Seschi mandó bajar a tierra al marinero que se había ofrecido como guía.
—¡Dime lo que sabes sobre los que han atacado este pueblo!
Tefris, un compañero de Hobaja que hablaba cretense, tradujo las palabras de Seschi. El pescador abrió unos ojos despavoridos.
—Vienen de un lugar espantoso, mi señor —respondió el nativo—. Sólo he aceptado llevarte hasta allí porque me has prometido pagarme bien. Pero me crujen los huesos sólo de pensar en aventurarme tan cerca de la guarida de esos demonios.
En otras circunstancias, la cobardía del pescador habría divertido a Seschi. Pero Jirá estaba prisionera. Después de traducir laboriosamente la respuesta, Tefris dio a entender a Seschi, con una discreta señal, que pensaba que el individuo no estaba del todo en sus cabales. Parecía temer que en cualquier momento surgiera un monstruo aterrador vomitado por Set. Ya de madrugada había cedido al pánico porque el barco navegaba demasiado cerca de la costa. En algunos puntos los acantilados caían en picado y potentes torbellinos nacían de la lucha titánica de las olas contra las rocas. En las paredes verticales se abrían inquietantes y oscuras grutas, inaccesibles al hombre. El pescador había certificado que aquellos antros maléficos eran refugio de monstruos terroríficos, cuyos gruñidos quedaban ocultos tras el rugir de las olas. Desdichados los que se acercaran demasiado a aquellos lugares malditos. Contestando a las preguntas de Seschi se puso a hablar con una locuacidad mezclada con un castañeteo de dientes. Tefris tuvo que hacerle repetir varias veces sus palabras.
—No sé si debemos dar crédito a lo que cuenta, mi señor. Suena muy extraño.
—¡Explícate!
—Dice que los saqueadores provienen de una ciudad situada muy lejos hacia el oeste. No sabe el nombre. Afirma que cada año, los habitantes de esa ciudad maldita organizan incursiones a lo largo de las costas para capturar a jóvenes que después ofrecen como pasto a una criatura abominable. Dice que esta criatura es producto de la unión de una mujer y de Urano, el dios del cielo, encarnado en forma de toro gigante. Ella concibió un hijo que escondieron a la vista de los demás, pues su aspecto era aterrador. Cuando fue adulto, lo encerraron para siempre en un valle maldito, un laberinto inaccesible del que no puede escapar.
Seschi pensó en Apis, encarnación de Ptah. Nadie, sin embargo, había imaginado nunca que una mujer pudiera copular con aquel animal. La idea en sí misma era repugnante. La gente de esa isla era muy extraña, ciertamente. El pescador prosiguió:
—Su ascendencia divina le proporciona una fuerza sobrehumana. Se afirma que es capaz de derribar a cien guerreros él solo. Su tamaño es dos veces el de un hombre robusto, y vive en un desfiladero siniestro hundido entre dos montañas infranqueables, un lugar maléfico donde el sol jamás penetra.
—¡Y nadie ha visto nunca a ese monstruo! —ironizó Seschi.
—Pero existe —insistió el pescador—. Por él esos perros saquean nuestros pueblos. Todos los años sacrifican para la criatura siete muchachas y siete muchachos. Ninguno de ellos ha regresado jamás.
—¿Por qué no lo han matado, si es tan peligroso? —preguntó Jerseti.
—El toro es el dios de Creta, mi señor. El minos de esta ciudad se llama Galiel. Afirma que ese niño fue engendrado por el propio dios. Por este motivo le ofrecen sacrificios humanos.
—¿El minos?
—Así es cómo llaman a los reyes.
—Entonces —declaró Seschi—, vas a llevarnos hasta esa ciudad. Quiero conocer a ese… minos.
—¡Te matará, mi señor! —dijo el hombre estremeciéndose—. Su maldad es legendaria. Hasta los otros minos le temen.
—Yo también seré muy malo si se niega a devolverme a mi hermana —gruñó Seschi dando golpecitos en su enorme maza con incrustaciones de sílex.
Seschi había aceptado la alianza propuesta por Jokán. Entre ellos había nacido una espontánea simpatía. El joven príncipe había conservado del anciano, a través de las palabras de Jirá, la idea de un mago movido por malas intenciones, extremadamente peligroso y capaz, por el poder de su brujería, de desencadenar la furia de los dioses sobre un país. El hombre que había descubierto no correspondía en absoluto a ese perfil. Por el contrario, Jokán, en muchos aspectos, le recordaba a su abuelo Imhotep. Su erudición era asombrosa, pero además hacía gala de una gran humanidad y una profunda sabiduría. El afecto que sentía por los suyos había conducido a Seschi a modificar su opinión sobre los gemelos. Acabó por decirse que, situado en circunstancias idénticas, él también habría sentido odio y podido cometer los mismos errores. Había aprendido una cosa: nunca hay que juzgar a un hombre a la ligera, sin haberlo conocido y sin haber intentado comprender sus motivaciones.
Así, los chipriotas supervivientes fueron acogidos a bordo del Espíritu de Ptah mejor de lo que esperaban. Tras reunir las pocas armas salvadas del desastre, habían ocupado un lugar en el banco de boga sin rechistar, y rápidamente se habían entablado nuevas relaciones entre los egipcios y los recién llegados. Adversarios en otro tiempo sin haber tenido la ocasión de combatir, los dos bandos se hallaban reunidos a la fuerza por las circunstancias, reconciliados por un enemigo común. La perspectiva de los combates futuros, donde deberían respaldarse mutuamente, les incitaba a charlar, a conocerse mejor. Y cada grupo se dio cuenta de que el otro, a fin de cuentas, se le parecía mucho, y aún más porque los chipriotas habían vivido en Mennof-Ra, y guardaban agradables recuerdos y cierta nostalgia, compartida por los egipcios. Además, los recién llegados contaban entre sus filas con varias mujeres jóvenes a las que Seschi separó, por su seguridad, en la parte de popa del barco. Los guerreros, que no habían visto mujer desde hacía más de dos meses, estaban encantados con aquella compañía, a la que no podían acceder pero cuyas ligeras voces podían percibir. A menudo incluso adivinaban sus siluetas deambulando junto a la cabina de mando.
Taina no estuvo muy contenta de volver a encontrarse con sus antiguas compañeras. Éstas, por su parte, se mantuvieron alejadas de ella. Creían que había traicionado a su amo, y era cosa impensable el perdonarla tan fácilmente. En cambio, Neserjet sintió una inmediata simpatía por Leeva. Ésta le explicó el dolor de Jirá cuando creyó que el navío de su hermano había sido destruido por el dios Tifón. La joven beduina le contó entonces su odisea.
—También nosotros pensamos que vuestro barco había sido destruido. Pero uno de nuestros guerreros lo avistó dirigiéndose hacia el noroeste. Tefris, el segundo del capitán Hobaja, sabía que en esta dirección había unas misteriosas tierras a las que llamaban islas Blancas. El Corazón de Cipris ya había tomado demasiada delantera. El ciclón todavía era amenazador y nos vimos obligados a poner rumbo al oeste antes de remontar hacia el norte. Pero el príncipe ha heredado la obstinación de su padre. Jamás suelta una presa. Por suerte, nuestro barco no había sufrido grandes averías. Además, Tefris conocía las islas Blancas porque ya había estado en ellas. Incluso habla un poco la lengua de los nativos. Así pues, Seschi decidió seguiros.
»El Espíritu de Ptah no tardó más de cuatro días en avistar la isla. Por desgracia, os habíamos perdido. Durante más de dos meses exploramos las costas en busca de una huella de vuestro paso. Cometimos el error de bordear primero la orilla sur. En varias ocasiones fondeamos, pero los nativos huían al vernos. Creta es un país muy sorprendente. Algunas tribus no están muy evolucionadas. Viven de la caza y la recolección. Otras, por el contrario, demuestran poseer una civilización más avanzada.
»A base de paciencia y tenacidad el príncipe Seschi acabó estableciendo contacto con algunos nativos. Siempre ha tenido un extraño don para amansar a los demás. Pero nadie había visto un barco. Los nativos temen la llegada de barcos. Nos hablaron de tropelías, de prisioneros a los que no habían vuelto a ver. Ya en esa costa meridional nos habían contado la historia de un monstruo terrible con cabeza de toro. Pero Seschi no quería creerlo. Al final nos fuimos del lugar. Puesto que nadie había detectado el paso de un gran navío por allí, dedujo que el Corazón de Cipris había tenido que bordear Creta por el norte. Echaba pestes contra sí mismo por haber elegido la ruta equivocada. Por otra parte, no había ninguna prueba de que hubierais hecho escala en la isla. Quizá habíais seguido rumbo al norte.
Neserjet hizo una mueca divertida.
—No estaba de muy buen humor. Tenía la impresión de estar perdiendo un tiempo precioso. Pero no podíamos hacer nada más. Fuimos costeando de un sitio a otro, organizando a veces expediciones por el interior de las tierras en busca de indicios. Sin ningún resultado hasta ayer, cuando detuvimos una barquita de pescadores. Éstos nos contaron que una nave había naufragado en aquella costa dos meses atrás, y que sus ocupantes habían construido un pueblo. Sólo podía tratarse de vosotros. Por desgracia, llegamos demasiado tarde. Si hubiéramos llegado antes…
—Los dioses habían escrito así nuestro destino, Neserjet —respondió Leeva—. Y quizá sea mejor de este modo.
—¿Cómo puedes decir eso? —se sorprendió la muchacha.
—¿Qué habría pasado si nos hubierais encontrado antes del ataque? Nuestros dos clanes se habrían enfrentado, el tuyo para llevarse a la princesa Jirá y el mío para defenderla.
—Es cierto —admitió Neserjet.
—En cambio, hoy somos aliados. Tal vez ésa era la voluntad de los dioses. Para mí, eso significa que nos protegen y que nos prestarán su auxilio en la batalla que vamos a librar. Porque no hay mejores amigos que dos enemigos reconciliados.
—Pero Seschi odia a tus señores. Dudo que les perdone tan fácilmente.
—El príncipe Seschi es generoso. Estoy segura de que les perdonará. Además, quizá te corresponda a ti actuar en ese sentido, ¿no crees?
—A mí no me hace mucho caso —suspiró Neserjet.
Leeva no contestó enseguida. Tras observar a su amiga, añadió:
—Estás enamorada de él, ¿verdad?
—Le importo un bledo. Se pasa el tiempo corriendo de una a otra. No conozco a ninguna que se le haya resistido hasta ahora. En cuanto a mí, me considera una amiga. Me lo cuenta todo, como hacía con Jirá. Pero yo no soy su hermana.
—Puede que tu situación no sea tan mala. Al menos te es fiel como amigo.
—Pero deseo algo más. Por su culpa y por mi estupidez he rechazado los requerimientos de otros príncipes egipcios. Eran jóvenes, ricos y guapos, pero no quise nada con ellos. Desde entonces tengo una reputación de mosquita muerta que no me merezco.
Leeva se echó a reír a carcajadas ante la expresión contrita de Neserjet, que terminó por imitarla.
—Según el pescador, nos estamos aproximando a la ciudad —señaló Hobaja—. Su puerto es uno de los más importantes de la isla.
—Imposible ir allí directamente —respondió Seschi—. Sería como meterse en la boca del lobo. Desembarcaremos un poco antes, a un día de marcha de la ciudad. Allí intentaremos penetrar en el interior haciéndonos pasar por pastores. Una vez en el lugar ya decidiremos qué hacer. Necesitamos saber a dónde han llevado a Jirá.
Varias horas después, el Espíritu de Ptah entró en una pequeña ensenada bien resguardada. Seschi, Jerseti, Hurakti y una treintena de guerreros desembarcaron y se dirigieron hacia las colinas. Las fragancias de resina y flores les llenaban los pulmones. Para hacer creíble su expedición, llevaban un pequeño rebaño de cabras del pueblo de Antrón. Asimismo, vestían ropas viejas de campesinos, amplios vestidos de tosca lana en los que era fácil disimular las armas.
Cuando iban caminando en dirección a la ciudad, bordeando un pequeño lago, oyeron gritos.
—Parecen mujeres —observó Hurakti.
Seschi indicó a los guerreros que se quedaran atrás. Seguido por el coloso, se escabulló entre unos espesos matorrales para acercarse. Les recibió un espectáculo que no carecía de encanto. Un poco más lejos había media docena de muchachas desnudas bañándose y riendo. Una de ellas parecía estar rodeada por las demás. Se trataba, sin duda, de un personaje importante. Estudiando el lugar, distinguieron a varios guerreros, seguramente destinados a proteger a las jóvenes. Los dos hombres intercambiaron una mirada de complicidad.
—Vamos a capturarlas —susurró a Hurakti—. Podremos utilizarlas como moneda de cambio para conseguir a Jirá.
Entrenados por Jerseti, los guerreros sabían cómo deslizarse sigilosamente. Cuando saltaron sobre los guardias, éstos no pudieron oponer ninguna resistencia. Las chicas chillaron de pánico. Los egipcios las hicieron salir del agua, encantados de comprobar que estaban completamente desnudas. La de más edad no tenía ni dieciocho años. Un soldado, divertido, condujo a una de ellas ante Seschi.
—¡Qué presas más interesantes hemos cazado! —exclamó.
La chica se cubrió como pudo con las manos y fulminó a Seschi con la mirada.
—¿Quién eres? —pregunto el joven.
Tefris tradujo.
—¡Me llamo Aria! Y soy la hija del minos de Armeni. ¡Pagarás tu crimen con la vida! Te dará de comer a los cerdos y te devorarán las entrañas.
—¡Silencio! —gruñó el joven como respuesta—. No olvides que de momento eres tú quien está en mis manos. Tu gente ha raptado a mi hermana. Si no me es devuelta, morirás.
—No entiendo nada de lo que dices.
—¡Vístete! Vas a conducirme hasta tu padre.
Impresionada por la autoridad que desprendía el joven, Aria no osó responder. Por un momento había temido que aquellos individuos vestidos a guisa de campesinos abusasen de su victoria. Pero el joven gigante que los mandaba no parecía tener malas intenciones. Al menos de momento. Se preguntaba de dónde habrían surgido. La ciudad estaba cerca. Ningún enemigo se atrevería a aproximarse tanto a las murallas. Y además, Armeni no estaba en guerra con nadie. ¿Cómo habría podido imaginar que corría el riesgo de ser atacada?
Tras enviar a dos guerreros a que informaran a Hobaja de aquella captura, Seschi ordenó ponerse en marcha. La ciudad se erigía a menos de una milla, en el interior. Un camino de guijarros llevaba hasta el mar, donde había un pequeño puerto, Reti. Las dos aglomeraciones dependían del minos Radamante, padre de Aria.
Armeni era muy distinta de las ciudades egipcias. Sus murallas no eran más que un amasijo de rocas selladas con arcilla y erizadas de afiladas estacas. Asimismo, las viviendas eran de madera y piedra toscamente tallada. La arquitectura era rudimentaria. Seschi pensó que se trataba de un pueblo primitivo, muy retrasado con respecto al del Valle Sagrado. Pero los habitantes eran numerosos, y la ciudad compensaba su rusticidad con sus considerables dimensiones. Calculó que Armeni debía albergar unos diez mil habitantes. Sujetando a Aria a su lado, condujo a sus compañeros hacia el palacio real. La muchacha, intranquila, sentía en su costado la punta del puñal que Seschi ocultaba bajo una piel. Algunos se extrañaron al ver a la princesa pasear del brazo de un forastero, pero la presencia de sus guardias personales, libres de todo obstáculo, evitó las preguntas. Las amigas de Aria iban vigiladas por los soldados egipcios. Seschi les había advertido: la primera que intentase escapar provocaría la inmediata muerte de la princesa.
En realidad, el plan de Seschi rayaba en la locura. Le repugnaba utilizar a las jóvenes como escudo, pero ¿acaso no habían atacado los armenios primero al secuestrar a Jirá?
Poco a poco, sin embargo, se fue formando una muchedumbre de curiosos, intrigados por aquellos campesinos desconocidos cuya actitud hacia la princesa parecía, cuanto menos, familiar. Seschi aceleró el paso y pronto el pequeño grupo llegó al palacio real.
Éste no difería de las casas más que por sus dimensiones. Una multitud de servidores y guerreros poblaba el amplio patio de recepción, repleto también de cabras, muflones, cerdos y algunos asnos. Aparentemente, aquel patio hacía también las veces de mercado, pues muchos lugareños se amontonaban a lo largo de los tenderetes pegados a las paredes. Al llegar ante la entrada del palacio propiamente dicho, una docena de guardias les salió al paso para recibir a la princesa. Seschi se colocó detrás de su cautiva sin soltarla y ordenó:
—Diles que deseas ver a tu padre.
—¡Hará que te corten la cabeza!
—¡Antes te la cortaré yo a ti, preciosa!
Intentó soltarse, pero él la sujetaba con fuerza. Los guardias se dieron cuenta al instante de que algo iba mal y quisieron intervenir. Seschi sacó el puñal y lo apoyó contra la garganta de Aria.
—¡Conducidme ante vuestro rey! —rugió.
Los soldados vacilaron. Una ligera presión del cuchillo sobre la suave piel de la muchacha les hizo decidirse a actuar. Aunque amenazaban con sus armas a los egipcios, se apartaron para dejarles paso.
Radamante estaba reunido con los jefes de los pueblos de su reino cuando Seschi irrumpió en la sala. El lugar era sorprendente. A pesar de lo rústico, desprendía una gran luminosidad. En las paredes encaladas había estilizados dibujos en los que dominaba el verde y el azul, representando escenas de caza, pájaros, animales o escenas marinas. También había pieles de animal, finamente curtidas, pintadas con motivos idénticos. Los muebles de madera estaban repletos de vasijas de barro delicadamente decoradas. El conjunto desprendía una sensación de alegría, poesía y serenidad que no se correspondía en absoluto con lo que había contado el pescador.
Al ver a su hija prisionera, Radamante palideció. Por la mirada decidida del desconocido que la tenía a su merced comprendió que un solo gesto por su parte provocaría su muerte. Caminó hacia Seschi, indicando a sus guardias que no intervinieran. Tefris, demasiado tranquilo, hizo las veces de intérprete.
—¿Quién eres? —preguntó Radamante.
—Soy el príncipe Nefer-Sechem-Ptah, hijo del Horus Djoser, señor de las Dos Tierras.
—Tienes una extraña manera de presentarte ante mí. ¿Es que los egipcios se han vuelto tan bárbaros que atacan a jovencitas indefensas? No obstante, debes saber que si matas a Aria no tendrás ninguna posibilidad de salir vivo de este palacio.
Seschi lo observó. A su pesar, le gustó su mirada franca y serena. Djoser siempre decía que más valía tener un enemigo inteligente que un amigo estúpido. Replicó en el mismo tono:
—¿Y cómo llamas tú a la manera en que tu gente atacó el pueblo de mi hermana, en el este de la isla?
El rostro del minos reflejó asombro.
—¿Tu hermana?
—Tus guerreros atacaron a los suyos por sorpresa. Mataron a tres soldados y se llevaron a casi todos los habitantes. Por eso vengo a pedirte justicia y que me devuelvas a tus prisioneros.
Radamante meneó la cabeza mientras escuchaba la traducción de Tefris. Luego separó los brazos en señal de impotencia.
—Temo que la ira haya cegado tu corazón, príncipe Nefer-Sechem-Ptah —dijo al fin en un egipcio vacilante pero comprensible.
—¿Hablas mi lengua? —se sorprendió Seschi.
—La aprendí con un viejo marino egipcio que se radicó entre mi pueblo. Jamás fue maltratado. Mi gente lo recibió como a un amigo y, si aún viviese, él mismo te lo confirmaría. Por desgracia, los dioses se llevaron su vida hace muchos años. Pero gracias a él aprendí a conocer tu país, por el cual siento gran admiración.
—¡Basta de palabrería! ¿Dónde está mi hermana? Y no olvides que se trata de la hija del Horus Djoser.
—Aunque la comprendo, tu ira contra mí es infundada, príncipe Seschi. No fue mi gente quien atacó ese pueblo.
—¡Un marino de tu isla afirma lo contrario! —Se giró hacia el pescador, que les había acompañado—. ¡Habla! —gritó—. ¿Acaso has mentido?
—¡No, mi señor! He dicho la verdad. Varias veces los de mi isla han sido secuestrados por los guerreros de la gran ciudad del oeste. Mis dos hermanas desaparecieron, y primos y amigos.
Se postró a los pies de Radamante.
—¡Apiádate de ellos, oh gran rey! Te suplico que les des la libertad. Sólo somos unos pobres pescadores. No somos tus enemigos.
El minos se acercó y le hizo incorporar.
—Yo tampoco soy enemigo tuyo, pescador. No he hecho prisionera a la gente de tu tribu. —Se plantó delante de Seschi—. Este hombre no ha mentido, pero sí se ha equivocado. Armeni es una ciudad pacífica, y los míos jamás han atacado a los pueblos del este. Sin embargo, sé de qué habla: al oeste hay otra ciudad, Kitonia. Varias veces en el pasado hemos estado en guerra con ella. Actualmente reina un período de paz, pero sabemos que llevan a cabo tropelías en las costas orientales para capturar aldeanos.
—¿Los convierten en esclavos?
Radamante guardó un breve y tenso silencio hasta que decidió proseguir.
—No sólo eso.
—¡Explícate!
—Aquí, en esta isla, veneramos desde siempre a un dios con forma de toro. En el momento de la creación del mundo hizo surgir la isla de las aguas del mar primordial y engendró a los primeros reyes. Éstos se repartieron la isla en varios reinos. Con el tiempo, las guerras enfrentaron a los diferentes pueblos, pero dos ciudades, Armeni y Kitonia, llegaron a ser más importantes que las demás. Armeni celebra grandes festejos en honor del dios toro. Se trata del culto de la fertilidad. La potencia del toro está asociada con la fuerza de la naturaleza fecunda, que nos ofrece sus frutos en abundancia. Nos gusta la paz y mantenemos buenas relaciones con los pueblos de allende los mares, si bien sus visitas son escasas, pues pocos son los navegantes intrépidos o inconscientes que se aventuran en el Gran Verde. En Kitonia las costumbres son diferentes. Con motivo de la fiesta del dios toro, que se celebrará dentro de diez días, se realizan sacrificios humanos.
—¿Sacrificios humanos? —exclamó Seschi alarmado—. Entonces este hombre decía la verdad.
—Son los de Kitonia los que deben de haber raptado a tu hermana —confirmó Radamante—. Y mucho me temo que será inmolada durante las ceremonias. Te lo explicaré si consientes en soltar a mi hija.
Seschi aflojó la presión del brazo con que sujetaba a Aria. Antes de soltarla, se dirigió a Radamante.
—¡Creo que tus palabras son las de la Ma’at, mi señor! Jamás ha sido mi intención perjudicarte a ti o a tu hija. Te pido perdón por el modo brutal con que la he tratado. Pero debo pensar en la seguridad de mi gente. Dame tu palabra de rey de que no se les hará ningún daño cuando libere a mis prisioneras.
—Tu acción era audaz y por tanto digna de respeto, príncipe Nefer-Sechem-Ptah. No sólo tienes mi palabra, sino también mi apoyo. No soy tu enemigo.
Seschi soltó a su cautiva.
—¡Perdóname por mi conducta, princesa Aria!
La joven se separó, se masajeó los brazos doloridos y luego le dedicó una sonrisa encantadora.
—Te perdono, príncipe —dijo en un egipcio un poco torpe—. Me gustaría tener un hermano que arriesgara así su vida para salvar la mía.
La tensión se disolvió de inmediato. Radamante invitó a Seschi a tomar asiento junto a él e inició un relato inquietante.
—Se cuenta que la reina Pasífae, esposa del minos Galiel, la engañó hace tiempo con un toro. En esa unión contra natura concibió un hijo deforme, que no era ni del todo humano ni del todo animal. Estaba dotado de una fuerza excepcional, pero sólo verle bastaba para hacer temblar hasta a los más valientes. Al principio, Galiel pensó en darle muerte. Pero no lo hizo, pues tenía la certeza de que el niño era hijo de Urano, encarnado en el toro sagrado. Con los años la criatura se hizo más y más fuerte, y más y más peligrosa. Entonces la encerraron en un lugar aterrador, una especie de laberinto del que no podía escapar, porque no tiene más que una entrada. Desde entonces nadie se acerca a ese lugar de terror y muerte. Pero la atrocidad no termina aquí. Desde siempre los kitonios realizaban, cada año, un sacrificio humano. Esta víctima, en general un esclavo, hombre o mujer, era inmolada para agradecer a Urano los hijos que concedía a las mujeres. Nuestros propios antepasados practicaban ritos semejantes hace mucho tiempo, pero los abandonamos. Galiel, que es un tirano sediento de sangre, tuvo la terrible idea de modificar esa costumbre bárbara. Así, desde hace más de veinte años, un poco antes de la fiesta del dios toro, los kitonios saquean una aldea lejana y se toman prisioneros destinados a ser ofrecidos en sacrificio a su monstruoso ídolo. Cada año encierran a siete muchachos y siete muchachas en el laberinto con la Bestia. Jamás ninguno de ellos ha salido vivo. Cuentan que los devora a todos, unos tras otros. ¡Ojalá a tu hermana sólo le espere la esclavitud!
—¡Hay que matar a ese monstruo! —exclamó Seschi—. ¡No dejaré a Jirá en manos de ese tirano!
—Pero ¿qué quieres hacer? No puedes atacar Kitonia con un puñado de guerreros. Por muy valiente que seas, eso sería un suicidio.
—Quiero conocer a ese Galiel. Pero no quiero hacerlo como enemigo. Primero debo introducirme en la ciudad para intentar saber qué ha sido de ella. ¿No habría algún modo de hacerlo?
Radamante reflexionó y, al cabo de un instante, respondió:
—Tal vez haya uno, pero es muy peligroso.
—¿Cuál?
—Creta es la tierra del dios toro. Si llegases a Kitonia con un magnífico toro blanco a modo de presente, el rey Galiel se sentiría halagado y tal vez aceptase liberar a tu hermana.
—¿Un toro blanco, dices? ¿Dónde puedo encontrar semejante animal?
—Mis guerreros han avistado uno en las montañas del sur. Varias veces han intentado capturarlo. Pero es muy fuerte. Ha matado ya a seis hombres.
Seschi reflexionó. Su pequeño ejército era demasiado débil para imaginar siquiera desafiar a Galiel. A pesar de su valentía y su capacidad en el combate, sus hombres no podían luchar contra todo un pueblo. Tenía que usar un subterfugio. La idea del toro blanco le seducía. Pero ¿sería suficiente? Si Galiel era tan despiadado como para sacrificar vidas humanas en honor de un monstruo, también podía ser tan retorcido como para aceptar su obsequio y matarles después. Sin embargo, no tenía mucho donde elegir.
Para empezar, tenía que hacerse con ese toro blanco que ningún hombre había conseguido capturar hasta la fecha. Después de todo, él había participado en la caza del toro Apis, unos meses atrás. Era su padre quien había conseguido la hazaña, pero él le había ayudado. Djoser le había explicado las maniobras que había que realizar y los errores a evitar. El secreto residía en dominar totalmente el miedo. Siendo cazador desde su más tierna infancia, Seschi había aprendido a controlar sus temores y a concentrarse sólo en los movimientos a efectuar.
—Está bien, mi señor Radamante —dijo al cabo—. Capturaré ese toro blanco.