Capítulo 41

—Fiel compañero mío, la muerte de mis tres nietos me ha hecho tomar conciencia de que no soy eterno. Hasta ahora he vivido sólo para Kemit, a la que he querido proteger dotándola de edificios que desafiaran al tiempo. Tanto en Saqqara como en Yeb, o en Nejen, pienso que lo he logrado. Hoy quiero dedicarme a mi propia tumba.

—¡Pero aún eres un hombre fuerte, maestro! —replicó Bejen-Ra.

Imhotep respondió con una sonrisa un tanto triste.

—Los dioses me han concedido ser padre de una reina y de dos robustos hijos que manifiestan una brillante disposición para continuar mi obra.

—Anjaf es el más inteligente de mis alumnos. Posee un don innato para la arquitectura.

—A su hermano Naú, en cambio, le apasiona la medicina, y me está ayudando en la redacción de mi libro. He tenido a mi lado a la más dulce y amante de las esposas, y su belleza todavía hace palidecer de celos a mujeres mucho más jóvenes. Como ves, los dioses me han mimado y yo les estoy agradecido. Pero ahora me aproximo a los sesenta años y debo pensar en mi morada para la eternidad. Por este motivo te he pedido que me acompañaras aquí.

Imhotep rodeó con un brazo los hombros del arquitecto y le mostró el lugar que había elegido.

La falúa personal del gran visir los había conducido hasta aquel lugar situado en las cercanías de la frontera de la Balanza de las Dos Tierras y el Bajo Egipto. Ligeramente retirada de la orilla occidental se alzaba una aldea formada por unas veinte modestas casas. Los campesinos y los pescadores se habían postrado al paso de los dos hombres y su escolta. Unos niños nada ariscos les habían acompañado a la sabana que subía en suave pendiente hacia la meseta, encantados de aprovechar la presencia de los guerreros armados para aventurarse hasta allí, donde vivían manadas de antílopes y jirafas, pero donde también merodeaban leones, hienas y hasta rinocerontes. El fiel Chereb, que comandaba el destacamento de una veintena de hombres, ordenó a los soldados que se dispusieran en formación de defensa.

—Hace varios días tuve un extraño sueño en el que se me apareció esta meseta —explicó Imhotep—. La conocía por haber acompañado aquí al Horus en sus cacerías. Yo iba caminando entre los arbustos. Reinaba una luz singular, que no era ni el día ni la noche. Comprendí que me hallaba en las orillas del Nilo celeste, que es el reflejo de nuestro propio río, a menos, y eso es lo más probable, que sea al revés. Me preguntaba por las razones de mi presencia en este lugar sagrado cuando, de repente, aparecieron tres siluetas. Reconocí a Tot, el néter de la luna y el conocimiento, que se había encarnado en forma de babuino. Junto a él caminaba el enano Bes, su compañero. Y cerca de ellos estaba Sejmet, la leona. Fue ella la que me habló. Sus misteriosas palabras permanecerán grabadas para siempre en mi memoria.

»—Imhotep, dijo ella, aunque te quedan muchos años de vida, ya es hora de que pienses en edificar tu morada de eternidad. El Horus Neteri-Jet te propondrá compartir con él su tumba de Saqqara. Tienes que rechazarlo, pues tu labor aún no ha terminado, ya que proseguirá mucho después de la muerte de tu cuerpo. En el lugar que vamos a indicarte erigirás un monumento. En el corazón de este monumento, en un lugar inviolable, residirás por la eternidad y te convertirás en el guardián del Horus contra las potencias del Caos. Por ello deberá estar orientado hacia el punto por donde Jepri surge cada mañana, para luchar contra Apofis, la serpiente de Set. Así quedará protegido el camino de Ra cuando renace de su madre Nut.

»Cuando desperté —continuó Imhotep—, guardaba en la memoria la imagen de ese extraño monumento, y sus planos aparecieron con tanta claridad en mi mente que no dudé de que los mismos dioses me los habían inspirado. Sin perder tiempo los plasmé en el papiro. Y por eso estamos hoy aquí, amigo mío.

Ante la mirada intrigada de Bejen-Ra, Imhotep pidió a su escriba, Narib, que le trajera una gran bolsa de cuero de la que sacó unos rollos que extendió en el suelo.

—Qué forma tan singular —murmuró el arquitecto—. Nunca había visto nada parecido.

—El sueño me lo envió la diosa leona. Ella simboliza la ira de Ra-Horus contra sus enemigos. El reino del rey Djoser ha estado marcado por el conflicto que opuso una vez más a Set y Horus. Gracias a los dioses, Horus triunfó. Pienso que ahora ellos desean que levantemos, frente a las fuerzas de las tinieblas, un símbolo destinado a alejar para siempre su regreso.

—Es prodigioso, maestro mío. ¿Cuándo empezamos las obras?

—Primero debo hablarlo con el rey. Después traeremos albañiles, talladores de piedra y canteros, pues la aldea donde hemos abordado no tiene suficientes habitantes para proporcionar la mano de obra necesaria.

En Saqqara un ligero viento barría la cumbre de la pirámide. En ausencia de Imhotep y Bejen-Ra, era Hesiré, el maestro escultor, el que informaba a Djoser sobre el progreso de las obras. Los dos hombres habían subido por la larga rampa hasta el quinto nivel, ahora ya casi acabado. Desde ahí se distinguía el conjunto de la ciudad sagrada y la meseta. Hacia el este se dibujaban las mastabas sabiamente alineadas, por donde paseaban las familias que habían ido a llevar ofrendas a los difuntos. Se veía también el río, por el que flotaban minúsculos barcos. Ligeramente al norte se alzaba la ciudad tentacular, protegida por su deslumbrante muralla blanca. Más allá, a más de cinco millas, el Nilo se separaba en dos anchos brazos que a su vez se subdividían en múltiples ramificaciones. Ahí empezaba el País del Papiro, que alternaba amplias extensiones de matices de malaquita y esmeralda con los palmerales. Hacia el oeste, la sabana se extendía a lo largo de dos o tres millas hasta dejar paso a la inmensidad del Amenti, desierto salpicando de dunas y piedras. Al sur se distinguían las verdes orillas que bordeaban el río, con sus pequeños pueblos construidos sobre los koms, los cerros artificiales edificados mucho antes de la unificación de los Dos Reinos, y destinados a proteger a sus habitantes de las crecidas. Alrededor de aquellos islotes se disponían los campos de trigo y cebada y los prados donde pastaban los rebaños. En las orillas del Nilo y en los canales de irrigación se divisaban las decenas de grúas para extraer agua inventadas por Imhotep. Y de golpe, casi sin transición, el verde cedía el paso a la rojiza arena del desierto, cuya inquietante superficie guiaba la mirada hasta el horizonte anegado de luz y calor.

Hesiré, desorientado por el silencio glacial del monarca, no sabía si debía continuar. Pero una señal discreta del rey le incitó a proseguir. Entonces reanudó su descripción un tanto azorado.

—Como puedes ver, oh Luz de Egipto, la construcción de las capillas avanza a buen ritmo. Seis de ellas están concluidas. Las cuatro últimas están a punto de ser terminadas. En cuanto a las casas consagradas a los reinos del Norte y el Sur, las columnas nos han planteado algunas dificultades, pero las hemos resuelto. Asimismo, pronto iniciaremos el templo del norte, que quedará pegado a la pirámide, y en el que se instalará el serdab.

Djoser escuchaba con atención, moviendo la cabeza para indicar a su interlocutor que atendía a sus palabras. Pero la actitud del rey desconcertaba al escultor. Casi no hablaba. Su rostro hierático, tocando con el nemes, parecía fijado en la piedra. En otro tiempo Djoser no habría dejado de hacer preguntas, habría interrogado al más humilde de los qenus sobre su trabajo, su retribución y las condiciones de vida en la aldea construida por los obreros. Durante sus visitas todo el mundo se alegraba, pues tenía por costumbre traerles vituallas y sentarse familiarmente entre ellos para charlar.

Pero todo había cambiado desde la muerte de sus hijos. Hoy nadie podía ya decir lo que pensaba el rey. La sonrisa había abandonando su rostro y, si bien seguía afable con su pueblo, se había encerrando en sí mismo. Solamente Tanis lo conocía lo suficiente para saber que rechazaba con toda su alma la muerte de sus dos hijos mayores. Se basaba en una tenue esperanza, según la cual el ciclón descrito por los navegantes no había dañado a los dos navíos. Los chipriotas habían continuado su ruta y Seschi los había perseguido, lo cual explicaba que no hubiera vuelto todavía.

A veces, sin embargo, la ausencia de los dos hijos se le hacía insoportable, y esa esperanza, que ya solamente él mantenía, se tambaleaba. La misma Tanis había terminado por aceptar su desaparición. Mientras admiraba el magnífico panorama que se descubría desde lo alto de la pirámide, intentaba adivinar qué errores había cometido con Jirá que pudieran justificar su extraña fuga. Antes de aquel suceso se habría quedado muy sorprendido si alguien le hubiese recordado que Jirá no era realmente su hija. Cuando había recuperado a Tanis, después de creerla muerta durante dos años, la había aceptado tal como regresaba, con la niña que llevaba en brazos. Después habían criado a Jirá al lado de Seschi, como una hermana gemela, puesto que tenían prácticamente la misma edad, y él la había adoptado. Con el tiempo había terminado por creer que era realmente hija suya. Entre Jirá y él siempre había existido una gran complicidad. Le gustaba su carácter indómito, siempre dispuesto a ponerlo todo en duda. Su madre, de niña, no era diferente. Consideraba que ésa era la manera de progresar en la vida. A pesar de las innumerables obligaciones de su función, siempre había conseguido tiempo para dedicárselo a sus hijos, y Jirá había gozado de una gran parte de ese tiempo, del mismo modo que siempre le había dado pruebas de afecto y ternura. La confianza y la admiración sin límites que leía en los ojos verdes de la pequeña le confortaban cuando a veces la duda se apoderaba de él.

Sin embargo, Jirá se había ido, porque no había soportado el saber que no era hija suya. Por ello le había dedicado duros reproches a Tanis. Ahora intentaba comprender, pero no lo conseguía.

Aquella marcha trágica también había provocado la desaparición de su hijo. Echaba terriblemente de menos su ímpetu y su carácter feliz, heredados de su madre Letis. Y sobre todo sabía que las circunstancias habían puesto uno contra otro a aquel hermano y aquella hermana que no tenían ni una gota de sangre en común. Sus personalidades enérgicas y firmes se habían enfrentado muchas veces en el pasado, pero aquellas peleas servían para expresar el amor fraterno que les unía. Esta vez parecía haber nacido entre ellos, al menos en Jirá, un odio incomprensible. Por esta razón sentía rencor hacia los príncipes chipriotas. Les había ofrecido su hospitalidad, y ellos le habían traicionado. No ignoraba por qué aquel maldito Tash’Kor había raptado a Jirá. Había sido un ingenuo. Debería haber expulsado a aquellos dos intrusos, encarcelarlos incluso por complicidad con los Pueblos del Mar. Pero habían solicitado su protección. Y él se había dejado llevar por su generosidad habitual. Había sacado la conclusión de que lo que en un hombre se considera una cualidad, en un monarca se convierte en defecto.

A veces le invadía una ira que pronto reprimía. La experiencia le había enseñado que había que ser paciente y que era inútil alterarse de ese modo.

Pero tenía otros problemas. Algunos ricos terratenientes habían notado que la desaparición de sus tres hijos le había afectado duramente y lo aprovechaban para actuar a su antojo. Porque no había querido enfrentarse a ellos imponiendo la formación de una flota de auxilio para Biblos, se imaginaban que el poder de Djoser se había debilitado y se mostraban cada vez más arrogantes. Pese a los edictos reales que protegían la propiedad de los campesinos, aquellos nobles sin escrúpulos maniobraban hábilmente para despojarles de sus tierras. Conchabados con escribas poco escrupulosos, hacían trampas con los mojones y corrompían a los funcionarios encargados de controlar las cosechas. Djoser estaba al tanto de sus fraudes, pero dudaba en castigarlos. El movimiento había alcanzado rápidamente unas proporciones inquietantes. Casi el tercio de la nobleza manifestaba así su hostilidad, más o menos acaudillados por Anjer-Nefer, un primo tercero del Horus Sanajt, cuyo padre, sin embargo, había apoyado la causa de Djoser tras la usurpación de Nekufer. Aquel Anjer-Nefer, ambicioso y megalómano, se creía dotado para liderar a la gente y, como gozaba del apoyo que le prestaban los demás, les servía de portavoz y guía. En algunos nomos había señores ávidos de riquezas que exigían una mayor independencia. Aquel movimiento descontrolado había acarreado, como contrapartida, una reacción de fidelidad por parte de otros señores, que apreciaban la prosperidad que el rey había traído a Kemit. Éstos representaban más de la mitad de la nobleza. Una minoría se mantenía prudentemente neutral, esperando ver cómo evolucionarían los acontecimientos. Tanta confusión inquietaba a Djoser. Si respondía, corría el peligro de provocar una rebelión abierta y una sangrienta guerra civil. Aún guardaba en la memoria la terrorífica batalla de Per Bastet, donde los egipcios se habían matado entre sí. Sin embargo, ahora las circunstancias eran totalmente diferentes y, de momento, nada probaba que hubiera un vínculo entre aquel recrudecimiento de la desobediencia y el resurgimiento del movimiento setista.

Sabía que un día no muy lejano tendría que intervenir. Los mercaderes que regresaban del Levante traían noticias cada vez más alarmantes. La invasión asiática amenazaba a Palestina y Mesopotamia. Ciudades como Mari y Tel Yoja habían caído pese a su encarnizada resistencia. Ebla aún resistía, pero Adana, en Anatolia, había quedando destruida. Biblos todavía no había sufrido ningún ataque, pero multiplicaba las llamadas de socorro al tiempo que reforzaba sus murallas. Se hacía urgente auxiliarlas. Si esas ciudades caían en manos de los bárbaros procedentes de Asia, los Dos Países sufrirían las consecuencias. El comercio se vería muy afectado, en especial el abastecimiento de madera. Los árboles egipcios no permitían la construcción de naves de gran tamaño. Así pues, era vital preservar Biblos y Ashqelon. Los nobles levantiscos deberían haberlo entendido, pero pretextaban el coste de la expedición y las probables pérdidas humanas. Ante aquella situación, Djoser se preguntaba a veces si su oposición tendría como objeto que Kemit perdiera sus ciudades del Levante. Pero eso era absurdo. ¿Qué interés podrían tener en ello?

Desde el entierro de Inja-Es, Tanis había hallado refugio en On, junto a su madre. No le gustaba lo que se estaba tramando sibilinamente en el corazón mismo de los Dos Reinos. De vez en cuando tenía la sensación de hallarse muchos años atrás, cuando las Serpientes habían pretendido derrocar a Djoser e imponer su abominable religión, que exigía el sacrificio de niños pequeños. Detrás de todo aquello sentía la presencia del fantasma de Meren-Set. A pesar del mucho tiempo transcurrido, no conseguía creerse que hubiera muerto. Ya le había parecido ver su regreso cuando las hordas salvajes habían atacado Per Bastet. Se había equivocado. El «rey» que conducía aquellas hordas no era otro que el propio hijo del sombrío Nekufer. Sin embargo, varios elementos habían despertado en ella sospechas que no conseguía explicarse. Había conocido a Neferjeré. Era un hombre brutal y sin carisma, incapaz de ganarse el aprecio de los soldados cuyo mando había asumido durante el breve período en que su padre se había proclamado rey. ¿Cómo había resurgido de la nada después de tantos años de ausencia y, sobre todo, cómo había podido reunir un ejército tan fanático? Todavía guardaba el recuerdo de la feroz locura con que los rebeldes habían combatido. Solamente Meren-Set había sabido, tiempo atrás, suscitar tanta abnegación. Jamás un Neferjeré habría sido capaz de ello. Además, algunos prisioneros habían hablado veladamente de la presencia de otro hombre junto a Neferjeré, un desconocido que había desaparecido poco antes de los últimos combates. No habían hallado ni rastro de él. ¿Era un fantasma o una realidad? Tanis sospechaba que detrás de aquel espectro evanescente se hallaba su enemigo.

También había un punto oscuro en la historia de Taina, la ex compañera del príncipe chipriota. Según ella, Enjalil había recibido, poco antes de cometer su crimen, la visita de un hombre enmascarado. Taina sospechaba que Tash’Kor era ese misterioso desconocido. Pero nada permitía afirmarlo. Tanis, por su parte, veía ahí el modo de actuar de Meren-Set.

Veía también su huella detrás de la revuelta que incubaban algunos nobles. No había ninguna cohesión aparente en su acción, aparte de su arrogancia. Pero estaba segura de que se trataba de una maniobra de distracción. No tenían ningún motivo válido para negarse a enviar una flota destinada a auxiliar Biblos y las ciudades del Levante. ¿Cómo podían estar tan ciegos para no ver que sus propios intereses estaban gravemente amenazados, que la pérdida de aquellas ciudades comportaría el fin de los intercambios comerciales con el Levante? Sin embargo, se empeñaban en creer que deseaban ese descalabro. No actuarían de otro modo si su objetivo fuera debilitar Kemit. Tal hipótesis era absurda, a no ser que se admitiera que estaban conchabados con un enemigo exterior. Pero ¿quién podía ser ese enemigo exterior sino Meren-Set, refugiado en el extranjero desde su huida, y que preparaba su venganza y su regreso en la sombra?

No obstante, un elemento contradecía aquella hipótesis. Si era así, ¿por qué había esperado tanto tiempo para actuar?

No se atrevía a comunicar sus sospechas a Djoser. A veces, cuando intentaba examinar la situación fríamente, se decía que estaba loca. Tenía que admitir que el recuerdo de Meren-Set la perseguía aún hasta tal punto que no podía dejar de imaginar su demoníaca presencia detrás de todos los hechos insólitos. En la época en que maquinaba en pleno corazón de Kemit para destruir a Djoser, había demostrado tanta crueldad que Tanis aún estaba afectada. Pero no existía ni el menor indicio que permitiera sospechar razonablemente que él fuera el causante de los problemas de los Dos Reinos, sólo una oscura duda sobre su muerte.

Quizá aquella sensibilidad exacerbada estuviera provocada por la desaparición de sus hijos. No conseguía aceptar el hecho de no volver a ver ni a Jirá ni a Seschi, al que quería como si fuera carne de su carne. Al igual que Djoser con Jirá, ella lo había criado con el mismo afecto que a su propio hijo Ajti. Además, la revelación de su nacimiento no había perturbado al muchacho. Pero Jirá había tenido que fugarse con aquel maldito príncipe chipriota, provocando así que él también partiera. Desde entonces, Tanis se reprochaba cada día el no haber sabido comprender a su hija, haberse encerrado en sí misma, el no querer hablar de la tormentosa aventura que la había unido a su verdadero padre, el taimado Jacheb. Le había faltado franqueza y, sobre todo, valor. Pero no había tenido fuerzas para revelar a su hija que aquel individuo infame la había engendrado. Aún estaba demasiado conmocionada por la muerte de Inja-Es para tratar de aquel tema que tanto daño le hacía.

Había hallado refugio en On, junto a su madre. Temiendo por su vida, también se había llevado a Ajti y Heti. Eran los únicos hijos que le quedaban, y cada día temblaba por ellos, temerosa de ver surgir de la nada a otros asesinos desconocidos.

El heredero de las Dos Coronas iba acompañado de su preceptor, Anerja, porque le encantaba estudiar. En cuanto a Heti, de tres años de edad, su presencia había compensado un poco la desaparición de Inja-Es. La pequeña tenía tanta espontaneidad y tantas ganas de vivir que acaparaba mucho tiempo de su madre, evitándole así pensar demasiado en sus heridas.

La presencia de Merneit proporcionaba cierta paz a Tanis. Su serenidad y su discreción eran para ella como un bálsamo reparador. También ella reconocía que le había faltado audacia cuando su compañero Imhotep había partido al exilio, muchos años atrás, bajo el reinado del Horus Jasejemúi. Lamentaba no haber tenido valor para huir con él. Pero los dioses los habían reunido, y su larga separación no había afectado al amor que los unía.

Para su hija, Merneit evocaba los recuerdos de juventud de aquel padre admirable al que Tanis veneraba. La reina sentía entonces la dulce impresión de volver a ser una niña protegida por su madre. Nada malo podría ocurrirle mientras Merneit estuviera a su lado.

Tanis le comunicó las sospechas que albergaba sobre la presencia oculta de Meren-Set.

—Espero que te equivoques —respondió Merneit—, porque, si estuviera vivo después de todos estos años y si tuviera la audacia de atacar de nuevo a Djoser, eso significaría que ha pasado todo este tiempo reuniendo unas fuerzas capaces de aniquilarnos.

Un escalofrío recorrió la espalda de la reina. El razonamiento de Merneit explicaba por qué el fantasma de Meren-Set no había actuado antes: se había tomado el tiempo necesario para reunir un ejército poderoso.

De pronto, aquel oscuro malestar cristalizó en todo su horror cuando el jefe de la guardia se presentó ante las dos mujeres.

—Perdona a tu servidor la noticia que te trae, mi señora. Pero, cerca de una aldea vecina, hemos encontrado los cadáveres degollados de dos niños.