Mennof-Ra, dos meses después…
Djoser e Imhotep habían regresado de Nejen, donde los trabajos de reconstrucción de los templos avanzaban rápidamente. Gracias a las cartas que le había enviado Tanis, el Horus estaba enterado de la desaparición de Jirá y de la partida de Seschi. El jefe del puerto de Busiris había informado a la reina de la persecución iniciada por el príncipe. Pero no se había vuelto a ver a ninguno de los dos barcos. Una flota mercante informó que se había producido una tormenta de inaudita violencia aquel mismo día. Se hallaron restos que probaban que varios barcos habían resultado destruidos.
Aquellas terribles noticias habían destrozado a Tanis. En menos de un mes su vida había naufragado en el dolor. Un individuo infame, surgido de su pasado tormentoso, había asesinado a su hija Inja-Es. A pesar de los redoblados esfuerzos de su guardia, había resultado imposible hallarlo. Unos días después Jirá había desaparecido, raptada por un príncipe chipriota del que, por lo visto, estaba enamorada pero que quería matarla. Seschi se había lanzado tras sus huellas, y una tempestad había aniquilado ambos barcos. ¿Qué ofensa había cometido ella para que los dioses la hiriesen de tal modo en pleno corazón? De sus hijos sólo le quedaba el joven príncipe Ajti y la más pequeña, Hetep-Hernebti.
Ni siquiera tenía el consuelo de poder dar rienda suelta a su pesar. Debido a la ausencia de Djoser, había tenido que asumir el papel de soberana, mantener el orden, escuchar las quejas de todo el mundo, supervisar las obras de la ciudad sagrada, atender a los arquitectos y los abastecedores de materiales y víveres. Asimismo había tenido que hacer frente a las intrigas de los nobles más acaudalados que, en algunos nomos, maniobraban hábilmente para espoliar a los campesinos. Desde el inicio de su reinado, Djoser había logrado maniatar a aquellos personajes ávidos de riquezas y honores. Pero la debacle provocada por la sequía y la muerte negra había traído grandes cambios en las familias, donde ávidos lobeznos de afilados dientes habían sucedido a unos padres en otro tiempo refrenados por la firmeza del Horus. Aquellos individuos sin escrúpulos no pensaban renunciar por las buenas a un enriquecimiento fácil. Se estaban formando facciones de conspiradores en la sombra. Djoser no lo ignoraba. En vez de combatirlos, había encargado a Moshem que se infiltrara en sus filas para prevenir sus actos. Éstos se limitaban de momento a manifestaciones de arrogancia y a malversaciones de poca monta. El rey se había guardado de intervenir. Las rivalidades internas que enfrentaban a las diferentes tendencias constituían la mejor garantía de su inocuidad. Sin embargo, Tanis habría preferido que no existieran aquellos conflictos latentes.
Para empeorar las cosas, mercaderes y viajeros traían alarmantes noticias del Levante. Los rumores sobre una invasión de hordas bárbaras procedentes de las estepas asiáticas se confirmaban. Til Barsip, recién reconstruida, había sido incendiada por los saqueadores. A continuación, éstos habían descendido por el valle del Éufrates y ahora amenazaban Sumer. Gilgamesh y Aggar, adversarios reconciliados por Tanis, habían unido los ejércitos de diferentes ciudades bajo una única bandera para rechazar a los invasores. Pero los combates eran duros. Idénticos relatos llegaban de los países del Levante. Los martos habían sido aplastados en Jericó, y la ciudad había caído en manos de los bárbaros. Los gobernadores egipcios de Biblos y Ashqelon habían dirigido sus súplicas al rey en petición de auxilio. Indiferentes a tan lejanos problemas, los grandes propietarios rezongaban a la hora de proporcionar los hombres y el apoyo económico necesarios para tal expedición. Querían aprovecharse de los beneficios comerciales relacionados con los intercambios con Palestina, por supuesto, pero no aceptaban que eso les supusiera coste alguno. Por todo ello la reina recibió con alivio el regreso de su esposo.
Cuando se enteró de la desaparición de Jirá y Seschi, Djoser pasó por un momento de inmenso dolor. Los nobles facciosos, sintiendo la autoridad del rey quebrantada, aprovecharon la ocasión para declararse contrarios a la formación de la flota guerrera destinada a socorrer el Levante. Aunque esta actitud arrogante e indiferente le asqueó, el rey reprimió su ira. Su temperamento fogoso le inducía más bien a pelearse, pero, tras aquella huraña resistencia, adivinó una acción concertada. Sin embargo, antes de desencadenar un conflicto que pudiera debilitar a los Dos Reinos, debía estar mejor informado y, por ello, encargó a Moshem que profundizara en su investigación.
Varios días después del regreso del rey tuvo lugar el entierro de la princesita Inja-Es. La sequía que habían sufrido durante cinco largos años había provocado un pavoroso número de fallecimientos. En todo Egipto no había una sola familia que no hubiera perdido un padre, una esposa, un hermano o una hermana. Las personas ancianas, más frágiles, habían muerto a centenares, de hambre o de enfermedad. Pero el pueblo se solidarizaba con el dolor de la familia real. La procesión que se dirigía hacia la ciudad sagrada de Saqqara era digna de un rey.
Delante, según la tradición, lloraban unas cien mujeres. Detrás, los sacerdotes llevaban el sarcófago recubierto de láminas de oro fijadas con pequeños clavos del mismo metal.
El sarcófago se componía de seis capas de madera pegadas unas a otras siguiendo el principio del contrachapado.
Tal como dictaba la costumbre, habían cubierto el ataúd con montones de flores. Los guardias reales portaban un ka de pequeño tamaño, negro y oro. Seguían cantidad de jarras de alabastro, esquisto y diorita, y muebles de reducidas dimensiones para que la chiquilla pudiera continuar con sus hábitos cotidianos en el reino de Osiris. Unas arquetas contenían joyas de cornalina y lapislázuli.
Bajaron el sarcófago al laberinto subterráneo por la galería inclinada y lo depositaron en el primer nivel, bajo la cripta real, en una cámara funeraria de paredes recubiertas de cerámica azul que brillaba a la luz de las antorchas[24].