Capítulo 38

Durante el trayecto de vuelta a Kitonia, como si los elementos compartieran la ira que roía las entrañas de Seschi, el aitumi empezó a soplar cada vez con más fuerza. Un verdadero huracán azotaba, a intervalos, a la muchedumbre embrutecida por el alcohol y el espectáculo de las víctimas ofrecidas a la Bestia. A veces resultaba difícil mantenerse en pie.

Seschi sentía náuseas ante la abyección que había descubierto en el personaje de Galiel. ¿Cómo podían existir individuos tan infames? Le habría gustado estrangularle con sus propias manos, partirle el cráneo a mazazos, reducirlo a la nada. En realidad, su religión no era sino un pretexto para satisfacer sus más bajos instintos: manipular, destruir a sus semejantes, someterlos, aplastarlos.

Seschi estaba rabioso por su impotencia. El rey estaba deseando que diera un paso en falso. Lo mismo le daba que Seschi fuera el hijo del rey de Kemit, el país más poderoso del mundo conocido. Al contrario, desafiar a Djoser parecía divertirle. No arriesgaba gran cosa. Isla Blanca estaba demasiado lejos de los Dos Reinos. Además, el Horus, ante la falta de noticias, quizá ya habría declarado la muerte de sus dos hijos. Galiel lo ignoraba, pero Seschi, mientras caminaba entre el gentío hostil o indiferente, pensaba hasta qué punto se hallaba solo; contaba únicamente consigo mismo y con el apoyo incondicional de sus compañeros. A su lado, Aria no decía palabra. Aunque no conocía a Jirá, su ira era similar a la de Seschi. Galiel le daba asco, pero ¿qué podía hacer ella? La voz, la mirada sombría, el aspecto impresionante de aquel rey inmundo le daban escalofríos. Parecía verlo todo, leer en las almas. La bruja del valle de las mariposas no se había equivocado: Galiel no era un hombre, sino un diablo. Aria estaba dividida entre dos sentimientos: luchar con todas sus fuerzas contra aquel horror, o huir sin mirar atrás para escapar de su dominio infernal. Había notado cómo la miraba durante la ceremonia ritual del sacrificio. Había sentido su ardiente mirada posarse sobre su piel. A pesar de la tranquilizadora presencia de Seschi, ya no se sentía segura. Temía que, en el secreto de palacio, el monstruo la raptara después de que sus esbirros mataran al joven príncipe.

—Tengo miedo —dijo a Seschi, y le explicó las causas de su angustia.

Esta revelación no contribuyó a calmar la cólera del joven. Unas miradas discretas al cortejo real que les seguía a corta distancia le confirmaron las inquietudes de la chica. Seschi comprendió entonces que Kitonia se había convertido en una trampa de la que no podían salir. Galiel había adivinado en él a un hombre valiente, que no le temía, y no pararía hasta haberse librado de él, con un pretexto cualquiera. En realidad, él mismo había ido a meterse en la boca del lobo. Tendría que haberse introducido en aquella ciudad infernal disfrazado de mercader, y actuar en la sombra. Pero ¿cómo habría podido adivinar hasta qué punto el alma del rey era negra?

La tormenta que se venía incubando desde el término de la ceremonia estalló cuando el gentío penetró en la ciudad. Una tormenta seca, sin lluvia. Surgieron relámpagos que iluminaron la ciudad y la bahía con sus destellos. Galiel vio en ellos, sin duda, la satisfacción de Urano. Seschi lo interpretó como la furia de los dioses, una furia que reflejaba la suya. Los rugidos del trueno no impidieron que los ciudadanos se entregaran al desenfreno infernal que tradicionalmente seguía al sacrificio. Mientras grupos de hombres y mujeres desnudos se desplegaban por las calles, Seschi, Aria y sus amigos regresaron a la relativa calma de sus aposentos. Desde la terraza donde se habían refugiado, los dos jóvenes contemplaban los grupos que deambulaban y se tambaleaban. El destello de los rayos los fijaba en poses grotescas u obscenas, cuan efímeras estatuas que la noche se tragaba al instante siguiente. Siluetas ebrias alzaban los brazos al cielo vociferando. Poco a poco hasta los guardias terminaron mezclándose con la locura, relajando la vigilancia, dispersándose por la ciudad en busca de mujeres más o menos dispuestas.

Seschi pensó por un instante en aprovecharse de aquel descuido para volver al valle maldito. Pero el grueso de sus fuerzas se hallaba a bordo del Espíritu de Ptah. No disponía más que de unos treinta guerreros, insuficientes para enfrentarse al centenar de soldados que Galiel había dejado de guardia. Su jefe, el siniestro Moroj, había sido alertado y seguramente le esperaba a pie firme.

Aria sentía deseos de llorar de impotencia. No sabía qué hacer para ayudarle, más que acurrucarse en su pecho para transmitirle su afecto. Pero Seschi no tenía ganas de hacer el amor. Sus pensamientos lo llevaban incesantemente hacia Jirá. Estaba en la guarida del monstruo, y no podía hacer nada para salvarla. La predicción de la profetisa le parecía ahora totalmente carente de sentido. ¿Cómo luchar contra un reino entero?

Sin embargo, tenía que destruir Kitonia. No podía dejar que ese rey diabólico siguiera con sus crímenes. Había que hallar la manera de salvar a Jirá, o de vengarla. Una bola de fuego le roía las entrañas. Habría querido escupir su odio, golpear hasta que se le cayera el brazo. El fragor de la tormenta sintonizaba con su rabia. Esperaba que estallaran las negras nubes que la tormenta arrastraba y que recorrían, como una manada de animales salvajes, el cielo encapotado y amenazador, ensombrecido aún más por el crepúsculo. Pero la lluvia no llegaba. Un olor a ozono flotaba en el enloquecido aire, mezclado con los aromas del mar y los pestilentes efluvios de la ciudad.

Poco a poco una extraña sensación se apoderó de Seschi. Los ciudadanos se entregaban a la más inverosímil de las orgías. Los guardias de palacio iban desapareciendo uno tras otro, respondiendo a las llamadas de las mujeres. El mismo Galiel se había rodeado de sus favoritos y de una docena de jóvenes desnudas. Seschi había constatado que había bebido una cantidad impresionante de aquel extraño vino pastoso. La locura que presidió los ritos del sacrificio se había extendido por la ciudad. Poco a poco, la ira de Seschi dio paso a un intenso nerviosismo. Si tenía que hacer algo, tenía que ser esa noche. La tormenta sería su cómplice. Llamó a Jerseti y le expuso su idea.

—Es una locura, mi señor. No somos más que un puñado de hombres.

—Si liberamos a los esclavos no estaremos solos.

—Eso es cierto, pero si fracasamos nos matarán a todos.

—De todas formas ésa es la suerte que nos espera. Una vez recuperado de su borrachera, Galiel encontrará un pretexto para matarme.

—El príncipe Seschi tiene razón —corroboró Aria—. Tenemos que actuar esta noche.

—Ordena y obedeceré, mi señor —respondió el capitán.

Seschi lo asió por los hombros.

—Esto es lo que vas a hacer.

Hacia medianoche la mitad de la tripulación del Espíritu de Ptah entraba furtivamente en el palacio real. La pequeña tropa, formada por unos cincuenta hombres, se dirigió hacia los fosos donde estaban encarcelados los esclavos. Seschi no se había equivocado: Galiel estaba tan convencido de que inspiraba terror que no había imaginado que Seschi pudiera desafiarlo en su propio palacio. Mientras se entregaba a todos los excesos, imaginaba a su joven adversario escondido en sus aposentos.

El único obstáculo con que toparon fue una decena de hombres. Intentaron resistir, pero no tuvieron ninguna oportunidad. Aquellos hombres no le inspiraban más que desprecio. Se oyó el silbido de las dagas afiladas, imparables. La maza con incrustaciones de sílex remató a los supervivientes. En pocos instantes los guardias yacían en el suelo, degollados o con el cráneo partido. Ahora ya no podían retroceder. Tras ocultar los cuerpos, Seschi y sus compañeros se precipitaron hacia los fosos. Unas rudimentarias escaleras de mano permitían a los prisioneros salir de sus húmedos agujeros. Los egipcios se apresuraron a colocarlas. Los esclavos, estupefactos, los contemplaron como si estuvieran soñando. Seschi se dirigió a ellos en egipcio, y Tefris tradujo sus palabras.

—Esclavos de Kitonia, esta noche podéis recuperar la libertad. Jamás habrá una ocasión mejor. El rey y sus súbditos están borrachos. Hemos matado a los guardias que os vigilaban. Pero ¡cuidado! Tendremos que luchar. Sabemos dónde guardan sus armas y vamos a hacernos con ellas. ¡Quienes deseen combatir a nuestro lado que nos sigan!

Se produjo una breve vacilación, pero enseguida, desde todos los fosos, una marea humana se precipitó hacia las escaleras. Los egipcios tuvieron que ayudar a salir a sus nuevos aliados. Hombres y mujeres, niños y ancianos, todos querían abandonar aquel lugar. Un joven individuo de ojos brillantes se acercó a Seschi.

—Quienquiera que seas, mi señor, gracias por tu ayuda. Dinos dónde están esas armas.

—¡Seguidme!

El día anterior Tefris había reparado en una gruta situada en el otro extremo del recinto real, donde unos soldados fabricaban arcos y flechas. Había comprobado que los soldados acudían allí a depositar sus armas. Una marea humana cruzó el palacio, abatiendo a los pocos guardias que aún quedaban allí. En pocos instantes la guarnición quedó sitiada y los rebeldes se apoderaron de las armas disponibles, mazas, lanzas, puñales y espadas de sílex o cobre, arcos y hasta unos antiguos lanzadores de flechas que todavía utilizaban los cazadores de las montañas.

Un pequeño grupo de prisioneros se congregó en torno a Seschi. Sorprendido, les preguntó qué querían.

—Mi señor, te hemos reconocido, eres el príncipe Nefer-Sechem-Ptah, hijo del Horus Neteri-Jet.

—¿Y vosotros?

—Somos compañeros del señor Tash’Kor. A él y al señor Polis se los llevaron ayer. Tu hermana, la princesa Jirá, estaba con ellos. Creo que iban a ser sacrificados a su maldita divinidad. ¿Sabes qué ha sido de ellos, mi señor?

—Los ofrecieron a su dios, en efecto. Debemos vengarlos.

—Entonces, mi señor, permítenos luchar a tu lado.

—Nuestra vida te pertenece, mi señor —insistió una joven mujer—. La princesa Jirá es nuestra reina. ¡Danos la ocasión de luchar para salvarla!

Los otros la secundaron con vehemencia. De los prisioneros chipriotas quedaban unos cuarenta. El mismo Seschi les proporcionó armas y los condujo al interior del palacio. Estaba desierto, salvo por unos treinta guardias, alertados por el tumulto, de los que ya se habían ocupado los esclavos liberados. No tuvieron tiempo de reaccionar. Ebrios de odio hacia sus verdugos, los prisioneros los aniquilaron con ferocidad. Mientras Seschi se quedaba detrás con sus compañeros, la marea humana se esparció por la ciudad, derribando a los primeros ciudadanos, que fueron degollados o destripados sin entender por qué. Lanzaron antorchas en las casas. Ardieron esteras y se declararon incendios, que se añadieron a la locura del ambiente. Por todas partes estallaron terribles enfrentamientos. Los esclavos no tenían nada que perder. Los ciudadanos borrachos huían ante aquellos demonios surgidos de la nada. Solamente los guardias lograron organizarse en algunos puntos y pudieron responder. Había combates en todas partes, en cada calle, en cada callejón, casi en cada casa.

Seschi no se había equivocado al contar con el odio acumulado por años de cautiverio. Un caos inverosímil había tomado posesión de la ciudad. Aprovechando la confusión, el joven se dirigió hacia los aposentos del rey. Contaba con hacerlo prisionero para exigir la liberación de las víctimas. Cuando llegó, el lugar estaba desierto. Como la rebelión de los esclavos le había pillado de improviso, Galiel había intentado reunir a sus guardias, pero la mayoría de ellos se habían dispersado por la ciudad. Los que quedaban habían sido asesinados sin piedad. Con las ideas confusas por el vino, obnubilado de furia, Galiel debía de haber huido de palacio para salvar el pellejo.

Seschi soltó una maldición espantosa y registró el lugar. La cámara apestaba a vómitos y excrementos. Una muchacha destripada yacía en la sucia cama del monarca. Asqueado, Seschi se dirigió hacia ella, pero no pudo más que constatar su muerte. Un cortesano atontado roncaba, tirado en un rincón, indiferente a lo que ocurría a su alrededor. Una gruesa puerta llamó la atención del príncipe. La derribó ayudándose con un enorme arcón de madera maciza.

—¡Seschi, mira! —dijo Aria, que había entrado primero.

La puerta daba a una sala oscura que albergaba los tesoros de Galiel. Había arcones llenos de oro, plata, joyas, tejidos finos, estatuillas, vasijas. La muchacha hundió las manos en un recipiente de cerámica lleno hasta el borde de turquesas.

—Es el tesoro que ha acumulado gracias a sus saqueos —dijo furiosa—. ¡No podemos dejar que se lo quede!

Seschi no vaciló.

—¡Apoderaos de todo! —rugió—. ¡Que no le quede nada!

Sus compañeros le obedecieron encantados. En pocos minutos las sortijas, pectorales, collares de plata y oro, piedras preciosas, turquesa, cornalina, malaquita, lapislázuli, todo fue metido en sacos de cuero o en arcones. A continuación Seschi mandó que regresaran al puerto, donde el Espíritu de Ptah había fondeado al caer el día. De camino, intentó aclarar sus ideas, a pesar de las ráfagas de viento que soplaban sobre la ciudad presa del caos.

Ya no esperaba capturar a Galiel. Éste debía de haber hallado refugio en una guarnición y estaría organizando el contraataque. Más valía interrumpir el combate antes que quedar atrapado. Los egipcios no eran suficientemente numerosos para enfrentarse al ejército real. En cambio, Galiel sin duda iba a ordenar a Moroj que trajera a sus guerreros del valle maldito. Quizá entonces sería posible volver allí y liberar a los cautivos. Pero para ello había que aumentar aún más la confusión. Una nueva idea había germinado en su mente. Cuando llegaron ante el Espíritu de Ptah, se dirigió a Jerseti.

—Carga el botín en el barco. Después te llevas al grupo de chipriotas y a diez de nuestros mejores guerreros y te apoderas del Corazón de Cipris.

Le indicó el lugar donde había visto la nave de Tash’Kor y prosiguió:

—Los chipriotas son demasiado numerosos para llevarlos a bordo. Vamos a recuperar su barco y tú te pondrás al mando. Después me esperarás. Todavía tengo algo que hacer aquí.

A pesar de su juventud, era difícil resistirse a su ímpetu. Jerseti tenía la sensación de hallarse ante su padre, unos años atrás, cuando luchaban contra las tropas de Meren-Set.

—¡Sé prudente, mi señor! —dijo.

Seschi se llevó con él a una veintena de soldados mandados por Hurakti y se fundió en la noche. La tormenta no había amainado. En varios puntos, en la ciudad, en la península y las montañas circundantes, el rayo había incendiado árboles y viviendas, contribuyendo a aumentar el ambiente apocalíptico. De la ciudad provenía un clamor de alaridos de dolor y gritos de pánico. El palacio real, del que se habían adueñado los esclavos, era presa de las llamas. Seschi se dirigió hacia la península, que estaba dominada por una alta colina.

A poca distancia del puerto se extendía un vasto prado en medio del cual estaba encerrado el rebaño real. Los guerreros, obedeciendo las órdenes del joven, habían cogido cuerdas, haces de leña y algunas tinajas de aceite de los almacenes. En pocos minutos ataron un leño impregnado de aceite en los cuernos de las vacas.

En la ciudad el pánico había alcanzado su punto álgido. Sus habitantes, diezmados por los esclavos ebrios de ira, creían que un enemigo desconocido había desembarcado durante la noche y estaba saqueando la ciudad. El ver a agresores originarios de todos los rincones del mundo, confirmó aquella impresión. Pero el minos Galiel sí había entendido lo que sucedía. Un guardia que había escapado le contó cómo el príncipe egipcio había liberado a los prisioneros y saqueado el almacén de las armas. Loco de ira, Galiel, tras huir del palacio, halló refugio en un bastión situado en el camino del sur. Allí reagrupó a su guardia dispersa, prometiendo los peores castigos a los que se escabullesen. Era demasiado tarde para enviar a buscar a Moroj y sus guerreros. Pero sus soldados se bastarían para repeler y aplastar a los malditos esclavos. Desgraciadamente, los rebeldes se habían llevado las armas. La lucha prometía ser dura.

—¡Ese perro egipcio es el responsable de todo! —gritaba el rey—. Hay que atraparlo vivo. Quiero verle morir a fuego lento.

Le haría pagar muy caro su crimen. Además, había saqueado el tesoro real. El soberano soltaba espumarajos de rabia. Jamás debería haber acogido a aquel miserable. Debería haberlo triturado, haberlo dado como comida a los cerdos, haberlo… A Galiel le faltaba el aire, tan grande era su rabia. Aterrorizados, sus soldados y capitanes temblaban ante él. ¿Acaso no había destripado, en un arrebato de locura, al guardia que le había traído la noticia del saqueo?

Le hicieron saber que los fugitivos se habían dirigido hacia el puerto. Sin duda se disponían a embarcar con el fruto de su rapiña, pero aún no habían salido de los muelles. No podrían zarpar antes del amanecer. Por desgracia, no faltaba mucho. Galiel estalló:

—¡Hay que atraparlos antes de que consigan huir!

Vestido con la indumentaria de guerra, él mismo se puso al frente de su ejército y se precipitó en dirección al puerto por la calle principal. Los sublevados, comprendiendo que no podrían resistir aquel contraataque furioso, se replegaron y dejaron el paso expedito. Al no encontrar resistencia, Galiel creyó que la victoria era suya. Terminar con aquel maldito egipcio y su puñado de guerreros sería pan comido. Ya se imaginaba todo lo que le haría a aquel cerdo inmundo. Antes de morir sufriría un largo, muy largo tormento. En cuanto a la puta que le acompañaba, la hija del perro de Radamante, no sería menos. Y si su muerte desencadenaba una nueva guerra, tanto peor.

De pronto, un insólito fenómeno captó su atención. En el extremo del puerto se encendió una miríada de fuegos. Al principio no entendió qué estaba sucediendo. No podían ser incendios, pues en aquel lugar no había casas. Más raro fue cuando, como en una pesadilla, los fuegos empezaron a moverse, primero vacilantes, para luego dirigirse hacia él en medio de un rugido atronador.

—¡El rebaño! ¡El rebaño está ardiendo! —gritó a pleno pulmón un hombre situado junto a él, presa del pánico.

En la noche que moría, un espectáculo alucinante sobrecogió al tirano. En medio de un estruendo infernal, cada uno de los cien animales de su rebaño arrastraba un leño ardiendo. Empujado por el terror y canalizado por los malditos egipcios, el rebaño se dirigía hacia la ciudad, hacia la calle principal donde se hallaba él. Comprendiendo por fin el peligro, quiso detener a los soldados. Pero éstos, enardecidos primero por su entusiasmo y aterrorizados después por el inesperado fenómeno, se vieron presas de la confusión. Galiel había caído en una trampa y lo sabía. Intentó huir, pero la muchedumbre era tan compacta a su alrededor que no pudo dar más que unos pasos, empujando a sus guerreros y a algunos hombres enloquecidos. Mientras el rugido atronador se intensificaba por momentos, algunos hombres cayeron sobre el rocoso suelo y otros fueron pisoteados. Aullando de rabia y terror, Galiel intentó desesperadamente apartar a sus soldados.

Fue inútil. En el último momento, se enfrentó al peligro y se le apareció una visión apocalíptica. El gran toro blanco que el egipcio le había regalado, el soberbio animal que quería sacrificar al día siguiente, avanzaba en línea recta hacia él, envuelto en llamas. El toro no estaba ardiendo, pero el leño, deshecho en el transcurso de la desenfrenada carrera, lo iluminaba dándole, en aquellos últimos momentos de la noche, una aureola infernal. Creyó hallarse ante la imagen del dios Minos en persona. Comprendió entonces que iba a morir. El animal se precipitó sobre él sin siquiera verle. Galiel se protegió ridículamente con los brazos, pero una cornada imparable le perforó el vientre. Al tiempo que un dolor insoportable le quemaba las entrañas, notó que despegaba del suelo. El poderoso toro lo arrastró en su carrera infernal. Sintió que sus tripas se vaciaban bajo los golpes de hocico del animal. Enseguida un golpe más violento lo lanzó por los aires, para luego caer al suelo sobre un montón de paja que amortiguó la caída. Asombrado de seguir todavía con vida, constató que una masa informe y ensangrentada se le desparramaba por las piernas, provocándole un dolor insoportable. Sabía, porque había mandado destripar a muchos condenados, que no moriría de inmediato. Un momento después, recibió un nuevo golpe, seguido de una atroz sensación de quemadura. Un leño en llamas acababa de proyectarlo hacia atrás. La paja se puso a arder a su alrededor. Gritó de dolor, de furia, de odio, de rabia. De miedo. Nadie le prestaba ya la menor atención ni el menor auxilio. Se estaba quemando vivo en medio de un sufrimiento horroroso.

Mientras tanto, Jerseti se había apoderado del Corazón de Cipris. Los chipriotas ya se habían instalado a bordo, felices de recuperar su barco. Acto seguido, el capitán había ordenado a sus hombres que destruyeran los otros cinco navíos de guerra de Galiel. Pronto la flota de Kitonia ardió, haciendo imposible cualquier intento de persecución.

Cerca de su barco, Seschi, que no había renunciado a intentar salvar a Jirá, se preguntaba sobre la posibilidad de rodear la ciudad para alcanzar el valle del Minotauro. La salida del sol le reveló la magnitud del desastre. El rebaño, enloquecido por el fuego, había acabado de desorganizar al ejército. El joven había distinguido, a lo lejos, al rey Galiel dirigiéndose hacia el puerto dando voces. El toro blanco, sin duda, le había pasado por encima. Los incendios iluminaban la ciudad. Los animales se habían dispersado por las callejuelas, terminando de sembrar el caos y el terror. Algunos de ellos habían huido al campo, cruzando las puertas de la ciudad. Muchos esclavos habían interrumpido el combate para darse a la fuga. Seguramente hallarían refugio en Armeni. Pero todo eso no resolvía su problema. Ahora resultaba imposible atravesar la ciudad. Pero tenía que hallar otra solución.

De repente, Hobaja se presentó ante él.

—¡Mi señor! Hay una mujer a bordo que desea hablar contigo.

—¿Una mujer?

—No ha querido dar su nombre. Pero tiene algo importante que decirte.