Capítulo 42

Como si hubieran querido hacer olvidar la cólera padecida por los navegantes tres meses atrás, los dioses del Gran Verde se mostraban especialmente clementes desde que las dos embarcaciones habían salido de Creta. Neserjet tenía buenos motivos para sentirse satisfecha: a pesar de los gritos y lloros de la muchacha, Seschi había devuelto a Aria a su padre. Los ataques de celos de la damisela habían terminando por cansarle y había apresurado el momento de su partida. Radamante, fastidiado, había acogido de nuevo a su heredera, preguntándose a qué príncipe de carácter lo bastante dócil se la podría endilgar. Lamentaba que Seschi se fuera, pues lo admiraba y se había encariñado con él.

Había concedido a la reina Pasífae el asilo que le había solicitado. Debido a las alarmantes noticias transmitidas por los viajeros, la reina no se había atrevido a regresar a Kitonia. Habían hallado el cadáver calcinado y destripado del siniestro Galiel, y su brazo derecho, el cruel Moroj, había querido imponer su dominio. Pero otros señores aspiraban también a suceder al infame rey, por lo que había estallado una auténtica guerra civil. Ante aquel marasmo, Pasífae había preferido quedarse en la seguridad de la corte de Radamante. Para los kitonios, ella siempre sería la madre del Minotauro, la mujer licenciosa que había copulado con un toro. Jamás podría convencerles de la verdad.

Desde que habían zarpado, Seschi pasaba mucho tiempo con Neserjet. Si bien seguía sin manifestar la intención de aceptarla en su lecho, lo cual ella no se atrevía a esperar, sí le hablaba de aquel viaje con su entusiasmo habitual, y compartía con ella sus reflexiones sobre unos y otros, sobre las aventuras por las que habían pasado. Ella lo escuchaba embelesada. Había en él una mezcla de ingenuidad debida a su juventud y una sabiduría innata basada en un sólido sentido común. Pese a sus dieciocho años, poseía alma de jefe, apoyada en un espíritu justo y generoso heredado de su padre. Jerseti, que lo había formado en el arte de la guerra y el combate, le había enseñado una lección que él tenía grabada en la memoria: «No olvides nunca que el hombre necesita ser tratado con dignidad. Un gran jefe no desprecia a sus soldados. Si quieres que te respeten y te concedan su confianza, debes respetarlos tú también y saber escucharlos».

A Seschi no le había costado ningún esfuerzo retener esa información. Poseía una cualidad extremadamente rara en un joven de su edad: sabía escuchar las enseñanzas de los mayores y las tenía en cuenta. Su estatus de príncipe de sangre no se le había subido a la cabeza. El mismo Djoser había inculcado en sus hijos la humildad. Los hombres, decía, no eran nada al lado de los dioses que reinaban en el mundo, y creerse importante era tanto como insultarles. Con él habían aprendido a respetar hasta al más humilde habitante de Kemit, pues, por modesto que fuera, su trabajo resultaba útil para todos.

Sus guerreros no se habían equivocado al confiar en él ciegamente. Los más veteranos habían seguido a Djoser en sus campañas, y en su hijo volvían a hallar sus grandes cualidades. Tranquilizaba a todos con su lucidez y arrojo, y seducía por su generosidad y su amor desmedido por la vida. Su curiosidad era insaciable y se apasionaba por todo cuanto descubría. El pobre Tefris a duras penas podía traducir las incesantes preguntas que el joven le hacía a Lokos, el marino armenio que se había ofrecido a conducirles hasta las islas.

Viajar en su barco era una delicia para la pequeña Neserjet. Ahí donde los marineros, inquietos, temían la aparición de terribles monstruos, ella no veía más que la alegre danza de los delfines que saltaban delante del barco o los graciosos peces voladores que atravesaban las olas cual flechas de plata.

Neserjet sabía que, en cuanto llegase a tierra, se quedaría con la primera chica guapa que le gustase, pero que mientras estuviesen embarcados ninguna se lo podría quitar. Taina no era un peligro. No había querido volver a bordo del Corazón de Cipris. Los chipriotas seguían rechazándola, y había preferido quedarse con los egipcios. Seschi la ignoraba totalmente. Aquella indiferencia confundía a Neserjet, pues Taina poseía un cuerpo soberbio y desprendía una sensualidad que le envidiaba. Pero, desde luego, no concebía quejarse.

Los dos barcos navegaban a corta distancia uno del otro. Jirá, naturalmente, viajaba en la nave chipriota. Tash’Kor había manifestado la intención de seguir a Seschi, esperando, no sin razón, compartir con él sus agitadas aventuras. Además, deseaba regresar a Mennof-Ra para implorar la clemencia del Horus y pedirle la mano de su hija. Seschi le había asegurado que contaría con su apoyo.

Dos días después de haber zarpado de Armeni, las naves avistaron una montañosa isla llamada Terá. A diferencia de Creta, a ésta habrían podido bautizarla como isla Negra, debido al color oscuro de sus costas, que presentaban un extraño tinte antracita.

—Allí está el puerto de Kalisté —explicó Lokos—. Es la ciudad más importante de la isla.

Seschi observó el lugar. El «puerto» era, en realidad, una ensenada ribeteada de algunas toscas barracas destinadas a almacenar mercancías. Un poco más arriba, en la playa, las mujeres de los pescadores ponían el pescado a secar. Una luminosidad azulada inundaba la isla, acentuando los contrastes de colores: el verde de la vegetación, el negro de las playas, los matices grises y ocre de los acantilados orientales. Hacia el oeste se alzaba una cresta elevada y escarpada que conducía hacia una montaña lejana cuya cumbre se perdía entre una espesa bruma. Los dos barcos tuvieron que fondear a cierta distancia de la orilla. En cuanto iniciaron las maniobras para acostar, las mujeres salieron huyendo, seguidas por sus asustados hijos.

Seschi intentó hacerles saber sus intenciones pacíficas, pero fue en vano. Cuando pisó la playa negra, ya no quedaba nadie. Un agresivo olor, que provenía de los encañados donde se secaba el pescado, le anegó el olfato. Buscó alguna vivienda, pero, aparte de los almacenes, no distinguió ninguna.

—¿Dónde estará el pueblo? —preguntó extrañada Jirá, que se había unido a él junto con los gemelos.

Lokos explicó:

—Está más arriba, en la pendiente del acantilado, princesa. Como en isla Blanca, los lugareños temen los ataques de los Pueblos del Mar. De vez en cuando aparecen guerreros que atacan y saquean las aldeas. Capturan a las mujeres y los niños, a veces también a los hombres jóvenes para convertirlos en esclavos. En estas islas no hay ninguna población instalada en la costa.

—Creo que les entiendo —masculló Tash’Kor.

—No venimos como enemigos —replicó Seschi—. ¿Puedes comunicar a los habitantes que solamente deseamos comprarles su metal plateado?

—Sí, mi señor. Bastará con que una pequeña delegación vaya hasta su pueblo. Así verán que tus intenciones son pacíficas.

Más tarde, Seschi salía del puerto en dirección a Kalisté. Además de una docena de guerreros, sólo llevaba consigo a Tash’Kor, Jirá y Neserjet, que había insistido en ir con ellos. Lokos, el único que hablaba la lengua de las islas, les acompañaba.

El camino que conducía al pueblo era un tortuoso sendero, apenas suficientemente ancho para dejar pasar un asno. Adaptándose a los caprichos del relieve, resiguiendo las crestas rocosas, se elevaba por una abrupta pendiente hacia una plataforma caótica en la que estaba establecida la pequeña ciudad. Tras varios días de calma, el aitumi había vuelto a soplar a sus anchas. Traía, además de los aromas yodados del mar, perfumes de aceituna, tomillo y hierbas silvestres. A veces también transportaba un fuerte olor acre que nada tenía que ver con la vegetación y se pegaba a la garganta.

—¿De dónde viene esta peste? —exclamó Tash’Kor tras un acceso de tos.

Lokos palideció y respondió:

—No debes hablar así, mi señor. Podrías disgustar a la diosa Terá que reina sobre la isla.

—¿Quién es Terá? —preguntó Seschi, intrigado.

—La Dama de Fuego. Los habitantes de aquí la veneran, pues les concede abundancia y seguridad. No toleran que se la ofenda.

En dos ocasiones vieron a unos niños guardando los rebaños de cabras que vagaban por los escarpados flancos de las colinas. Distinguieron también, en lo alto del acantilado, algunos asnos conducidos por hombres de ropas oscuras que los observaron con inquietud.

Por fin, tras un penoso ascenso, Seschi y sus compañeros llegaron al pueblo. Éste era más grande de lo que habían podido imaginar desde el puerto. Un grupo de hombres armados les estaba esperando, comandado por un anciano de mirada recelosa. Detrás había una muchedumbre dividida entre la curiosidad y la angustia. Seschi hizo una breve reverencia y se dirigió al patriarca. El pescador tradujo laboriosamente sus palabras.

—Te saludo, anciano. Me llamo Nefer-Sechem-Ptah, hijo del rey de Kemit. Que el temor abandone tu espíritu. No he venido como enemigo sino como negociante. El metal blanco con que tu pueblo fabrica objetos y joyas me interesa, pues tiene para mi gente un gran significado religioso. Estoy dispuesto a pagarte un buen precio.

El patriarca esperó a que el marino hubiera traducido sus palabras. Luego, movió la cabeza y respondió con voz desafiante:

—Si tus intenciones son verdaderamente pacíficas, sé bienvenido, príncipe de Kemit. Me llamo Balazar y soy jefe del consejo de sabios de Kalisté. Aquí no tenemos rey. Me habría gustado complacerte, pero no podré proporcionarte una gran cantidad de ese metal que deseas. No tenemos mucho. Nosotros lo adquirimos de los navegantes procedentes de un gran país situado hacia el sol naciente. Por desgracia no sabemos cómo llegar hasta él.

Seschi suspiró. Llevarle a su padre el metal precioso no sería tan fácil como había pensado. Pero no estaba en su naturaleza el desanimarse. Sin duda los dioses acudirían en su auxilio.

Entonces una muchacha avanzó hacia él. El rostro de Seschi se iluminó. Pocas veces había visto una belleza tan deslumbrante. Iba vestida con una corta túnica de tosco lino, que dejaba al descubierto unas largas piernas de gacela. Una espesa melena color cobre flotaba libremente sobre sus hombros desnudos, posándose sobre dos senos de curvas perfectas. Sus ojos brillaban con un azul de aguamarina, como dos joyas. El joven príncipe quedó instantáneamente seducido. Neserjet suspiró con resignación.

La joven susurró unas palabras al oído del anciano, que hizo una mueca de sorpresa. A continuación se dirigió de nuevo a Seschi.

—Naturalmente, si deseas permanecer unos días en Terá, los kalisteos te acogerán con sumo placer.

Seschi se asombró. Tras la intervención de la desconocida, en la voz del anciano había desaparecido todo rastro de desconfianza.

—Te agradezco tu hospitalidad, Balazar —respondió—. En efecto, desearíamos renovar nuestras provisiones de agua dulce y comprarte víveres.

Le habría gustado saber el motivo de aquella repentina amabilidad, pero la muchacha se había apartado discretamente.

—Eso sí que es un cambio brusco —dijo Tash’Kor—. Sin la intervención de esa chica, tal vez se habrían negado a abastecernos. Me pregunto qué le habrá dicho.

—Desde luego, tengo la intención de preguntárselo —contestó Seschi con una sonrisa capciosa.

La explicación no se hizo esperar. Después de dar las órdenes oportunas a Jerseti, Seschi deambuló por el pueblo, esperando encontrarse con la desconocida. Fue ella misma la que se presentó ante él y le habló en un egipcio más que aceptable.

—Me siento dichosa de recibirte en Kalisté, príncipe Nefer-Sechem-Ptah. Me llamo Cleioné.

Seschi, estupefacto, tardó unos instantes en contestar.

—Supongo que debo darte las gracias, Cleioné. Balazar ha cambiado de actitud después de que tú le hablaras. ¿Puedo saber qué le has dicho?

—Le he confirmado que eras, en efecto, el hijo del Horus Neteri-Jet y que venías en son de paz.

—¿Cómo podías estar tan segura? ¿Y cómo es que hablas tan bien mi lengua?

La joven se echó a reír y se cogió del brazo de Seschi con toda familiaridad.

—Viví en Mennof-Ra de pequeña. Un barco pirata me había secuestrado, a mí y mis dos hermanas. Nos vendieron a un rico negociante. Era muy joven todavía. Mi amo, Nebejet, era un buen hombre. Nos había comprado para hacer compañía a su hija Anjeri. Era muy dulce. Fue ella quien me enseñó a hablar egipcio. Nebejet y su hija gozaban del favor del rey y me llevaban a veces a la Gran Mansión. Allí fue donde te conocí. En aquella época eras aún un muchachito, pero me acuerdo perfectamente de ti y de tu hermana, la princesa Jirá. Puedes imaginarte mi sorpresa cuando te vi aquí, en Terá.

—¿Cómo pudiste regresar?

—Con aquella familia no era desgraciada. Pero echaba muchísimo de menos mi isla. Más adelante, cuando las terribles plagas pesaban sobre los Dos Reinos, el señor Nebejet nos devolvió la libertad. Mis hermanas eligieron quedarse a su servicio. Yo preferí irme. Fue hace cinco años. Tenía dieciséis. Me embarqué en un barco mercante que se dirigía hacia el Levante. Me llevó a Ashqelon. Desde ahí cogí otro con destino a Biblos y así sucesivamente. Siguiendo las costas de Palestina, Cilicia y Anatolia, tardé más de un año en volver a Terá.

—¡Podrías haber muerto cien veces!

—Había aprendido a defenderme. Sé manejar el puñal mejor que nadie. Pero, dime, ¿tienes noticias del señor Nebejet?

Seschi no contestó de inmediato.

—Lo siento. Tal como has dicho, en aquella época Kemit sufría graves amenazas. Por desgracia, a Nebejet y su nueva esposa se los llevó la muerte negra hace cuatro años.

Los ojos azules se llenaron de lágrimas que resbalaron por las mejillas de Cleioné.

—Pero Anjeri aún está viva —añadió él rápidamente—. Se casó con el señor Moshem, que es uno de los grandes amigos de mi padre. Tienen tres hijos.

Permanecieron en silencio. Al cabo Cleioné dijo:

—Mis padres murieron durante mi ausencia. Aquí sólo tengo amigos y no me he casado, a pesar de las numerosas proposiciones. ¿Cómo aceptar ser la sumisa esposa de un pescador o un campesino cuando he conocido el país de los Dos Reinos, y cuando he viajado tan lejos y en condiciones tan difíciles? Los hombres de aquí son buenos, pero me aburren. Mis dos hermanas son ahora mi única familia.

Un soplo de viento tibio hizo revolotear el pelo de la joven. El brillo de sus ojos y la suavidad de su piel conmovieron a Seschi. Cleioné prosiguió:

—Echo de menos las maravillas de Mennof-Ra. Ahora que he vuelto, resulta que a veces siento mucha añoranza. Pensarás que soy un poco alocada —añadió con una risita.

—¡En absoluto!

Emocionada, deslizó una mano en la de Seschi.

—No siempre es fácil conocer los secretos de nuestro corazón, mi señor. En el fondo, creo que, a pesar de los peligros que corrí, me gustó hacer ese viaje extraordinario. Ese año pasado en las costas, donde tuve que utilizar miles de argucias para escapar de los hombres que querían abusar de mí, resultó rico en enseñanzas y recuerdos. Pero ¿con quién puedo compartirlos hoy? Los habitantes de Terá nunca han salido de aquí. Para ellos soy como una forastera. Por eso estoy tan contenta de que estés aquí, príncipe Nefer-Sechem-Ptah.

—Si lo deseas, puedes venir conmigo. Hay sitio para ti en mi barco.

Ella esbozó una triste sonrisa.

—No tengo con qué pagarte el pasaje, mi señor. Y, por encima de todo, deseo seguir siendo libre.

Seschi acusó el golpe. Por un momento había creído que aquella mujer intentaba seducirle para poder marcharse en el Espíritu de Ptah. Pero ella no actuaba por un cálculo interesado. Comprendió entonces la personalidad altiva e independiente que se ocultaba bajo aquel magnífico envoltorio. Cleioné había sido esclava y, aunque su cautividad había sido suave debido al bueno de Nebejet, conocía el sabor de la libertad. El hecho de que hubiera conseguido realizar su viaje de regreso probaba que estaba llena de recursos, valor y determinación. Supo entonces que empezaba a tomarle afecto. Le contestó:

—Seguirás siendo libre, porque sí tienes una manera de pagarme el pasaje.

—¿Cuál? —preguntó ella con desconfianza.

—Conoces el país donde se hallan las minas de ese metal más precioso que el oro que nosotros llamamos hedj.

—¡El metal sagrado de los dioses! Es cierto, navegué por sus costas. Es un país peligroso e imprevisible.

—Entonces guíame hasta allí y yo te llevaré a Mennof-Ra, donde volverás a ver a tus hermanas.

Tardó unos segundos en contestar.

—Acepto —dijo al fin—. Jamás se me volverá a presentar una ocasión como ésta. Te doy las gracias, mi señor. —Su rostro se iluminó—. Pero antes —añadió— tal vez te interese conocer a los artesanos que fabrican las joyas de Terá.

—¡Por supuesto!

—No están aquí. Tenemos que ir a Emria, un pueblo situado a una jornada de marcha hacia el este. Y allí te enseñaré algo que nunca has visto.