Capítulo 37

El vago malestar que Seschi había experimentado cuando entró en el reino de Kitonia se hizo más preciso. La ciudad llevaba dos días de fiesta; pero era un jolgorio del que se desprendía una sensación malsana, salvaje, cruel. La fiesta del dios toro era también la de Urano, dios del cielo, el más poderoso de los dioses. Para darle satisfacción, la gente se entregaba a los más desenfrenados excesos. Aria explicó que los kitonios celebraban la fertilidad, encarnada por el toro Minos, hijo de Urano. La costumbre exigía que los hombres poseyeran a las mujeres con o sin su consentimiento, a fin de demostrar el vigor sexual de la divinidad y de procrear. Se creía que los niños nacidos de aquellas uniones se convertirían en temibles guerreros.

En la ciudad de Jent-Min, en el Alto Egipto, también se celebraban festejos parecidos para venerar al dios de la fecundidad Min. Si bien aquellas fiestas servían de pretexto para todo tipo de licencias, la violación estaba prohibida, cosa que no sucedía en Kitonia. Por las calles, pegadas a las paredes, deambulaban muchachas de mirada extraviada y aspecto abatido. Más allá, otras mujeres intentaban escapar de hombres desnudos que las perseguían dando voces. Los borrachos yacían desplomados en el suelo o contra los muretes que cercaban los jardines. La ciudad entera parecía tomada por la demencia.

Aria, un tanto intranquila, se acercó a Seschi.

—Afirma la leyenda que fue durante una bacanal como ésta cuando la reina Pasifae concibió a su monstruoso hijo. Se dice que se entregó a un toro del que se había enamorado oculta en un disfraz de vaca. Una criada celosa reveló después su secreto. Pero el rey Galiel perdonó a su esposa. Estaba convencido de que era el mismo dios Minos el que había inspirado un deseo tan contranatura. La criatura nacida de aquella espantosa unión era, por lo tanto, hijo del dios. Cuando nació, nueve meses después, fue encerrado en el valle maldito junto con su madre. Con el tiempo adquirió una fuerza sobrenatural. Lo alimentaban con corderos y cabras de los que no dejaba más que los huesos. Se dice que luego mató a sus nodrizas y sus guardias. Un día se llevó a uno de ellos sin que los demás pudieran impedirlo. Hallaron su cadáver al día siguiente medio devorado. Lo reconocieron por los jirones de ropa que conservaba. Desde ese día ni siquiera los guerreros se arriesgan a entrar en el valle. Su misma madre se vio obligada a huir del Laberinto. Se desconoce qué ha sido de ella. Nadie ha vuelto a ver al monstruo. Solamente los soldados que montan guardia junto a la barrera que cierra la única salida del valle distinguen de vez en cuando su espantosa silueta merodeando en la linde del bosque. Cuentan que su cabeza no es la de un hombre, sino la de un toro. Galiel comprendió que el Minotauro (así es como se le llama) era antropófago. Para ganarse el favor del dios Minos, adoptó la costumbre de ofrecerle, cada año, durante las fiestas de la fertilidad, a siete muchachos y siete muchachas.

Debido a la presencia del magnífico toro blanco, la entrada de los egipcios en Kitonia no pasó desapercibida. Los contemplaron con asombro y curiosidad. Pero enseguida se apartaron de ellos. La fiesta había empezado tres días antes con una borrachera en toda regla y la lucidez de los ciudadanos y los guardias dejaba mucho que desear. Isla Blanca producía un curioso vino, de una consistencia pastosa, que había que diluir en agua para poderlo beber. Aria, angustiada por las miradas concupiscentes de los hombres, se aferraba al fuerte brazo de Seschi, que mantenía la mano crispada sobre su arma. La escolta de guerreros armenios y egipcios sólo tranquilizaba a medias a la princesa. Desde siempre, los kitonios odiaban a los armenios, y pese al tiempo transcurrido no habían digerido la última derrota. Sin embargo, como llevaban ofrendas para los dioses, los dejaron en paz.

La ciudad estaba construida escalonadamente sobre una colina calcárea que daba a una bahía encajada entre la costa y una península montañosa. Una bulliciosa calle principal llevaba al palacio. A ambos lados de ésta se abrían innumerables callejuelas, un auténtico dédalo donde se extraviaban las muchachas que intentaban escapar de los borrachos que las perseguían. Un destacamento de soldados medio desnudos condujo a Seschi, Aria y sus compañeros hasta palacio. Éste se alzaba en lo alto de un promontorio rocoso que dominaba la ciudad. Su arquitectura recordaba la de Armeni. Aunque de dimensiones imponentes, sólo tenía una planta y estaba formado por una aglomeración de habitaciones de todo tamaño, distribuidas en torno a un núcleo central que acogía los aposentos reales. Lindando con este núcleo se hallaban los apartamentos reservados a las concubinas de Galiel, a las que poseía o ignoraba a su antojo. Según Aria, el número de sus bastardos era inimaginable. Más lejos, unas pequeñas salas albergaban el tesoro real; otras servían para almacenar los alimentos. En la periferia de aquel anárquico dédalo se erigían los recintos destinados a los guardias.

Sujetando el toro blanco por el cabestro, Seschi hizo su entrada en el patio principal del palacio, en medio de una hilera de curiosos. El animal levantaba la cabeza orgullosamente, como para recibir el homenaje que le rendía aquel pueblo desconocido.

Cuando lo anunciaron ante el rey Galiel, el joven penetró en la sala principal, cuyo suelo no era de losas, como en Mennof-Ra, sino de tierra batida. El soberano aguardaba sentado en el trono. Su cara gruesa y cuadrada desprendía una impresión de fuerza contenida, concentrada particularmente en su mirada oscura e inquieta, que parecía verlo todo. Desprendía una formidable autoridad natural que, paradójicamente, reflejaba un insólito encanto e inspiraba temor.

Con los ojos entornados, como para escrutarlos mejor, observó la llegada de los egipcios. Al comprobar que iban dirigidos por un hombre muy joven, una sonrisa estiró sus rasgos durante una fracción de segundo. No tuvo para ellos ninguna palabra de bienvenida, sino que dejó que se instalara un pesado silencio.

El malestar de Seschi se acentuó. El personaje de Galiel le disgustaba profundamente. A pesar de la algarabía, le parecía oír su ronca respiración de fiera al acecho. El joven príncipe y el minos se miraron largo rato, intentando medir las fuerzas del otro. Seschi sentía que su presencia intrigaba y azoraba al monarca. Aunque no era consciente del intenso carisma que desprendía, al que se añadían su firme musculatura y su atractiva silueta, muy pronto comprendió que el rey desconfiaba de él. Sostuvo valientemente su mirada.

El ojo lustroso de Galiel lo traspasó, lo calibró, como para evaluar lo que podía esperar de él. El monarca desprendía una escalofriante sensación de crueldad y perversión. No sentía ni compasión ni piedad. Para él los hombres no eran más que peones al servicio de su sed de poder y dominio. Mucho peor aún, parecía divertirse con sus temores. Antes siquiera de que hubiese abierto la boca, la intuición de Seschi ya le había hecho captar su esencia. Galiel era un hombre dotado de una voluntad formidable, a la que nadie hasta ahora había podido oponerse, un manipulador de mente diabólica. El joven comprendió que su misión estaba abocada al fracaso. El rey disfrutaba especialmente viendo a los demás obedecerle mientras temblaban. Seschi reunió todo su valor y, con una voz que intentó que sonase lo más firme posible, declaró:

—Noble rey, soy Nefer-Sechem-Ptah, hijo del Horus Neteri-Jet, soberano de los Dos Reinos.

Tefris tradujo. La voz de Galiel resonó, dulzona y grave a la vez, casi cavernosa.

—¡Sé bienvenido en Kitonia! —dijo con una expresión que desmentía la amabilidad de esas palabras.

—Mi señor —prosiguió Seschi—, he venido a pedirte la reparación de una injusticia cometida hace varios días en el este de isla Blanca. Tus guerreros atacaron una aldea y capturaron a sus habitantes. Estos están bajo la protección del soberano de Kemit. Te solicito, por tanto, que les devuelvas la libertad y te ofrezco este magnífico toro blanco a modo de compensación y como prenda de nuestra futura amistad.

Seschi tuvo la impresión de estar ante un gato jugando con un ratón. El minos parecía divertirse; le traían aquel suntuoso presente con la esperanza de ablandarlo, de obtener su clemencia. Arqueó una ceja.

—¡Sigue! —rugió.

—Entre esos cautivos se encuentra mi hermana, la princesa Jirá, también hija del Horus Neteri-Jet.

Galiel se irguió, interesado.

—¿Y qué hacía una princesa egipcia en esa miserable aldea?

Seschi dudó, y al cabo decidió no informar a Galiel del conflicto que había originado la expedición.

—Se había ido de los Dos Reinos en pos de su compañero Tash’Kor, príncipe de Chipre.

Galiel se encogió de hombros.

—No lo sabía. ¿Cómo querías que mis guerreros adivinasen que aquel miserable pueblo cobijaba a una princesa de Egipto? Pero si tu hermana está prisionera, te será fácil reconocerla. ¡Sígueme!

Una insensata esperanza se apoderó de Seschi. Tal vez aquel hombre no era tan intransigente como aparentaba. Sin embargo, algo sonaba a falso. ¿Cómo podía ignorar que tenía detenidos a la hija del Horus y a dos príncipes chipriotas?

Rodeado por sus oficiales y su corte, Galiel condujo al joven a otra parte del palacio. Seschi descubrió, estupefacto, que el edificio era mucho más grande de lo que parecía desde fuera. Se prolongaba por galerías talladas en la roca calcárea, débilmente iluminadas por antorchas. Habían utilizado grutas naturales, ampliadas y acondicionadas, para encerrar a los esclavos. A ambos lados de los enormes pasillos, de cuyas bóvedas pendían estalactitas, se abrían profundos fosos, excavados por la mano del hombre, donde se pudrían los prisioneros. Un puñado de guardias armados bastaba para vigilarlos. Las paredes eran demasiado altas para que nadie pudiese escalarlas. Unos aullidos inquietantes brotaban de la misma roca. Seschi terminó entendiendo que se trataba del aitumi, que penetraba al parecer por los orificios de la bóveda. Esos lúgubres alaridos contribuían a hacer el lugar aún más inquietante.

—Mira bien, amigo Nefer-Sechem-Ptah, y dime dónde se halla tu hermana.

El joven escrutó los fosos, de más de diez metros de profundidad para evitar cualquier intento de fuga. Contabilizó varios centenares de cautivos exhaustos, tumbados sobre paja maloliente, que no debían de renovar muy a menudo. Encerrados como ganado, sólo los soltaban para utilizarlos en las tareas de mantenimiento de la ciudad. Estaban mezclados hombres y mujeres de todas las edades. Observó también la presencia de numerosos niños de rostro demacrado y ojos hundidos por la fiebre y la falta de comida. Seschi contuvo una náusea. En Mennof-Ra también los prisioneros de guerra pasaban a ser esclavos. Pero éstos quedaban rápidamente integrados en la vida de la ciudad y podían llegar a ser hombres libres, excepto si habían cometido algún crimen grave. Jamás eran tratados de manera tan vil. Solamente los reos padecían un destino comparable, y morían lentamente en las minas de oro de Nubia. Pero es que tenían que expiar sus faltas. Los esclavos de Galiel no eran sino víctimas. Rechazó la violenta oleada de odio que sintió de repente hacia aquel individuo abominable. Galiel no era digno del título de rey, o de minos, como decían allí. Un rey, según la ley egipcia, era el intermediario entre los dioses y los hombres, debía consagrar su vida y su energía a protegerlos y guiarlos, no a sojuzgarlos.

Continuó la visita, tragándose la ira, y observando la mirada satisfecha de Galiel. Se estaba burlando de él, y ni siquiera lo disimulaba.

—Y bien, príncipe de Kemit, ¿has encontrado a tu hermana?

—¡Todavía no la he visto, mi señor! —dijo con voz sorda Seschi—. Pero aún no lo hemos visitado todo.

—En efecto. Queda un foso más. Pero me temo que hay un problema.

Galiel lo condujo hasta la última cavidad, más profunda aún que las otras.

—Dime, ¿se encuentra entre estos prisioneros?

Seschi distinguió a Jirá. Estaba durmiendo, con la cabeza apoyada en las piernas de Tash’Kor, que parecía profundamente abatido. Ni siquiera alzó los ojos hacia él.

—Sí, la veo.

Galiel separó los brazos en señal de impotencia.

—Vas a liberarla —declaró Seschi—. Te he traído ese soberbio toro blanco para compensarte. Yo mismo lo he capturado.

—Una bella hazaña ciertamente —respondió Galiel—. Así pues, acepto tu obsequio.

El corazón de Seschi dio un respingo. Lo había conseguido.

—Pero por desgracia…

—¿Por desgracia…?

—No puedo satisfacer tu pedido.

—¿Cómo? —dijo sublevándose.

—Ahora me es imposible liberar a tu hermana. Ya no está en mis manos. Estos prisioneros que has visto pertenecen ya al dios del cielo, Urano. Deben ser entregados mañana a su hijo, en el valle sagrado. No puedo arriesgarme a contrariarlo.

Galiel se había separado de él. Al mismo tiempo, los guardias personales del monarca se habían acercado esgrimiendo sus armas. Comprendió que Galiel había estado haciendo comedia. Sabía perfectamente dónde se hallaba Jirá, y nunca había tenido intención de liberarla. Ostentaba el poder absoluto y abusaba de él, sencillamente para su propio placer. El joven sintió un terrible impulso de aplastar a aquel cerdo infecto. Pero tuvo que dominarse. Si intentaba el menor gesto contra él sería hombre muerto. Lamentó no haber traído la maza. Pero no se podía entrar armado en palacio. Intentaba controlar el temblor que la furia confería a su voz, respondió:

—¿No temes que nuestro padre, el soberano de los Dos Reinos, se irrite por tu decisión? Su poder es mucho más grande que el tuyo.

Galiel separó los brazos, encantado por la provocación.

—No me amenaces, amigo mío. Kemit está muy lejos. Pienso, por el contrario, que sería más prudente por tu parte apreciar mi magnanimidad. Eres un extranjero y podría convertirte en esclavo, ponerte al mismo nivel que estos prisioneros destinados al sacrificio. Considérate dichoso de que mi bondad acepte tu ofrenda. Como ya te he dicho, no quiero arriesgarme a enfadar a Urano privando a su hijo de sus víctimas.

Con una señal mandó que sus guardias escoltaran al joven y declaró con su voz cavernosa:

—Olvídate de todo esto. No puedo ir contra la voluntad de los dioses. Mañana es la fiesta de nuestro bienamado y temido Urano. Diviértete junto con mi pueblo.

Con el corazón afligido y lleno de rabia impotente a la vez, Seschi tuvo que asistir a la terrorífica bacanal que siguió. Ni siquiera le fue posible eclipsarse discretamente. Galiel pretendía cebarse en su ira y su incapacidad de reacción. A aquel hombre le gustaba humillar a los demás, rebajarlos, convertirlos en títeres para divertirse manejándolos a su antojo, haciendo creer a veces que concedía un favor para cobrárselo mejor después. Sus súbditos le odiaban, pero le temían tanto que ninguno habría intentado nada contra él. También era conocido por el refinamiento de la crueldad con que hacía morir a los que habían tenido la desdicha de disgustarle. Seschi no podía creer que un personaje tan abyecto pudiera existir. Sin embargo, Galiel llegó al colmo del horror cuando declaró:

—Tu regalo es magnífico, príncipe Nefer-Sechem-Ptah. Por lo tanto, será inmolado en honor de Urano pasado mañana, cuando clausuremos las fiestas de la fertilidad. Te doy las gracias, pues, por tu hazaña y tu obsequio.

Esta última decisión era un insulto deliberado. En Mennof-Ra también se sacrificaban toros. Pero, para el joven príncipe, éste era el equivalente del toro Api, al que se capturaba para criarlo y ser la encarnación de Ptah. Ptah era su propio dios, y esta nueva ignominia iba dirigida, en la mente de Seschi, contra el propio néter.

La noche siguiente, cuando por fin pudo instalarse en los aposentos que Galiel le había asignado, no pudo conciliar el sueño. No podía intentar nada para liberar a Jirá. Los guardias eran demasiado numerosos. Una sorda ira se había apoderado de él y no le abandonaba. Le habría gustado estrangular a aquel maldito rey con sus propias manos, muy lentamente, para que sintiera cómo le llegaba la muerte, cómo su cuerpo se vaciaba de toda energía. Aquel perro infame no merecía vivir. Pero la experiencia le había enseñado, pese a su juventud, que era inútil luchar contra una fuerza superior a la suya. Tenía que esperar y reflexionar. Imploró a Ptah que le enviara su inspiración, pero estaba demasiado lejos de las Dos Tierras. Al día siguiente no había encontrado ningún medio para socorrer a Jirá. Sería sacrificada al terrible monstruo que vivía en el valle maldito, y él no podría impedirlo.

Al alba sacaron a los prisioneros de los fosos y los condujeron al patio del palacio real. En cuanto lo supo, Seschi acudió al lugar, acompañado por Aria y sus amigos. Permaneció apartado. No quería que Jirá le viese. No quería que alimentase vanas esperanzas. Tuvo que refrenar su furia cuando vio que, obedeciendo las órdenes de Galiel, los guardias arrancaban a los condenados los jirones de ropa que les quedaban. La muchedumbre, histérica por las dos últimas noches de borrachera, empezó a soltar alaridos ante los cuerpos desnudos. Se oyeron bromas obscenas dirigidas tanto a los hombres como a las mujeres. Seschi tuvo que dominarse para no apalizar a un gordo que gritaba con voz pastosa lo que le habría gustado hacerles. Observó a Jirá. Parecía un animalito acorralado. Su mirada asustada recorría la masa humana que se reía de su cercana muerte. Seschi habría querido poseer los poderes de Ptah para fulminar a aquellos individuos infames y, sobre todo, a aquel monarca diabólico. Pero la guardia era numerosa y bien armada. Lo tenían vigilado por si acaso intentaba una acción desesperada.

Los gemelos estaban pálidos y demacrados. Tash’Kor abrazó a Jirá para tranquilizarla. De inmediato intervinieron los soldados y los separaron. Polis se interpuso para proteger a la pareja. Unos cuantos bastonazos terminaron con su ridículo intento. Curiosamente, Seschi sufrió por los golpes recibidos por los dos hombres. Ya no eran sus enemigos. Su odio se había desvanecido.

Apenas se dio cuenta de que la muchedumbre se ponía en marcha. Con el corazón en un puño siguió el cortejo, que salió de la ciudad para dirigirse hacia el sur. En procesión lenta y ruidosa, caminaron durante media jornada. El viento había redoblado su intensidad. Continuas ráfagas azotaban la columna, aturdiendo y desequilibrando a la gente, calentando un poco más los ánimos.

Poco a poco el relieve se fue elevando. Una montaña cubierta de brezo y arbustos de espinos reemplazó las verdes colinas de la costa. Pronto llegaron a una especie de anfiteatro natural, abierto en el medio por un desfiladero hundido entre dos montañas. Una alta muralla rematada por una doble hilera de chuzos unía las dos paredes rocosas. Curiosamente, las puntas de los chuzos estaban dirigidas hacia el interior, sin duda para evitar que la criatura escapara. Varios centinelas patrullaban a lo largo del camino de ronda. En medio de la muralla se alzaba una pesada puerta de dos hojas hecha con troncos.

Seschi sentía en su mano la delicada manita de Aria, que le seguía como a su sombra temblando de miedo. Le había dicho que nunca había presenciado un sacrificio humano. Los egipcios se quedaron atrás, ocupando un lugar sobre unas peñas que dominaban el claro donde se habían reunido los ciudadanos. El joven no quería encontrarse cerca del monarca. Temía que éste quisiera provocarle, y prefería evitar el tener que saltarle al cuello. Contenida por el auténtico ejército que escoltaba al minos y los prisioneros, la muchedumbre formó un gran círculo ruidoso en torno al rey, los sacerdotes y las víctimas, a quienes les soltaron las ataduras. Seschi temió por un instante que las degollaran antes de ofrecérselas al monstruo, pero no fue así. Mientras los sacerdotes proferían a pleno pulmón las frases rituales dedicadas a Minos y Urano, los prisioneros fueron empujados sin miramientos hacia la gran puerta. Un ambiente de demencia fue ganando poco a poco el lugar. El gentío salmodiaba incansablemente los nombres de las divinidades y repetía retazos de frases pronunciadas por los sacerdotes, que los aullidos del viento se llevaban y deformaban. Las hojas de las puertas se abrieron lentamente. Se necesitaban tres hombres para mover cada una de ellas. Reconcomido por la furia y la angustia, Seschi intentó ver lo que pasaba al otro lado. Pero no distinguió más que una desierta superficie de hierba. Más lejos nacía un bosque umbrío, encajonado en lo más profundo de aquel desfiladero oscuro donde el sol apenas penetraba. A ambos lados se elevaban inmensas paredes rocosas, grises y abruptas, imposibles de escalar. Empujaron a las víctimas más allá del límite. Seschi adivinó, detrás del rugido infame de la gente, los alaridos de terror de las muchachas. La puerta se cerró. Los sacerdotes ascendieron entonces por la rampa que conducía al camino de ronda. Ahí dedicaron nuevos cánticos a la monstruosa divinidad que vivía al otro lado. Seschi comprendió que estaban intentando divisarla. Pero ésta no se dejó ver. Los sacerdotes, decepcionados, descendieron, y así concluyó la ceremonia. Poco a poco, los ciudadanos emprendieron el camino de vuelta a Kitonia.

Seschi y sus amigos dejaron que la gente se fuera de allí. Tal vez fuera posible penetrar en el valle con armas e intentar liberar a los prisioneros. Pero muchos kitonios no se habían movido del sitio, especialmente una escuadra de un centenar de guerreros. Varios individuos subieron por la rampa a su vez, provistos de piedras que lanzaron contra los condenados. Furioso pero impotente, Seschi bajó del promontorio. Al verlo, Galiel mandó a uno de sus capitanes a buscarlo. El joven príncipe tuvo que obedecer.

—Adivino lo que puedes estar pensando, amigo Nefer-Sechem-Ptah —dijo el minos con voz falsamente amable—. Voy a dejar aquí a Moroj, mi mejor capitán, que sabrá disuadirte de forzar la puerta del Laberinto, en caso de que tal idea te viniera a la cabeza. No pienses que podrás hacer algo para liberar a tu hermana. Ahora ya pertenece a los dioses.

Se frotó las manos con satisfacción y añadió:

—Según cuentan los guardias que vigilan el valle, el minotauro no mata a todas sus presas de golpe. Al contrario, las persigue, las acorrala y las mata de una en una. Se las oye gritar atemorizadas mucho tiempo después de haber sido encerradas en el valle. Algunas hasta sobreviven más de un mes. Alégrate, quizá tu hermana no muera enseguida.

Y se echó a reír con unas sonoras carcajadas que no tenían más objetivo que provocar a Seschi. Éste no reaccionó. Los soldados de Galiel sólo esperaban un paso en falso por su parte para abatirlo. No le daría esa satisfacción a aquel perro. Pero un terrible desespero le embargó. Ahora ya no veía cómo podría auxiliar a Jirá.