Capítulo 39

Un poco antes, en el Valle prohibido…

Cuando la pesada puerta se cerró tras ellos, Jirá gritó de rabia e impotencia. Como sus compañeros, otras seis chicas y siete chicos, iba desnuda, sin siquiera un taparrabos para cubrirse. Ese estado no le habría molestado en otras circunstancias. En Mennof-Ra la desnudez era algo natural, y ella no había llevado nada hasta los diez años, tal como dictaba la tradición. Pero en aquel lugar reinaba un frío desagradable. Aquel valle no era más que un desfiladero encajado entre dos paredes rocosas verticales de al menos doscientos o trescientos codos de altura. La superficie herbácea donde se encontraban reseguía la muralla. Más allá comenzaba una vegetación sombría y amenazadora.

El grosor de las hojas de las puertas no auguraba nada bueno. La fuerza del monstruo debía de ser terrible para que erigieran ante él una puerta tan robusta. Jirá se echó a temblar de miedo, o de frío, no lo sabía bien. Mientras los sacerdotes salmodiaban sus letanías, las víctimas permanecieron cerca, temerosos de aventurarse en el misterioso sotobosque. Luego los oficiantes desaparecieron para ser sustituidos por una masa de gente enloquecida. Esperaban ver a la Bestia, aunque sólo fuera por un instante, y, a ser posible, presenciar la muerte de una de sus presas. Pero había que empujar a los sacrificados hacia el bosque para así atraer al monstruo. De las murallas partieron piedras lanzadas por la masa histérica. Jirá y sus compañeros tuvieron que retroceder hasta el límite de los árboles para evitar que los lapidaran. Cuatro de ellos resultaron heridos. Por desgracia para los espectadores, el Minotauro no se dejó ver. Desilusionados y frustrados, se fueron retirando poco a poco, después de insultarlo a mansalva. En realidad, nadie lo había visto en varios años. De él no se conocían más que sus rugidos pavorosos, repetidos por los ecos. Pero esta vez sólo el silencio respondió a las invectivas.

Cuando quedó fuera del alcance de las piedras, Tash’Kor apretó a Jirá contra su cuerpo para darle calor. Polis, loco de rabia, alzaba el puño en dirección a sus verdugos.

—¡Si al menos esos perros me hubieran dejado el arco! —gruñó—. Les haría tragar sus risas.

—No lo tienes —dijo su hermano—. Pero vamos a intentar fabricar nuestras propias armas. Ese monstruo quizá acabe matándonos, pero no será sin que presentemos batalla.

Los demás no eran todos chipriotas. Tres de ellos procedían de las islas del norte. Una mujer de piel muy morena venía de Libia y otra de Palestina. Cuatro hombres eran compañeros de los gemelos.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Tash’Kor—. Tenemos que encontrar comida. Avanzaremos juntos. Quizá haya otra salida. Debemos encontrarla antes de que el monstruo nos dé alcance.

Una rápida ojeada le bastó para darse cuenta de que su optimismo era exagerado. El desfiladero se prolongaba sin interrupción hasta donde la vista alcanzaba. Las verticales paredes rocosas no presentaban ninguna falla por donde intentar escalarlas.

Nerviosos, se adentraron en el sotobosque, esperando ver surgir el monstruo de un momento a otro. Pero no ocurrió nada. Recogieron algunos frutos silvestres que comieron con la garganta encogida. Quizá fuera su última comida. Mientras hubo luz suficiente, el grupo conservó cierto valor. Aquel valle parecía grande. Tal vez el monstruo no estuviera en los parajes inmediatos. Ayudándose de guijarros afilados, Tash’Kor cortó ramas con las que confeccionó jabalinas. Desgraciadamente no encontró sílex para encender un fuego con el que endurecer la punta.

Al llegar el crepúsculo, los pocos frutos ingeridos no habían calmado el hambre de los condenados y un frío engañoso les atería hasta los huesos, disminuyendo su resistencia. Pronto estuvo demasiado oscuro para continuar. Escogieron un lugar que parecía ofrecerles un refugio contra el fuerte viento que penetraba en el desfiladero. Temblando, se sentaron en el suelo. Tash’Kor y Polis se habían apretado contra Jirá para transmitirle el calor de sus cuerpos.

—Esos perros habrían podido dejarnos al menos la ropa —masculló un guerrero chipriota.

—Montaremos guardia de dos en dos —ordenó Tash’Kor—. Que nadie se aleje.

Empuñó la improvisada jabalina que había hecho. Pero ésta no era muy fiable. Los árboles del Laberinto eran endebles o estaban torcidos. Con ayuda de lianas y una piedra grande también había confeccionado una especie de mangual. Dudaba que aquello fuera suficiente para sostener un combate con la Bestia, pero al menos había servido para tranquilizar a los demás.

Cuando cayó la noche, sólo se oyó el ulular del viento entre los árboles rozando las asperezas de las paredes rocosas. Durante un buen rato no ocurrió nada. De pronto una alocada esperanza se apoderó de Jirá. Murmuró al oído de Tash’Kor:

—Esto no es normal. ¿No crees que ya debería habernos atacado?

—No lo sé. De momento no hemos encontrado ningún rastro de su presencia.

—¿Y si ya no estuviera vivo? Ese monstruo no es inmortal. Quizá haya muerto.

Tash’Kor hizo una mueca de escepticismo. El Minotauro era un cazador. Seguramente estaría acechando a sus presas, evaluándolas para decidir cómo las mataría. Sin embargo, una extraña calma se había instalado en el desfiladero, turbada solamente por las voces de las rapaces nocturnas y por el silbido del viento. A veces resonaba el chillido estridente de un roedor capturado por una lechuza. Entonces todos se sobresaltaban. Nadie podía pegar ojo.

—¡No está aquí! —insistió Jirá, aferrándose desesperadamente a esa idea.

De repente, su esperanza se desvaneció. Empezó por un gruñido sordo. Luego, a una distancia imposible de calcular, se oyó un grito terrorífico y angustioso, parecido a un mugido de toro. Pero en su entonación había un matiz curiosamente humano. Las paredes repitieron varias veces el eco de aquel espantoso grito. Incluso Tash’Kor, a quien no le faltaba el valor, sintió una oleada de pánico.

Jirá se echó a llorar. Estaba convencida de que una maldición la perseguía. Ella era responsable de haber partido de Mennof-Ra, de la tormenta, del ataque al pueblo. Los dioses la perseguían con su cólera porque se había apartado de su familia, del dios vivo que la había tomado bajo su protección, sencillamente porque no soportaba no ser su auténtica hija. Su vida había cambiado desde entonces. Las imágenes de Kemit poblaban su mente. Le parecía que había transcurrido una existencia entera desde su partida. Se había hecho vieja. De princesa no tenía más que el título. En los últimos días había languidecido en los calabozos de Kitonia, unos fosos abyectos con el suelo cubierto de inmundicia. Ahora estaba segura de que iba a morir. El monstruo surgiría de la nada y los mataría a todos, uno tras otro. Lo sentía muy próximo.

No obstante, no sucedía nada de inmediato. Con el corazón desbocado, los hombres se habían agrupado, armados con sus ridículas lanzas. Las mujeres habían formado un círculo, acurrucándose unas en brazos de otras. Tash’Kor profirió una sonora maldición. La tenue luz de la media luna no penetraba en el valle. Sus ojos se habían acostumbrado poco a poco a las profundas tinieblas, pero no veían a más de tres pasos. El peligro podía aparecer en cualquier momento, de cualquier parte.

De pronto, el gruñido se oyó muy cerca de ellos, sin que fuera posible localizarlo. Luego, entre un estruendo aterrador, el universo pareció explotar alrededor de ellos. Una mujer profirió un agudo alarido. Jirá cayó al suelo, empujada violentamente por algo gigantesco. Un acre olor a animal le provocó náuseas. Se oyó un estrépito de madera quebrada, y luego la voz aterrorizada de la joven se alejó. Oyeron sus gritos de dolor, reflejo de la lucha desesperada que la desdichada libraba contra la Bestia. Por último, tras un chillido aún más estridente, todo volvió a la calma. Ni siquiera sabían a quién se había llevado.

Tardaron varios minutos en darse cuenta de que se trataba de la mujer libia. Era la única que no hablaba ni cretense ni egipcio. Durante largo rato temieron un nuevo ataque, pero no se produjo. Dos mujeres, presas de la histeria, no cesaban de gemir. Jirá las abrazó con fuerza para intentar calmarlas. En vano. Tash’Kor las abofeteó violentamente. Aturdidas, callaron al fin, aunque sin dejar de temblar.

Jirá las consoló como pudo, pero había perdido el valor. ¿Cómo había podido aquel monstruo realizar un ataque tan rápido y preciso? La oscuridad era total. La débil claridad procedente de las estrellas no permitía siquiera distinguir la cara del que tenían al lado. Pero tal vez gozaba de una vista superior a la normal. Había atacado tan rápido que los guerreros no habían tenido tiempo de reaccionar.

Nadie pudo pegar ojo durante el resto de la noche. En cualquier momento podía producirse un nuevo ataque. Sin embargo, no sucedió nada. Al amanecer, al salir los primeros rayos de sol, Tash’Kor despertó a sus compañeros.

—¡Moveos! ¡Tiene que haber una manera de vencer a ese monstruo!

—¿Cómo? —preguntó un pescador de las Cicladas.

—Para empezar tenemos que salir de este maldito lugar. Nos dirigiremos hacia el sur tan deprisa como podamos. Este valle no puede ser infinito. Tiene que abrirse en algún sitio.

—Nadie ha salido jamás del valle maldito —gimió la palestina.

—¡Quien haya realizado tal hazaña no habrá querido vanagloriarse de ella, por miedo a volver a caer en las garras de ese diablo de Galiel! —replicó Tash’Kor.

—Pero en Armeni lo habrían recibido como a un héroe —señaló el hombre de las Cicladas—. Los armenios no son muy amigos de los kitonios.

Tash’Kor no respondió. No podía contradecirle, pero tenían que encontrar algún motivo de esperanza.

—¡Oídme! —dijo al fin—. No olvidéis que el monstruo está solo. Nosotros, en cambio, somos trece, entre los cuales hay siete hombres jóvenes, con toda la fuerza de la edad. En cuanto a las mujeres, estoy seguro de que sabrán pelear si ven su vida en peligro.

Subyugados por su voz, todos se agruparon en torno a él. Tash’Kor prosiguió:

—El hecho de que la Bestia nos haya atacado durante la noche demuestra que nos teme. Tiene miedo a enfrentarse con nosotros a plena luz del día. Sea como sea, tenemos que encontrar algo para fabricar armas sólidas. Así tendremos al menos una oportunidad. De todos modos, las necesitaremos para cazar.

Los demás asistieron con escasa convicción. La misma Jirá se mostraba simplemente resignada. Habría querido apoyar a Tash’Kor, pero sabía que cualquier esfuerzo sería inútil. Hicieran lo que hiciesen, estaban condenados. ¿Qué posibilidades tenían ante un monstruo enviado por los dioses para castigarla a ella?

Se pusieron en marcha, friccionándose el cuerpo para desentumecerse del frío. Aunque había salido el sol, un frescor penetrante seguía reinando en el desfiladero. La humedad les calaba hasta las entrañas. Las muchachas temblaban de frío y miedo. Solamente la voluntad de Tash’Kor mantenía cierta cohesión. Polis le apoyaba, pero su serenidad habitual estaba considerablemente perturbada. Parecía el único que no temía al monstruo. Con una raíz llena de nudos, se había confeccionado una robusta maza que esperaba tener ocasión de utilizar. Pero Jirá notaba que estaba anormalmente nervioso. Lo conocía casi tan bien como a su compañero. ¿Acaso no eran uno el reflejo del otro?

Siguiendo la decisión de Tash’Kor, se dirigieron hacia el sur. Pero el bosque no les facilitaba la labor. El desfiladero se escalonaba en varios niveles que se mezclaban y entrecruzaban. Al principio el príncipe había pensado que, siguiendo el nivel más hondo, tendrían más posibilidades de avanzar. Este seguía el curso de un arroyo de muy pobre caudal, en el que al menos podían saciar la sed. Pero a veces se perdía bajo un amasijo de vegetación infranqueable. Entonces había que desandar lo andado e intentar encontrar un nuevo paso. Cuando encontraban uno, éste solía resultar un callejón sin salida, y de nuevo había que dar marcha atrás. Ahora entendían mejor por qué a aquel valle infernal lo llamaban el Laberinto. Los arbustos espinosos les arañaban el cuerpo. Pronto quedaron llenos de marcas, con lo cual el dolor se añadió al frío. Su valor se iba haciendo añicos. Era necesaria toda la obstinación de Tash’Kor para mantener la unidad del grupo. A veces una intensa fatiga se apoderaba de él. Entonces buscaba en la mirada confiada de su hermano la fuerza para proseguir. Mientras estuvieran juntos, nada podría vencerlos.

Tras un desvío que les había llevado toda la mañana, habían vuelto a encontrar el cauce del torrente. Tash’Kor comprobó con resignación que, pese a todos sus esfuerzos, no se habían alejado mucho de la entrada del valle.

—Ahí abajo hay algo, en ese árbol —dijo de pronto el hombre de las Cicladas.

—Parece un animal —añadió la palestina.

Se acercaron, intrigados. De repente, Jirá se dio la vuelta y se puso a vomitar. Lo que había tomado por un animal no era otra cosa que la cabellera de la mujer libia, cuya cabeza estaba empalada en una rama. Un poco más lejos descubrieron los restos de un brazo roído. De golpe su angustia se disparó. Escrutaron nerviosamente los alrededores, esgrimiendo sus lanzas improvisadas. Pero no ocurrió nada. Poco a poco se fueron alejando del macabro descubrimiento. La tensión empezaba a remitir cuando resonó el bramido del monstruo a pocos pasos de ellos. El pánico se infiltró en todos ellos. Tash’Kor se situó delante de Jirá y escrutó el lugar. Pero, debido al espesor de la vegetación, no veía nada a más de veinte codos. Las muchachas empezaron a gemir. Loco de pánico, el hombre de las Cicladas echó a correr. Tenía la impresión de que el grito venía del sur, aunque no estaba del todo seguro. Tenía que regresar a la puerta. Suplicaría que le abrieran. No quería morir así. Prefería ser lapidado. En pocos instantes los demás le perdieron de vista.

Estaba seguro de que encontraría el camino. Sin embargo, al cabo de un rato su certeza se desvaneció. Entonces oyó aquel espantoso grito, esta vez muy cerca. El hombre emitió un alarido de terror y quiso escapar. Los árboles le desgarraban la piel, pero apenas sentía el daño. Un bufido enorme y ronco se oyó a su espalda, casi en su nuca. Corrió tanto como pudo. De pronto, tras un último claro de vegetación, la pared rocosa se alzó ante él. Estaba atrapado. Las piernas dejaron de obedecerle. Jadeando de pánico y agotamiento, se dio la vuelta.

Su grito de terror taladró los tímpanos de los demás. Como durante la noche, les llegaron los ecos de una lucha desesperada. Luego se produjo un crujido brutal, y todo volvió a caer en un silencio glacial, roto por un nuevo mugido de la Bestia. Las jóvenes chillaron angustiadas. Tash’Kor empezó a gritar.

—¡Maldito cobarde! ¡Ten valor para dar la cara! ¡Enséñanos tu hocico de monstruo y lucha limpiamente!

Sólo recibió el soplo del viento como respuesta a su desafío. Polis asió el brazo de su hermano y dijo:

—Estará ocupado durante un rato —señaló—. Deberíamos aprovecharlo para avanzar lo más posible.

Tash’Kor asintió. Pero había comprendido que no serviría de mucho. El monstruo conocía el valle a la perfección y podría atraparlos cuando quisiera. Ellos ni siquiera sabían qué aspecto tenía.

Durante el resto del día no pudieron recorrer más de un cuarto de milla hacia el sur. En varias ocasiones tuvieron que alejarse del torrente para buscar un paso. Sus cuerpos ya no eran más que heridas, rasguños y cortes. Comenzó una nueva noche de angustia. Se habían guarecido junto a la pared rocosa occidental, lo cual limitaba el campo de acción del monstruo. Durante el día Tash’Kor había confeccionado dos jabalinas más. Pero no había encontrado ninguna rama lo bastante flexible para hacerse un arco.

Jirá se acurrucó contra él. Cuando cayó la noche, se puso a llorar en silencio.

—Moriremos todos —gimió—. La maldición de los dioses pesa sobre mí. Todas estas desgracias suceden por mi culpa.

—¡Cállate!

—¡No! Me voy a ir, Tash’Kor. Las divinidades me reclaman a mí. Saldré al encuentro del monstruo. En cuanto me haya matado os dejará en paz. Estoy segura.

—Te quedarás con nosotros, aunque tenga que apalizarte para conseguirlo.

—¡Deja que me vaya!

Por toda respuesta él la estrechó fuertemente contra su pecho y la besó.

—Sobreviviremos o moriremos juntos. Pero jamás te abandonaré.

—Atraigo la mala suerte —insistió ella.

—Manejas el arco mucho mejor que el mejor de mis guerreros. Si consigo hacer uno, venceremos a ese demonio. Pero tienes que quedarte con nosotros. Te necesitamos. Y deja de pensar que traes mala suerte. Nadie me obligó a marcharme de Kemit. Tampoco eres responsable del ataque de los kitonios. Hace muchos años que llevan a cabo esos ataques para sus infames sacrificios.

La besó de nuevo. Su cálida voz la tranquilizó un poco. Apretujada entre los gemelos, no sentía demasiado frío. Muerta de cansancio, terminó por sumirse en un sueño salpicado de pesadillas, del que no despertó hasta el día siguiente. Una luz malva caía desde lo alto de la pared occidental, mientras que una franja dorada, en la cumbre de la pared oriental, anunciaba la salida del sol. Una dolorosa sensación de hambre le horadaba el estómago. Lo poco que había comido el día anterior no bastaba para alimentarla. Pero no era la única. Los otros también se estaban muriendo de hambre.

—No ha matado a nadie esta noche —exclamó Tash’Kor con satisfacción—. Este lugar estaba bien escogido. No podía acercarse a nosotros lo bastante. Tendremos que encontrar un sitio parecido la noche que viene.

Durante el día siguieron con su difícil avance hacia el sur. Descubrieron la cabeza del hombre de las Cicladas clavada en una rama.

—Es un cazador —dijo Tash’Kor tragándose su miedo y su ira—. Quiere debilitarnos asustándonos.

—Y lo está consiguiendo —dijo la muchacha del Levante.

—Si seguimos juntos no podrá hacer nada contra nosotros.

Pero los hechos desmintieron sus palabras. El ataque siguiente se produjo en el crepúsculo, justo cuando habían descubierto un nuevo refugio al pie de la pared oriental. Habían recogido fruta en abundancia, y hasta nidos de los que habían cogido los huevos. Se disponían a instalarse para pasar la noche cuando alguien, con voz temblorosa, señaló:

—¡Qué olor! ¿No lo notáis?

En efecto, de algún lugar llegaba un tufo a carne en descomposición. Jirá recordó la primera agresión, la infecta pestilencia que le había provocado náuseas.

—¡Allí está! —gritó.

Un segundo después resonó un bramido formidable muy cerca de ellos. Tash’Kor y Polis empuñaron sus rudimentarias armas y quisieron plantar cara al monstruo, pese a la creciente penumbra. Entonces una monstruosa silueta se alzó en medio del grupo, como surgida de la nada. Sin duda la espesa vegetación había permitido a la Bestia acercarse sin ser visto.

Polis y Tash’Kor, petrificados, no tuvieron tiempo de usar sus armas. El monstruo les sobrepasaba al menos en tres cabezas. Pudieron ver su horrorosa cara, vagamente parecida a la de un toro. Sus brazos, largos como troncos de árboles, estaban erizados de púas de metal. La Bestia emitió un nuevo mugido y saltó sobre una muchacha. Con un gesto preciso, le quebró la nuca, girándole casi por completo la cabeza. Los demás, aterrorizados, no se atrevieron a reaccionar. A continuación, sin esfuerzo, el monstruo se echó la presa al hombro y se internó de un salto en la espesura. Al cabo de pocos segundos desapareció en la noche. Se oyó ruido de ramas partidas y luego todo volvió a un pesado silencio, cargado de angustia. Finalmente, Tash’Kor soltó un alarido de cólera.

—¡Estaba aquí, delante de nosotros, y ni siquiera he podido reaccionar! ¡No he tenido valor para enfrentarme a él!

De pura rabia tiró la lanza al suelo. Polis lo abrazó con cariño.

—Tranquilo. Nos atacó por sorpresa. Todo ocurrió demasiado deprisa.

Aquella noche tampoco pudieron dormir.

Hacía ya diez días que los condenados vagaban por el laberinto vegetal del desfiladero. Sólo quedaban cinco. Tash’Kor, Polis y Jirá habían sobrevivido, así como una chica y un joven guerrero, Mará y Ceros, ambos chipriotas. Ni una sola vez el monstruo les había atacado de frente. Siempre esperaba la noche o el crepúsculo para actuar. Aparecía, mataba a su presa sin esfuerzo alguno y luego desaparecía sin que fuera posible perseguirle.

Agotados, con el cuerpo cubierto de heridas y sangre seca, habían perdido toda esperanza. Llevaban diez días y no habían recorrido más de tres millas. En varias ocasiones habían encontrado los restos de antiguas víctimas. Por lo visto, la Bestia se divertía, seguramente para aterrorizar a sus víctimas actuales, exponiendo sus trofeos. Así, había reunido los esqueletos de sus presas en determinados puntos, y los había colocado de un modo espantoso, poniendo sobre cuerpos humanos cráneos de muflones o de vacas. Mará, debilitada por la fiebre, deliraba. No había duda de que sería la próxima víctima. Jirá, desesperada, tenía un único deseo: que todo terminara de una vez. Las piernas apenas la sostenían ya. Todos habían adelgazado mucho y estaban famélicos.

El décimo día se instalaron, o más bien se dejaron caer, en medio de una especie de claro cuya única ventaja era que les permitiría ver llegar el ataque. Pero Tash’Kor sabía que, aunque lucharan los cinco, no tendrían ninguna oportunidad ante aquel monstruo tan poderoso. En aquel lugar, las paredes se separaban ligeramente, dejando que el sol iluminara el fondo del valle a mediodía.

Pero la luz declinó rápidamente cuando el sol pasó detrás de la pared occidental. Decidieron que no irían más lejos. No había duda de que se produciría un nuevo ataque, pues la noche anterior había sido tranquila. Y el monstruo no les dejaba nunca más de dos días de respiro.

Casi con alivio vio aparecer al Minotauro cuando aún era de día. Tal como suponía Tash’Kor, había decidido librar el último combate aquella noche. Esta vez pudieron verle con todo detalle. El monstruo tenía, en efecto, cabeza de toro y cuerpo de hombre. Su robusto cuerpo estaba cubierto por una especie de pelaje oscuro, casi negro, que lo hacía invisible de noche. En los hombros y los brazos llevaba bandas de cuero erizadas de púas. Su altura era lo más sorprendente: debía de alcanzar los cuatro codos y medio.

Se acercó, con paso despreocupado y firme, seguro de vencer a aquellos pequeños humanos que le plantaban cara. Jirá se hizo con una jabalina, al igual que Polis y Tash’Kor, que se situaron delante de ella. El príncipe chipriota gritó:

—¡Corre! ¡Intenta escapar!

—¡No sin ti! —replicó ella—. Tú mismo lo dijiste. O morimos juntos o derrotamos a este monstruo. Y todavía no nos ha matado.

Jirá fue a colocarse a su lado. Ceros la imitó, temblando de la cabeza a los pies. Solamente Mará permaneció tumbada en el suelo, devorada por la fiebre, indiferente ya a su inminente muerte.

De pronto, el monstruo se detuvo. Su mirada se dirigió más allá de ellos. Atónitos, todos se dieron la vuelta. Un hombre, armado con una enorme maza, se dirigía hacia ellos.

—¡Seschi! —exclamó Jirá.