Capítulo 40

El Minotauro emitió un bramido de furia. El nuevo intruso parecía más peligroso que los otros, y su aspecto no le gustaba. A diferencia de sus compañeros, éste no parecía temerle. El monstruo rugió una vez más. Aquel sombrío valle le pertenecía y mataba a cuantos osaban hollar su territorio. Odiaba todo lo que venía del exterior, y sobre todo a aquellas criaturas de caras gesticulantes que intentaban verle desde la gran puerta y le insultaban porque no se dejaba ver. A veces la puerta se abría para dejar pasar a unos cuantos. Entonces les daba caza, igual que a los muflones y cabras salvajes con que normalmente se alimentaba. Los últimos habían resistido más que los demás. Dos de ellos habían resultado particularmente peligrosos. Habían elaborando objetos que herían, y había tenido que redoblar su astucia para acercarse a ellos. Una vez, uno había conseguido herirle. En aquel instante había sentido ira, pero luego se había transformado en alegría. Le gustaba la caza, y ésta era más interesante cuando las presas se defendían.

Pero sabía que terminaría por matarlos a todos, uno tras otro. Llevaba diez días siguiéndoles la pista, midiendo su agotamiento, viendo crecer su resignación. Gracias a su desarrollado olfato, percibía el olor del miedo sobre su piel. Sabía cuánto les asustaba ver una cabeza empalada en una rama, o encontrar un miembro roído. Le gustaba el aroma de su temor. Les espiaba, para embriagarse de él. Entonces se sentía poderoso, invulnerable.

Un profundo caos invadía su espíritu. A veces surgían en él recuerdos confusos, la imagen de una mujer que, mucho tiempo atrás, le había aportado el reflejo de un sentimiento desconocido, una sensación de plenitud, sosiego y seguridad. Pero ella había desaparecido. Durante meses y años había bramado de terror y cólera, de angustia ante la soledad. En vano. Jamás había vuelto a verla. Con el tiempo se había convencido de que las caras gesticulantes de la gran puerta habían devorado a la mujer de dulce rostro. Poco a poco se había convertido en un bloque de odio feroz, que mataba con placer a los audaces que osaban desafiarlo.

No tenía más armas que sus gigantescas manos, y los guanteletes de cuero con púas de metal que le había regalado… alguien, mucho tiempo atrás. Un hombre cuyo rostro y cuya terrible mirada no olvidaría nunca. Le habría gustado matarlo a él también, por el miedo que le había hecho pasar. Pero ahora sí era fuerte. Todos temblaban ante él.

Salvo aquel desconocido que esgrimía un gran palo. Su piel no delataba miedo. Al contrario, desprendía cólera, determinación. Profirió un bramido para impresionarle. Pero el hombre siguió avanzando. Furioso, el monstruo se precipitó contra él.

Cuando vio que la Bestia le embestía, Seschi lo esperó a pie firme. Había sentido un intenso alivio al ver que Jirá aún estaba viva. Había llegado a tiempo. De golpe sus fuerzas se habían multiplicado. Había decidido entonces combatir al monstruo él solo. Tenía que exorcizar la angustia que le atenazaba desde que había salido de Kitonia. Como respuesta al grito cavernoso de la Bestia, emitió un largo aullido de desafío. No sentía miedo alguno. Tenía demasiadas ganas de pelear, de acabar con aquella monstruosidad que había estado a punto de matar a Jirá.

El Minotauro separó los brazos para atraparlo, pero Seschi lo esquivó y los enormes brazos abrazaron el vacío. Al instante siguiente un dolor atroz taladraba la rabadilla de la Bestia. Siguiendo las enseñanzas de Jerseti, Seschi había replicado con un enérgico mazazo en la parte baja de la espalda. Habría bastado para partir la columna vertebral de cualquier ser humano, pero el monstruo apenas se tambaleó. Un espantoso rugido brotó de sus pulmones. Se dio media vuelta. A pesar de su excepcional envergadura, Seschi medía una cabeza menos que el Minotauro. Éste debía de pesar dos veces más. Pero el joven tenía a su favor la agilidad y la rapidez.

El monstruo atacó de nuevo, a la manera de un rinoceronte. En realidad ignoraba por completo el arte de la lucha. Su única baza era su brutal fuerza. Desde siempre se había apoyado en el terror que provocaba en sus presas, un terror que les impedía reaccionar. Casi siempre atacaba por sorpresa, surgiendo de noche entre sus víctimas paralizadas. Por primera vez se hallaba frente a frente con un adversario casi tan alto como él y que no le tenía miedo. No le gustaba esa sensación que corría insidiosamente por su interior, provocándole un sudor frío que impregnaba su piel de la misma emanación ácida que había en la de sus víctimas. Aquella desagradable sensación multiplicó su furia, y le hizo perder los estribos. Bramó de nuevo y embistió al enemigo con todas sus fuerzas. Una vez más, el joven lo esquivó.

Seschi se había dado cuenta de que, si bien la Bestia poseía una fuerza descomunal, también era totalmente estúpida. Evitó una tercera embestida y le descargó un mazazo en las tibias. El monstruo cayó desplomado. Seschi le saltó a la espalda y le golpeó violentamente en la cabeza. Se oyó un crujido. El joven dio unos pasos atrás. Cualquier cabeza debería haber estallado bajo aquel impacto, pero no pareció que le afectara mucho. Se sacudió y, antes de que Seschi pudiera reaccionar, se levantó. Sus brazos hendieron el aire para segarlo con las púas metálicas, pero el joven se apartó de un brinco. Seschi podía resistir mucho tiempo a ese ritmo. Cambiando de táctica, prefirió dejar que el Minotauro se agotara. Tenía que evitar, sobre todo, que le hiriera. Las acometidas de la Bestia revelaban su cansancio y su torpeza. Seschi siempre lograba esquivarlo y golpearlo. Así se prolongó el combate, dando poco a poco ventaja al príncipe egipcio. El Minotauro sangraba por varias heridas, pero no le preocupaba. Por primera vez en su vida conocía el miedo y el dolor. Su rival no le dejaba respiro, saltando, esquivando sus ataques pesados y lentos. Sólo una vez consiguió tocarlo. Seschi sintió que su carne se desgarraba bajo el efecto de las púas. Hizo una mueca de dolor, pero la herida no era grave.

Jirá quiso correr en su ayuda. Tash’Kor y Polis se lo impidieron, y fueron ellos quienes se adelantaron para auxiliar a Seschi.

—¡Retroceded! —gritó éste—. Estáis demasiado débiles para combatirle.

Vacilaron, y luego vieron que unos arqueros se habían colocado en silencio detrás de ellos, dispuestos a intervenir en caso de que el príncipe flaquease. Pero, por lo visto, se había jurado vencer solo al Minotauro.

—¡Llevaos a Jirá! —gritó de nuevo.

Los gemelos obedecieron.

Seschi, más tranquilo, decidió contraatacar. Una oleada de rabia le dio nuevas energías. Durante los últimos días había temido demasiado por su hermana; había imaginado al monstruo hincándole los colmillos. Habría querido acelerar el tiempo, pero tardó varios días en descubrir la otra entrada del valle maldito. Había forzado a los remeros hasta el límite de su resistencia. Por fin habían desembarcado. A pesar del dédalo vegetal que era el Laberinto, había conducido a sus guerreros a un paso infernal, no concediéndoles más que unas horas de sueño. Todos estaban agotados. Pero él no notaba el cansancio. Recordaba lo que le había dicho Galiel: algunas víctimas resistían varios días. Se había apoyado en esa débil esperanza para salvar a Jirá, y había llegado a tiempo. Y ahora le haría pagar a esa criatura infernal el miedo que le había causado. Ahora sabía por qué los golpes que le pegaba en la cabeza no le afectaban mucho. La extraña cabeza de toro no era más que una especie de máscara destinada a asustar a las víctimas. Iba sujeta al cuerpo por una especie de túnica corta. Seschi intuyó que se trataba de un invento del odioso Galiel, al igual que los guardabrazos erizados de metal. Pero eso no le detendría.

El monstruo, cubierto de sangre, atacó de nuevo. Seschi brincó a un lado y golpeó violentamente el abdomen del Minotauro. Las puntas de sílex se hundieron en los músculos. Seschi la desprendió de un tirón seco, desgarrándole la piel. Dio media vuelta y descargó su arma sobre la espalda del monstruo, exactamente en la parte opuesta al primer golpe. La Bestia, con la respiración cortada, intentó incorporarse, boqueando. Pero esta vez las heridas eran demasiado graves. Sintió que las piernas no le obedecían. Un tercer golpe le partió las rodillas. Se desplomó emitiendo un largo gemido. Entonces Seschi desenvainó la espada y se la hundió en el corazón. El monstruo intentó reaccionar por última vez, pero el inmenso dolor que le había desgarrado el pecho le quitaba todas las fuerzas. Se le nubló la vista. En una especie de espejismo, creyó distinguir a lo lejos, en dirección al bosque, el rostro de aquella mujer. Después todo se volvió negro.

Seschi se levantó y profirió un largo grito de victoria, al que se unieron sus guerreros. Jirá, tambaleándose de agotamiento, se acercó a él, seguida por los gemelos. Al recordar todo lo que había dicho a su hermano, un terrible remordimiento le inundó el pecho. Por sus mejillas corrieron lágrimas ardientes, que aumentaron cuando vio el largo rasguño que le cruzaba el brazo. Pero la deslumbrante sonrisa de su hermano la tranquilizó. Eso no le sorprendió. Desde que era pequeña, él siempre había estado a su lado. Por primera vez, comprendió que los sentimientos que los unían se parecían mucho a los de Tash’Kor y Polis. Se echó en sus brazos llorando.

—¡Hermano mío, perdóname! —dijo entre sollozos.

Él se echó a reír, la levantó con sus fuertes brazos y la hizo girar, feliz de haberla salvado.

—Te perdono —dijo dejándola en el suelo—. Pero me había prometido que, cuando te encontrase, te daría unos buenos azotes en el trasero.

—Espera al menos a que recupere un poco las fuerzas…

—¡No te preocupes! No te los daré.

De nuevo la estrechó entre sus brazos. Lágrimas de dicha y alivio corrían por las mejillas de Jirá. Comprendió entonces que lo amaba de verdad, que compartían un maravilloso amor fraterno que le había llevado a poner su vida en peligro por ella. Tal vez no fueran de la misma sangre, pero nunca podría imaginar siquiera tener un hermano diferente. Comprendió también que el amor que Djoser siempre le había manifestado era semejante. Para él, ella era su hija, y no la habría amado más si llevara su sangre.

Alrededor de Seschi aparecieron Jerseti, Hurakti y hasta Neserjet. Seschi había querido que se quedara en el barco, pero ella se había negado. Jirá también distinguió a una bonita joven morena que se comía a Seschi con los ojos.

Mientras los soldados se ocupaban de socorrer a Mará, otras personas rodearon a los gemelos, entre los que se hallaban Jokán y Leeva, que reían y lloraban a la vez. Tash’Kor, aturdido, había constatando que sus hombres estaban mezclados con los egipcios. Se alegró mucho de aquella reconciliación que no se explicaba.

Tras soltar a Jirá, Seschi se volvió hacia los chipriotas. Hubo un instante de vacilación. La última vez se habían separado como enemigos. Pero desde entonces habían ocurrido muchas cosas. El joven príncipe había recogido a Jokán y sus compañeros, y había liberado a los esclavos chipriotas de Kitonia, que habían luchado a su lado. Se habían mezclado sin dificultad con sus guerreros, hasta tal punto que Seschi a veces los confundía. Además, consideraban a Jirá como reina suya, y hablaban de ella con gran afecto. Hoy acababa de salvar a sus príncipes. Oculto en el sotobosque, había observado el ataque de la Bestia, y la manera en que Tash’Kor y Polis habían salido en defensa de Jirá. Estaban dispuestos a sacrificarse por ella. Su valor era digno de respeto. Tomando a su hermana por los hombros, se adelantó hacia los gemelos. Tash’Kor se inclinó ante él.

—Mi señor Seschi, cualesquiera sean tus intenciones con respecto a nosotros, te agradecemos que hayas salvado la vida de Jirá.

La muchacha se colocó delante de Tash’Kor.

—No le hagas daño, hermano. Sólo yo soy responsable de todo lo sucedido. Los dioses me han castigado cruelmente, haciendo caer tantas desgracias sobre mí y los míos. Pero, si deseas quitarle la vida, quítamela a mí también.

Seschi se encogió de hombros.

—No tengo la menor intención de hacerle daño. ¿No te parece que ya ha habido suficientes muertes?

Tomó la mano de Jirá y la de Tash’Kor y las unió.

—Sé que querías matar a mi hermana, príncipe Tash’Kor.

El chipriota, azorado, fue a contestar pero un gesto lo detuvo. Seschi continuó:

—Pero no lo hiciste. También he visto que estabas dispuesto a sacrificarte para salvarla. Y eso me basta para saber que la amas de verdad. No se ha derramado sangre entre nosotros. Hemos tenido enemigos comunes. Por lo tanto, deseo que de ahora en adelante dejemos de ser enemigos y seamos hermanos.

Tash’Kor tardó en contestar. Ni siquiera se había atrevido a imaginar que las cosas pudieran cambiar tanto. La tensión que le soportaba desde el ataque de Mallia estalló, se liberó. Llevaba demasiado tiempo sosteniendo a sus compañeros con sus propias fuerzas y estaba agotado. Emocionado, se acercó a Seschi y dijo:

—Perdóname todo el mal que haya podido pensar de ti y de tu familia, príncipe Nefer-Sechem-Ptah. Doy gracias a los dioses por regalarme un hermano como tú. Mi sangre es la tuya.

Mientras los guerreros daban gritos de alegría, los dos hombres se fundieron en un fuerte abrazo.

De pronto todo el mundo se apartó. Jirá vio cómo se acercaba una anciana de cara triste, pero llena de dignidad. Seschi le tendió la mano para invitarla a acercarse al cadáver del Minotauro. Sin decir palabra, se inclinó sobre él y posó una suave mano sobre el torso ensangrentado del monstruo. Pidió entonces a Seschi que le dejara su espada, con la cual cortó las correas que sujetaban la falsa cabeza de toro. Seschi la ayudó a sacársela. Debajo apareció una cabeza deforme, de mejillas devoradas por la barba y los parásitos. La mandíbula prominente mostraba unos dientes gastados, con unos caninos extremadamente desarrollados. Era probable que la Bestia sólo se sacara aquella máscara para devorar a sus víctimas.

Jirá vio, estupefacta, que las lágrimas corrían por las mejillas de la anciana. Ésta percibió su asombro y le dirigió una sonrisa crispada. Cuando se incorporó, tomó la mano de la muchacha y empezó a hablarle en egipcio.

—Mi corazón se alegra al verte viva, princesa Jirá. Tenía tanto miedo de que tu hermano llegara demasiado tarde.

Y se alejó.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó la joven a su hermano.

—La reina Pasífae, madre del Minotauro. Gracias a ella he podido salvarte. Es la única que conoce la otra entrada del valle prohibido.

—¿Cómo has conseguido encontrarnos en este laberinto impenetrable?

—Me imaginé que, para sobrevivir, intentaríais seguir el valle río abajo, esperando encontrar una salida. Por lo tanto, teníamos que ir hacia arriba evitando perder tiempo metiéndonos en callejones sin salida. —Señaló a la bonita chica morena—. Aria tuvo una magnífica idea. Se llevó un largo hilo de tela roja. Nos ha bastado con anudar regularmente trozos en las ramas para marcar nuestro camino. Así hemos avanzado más deprisa, y no nos costará nada encontrar la salida.

En efecto, gracias al hilo rojo, sólo tardaron unas horas en salir del valle maldito. Una ensenada resguardada se abrió ante los ojos asombrados de Jirá y sus compañeros. El Espíritu de Ptah y un segundo barco les estaban esperando. Seschi cogió a Tash’Kor por el hombro y dijo:

—Encontré este barco en Kitonia. Pensé que estaría mejor en tus manos que en las de Galiel.

—Pero si es… ¡el Corazón de Cipris! —exclamó Polis.

Emocionado hasta las lágrimas, Tash’Kor abrazó a Seschi.

—Mil gracias, hermano mío. Devolviéndome el barco, me devuelves también la vida. A partir de ahora no tendrás un amigo más fiel que yo.

Más tarde, mientras el crepúsculo descendía sobre la pequeña bahía, los guerreros encendieron hogueras. Estaban asando cabras y muflones. Intrigada, Jirá se acercó a Pasífae, que le sonrió.

—Te estarás preguntando cómo una mujer pudo traer al mundo una criatura tan abominable, ¿no es así?

—Bueno… He oído decir cosas tan extrañas…

La reina meditó unos instantes y a continuación inició un relato terrorífico.

—La leyenda propagada por Galiel, el cerdo que hace de rey en Kitonia, cuenta que me enamoré de un toro y que copulé con él oculta en un disfraz de vaca. Una historia tan sórdida no puede haber germinado sino en una mente devorada por la maldad. La verdad es muy diferente.

»Mi padre era el jefe de la tribu más importante de pastores del reino. Todo el suroeste de isla Blanca nos pertenecía. Pensando concertar una alianza beneficiosa, me ofreció en matrimonio al minos Galiel. En aquel tiempo yo era joven y bella. También Galiel era un hombre apuesto. Su apariencia, su mirada me sedujeron. Desgraciadamente, tendría que haber desconfiado. La pesadilla empezó la misma noche de bodas, cuando él me ofreció a sus amigos.

Jirá no pudo contener un gritito de sorpresa. ¿Cómo podía un hombre comportarse de aquel modo?

—Pero eso sólo fue el principio —prosiguió Pasífae—. Cada día, cada noche era una pesadilla. Comprendí, aunque demasiado tarde, que Galiel no era más que una bestia inmunda. No hay palabras lo bastante fuertes para describirle. Es el Mal en estado puro. Le gusta hacer sufrir a los demás, rebajarlos, humillarlos, aplastarlos con su poder, su voluntad. Destruye a cuantos se le resisten. Por ello mandó matar a mi padre y mis hermanos, que intentaron acudir en mi auxilio cuando se enteraron de cómo me trataba. Soñaba con matarlo con mis propias manos, pero él lo sabía y desconfiaba de mí. Jamás pude hacer nada. Siempre pensé que se alimentaba del odio de los demás.

»Hubo una noche más espantosa que todas las anteriores. Aquella noche fue concebido el Minotauro. Galiel se había enterado de que yo sentía auténtico pánico por los toros. En aquella época, la costumbre de Kitonia exigía que, todos los años, se sacrificase a un muchacho, una muchacha y un toro en honor de Minos y Urano. Esa tradición me repugnaba, pero él me obligaba a presenciarla. Sin embargo, normalmente, aquellos sacrificios se practicaban siguiendo ritos que limitasen el dolor. Los jóvenes y el toro son ofrendas, pero también mensajeros enviados hacia Urano y Minos para que se muestren clementes. Cuando Galiel subió al trono, los ritos se hicieron más crueles. Como primer sacerdote de Urano que era, él mismo realizaba la inmolación. Manteniéndome controlada por sus guardias, me obligó a permanecer junto al altar donde habían atado a una adolescente para que no pudiera escapar. Ese perro se complació en prolongar la agonía de la joven. Todavía oigo sus alaridos de sufrimiento. La hiena de Moroj, por orden del rey, me forzaba a no desviar la mirada. Hasta los demás sacerdotes estaban incómodos, pero no osaban decir nada; tenían en la memoria a seis de los suyos a los que había mandado ejecutar por haberse atrevido a rebelarse contra su voluntad. Sentí alivio cuando por fin la pobrecita dejó de vivir. Después el muchacho corrió la misma suerte.

»A continuación le llegó el turno al toro. Como te he dicho, esos animales siempre me han dado pánico. La sangre de las víctimas inundaba el altar cuando llevaron a una bestia enorme. Galiel me miró con maldad y me dijo que me acercara más. Mi mirada se cruzó con la del animal. Parecía presentir que iba a morir. Entonces se debatió con violencia. Es mucho más fácil retener a una chica que a un toro. Galiel empezó a acuchillarlo. Enloquecido por el dolor, el toro logró soltarse. Era una bestia de una fuerza inusual. Galiel salvó la vida gracias a los soldados que se sacrificaron por él. Cuatro de ellos fueron destripados delante de mí antes de que los matarifes interviniesen con sus enormes mazas. Al fin pudieron dominar al toro, al que golpearon y golpearon hasta matarlo. Delante de mí.

«Aquella misma noche, cuando aún estaba trastocada por lo que había visto, Galiel acudió a mi habitación. Todavía iba cubierto de sangre animal y humana. Me violó durante toda la noche. Fue una abominación. Nueve meses después nació un niño. Su cuerpo era fuerte pero tenía la cara terriblemente desfigurada. A medida que fue creciendo su fealdad se hizo más y más patente. Galiel no quiso admitir jamás que él hubiera engendrado semejante monstruo. Pergeñó entonces la repugnante leyenda sobre mi apareamiento con un toro. Se difundió rápidamente y mucha gente la creyó. Durante mucho tiempo dudó si matarnos al niño y a mí, pero temía la ira de los dioses, y al final nos dejó en paz. El extraño parecido de su hijo con un toro le intrigaba, y le llevó a pensar que quizá fuera realmente hijo del dios Minos. Por esta razón le llamó Minotauro. No obstante, Galiel no soportaba verlo. Así que me encerraron con él en este valle adonde nadie venía nunca, e hizo cerrar el acceso con una gruesa muralla.

»Pero el Minotauro no era solamente un ser desfigurado. Era también degenerado y violento. A veces Galiel nos venía a ver, para vigilar su evolución. Con el tiempo el niño se fue haciendo cada vez más peligroso. Su fuerza era descomunal. Sólo comía la carne cruda de los animales que él mismo mataba con sus manos. Conmigo no era malo; seguramente sentía que yo era su madre. Si me hubiera quedado con él, tal vez hubiera conseguido volverle inofensivo. Pero un día mató a dos esclavas y a un guardia. Entonces Galiel me obligó a regresar a Kitonia, y mi hijo se quedó solo. Hace más de veinte años que vivo casi como una reclusa. Gracias a su temor, Galiel me dejó con vida y no tuve que padecer más sus salvajes asaltos. Pero ¿quién recuerda que en Kitonia aún existe una reina, si no es para contar su infame historia?

»Ya nadie se atrevía a internarse en el valle maldito para alimentar al Minotauro. Le llevaban un muflón cada diez días. Después Galiel decidió que lo habían enviado para realizar las inmolaciones destinadas a los dioses. Abandonaron entonces el sacrificio de la pareja y del toro y, ahora hace más de veinte años, cada año encierran a siete chicos y siete chicas en el Laberinto.

La anciana hizo una breve pausa y luego prosiguió:

—Ésa es la auténtica historia del Minotauro, princesa Jirá. Y me siento dichosa de que hoy haya terminado. Tu hermano, el príncipe Seschi, ha puesto término a esta aberración.

—¿Por qué le has prestado ayuda? ¡El Minotauro era tu hijo!

—Había leído en las estrellas que llegaría un hombre que provocaría la muerte del Minotauro y de Galiel. Cuando vi al príncipe Seschi supe que era él. La noche de la ceremonia del sacrificio, tu hermano aprovechó la borrachera a que se entregaban los habitantes de Kitonia para liberar a los esclavos. Los guardias reales no pudieron reaccionar. Sabía que estaba buscando una manera de liberarte y decidí ayudarlo. Tras el caos que había sembrado en la ciudad, le era imposible volver a la entrada del valle maldito. Pero yo conocía otro acceso, situado en la costa meridional de la isla. Fui a buscarle a su barco y le di la información. Después me llevó con él para ayudarle a encontrar esa entrada.

Más tarde, bien avanzada la noche, Jirá y Seschi dieron un pequeño paseo juntos. Aria, cuyo carácter posesivo no esperaba más que una ocasión para expresarse, había puesto mala cara. Pero Seschi la había cortado con sequedad.

A pesar de su larga separación, la complicidad había vuelto a tejer sus lazos entre ellos. Tenían tantas cosas que decirse, recuerdos que intercambiar, proyectos que compartir. Sin embargo, hablaron poco, saboreando tan sólo el placer de sentir la presencia del otro. Jirá se daba cuenta de que había obrado sin el menor juicio, y tomaba conciencia del daño que había podido causar. Comunicó sus pensamientos a Seschi. Éste meditó y luego respondió:

—Nadie conoce los designios de los dioses. Sin duda han querido ponerte a prueba al hacerte vivir esta experiencia. Ahora has madurado. Pero también debes aprender a perdonarte ese error. Los dos estamos vivos, y eso es lo único que cuenta.

—¿Perdonarme a mí misma?

—Un día, durante la construcción del Espíritu de Ptah, cometí una injusticia con un obrero. Le acusé de un error del que no era responsable. Aunque se defendió, no quise escucharle. Le apliqué el látigo y le despedí. Después me di cuenta de que el error lo había cometido otra persona. Castigué al culpable con mucha más furia porque me había hecho ser injusto con el otro. Por supuesto, volví a admitir al primer obrero y le di salario doble. Había reparado mis fallos, pero me sentía furioso conmigo mismo. Yo pensaba que no tenía defectos, ni reproches que hacerme, y resulta que había dado de latigazos a un inocente por falta de clarividencia; es un defecto muy grave en un príncipe. Además, mientras estaba azotando al culpable, le hacía aguantar el peso de mi propia falta. Él merecía su castigo, pero yo era tan culpable como él, y yo también tendría que haber recibido esos azotes. Pero evidentemente nadie se habría atrevido a hacerlo. Durante varios días esa historia me tuvo nervioso. Mi corazón estaba lleno de remordimientos y me sentía vil y despreciable. Después nuestro abuelo Imhotep vino a verme. Le hablé de ello. Y me enseñó esto: cada experiencia conlleva una lección, sobre todo si se trata de un fracaso. Nos invita a no repetir los mismos errores. Así se adquiere la sabiduría. Pero no basta con recordar la lección. Hay que tener también valor para deshacerse del resentimiento que uno tiene hacia sí mismo. Pretender ser infalible, en realidad, no es sino orgullo. El ser humano no es perfecto, y tiene que aceptarse tal como es, con sus cualidades y sus defectos, sus momentos de gloria y sus instantes de flaqueza. El objetivo de la vida es aprender a conocerse uno mismo, darse cuenta de sus defectos y convertirlos en cualidades. El odio que uno puede sentir por sí mismo es estéril y nefasto como un veneno que corroe el alma, y hay que eliminarlo. Sólo tienen que quedar las enseñanzas. Si quieres estar en paz contigo misma debes, no olvidar, sino perdonar lo que consideras errores. Porque en el momento en que los has cometido, pensabas sinceramente estar actuando correctamente.

—¡Es cierto!

Jirá alzó los ojos hacia él y preguntó:

—¿Tú has podido perdonarte?

—No ha sido fácil. Pero hoy ya no tengo remordimientos, porque me he aceptado tal como soy, no tal como quisiera ser. Eso sí, haría cualquier cosa por no volver a empezar. El perdón de uno mismo exige mucha humildad, y no indulgencia, como se podría creer.

Jirá permaneció en silencio y luego se acurrucó en los brazos de Seschi.

—Gracias —murmuró ella.

Cuando se separó de él, con los ojos brillantes, dijo:

—Quisiera volver a ver a nuestros padres. Deben de pensar que hemos muerto.

—Les daremos una buena sorpresa cuando nos vean volver a los dos. Pero antes de regresar a Mennof-Ra tengo otro proyecto.

—¿Cuál?

—Sígueme.

La condujo a bordo del Espíritu de Ptah y le enseñó las arcas procedentes de la sala del tesoro de Galiel.

—¿De dónde has sacado todo esto? —preguntó Jirá, estupefacta.

—Pensé que Galiel ya no lo necesitaría.

La muchacha se echó a reír. Seschi prosiguió.

—Este tesoro me ha dado una idea. Nos dirigiremos a las islas del norte. Los armenios me han dicho que allí hay mucho metal hedj. Me gustaría llevarle un poco a nuestro padre. Y quisiera que Tash’Kor y tú me acompañaseis. Primero pasaremos por Armeni para devolver a Aria a su padre.

—¿Ya no la amas? —preguntó Jirá sorprendida.

—Me cansa. Cada vez se muestra más celosa. Jamás soportaría que me interesara por otra. Y en el mundo hay demasiadas muchachas bonitas para tener que contentarme con una sola.