortantes guijarros le lastimaban, y tenía que recurrir a todo su amor propio para no quejarse. Cleioné se divertía con su desasosiego. Como conocía bien el lugar, se había puesto unos zapatos cerrados, confeccionados con piel de cabra y con una gruesa suela de cuero. Apiadándose al fin de Seschi, sacó un par de zapatos de la bolsa que llevaba en bandolera y se los ofreció.
—Aquí tus sandalias no te serán de utilidad. Ponte éstos. Deberían ser de tu talla.
Él se lo agradeció con un gruñido. Tuvo que reconocer, sin embargo, que los zapatos le protegían eficazmente. Aunque representaban un peso suplementario, caminó mucho más deprisa.
Cuanto más ascendían, más grandioso se tornaba el paisaje. Poco a poco, los arbustos y la hierba rala dejaron paso a musgos secos y líquenes agostados. Más adelante la vegetación desaparecía por completo, dejando al descubierto sólo la roca desnuda, que ofrecía toda una gama de grises y marrones tenues. La corona de bruma que ceñía la cumbre de la montaña sagrada estaba ribeteaba de oro y rosa por los rayos del sol naciente. Hacia abajo seguía dominando el verde esmeralda de los bosques aferrados a las laderas de la isla, que formaban como un manto en movimiento, ondulante bajo los violentos asaltos del aitumi. Hacia el este, la cresta montañosa que iba a morir en las estribaciones del volcán se adornaba con contrastes deslumbrantes, alternando cañadas, todavía sumidas en las tinieblas azules, con festones rocosos iluminados por una luz de un ocre irreal. La incomparable belleza del lugar sedujo a Seschi. Aquella isla poseía algo mágico. Inquietante, atrayente, fascinante, peligrosa, una divinidad misteriosa reinaba en Terá, a la que había dado su nombre.
Jadeando alcanzó a Cleioné, que le esperaba más arriba, erguida sobre una gran roca. Lo contemplaba con un destello en los ojos, encantada de compartir con él aquel espectáculo inolvidable. Saltó de su observatorio, lo cogió de la mano y lo arrastró aún más arriba, hacia la cumbre perdida entre la bruma. Pronto la luminosidad rasante del sol no fue más que un recuerdo, un resplandor incierto por oriente que difundía una luz diáfana sobre la roca negra. La espesa niebla sofocaba los sonidos lejanos, el estruendo de las olas en la costa, los graznidos de las aves marinas. El viento de las islas se insinuaba entre las enormes masas rocosas, levantando torbellinos de bruma y polvo, desvelando en algunos puntos unas extrañas perspectivas que ocultaba un momento después. Hubiérase dicho que el mundo entero estaba en movimiento. Un rugido extraño les retumbaba en el pecho.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó con cierta inquietud.
—Es la voz de Terá —respondió Cleioné.
Un malestar indefinible se apoderó de Seschi. En varios puntos del suelo dejaba escapar misteriosas fumarolas, como si el fuego se estuviera incubando justo debajo. De pronto el gruñido se intensificó. Al mismo tiempo, una violenta vibración hizo temblar la roca bajo sus pies, haciéndoles perder el equilibrio.
—¿Qué ocurre? —preguntó, nervioso.
—¡No temas! Sucede a menudo en la isla.
Él no contestó, pero sintió que la voz de su compañera ya no era tan firme. Sin embargo, estaba demasiado orgullosa de enseñarle a su diosa como para dar marcha atrás. El espeso olor se les pegaba a la garganta. Un acceso de tos sacudió al joven.
—Puede que no sea prudente seguir adelante —masculló Seschi lagrimeando.
—Aún no has visto nada —se obstinó ella—. Ya casi hemos llegado.
La temperatura, que había disminuido a medida que ascendían por la pendiente del volcán, subió bruscamente. Por fin llegaron a una especie de plataforma estrecha, bordeada de una puntilla rocosa que se abría sobre un abismo impresionante. Tirando a Seschi de la mano, Cleioné le invitó a acercarse al borde. No muy tranquilo él descubrió un panorama inimaginable. Casi bajo sus pies se abría una inmensa boca de al menos mil codos de ancho y quinientos de profundidad. Las tortuosas pendientes presentaban un caos de rocas desprendidas, rotas, hasta hundirse en una especie de lago rugiente. De él brotaban geiseres de lava que salpicaban las orillas negras y grises, que a su vez se estremecían bajo el efecto de corrientes internas. A veces, la superficie de estas orillas reventaba y aparecía un magma rojizo que dejaba escapar tornados de fumarolas incandescentes. Fascinado, Seschi no podía apartar la mirada. Cleioné se abrazó a él.
—Hace mucho tiempo —explicó la joven— aquí se realizaban sacrificios humanos para apaciguar la ira de la diosa. Una muchacha descendía por el cráter y caminaba hasta el lago. Llevaba los mensajes que el sacerdote le había dado para Terá.
—¿Cómo podía aceptar lanzarse voluntariamente a este lago de fuego?
—Le hacían beber unas hierbas que orientaban su voluntad hacia la diosa.
Él se quedó pensativo.
—Es extraño —dijo al fin—. Antaño, en los Dos Reinos también se llevaban a cabo este tipo de inmolaciones. Una secta maldita intentó reintroducirlas hace poco. Yo mismo estuve a punto de ser una de sus víctimas. En Creta vencí a un monstruo al que todos los años se le sacrificaban vidas humanas. Mi madre me contó que en el transcurso de sus viajes había conocido pueblos que realizaban también estos atroces rituales. Creo que estas ofrendas macabras reflejan el terror que los dioses inspiran a los hombres. Pero es una estupidez. Las verdaderas divinidades no pueden exigir que nos sacrifiquemos por ellas, puesto que nos han dado la vida. Pienso, por el contrario, que la mejor manera de honrarlas es sacar el máximo provecho de esta vida.
Una brusca explosión en el fondo del cráter le interrumpió. A pesar del calor, Cleioné tembló de la cabeza a los pies. De repente parecía muy nerviosa.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Nada. Pero me parece que el lago de fuego no era tan grande la última vez que vine.
—Y eso… ¿qué significa?
—No lo sé.
Una nueva erupción de lava brotó del lago, saliendo despedidos trozos de roca en fusión hasta media altura del cráter. El viento arremolinado les llevó una onda de calor casi ardiente. Seschi retrocedió con temor.
—¿Estás segura de que a Terá le gusta nuestra visita? —gruñó.
—Quería rendirle homenaje antes de irme de la isla. He venido aquí muchas veces sola. Nunca me ocurrió nada.
Sobre ellos cayeron volutas de humo. Empezaron a toser.
—Tal vez deberíamos irnos —sugirió Seschi—. Este lugar me intimida.
—De acuerdo. Pero antes bajaremos hasta el mar. Tengo que enseñarte otra cosa.
Lo cogió de la mano y lo condujo hasta una pendiente de piedras desprendidas y se lanzó por ella con entusiasmo. Con sus brincos provocaron pequeñas avalanchas de piedras que rodaban cuesta abajo. Enseguida llegaron al punto donde empezaba la vegetación, y luego siguieron bajando las laderas del volcán hasta la costa. Después de cruzar un bosque salpicado de encinas, acacias y pinos laricios, llegaron a una pequeña bahía resguardada, provista de una playa de arena negra. El lugar estaba completamente desierto.
Cleioné se quitó toda su ropa e invitó a Seschi a hacer lo mismo. Antes de que éste hubiera terminado, la joven echó a correr hacia el agua y se zambulló. Seschi se lanzó tras ella. Después de fingir escaparse varias veces, Cleioné se dejó atrapar. Sus bocas se unieron, sus cuerpos se hicieron dóciles…
Pese a la fatiga causada por la expedición, no habían perdido todas sus energías, y pudieron seguir retozando hasta bien entrada la tarde. Agotados, se durmieron al fin, acunados por el suave vaivén de las olas sobre la arena negra.
Cuando despertaron, el sol estaba muy bajo en el horizonte. Seschi se incorporó sobre un codo y contempló a su compañera. Pocas veces había conocido a una mujer tan bien formada. No tenía, como muchas egipcias, aquellas desagradables adiposidades debidas a las golosinas. Sus piernas eran largas, de músculos firmes y delicadamente marcados. Sus senos redondos eran altos y armoniosas las curvas de su vientre y sus caderas. Su piel, curtida por el viento de las islas, tenía un matiz más claro que el suyo, y era suave y sedosa al tacto. Su rostro reflejaba una belleza perfecta, subrayada por el azul claro de sus ojos. Nunca antes había visto una cabellera de aquel color. Una ola dorada que se le derramaba por los hombros y descendía hasta la cintura. Se inclinó sobre sus labios y le dio un cálido beso que ella le devolvió.
—Mi compañero Tash’Kor afirma que una diosa reina en su isla, Chipre. Su nombre es Cipris. Ahora que te conozco estoy seguro de que debe de parecerse a ti.
Cleioné le sonrió y le tendió los brazos.
—Me siento dichoso —dijo él entre susurros.
—¿Qué harás conmigo? No soy más que una mujer de las islas. No soy noble.
—¿Y qué importa eso? Deseo que estés junto a mí. Jamás me había sentido tan bien con una mujer.
Le costaba hablar. Era la primera vez que pronunciaba aquellas palabras. Él mismo se sorprendió de su sinceridad. Muchas chicas habían dormido en sus brazos, pero ninguna había despertado en él tal sensación de plenitud y tal deseo. No era solamente la atracción sensual que había sentido por muchas compañeras de paso. Desde su primera experiencia con una joven esclava cuando aún no había cumplido los catorce años, había descubierto que le encantaban las mujeres. Todas eran diferentes, y recordaba a cada una de ellas con gratitud. Al contrario de la mayoría de hombres, que sólo pensaban en saciar sus deseos, él había entendido desde muy joven que a las mujeres les gusta dar placer a poco que el hombre sepa mostrarse atento. Ya fueran hijas de nobles o de campesinos, él las trataba a todas con el mismo respeto, y había vivido todas sus relaciones con intensidad y pasión. Su ternura, generosidad y buen humor hacían que ellas no pudieran guardarle rencor cuando pronto se interesaba por otra. Por todo ello, hasta ahora ninguna había sabido resistírsele. Pero él nunca se había atado a ninguna.
Con Cleioné experimentaba un sentimiento nuevo. Su cuerpo atraía, pero sobre todo le seducía su personalidad y su espíritu independiente. Se sentía en armonía con ella. Se besaron de nuevo. El deseo empezaba a renacer en sus cuerpos cuando un rugido sordo les devolvió a la realidad. Un instante después una vibración sacudió el suelo. A lo lejos, en la ladera de la montaña, algunas rocas se desprendieron y cayeron abajo rodando. De entre los árboles surgieron bandadas de pájaros que se desplegaron por el cielo crepuscular como tapices vivos y chillones. Luego el temblor cesó.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
Cleioné sonrió al ver su intranquilidad.
—¡No te preocupes! Aquí esto sucede a menudo.
—¿Es peligroso?
—¡No! —Vaciló un instante, luego su sonrisa se borró y añadió—. Bueno, normalmente no. La Dama de Fuego no ha manifestado su cólera desde antes de que yo naciera. ¿Por qué iba a hacerlo hoy?
—¿Qué ocurrió antes de que nacieras?
—Más vale no evocar las cosas malas —replicó ella con nerviosismo—. Eso podría provocarlas. —Se incorporó y lanzó una mirada ansiosa hacia la cumbre de la montaña—. Deberíamos regresar —añadió.
Se pusieron en marcha sin decir palabra. El sol iluminaba la corona de nubes del volcán con un resplandor rojo deslumbrante. Tímidamente, los pájaros volvieron a posarse entre las ramas. La extraordinaria luz que bañaba Terá en el cielo crepuscular debería haber emocionado a Seschi. Pero ahora no la veía. A pesar de los esfuerzos que Cleioné hacía para disimular su preocupación, Seschi la notaba perfectamente.
Contempló la cumbre de la montaña. Todo parecía en calma. Sin embargo, persistía el malestar que se había apoderado de él durante el leve temblor de tierra.