Capítulo 33

Jirá se desperezó lentamente. Una ligera brisa agitaba las pieles curtidas que cubrían las ventanas. Del exterior provenían agradables olores: el aroma de los panes que las mujeres habían dejado cociéndose por la noche, los efluvios del cercano mar, el perfume de las hierbas y flores de las colinas. Se levantó, se puso el vestido y salió de la casa. Una intensa actividad reinaba ya en el pueblo recientemente construido por los chipriotas. Jokán no había mentido. Había una tierra esperándoles al otro lado de la tempestad.

Contemplando el esqueleto de la nave varada en la arena, Jirá rememoró los dos últimos meses. Pese al sacrificio del muflón blanco, la última tormenta había rematado al Corazón de Cipris. Se habían abierto peligrosas vías de agua bajo la línea de flotación. Maniobrando con penas y fatigas, el barco herido se había aproximado a las costas anunciadas por el vigía. Ante los asombrados ojos de la joven egipcia se habían dibujado altos acantilados salpicados de esqueléticos arbustos. Aquí y allá se veían huecos y saledizos que albergaban robles de formas tortuosas y pinos piñoneros esculpidos por los caprichos de los vientos. Una luz cegadora, oscilante entre el azul y el blanco, deslumbraba a los navegantes. El verde de la vegetación y el ocre de la roca se mezclaban y entrecruzaban, componiendo un tapiz que contrastaba con el azul profundo del agua. Miríadas de pájaros planeaban al azar de las corrientes de aire ascendentes, quebrando con sus gritos roncos y estridentes el sordo rugir de las olas.

En varios puntos a lo largo de la costa se alzaban espolones rocosos, temibles vestigios de acantilados hundidos, que libraban un perpetuo combate contra los incesantes envites del furioso oleaje. Atraídos y atemorizados a la vez, los hombres se habían acercado lentamente a aquel litoral desconocido en busca de una ensenada bien resguardada para fondear. El sol declinaba en el horizonte cuando vieron una orilla más hospitalaria. Unos peñascos bordeados por una larga playa de arena daban paso a una pequeña bahía en la que habrían esperado encontrar un pequeño puerto. Pero el lugar estaba totalmente desierto.

—Por lo que sé —explicó Mehdik—, esta isla no está muy poblada. Las ciudades se hallan más al oeste. En esta parte oriental sólo se encuentran aldeas de pastores y pescadores. Están establecidos en el interior de las tierras para evitar llamar la atención de los piratas.

—Hay madera en abundancia —señaló Polis—, podremos reparar el barco.

—He visto cabras y muflones —añadió el hombre de proa—. Esta noche comeremos hasta hartarnos.

Tash’Kor atrajo a Jirá hacia sí. Con el descubrimiento de aquel nuevo territorio, sentía renacer la esperanza. Los dioses no lo habían abandonado. El maltrecho barco había encallado en la arena del fondo. La última barrera rocosa había terminado con su resistencia. Se había dislocado antes de tocar la playa. Como un animal grande, se había dejado caer sobre un costado, satisfecho de haber llevado a buen puerto a sus pasajeros, pero reclamando, por fin, un bien merecido descanso. Los viajeros, agotados, con la piel llagada por la sal, habían saltado al agua para llegar a tierra firme.

Cuando todo el mundo se hubo recuperado, Tash’Kor ordenó a los esclavos que bajaran todo cuanto pudiera salvarse. Aquella misma tarde había organizado una cacería por las colinas cercanas, que resultaron ricas en caza. Abundaban las cabras salvajes y los muflones. La primera noche habían dormido en la misma playa, envueltos en sus empapadas mantas.

Durante los días siguientes Tash’Kor emprendió la labor de instalación. Jirá le había descubierto grandes dotes como conductor de hombres. Jokán no se equivocaba cuando afirmaba que sabía inspirar confianza a los suyos. No había tardado nada en estudiar el lugar y comprender el partido que podía sacarle.

Tal como había señalado un guerrero, la madera era abundante. Con ayuda de hachas de sílex fabricadas a toda prisa, talaron robles y pinos, que cortaron con sierras de cobre traídas de Kemit. Hacía mucho tiempo que Tash’Kor no sentía tanto entusiasmo. Había descubierto un nuevo sentido a su vida. Aquel país desconocido le gustaba. Aquella ensenada resguardada constituía un refugio seguro. Era amplia y acogedora. Construiría en ella una ciudad, y sus compañeros serían el núcleo fundacional de un nuevo pueblo. Él y Polis serían los reyes, pues no imaginaba siquiera el disociarse de su hermano en el gobierno.

No había sido necesario mucho tiempo para que surgieran del suelo las casas, fabricadas con ayuda de vigas de roble y piedras selladas con una mezcla de arcilla y paja. Por supuesto, aquellas casas edificadas tan deprisa no tenían nada que ver con las suntuosas moradas de Mennof-Ra, pero ofrecían un abrigo seguro contra la lluvia y el viento. En recuerdo de su madre, Tash’Kor había llamado al pueblo Mallia[25].

Diez días después del desembarco, durante una expedición de caza, habían visto unos pastores. Kassos, el hombre que hablaba cretense, los había interpelado. Más tranquilos por el hecho de que hablase su lengua, los nativos se habían acercado. Habían trabado lazos de amistad con su pueblo, Antrón, y realizado los primeros intercambios comerciales. Los nativos no daban muestras de hostilidad, si bien al principio mostraban cierta desconfianza. Tash’Kor había entendido enseguida el motivo: no les gustaba en absoluto aventurarse por la costa y habían rechazado azorados la invitación del joven príncipe a fin de consolidar su amistad. Tash’Kor no se había atrevido a insistir. Su pueblo estaba instalado en lo alto de una colina fortificada por barreras de afiladas estacas, al final de un camino trufado de toscas trampas. Al final, el joven príncipe había entendido la causa de aquel miedo al mar. Según ellos, las profundas cavidades excavadas en los acantilados albergaban temibles criaturas que a veces devastaban los pueblos de la costa. Por mucho que Tash’Kor les explicase que ellos no habían visto monstruo alguno, los nativos no dieron su brazo a torcer. Se sentían más seguros lejos del mar. Pero su angustia tenía otro origen: temían los ataques de un enemigo terrorífico, cuyo nombre Kassos no consiguió traducir correctamente.

—Es curioso —dijo—, se diría que hablan de hombres-toro. No tiene sentido.

En efecto, habían vislumbrado algunos rebaños de uros salvajes en las montañas del sur, pero éstos no suponían ningún peligro. Al contrario, representaban una maravillosa reserva de caza, actividad que practicaban reuniendo a los habitantes de los diferentes pueblos de la región, instalados todos en las colinas.

Los lugareños eran en su mayoría pastores, pero también había cultivadores. Practicaban una rudimentaria agricultura que no tenía relación alguna con la de Kemit. Se limitaba a algunos campos de una espelta medio silvestre y un poco de cebada. Asimismo practicaban la recolección de frutos, especialmente aceitunas, que la gente del lugar consumía abundantemente. Jirá se ofreció a darles unas nociones de sus conocimientos. Unos días más tarde los isleños ya habían adoptado a la joven. Por primera vez en mucho tiempo, tenía la impresión de revivir. Aquel país era totalmente diferente de Kemit, con sus acantilados que caían en picado hacia el mar y sus abundantes bosques. En comparación, el Bajo Egipto, con sus tierras llanas y sin el menor relieve, le parecía otro mundo.

No quería pensar en nada. La muerte de Seschi estaba presente en su espíritu. No había podido disipar su sentimiento de culpabilidad. Para no caer en la desolación, trabajaba sin parar, participando en todas las actividades, y éstas no faltaban. La mayor parte del tiempo recorría las colinas, con el arco en bandolera, en compañía de Tash’Kor y algunos lugareños fascinados por su destreza. Había que alimentar a la pequeña comunidad. Pero también a veces tomaba parte en la construcción de casas, en el curtido de pieles, en la fabricación de armas nuevas, en la tala de árboles. Por la noche caía rendida en los brazos de Tash’Kor. No obstante, aún encontraban fuerzas para hacer el amor hasta sumirse en un sueño reparador, demasiado profundo para albergar pesadillas o pensamientos tristes.

Jirá no sabía si echaba de menos a su familia. Había superado el estúpido asco de sí misma que la había invadido al enterarse de que no era hija del Horus. Había tenido que llegar hasta el fondo de su error y en un momento de arrebato había escogido irse de Kemit y abandonar a los suyos. Ahora lamentaba. Pero había descubierto una nueva vida, rica en enseñanzas, en proyectos. Tash’Kor, Polis y ella estaban construyendo una ciudad nueva. Con el tiempo ésta crecería. Entonces tal vez podría regresar a Egipto como soberana de un nuevo reino. Entablaría fructíferas relaciones comerciales con los Dos Reinos, los cuales le concederían su protección. Tales eran los temas de las conversaciones que mantenía con los gemelos al caer la noche, cuando la caza del día se asaba en las hogueras y la pequeña comunidad se reunía para cenar. Era aquel un gran momento de distensión, lleno de cantos y danzas. Jirá se había llevado un arpa que, de milagro, había sobrevivido a la tempestad. Como había heredado la voz excepcional de su madre, hechizaba a sus compañeros con melodías procedentes de las orillas del río-dios. Tash’Kor y Polis también poseían voces afinadas, y poco a poco los lugareños, atraídos, se habituaron a ir a escuchar aquellos cantos nostálgicos que venían de un mundo que ellos no conocerían jamás.

Tash’Kor había tenido en cuenta las advertencias de sus nuevos aliados. Había hecho instalar puestos de centinelas en la entrada de la bahía y en puntos estratégicos. Pero, al cabo de dos meses, la vigilancia se había relajado un tanto debido a la tranquilidad del lugar.

Jirá no se dio cuenta de inmediato de que algo anormal estaba ocurriendo. A su alrededor, los chipriotas salían de las casas bostezando, desperezándose, llamándose alegremente unos a otros. Jokán y otros más no estaban en el pueblo. Habían pasado la noche en la aldea vecina. Apasionado por todas las novedades, el anciano mago estaba interesado por las costumbres autóctonas y pasaba largas horas charlando con el brujo local.

Tash’Kor ya estaba en el Corazón de Cipris, cuya reparación estaba prácticamente acabada. Jirá quiso ir a buscarle. De pronto, le vio mirar el puesto de un centinela. Ella lo imitó y creyó ser objeto de una alucinación: el centinela se tambaleaba como bajo los efectos del alcohol. A continuación lanzó un alarido y se desplomó. Entonces pudieron ver el hacha clavada en su espalda. Estaban siendo atacados. Tash’Kor reunió a sus guerreros de inmediato. Tras una breve vacilación, éstos reaccionaron y se precipitaron hacia sus armas. Hasta las mujeres se hicieron con chuzos improvisados, puñales de sílex o mazas.

Pero ya era demasiado tarde. Una horda surgida del alba invadió el pueblo en pocos instantes. Jirá comprendió entonces por qué los nativos construían sus aldeas lejos de la costa. El enemigo había aprovechado las últimas horas de la noche para cercar el pueblo con mayor sigilo. Tres veces superior en número, no tuvieron ninguna dificultad en doblegar a los chipriotas, a pesar de la encarnizada resistencia que éstos opusieron. Era evidente que los asaltantes pretendían hacerles prisioneros más que matarles. Empleaban redes que lanzaban sobre sus víctimas con objeto de paralizar sus movimientos. En los primeros instantes del combate, Tash’Kor ordenó a las mujeres que huyeran. Si bien algunas consiguieron llegar al bosque cercano, en parte deforestado para la construcción del pueblo, la mayoría fue capturada junto con sus compañeros. Pese a su valor y su encarnizada lucha, los gemelos comprendieron que toda resistencia era inútil. Tash’Kor prefirió deponer las armas. El combate no había durado más de una hora. Tres chipriotas y un agresor habían muerto.

Más tarde, los prisioneros, atados de pies y manos, fueron reunidos en la playa, vigilados por los vencedores. Tres barcos habían penetrado en la bahía para embarcar a los cautivos. Furioso por haber caído en la trampa, Tash’Kor mantenía los dientes apretados. No se hacía ilusiones: les esperaba la esclavitud. Habría querido lanzar alaridos de despecho y cólera. No había querido hacer caso de las advertencias de los nativos. Con el corazón lleno de rabia, vio al enemigo incendiar el pueblo. Mientras los arrastraban sin contemplaciones a bordo del Corazón de Cipris, del que el enemigo se había adueñado, las llamas empezaron a devorar las casas, aniquilando el trabajo de dos meses y, sobre todo, la esperanza que éstas representaban. Cuando las naves abandonaron la bahía, Mallia no era más que una gigantesca hoguera.