Capítulo 31

Por primera vez desde su infancia, Seschi sentía algo parecido al terror. Ni siquiera en los momentos más duros de la sequía y la epidemia había dudado de su fuerza casi sobrenatural; su ascendencia divina lo ponía a salvo de todo peligro. Como la mayoría de jóvenes, la idea de la muerte ni siquiera le rozaba. En él vibraba de manera innata la necesidad de proteger a los demás, y su puesto al mando de una nave, pese a su juventud, era bien merecido. Pero de pronto, ante la magnitud del fenómeno, se descubría ridículamente débil. Aferrado a su brazo, Hobaja explicó con voz entrecortada por el espanto:

—Los habitantes de las islas Blancas lo llaman Tifón. Piensan que es el peor enemigo de sus dioses.

Seschi no respondió. Ya había tenido ocasión de ver tornados barriendo el Valle Sagrado. Algunos tenían suficiente potencia para arrastrar pequeños animales imprudentes. Pero jamás habría pensado que pudiera existir un monstruo tan colosal. Se había originado a unas dos millas hacia el noroeste, no lejos del barco chipriota. Hubiérase dicho un gigantesco remolino en forma de embudo, ensanchándose hacia las nubes tenebrosas. El desmesurado vértice golpeó la superficie del tempestuoso oleaje con inaudita violencia, provocando una enorme explosión líquida.

El joven comprendió que el navío enemigo estaba perdido. Tal perspectiva habría debido complacerle, pero Jirá estaba a bordo. Se sentía desamparado. Un recuerdo acudió a su mente, unas palabras que le había dicho un día su abuelo Imhotep: «El más poderoso de los hombres, incluso con el apoyo del ejército más temible del mundo, no es nada comparado con el poder de los dioses. ¡Témelos y respétalos, pues la manifestación de su cólera nos da la medida de nuestra debilidad!».

En pocos instantes, la base del titán se ensanchó hasta alcanzar más de media milla de diámetro. Con varios segundos de retraso, el choque ensordecedor de la explosión resonó en los tímpanos de los marineros. Algunos empezaron a gemir, otros se prosternaron en dirección al Leviatán para implorar clemencia. Pese a la distancia, Seschi creyó percibir el eco de los alaridos de pánico en el barco chipriota. Igualmente, la aparición del fenómeno había desorganizado la persecución de los piratas, cuyas naves intentaban ahora volver atrás.

El huracán redobló su violencia, haciendo que los hombres se pegaran a la cubierta del navío. Seschi y sus compañeros se habían aferrado sólidamente a las estructuras de la nave. Lo único que se podía hacer era intentar huir. Pero ¿en qué dirección escapar? La base del ciclón osciló, vaciló, y luego avanzó con una lentitud terrorífica en dirección al barco de Tash’Kor. Se levantaron monstruosas olas que lo golpearon y sumergieron. Seschi ni siquiera oía el gemido de terror que brotaba de su pecho. A cada momento esperaba ver desaparecer el barco, cuyo tamaño parecía ridículo frente a la monstruosa espiral. Hobaja ordenó poner rumbo al sur.

—Debemos alejarnos de Tifón —gritó—. Tal vez nos libremos. Pero puede desplazarse mucho más deprisa que nosotros, y no podemos hacer nada más salvo implorar su clemencia.

Racimos de rayos rodeaban al coloso, provocando explosiones de truenos que se mezclaban con el estruendo demencial del oleaje. Uno de ellos fue a dar al mástil del Corazón del Cipris, que ardió antes de desplomarse sobre sus desgraciados ocupantes. Seschi pensó que el barco iba a arder como estopa, pero una enorme ola lo sumergió apagando el conato de incendio.

Desde el camarote Neserjet observaba el fenómeno con una sangre fría de la que nunca se habría creído capaz. Cuando había aparecido el monstruo sintió un pánico intenso, al que sucedió una calma absoluta. Tenía que ser una pesadilla. Todo aquello no le estaba sucediendo realmente, no era más que una espectadora. Se despertaría y estaría en Mennof-Ra, en la habitación que le había ofrecido el Horus. Brillaría un sol tranquilizador y acudiría a buscar a Jirá, con quien se burlaría de las torpes insinuaciones de sus jóvenes pretendientes.

En cambio, al otro lado del camarote, Taina había perdido su aire de soberbia. Se había acurrucado en posición fetal, con la cara lívida y los ojos desorbitados. Una mancha poco agradable deshonraba su vestido. Neserjet comprendió que había vomitado de miedo. Habría debido alegrarse al ver a su rival en tan lamentable estado, pero su generosa naturaleza la llenó de piedad. Fue a rastras hacia ella y cogió un trozo de tela con el que limpió como pudo la ropa manchada de la chipriota. Ésta la dejó hacer con los ojos anegados en lágrimas. Miró a Neserjet con terror, y se acurrucó contra ella como lo habría hecho un niño pequeño. La joven beduina le acarició el pelo para tranquilizarla, sorprendida por no experimentar un terror parecido.

Lo que sentía se llamaba sencillamente resignación.

A bordo del Corazón de Cipris la agitación estaba en su punto álgido. Un ensordecedor estruendo desgarraba los tímpanos de los navegantes. Jirá esperaba que en cualquier momento el barco estallara bajo el impacto del Leviatán. Desesperadamente aferrada a lo que quedaba del camarote de popa, que el huracán había arrancado, no podía apartar la mirada del ciclón que se aproximaba; sus flancos arremolinados eran como una muralla líquida y en movimiento. Las agitadas olas se cebaban en el barco, llevando de un lado a otro a los remeros cuyos esfuerzos resultaban totalmente inútiles. Inmensas columnas de agua brotaban hacia los cielos tenebrosos entre rugidos. Tash’Kor, asustado, se había acercado a ella. No era la perspectiva de la muerte lo que le aterraba, sino la de perecer de aquel modo, en el vientre de un monstruo tan inconcebible. Conocía su nombre: Tifón, el dios de las cien caras, la Bestia innombrable que vivía en las profundidades del mar, la criatura más terrorífica jamás creada.

De pronto, en el momento en que pensaban que les había llegado su última hora, el ciclón cambió el rumbo. En medio de un rugido apocalíptico, remontó hacia el norte, dejando al barco intacto. Después cambió de nuevo de dirección y se precipitó sobre la flota pirata.

—Se diría que ha querido evitarnos —balbuceó Jirá con voz temblorosa.

Tash’Kor deseó asentir, pero un nudo en la garganta le impedía pronunciar cualquier palabra. Gritos de pavor hendieron el estruendo de la tormenta. De repente, un violento chaparrón de granizo se abatió sobre el mar, acribillando a los remeros del Corazón del Cipris y la superficie de olas. Tash’Kor consiguió una manta con la que cubrió a Jirá. Los marineros se refugiaron como pudieron bajo el banco de boga o en la bodega. La visibilidad se redujo tanto como si se hubiera hecho de noche. En pocos instantes, las olas se cubrieron de una capa de grueso granizo. Afortunadamente, a pesar de la mediocridad de su protección, los marineros no tuvieron que lamentar más que algunas heridas. Tras un diluvio tan intenso como breve, el chaparrón se desplazó hacia la flota pirata, que ya había abandonado la persecución. Tuvo menos suerte. Las ráfagas habían redoblado su ímpetu. El tamaño del granizo había aumentado hasta alcanzar el de los huevos de pato. Un tornado de granizo se formó poco antes de tocar a uno de los barcos. El músculo de hielo y agua se retorció, se hinchó y rodeó a su víctima. A pesar de la distancia, Jirá oyó los alaridos de terror de los piratas, el restallido infernal del granizo en la cubierta. La vela, que los sirvientes no habían tenido tiempo de arriar, se rasgó con un chasquido siniestro. Una violenta ráfaga del huracán derribó el mástil, que cayó entre las enfurecidas olas. Alrededor del barco siniestrado, el mar había cobrado el aspecto de una colina de nieve en movimiento.

Los rugidos del ciclón eran insoportables. Jirá se tapó los oídos, aterrada. De pronto se dio cuenta de que Tifón estaba sólo a una milla del barco de Seschi, y su base se había ensanchado aún más. El Leviatán pareció entonces acelerarse, dirigiéndose inexorablemente hacia las desamparadas naves de los Pueblos del Mar. Incrédula, la joven princesa vio el primer navío estallar bajo el impacto. Sus restos fueron tragados y aspirados por el monstruo, saliendo volando por los aires a una velocidad increíble. Pudo percibir cuerpos que gritaban entre el remolino y desaparecían en las agitadas tinieblas que ribeteaban el coloso allá donde se unía con la capa de nubes. Un segundo y un tercer barco corrieron la misma suerte.

El titán seguía aproximándose al barco egipcio. De pronto, éste también desapareció, bajo la gigantesca masa del torbellino. Jirá gritó aterrorizada. Un golpe atrajo su atención en el otro costado del navío. Eran restos que caían del cielo. Negras masas indefinibles se precipitaban sobre ellos, cual proyectiles de todos los tamaños surgidos de las entrañas del tornado. Un remo seccionado atravesó a un guerrero y fue a clavarse en el banco de boga. Al instante siguiente, una cosa informe chocó contra el barandal, que estalló con el impactó manchándose de rojo. Luchando contra el huracán, Tash’Kor se arrastró hacia el remero herido. Al pasar vio la cosa que había destrozado el barandal: era un tronco humano al que todavía le quedaba un trozo de pierna. Reteniendo las ganas de vomitar, se acurrucó junto al marinero. Pero éste había muerto ya; el remo lo había literalmente cortado en dos.

Cuando el chaparrón de restos amainó, el ciclón se alejaba hacia el este, tras devorar a la casi totalidad de los perseguidores. Desesperada, Jirá escudriñaba el mar, esperando descubrir la mancha negra del barco de su hermano. Pero ya no había nada.

Paradójicamente, hacia el sur el cielo permanecía despejado, y una luz rasante de color oro rosa seguía iluminando la escena apocalíptica con reflejos irreales. Un olor mezcla de ozono y algas anegaba los pulmones de la muchacha. A lo lejos, hacia oriente, el ciclón perdió violencia y luego se desmoronó sobre sí mismo antes de desaparecer. Titubeantes por la fatiga y el miedo retrospectivos, los marineros chipriotas recobraron el aliento. Cogieron el cuerpo del remero muerto y, siguiendo la costumbre, lo lanzaron al mar.

Debido sin duda al huracán, la oscura franja nubosa se desplazó hacia el este, dejando al descubierto un cielo crepuscular en el que brillaban ya algunas estrellas. Como para hacer olvidar su furia, el mar se calmó. Los vientos habían amainado un poco. Nadie a bordo se atrevía a hablar. Ante la magnitud del terror sufrido, cada cual permanecía a solas consigo mismo, feliz de haber sobrevivido a la cólera de la divinidad monstruosa. Habrían querido pensar que era una pesadilla, pero las manchas rojizas de la sangre de los muertos por la ciega demencia de Tifón les devolvían a la realidad.

Agotada, Jirá no sabía cómo ahuyentar las atroces imágenes que poblaban su mente. Había visto cómo el remo atravesaba al marinero, volvía a ver su cara desencajada por la sorpresa y el dolor. Había sentido un pánico desconocido hasta entonces. El terrorífico aspecto del tornado le había revelado la imagen misma de la Nada, el abismo sin fondo que absorbe a las almas negras tras el juicio de la pluma de Ma’at.

Aquella misma mañana, cuando sólo hacía pocas horas que habían salido del puerto de Busiris, se había dado cuenta de que un barco les perseguía. Enseguida había reconocido al Espíritu de Ptah. Había entendido entonces que Seschi iba tras ellos. En un primer momento se había enfadado. Ella era libre de escoger su vida, y nadie podría jamás impedírselo. Después había aparecido el ciclón, devorándolo todo a su paso, incluida la flota pirata que les perseguía. Había creído llegada su última hora cuando vio al monstruo abalanzarse sobre su barco. Había arrancado el mástil y arrastrado a cinco hombres. Uno de ellos salió volando como un pájaro, tragado por la tormenta. Al cabo de un rato volvió a verlo pasar, después de rodear al tornado gigante. Jamás olvidaría aquella imagen infernal. La ropa del hombre estaba hecha trizas y su piel cubierta de sangre, visiblemente lacerada por el granizo. Todavía gritaba mientras era aspirado hacia arriba, hacia la monstruosa boca de las nubes. Ya no volvieron a verlo. Del mismo modo había creído que el barco iba a quedar pulverizado y que sería arrastrado hacia la furia de los cielos. Pero, por una causa desconocida, el Leviatán desvió su ruta en el último momento. El salvaje dios del mar les había dejado intactos y desembarazado de sus perseguidores, incluido el barco de su hermano. En el crepúsculo oteó desesperadamente el mar. El Espíritu de Ptah había desaparecido. Las olas eran todavía muy altas y ocultaban el horizonte, desde luego, pero desde la mañana siempre había estado a la vista. Pensó que a él también se lo había tragado el dios marino. Habría llorado, pero no le quedaban lágrimas. Poco a poco una idea infernal se impuso en su mente: ella estaba maldita. Los dioses la consideraban responsable de la muerte de Inja-Es. Le habían enviado un aviso, pero ella no les había prestado atención y su hermanita estaba muerta. Había vuelto a encontrar al hombre misterioso que invadía su memoria desde hacía cinco años. Debido a que éste le había revelado su verdadero origen, había rechazado a los suyos, pensando que la habían traicionado. Entonces había imaginado una estratagema para fugarse con aquel príncipe chipriota al que creía amar… al que estaba segura de amar. Pero había pagado muy caras sus ansias de libertad. Sin duda Seschi había creído que Tash’Kor quería matarla. Se había lanzado a perseguirlos. Y su iniciativa le había costado la vida.

Jamás podría perdonárselo a sí misma.

Hacía dos días que permanecía postrada en las ruinas del camarote. Envuelta en una manta, se negaba a hablar y alimentarse, aceptando sólo su ración de agua. Un remordimiento inexplicable la devoraba. El futuro ya no tenía sentido. Ahora se daba cuenta de que había seguido a Tash’Kor en un arrebato. Éste evitaba hablarle. Tal vez porque le reprochaba ser la causa de aquella insensata aventura, aquella huida desesperada hacia ninguna parte. Porque por su culpa se había ido de Mennof-Ra. Allí su presencia sólo era tolerada, pero, con el tiempo, el rencor y la desconfianza habrían terminado por difuminarse. Los chipriotas, como tantos otros extranjeros antes que ellos, se habrían integrado en el pueblo de Kemit. Conservando relaciones con la Gran Mansión, Tash’Kor habría sabido ganarse la confianza de Djoser. Entonces habría podido casarse con ella sin dificultad.

Pero Jirá no había soportado la verdad, aquella verdad que ahora le hacía imposible creerse la hija del hombre más poderoso del mundo conocido. No había nacido de su sangre. ¿Tenía eso alguna importancia? Tanis tenía razón: Djoser la había querido y educado sin hacer la menor diferencia.

Todo era culpa de ella. No podía achacarle a Tash’Kor sus desdichas. Él había aceptado sacrificarlo todo por ella. Había enviado sus guerreros a buscarla en Kennehut. Había vendido su casa de la capital, roto sus contactos comerciales, abandonado los Dos Reinos, que le habían ofrecido asilo y seguridad. Y se la había llevado hacia lo desconocido sin saber realmente a dónde iba. Había intentado dirigirse a los países del Levante, pero, por lo que ella dedujo de la posición del sol y las estrellas, seguía la ruta del noroeste, hacia un mundo desconocido. Jirá recordaba lo suficiente de las lecciones de Neméter para saber que en esa dirección se extendían territorios ignotos y salvajes, donde vivían pueblos feroces que mataban a los viajeros imprudentes. Si bien algunos pueblos mantenían relaciones episódicas con algún intrépido capitán, la mayoría eran poco hospitalarios.

El Corazón del Cipris llevaba ya cuatro días a la deriva. El barco había salido muy mal parado del ciclón. El mástil ya no existía. En el casco se habían abierto vías de agua que obligaban a los marineros a achicar continuamente. Habían tapado las brechas precariamente, pero éstas se abrían una y otra vez. Los víveres embarcados en Busiris habían quedado destruidos en gran parte y las raciones de comida se habían reducido a la porción congrua. Se habían roto varias tinajas de agua. Algunos hombres excitados por la sed ya se habían peleado. Fue necesaria toda la autoridad de Tash’Kor y el optimismo inalterable de Polis para reinstaurar la calma.

Tash’Kor no sabía cómo abordar a Jirá. Ahora que su odio había desaparecido por completo, se daba cuenta de que la había arrancado de los suyos. Claro que había sido ella la que había pedido que la raptaran. Pero ella ignoraba que, si él aceptó, fue para que cayera mejor en su trampa. No podía desvelarle el verdadero motivo de su decisión. Había entendido que Jirá lloraba la muerte de su hermano, y no podía evitar sentirse responsable de su desaparición.

Tash’Kor pasaba la mayor parte del tiempo en el puente, oteando el mar en busca de un hipotético enemigo. Sabía que no podía regresar a Chipre, donde Judir los acosaría sin piedad. Era igualmente arriesgado seguir la ruta del Levante bordeando las costas egipcias. Los convoyes comerciales protegidos por poderosas flotas de guerra aún eran demasiado numerosos.

Su primer objetivo había sido el puerto de Ugarit, donde ya había hallado refugio en otro tiempo. Pero era probable que aquella zorra de Taina hubiera informado a los egipcios de sus intenciones. Quizá su navío había sido destruido, pero no era seguro. Así pues, tenía que encontrar otro destino. Jokán le había asegurado que, navegando hacia el norte, encontrarían innumerables islas donde sería posible establecerse. Uno de sus marineros lo confirmó, afirmando que ya había estado allí y que incluso hablaba un poco la lengua de los nativos. Tash’Kor lo aceptó.

De vez en cuando el desánimo hacía mella en el joven príncipe. Se había portado como un imbécil. ¿Cómo había podido creer que conseguiría vengarse de Djoser, mientras su pueblo estaba reducido ahora a la tripulación de aquella nave perdida, en ruta hacia un país improbable que quizá sólo existiese en la imaginación de Jokán?

Desde el episodio del ciclón, Tash’Kor había reconsiderado la actitud del rey de Kemit. Si estaba convencido de que los chipriotas ofrecían asilo a los Pueblos del Mar, tenía sobradas razones para odiarles y no concederles su confianza. Él mismo tenía presente la crueldad con que exterminaban a sus adversarios, ya fueran mujeres, ancianos o niños. Aquellas gentes no eran más que unas bestias feroces a las que habría querido aniquilar. Su padre, Mojtar-Ba, los había tolerado, porque no era bastante poderoso para luchar contra ellos. Estaban tan dispuestos siempre a destruir los pueblos costeros por un simple capricho que más valía mantenerlos a raya mediante un tratado que protegía los intereses de ambas partes, aunque no siempre fuera respetado. Chipre servía de base a los piratas, y nada podía impedirlo. Al siniestro Judir en persona, tirano sin escrúpulos, le había resultado cómodo pactar una verdadera alianza con ellos. Poco le importaba que saquearan las aldeas de vez en cuando, mientras le pagasen un canon por cada razia cometida contra las flotas egipcias.

Tash’Kor se reprochaba amargamente el haber partido de Egipto en un arrebato de locura. No podía explicar de otro modo, sino por una estúpida ceguera, su obstinación en querer vengarse de un rey que no había tenido más preocupación que la de proteger a su propio pueblo, y que lo había conseguido mucho mejor que él. En lugar de alzarse contra ese monarca al que en el fondo admiraba, más le hubiera valido hacer de él un aliado y un amigo. En vez de eso, había seguido los dictados de su odio y había raptado a su hija —si bien es cierto que con su consentimiento—, con el propósito de matarla y enviarle su cabeza. Así pues, se había comportado como un perfecto idiota. Había hecho gala de la mayor de las ingratitudes, pues no podía olvidar que, pese a sus prevenciones y su desconfianza, Djoser le había autorizado a permanecer en Mennof-Ra y a ejercer el comercio. Su gente habría podido hallar una tierra de asilo y nuevas alianzas familiares. En cambio, ahora estaban condenados a errar por el mar hacia un incierto porvenir.

De buena gana habría regresado a Egipto para entregarse al Horus. Pero sin duda, éste habría condenado también a los suyos que no eran responsables de sus errores. Así que no tenía más remedio que huir, huir siempre.

Erguido en la proa de la nave, contempló lo que quedaba de su pueblo. Unos sesenta remeros, la mitad esclavos y la otra mitad extremados combatientes. Media docena de jóvenes nobles le habían seguido en el exilio, así como una veintena de mujeres, hermanas, primas, amigas de sus compañeros, sirvientas fieles. Todas eran jóvenes y fuertes. Con todos ellos bien podía fundar su propia ciudad, siempre y cuando encontrara una tierra acogedora. Pero ante todo debía sofocar el estúpido orgullo que le dominaba desde la muerte de su padre.

No podía buscar apoyo en Polis. Éste había decidido depositar por completo su destino en las manos de su hermano. Jamás se planteaba problema alguno. Polis tenía la capacidad de disfrutar cada instante con una espontaneidad y una alegría que Tash’Kor le envidiaba. Las cosas nunca eran graves para él, y tal vez tenía razón. Se le habría podido creer inconsciente, pero era de naturaleza básicamente optimista y tendía a no ver más que el lado bueno de las cosas. Él, en cambio, hacía cinco años que sólo veía lo peor. Sin duda por esa razón había conducido a su pueblo hacia la catástrofe.

Se reprochó también no haber escuchado más a menudo los consejos de Jokán. Jokán el sabio, que era feliz por vivir sobre el mismo suelo que aquél al que consideraba el más grande sabio de todos los tiempos: Imhotep el mago. Deseaba ardientemente conocerlo, ser su amigo y aprender de él todos los secretos. Él, Tash’Kor, había considerado que eso no tenía ninguna importancia. Había admirado, eso sí, la fabulosa realización de aquel arquitecto: la ciudad sagrada que prometía ser tan hermosa que sólo podía haber sido ideada por un dios. ¡Qué ciego había estado! Tan ciego como para engañar y frustrar a su más fiel amigo. Jokán había intentado abrirle los ojos, hacerle abandonar su venganza. No le había hecho caso. Pero por eso lo estimaba aún más, pues, a pesar de su error, el anciano había permanecido a su lado, despidiéndose de su sueño: trabajar algún día con Imhotep.

De hecho, ¿por qué le seguían mostrando lealtad sus compañeros, si era tan mal conductor de hombres?

—La respuesta está en ti —respondió Jokán, que acababa de surgir a su lado.

A veces el anciano parecía poseer el don de adivinar sus pensamientos. Pero le conocía desde su más tierna infancia. Había sido su preceptor y los había educado, a él y a Polis, como si hubieran sido sus propios hijos. Al morir Mojtar-Ba había ocupado su lugar.

—¿Cuál puede ser esa respuesta, mi fiel amigo? El odio me ha cegado, y he conducido a los míos hacia la nada.

—Pero te has dado cuenta.

—¿Por qué me otorgan su confianza? Aparte de los dos hombres que se han peleado esta mañana, ninguno de ellos se queja nunca, ni siquiera las mujeres.

—Eres valiente y voluntarioso. Te preocupas de cada uno de ellos y lo sabes. Contigo, a pesar de lo que crees, se sienten protegidos porque saben que eres capaz de dar tu vida para defenderles. Eres joven e inexperto, y tozudo como una mula, pero en lo más profundo de ti albergas el alma de un gran rey. Solamente te faltaba un poco de clarividencia. Para eso era necesario que olvidases tu estúpido odio.

—Ya no lo tengo, Jokán.

—Lo sé. Tu mirada ha cambiado.

De pronto, impulsado por un profundo sentimiento de afecto, estrechó al anciano entre sus brazos.

—Perdóname, mi viejo amigo. A ti también te he traicionado.

—Sólo has prestado atención al lado oscuro de tu corazón, el que te impide ver la verdad. Pero el destino es a veces muy extraño. Los dioses sonríen a quienes se han librado de sus rencores. Nos esperan nuevos padecimientos, pero los afrontaremos juntos. Y triunfaremos.

De pronto, un grito atrajo su atención. Aferrado a la proa del barco, un hombre armado con una lanza oteaba el horizonte. A lo lejos, el cielo se tornaba amenazador. Se estaba preparando una nueva tempestad. La angustia encogió el corazón de Tash’Kor. Los dioses querían volver a castigarlos con su cólera. Temió ver renacer de nuevo la divinidad infernal que a punto había estado de engullirlos cuatro días atrás. Sabía que la menor tormenta sería fatal para el Corazón de Cipris. Con impotencia vio el cielo oscurecerse y legiones de nubes negras avanzar hacia ellos cual rebaños de toros salvajes. Se levantaron violentos vientos. Se abrieron las olas, torturando a la desdichada nave tan castigada ya por el ciclón. Hacia el norte, un rosario de cegadores relámpagos rasgaba la oscura cortina de un horizonte en que el mar y el cielo parecían fundirse. Tash’Kor hizo una mueca de amargura.

—¿Decías que los dioses nos sonríen? Más bien parece que se niegan a perdonar mis errores. Me temo que esta vez nuestro desdichado Corazón de Cipris estará perdido.

—Exigen un sacrificio —respondió Jokán—. El otro día no lo realizamos porque el dios Tifón nos aterrorizó. Esta vez vamos a sacrificarles un joven muflón blanco.

—Pero si sólo nos quedan dos animales.

—Precisamente, los dioses estarán satisfechos de que compartas tu alimento con ellos. Así aplacarán esta tormenta.

Tash’Kor no sabía qué pensar.

—Después de todo, ¿qué arriesgamos? Si no encontramos el modo de calmar la cólera de los dioses, estamos perdidos.

Ordenó a Mehdik, capitán de los soldados, que fuera a buscar al animal. Lo ataron en la proa del barco. Tash’Kor alzó su espada y se dirigió a las divinidades:

—¡Oh, dioses del mar, escuchadme! Aunque no nos queda casi nada que comer, os ofrezco la vida de este joven muflón a cambio de vuestra clemencia. ¡Aplacad vuestra cólera!

Entonces, de un golpe seco, degolló al animal. Tras algunas sacudidas, éste quedó inmóvil. La tormenta seguía acercándose. Tash’Kor blandió la espada ensangrentada hacia los cielos amenazadores y clamó:

—¡Este animal es para vosotros, dioses del mar y del cielo! ¡Salvadnos!

—¡Salvadnos! —repitieron los hombres, subyugados por la fuerza y la fe que vibraban en la voz de su jefe.

Jirá, emocionada, se había acercado al príncipe. Ella también sabía que el barco no resistiría un nuevo asalto de los elementos. De repente sucedió un fenómeno extraño. Una línea de destellos verdosos apareció en la punta de la espada esgrimida por Tash’Kor. Impresionados, los chipriotas cayeron de rodillas.

—¡Los dioses están enfadados! —dijo uno de ellos.

—Al contrario —replicó Jokán—. ¡Mirad! Si no hubieran aceptado la ofrenda habrían fulminado a nuestro señor. Esta luz es la prueba de que aceptan el sacrificio[23].

Como para darle la razón, el viento cesó y la tormenta amainó, desplazándose hacia el norte. Un clamor de alivio brotó de todos los pechos. Jirá cogió del brazo a Tash’Kor y lo apretó con emoción. Los dioses habían atendido su plegaria, habían aceptado su sacrificio. Eso significaba que lo estimaban, que lo respetaban. Una renovada esperanza la invadió. Quizá el príncipe poseía el poder de alejar la maldición que pesaba sobre ella. La asió por los hombros y declaró:

—Ahora podemos contemplar el porvenir con confianza. Los dioses son nuestros aliados.

—¿Adónde vamos?

—Mantendremos el rumbo norte-noroeste. Pronto deberíamos llegar a la isla del Dios Toro.

—¿La isla del Dios Toro?

—Es un país salvaje, pero uno de los tripulantes lo conoce. Ya ha estado allí antes y hasta habla la lengua de sus habitantes. Pocos son los barcos mercantes que osan aventurarse tan lejos. En general prefieren bordear las costas. Pero estoy seguro de que allí podremos reparar nuestra nave y tal vez hallar un lugar donde establecernos. No obstante, deberemos mostrarnos muy prudentes. Hay pueblos hospitalarios y amigables. Otros, por el contrario, son vengativos y odian a los forasteros. Quieran los dioses que no topemos con los segundos.

A última hora de la tarde el vigía de proa lanzó un grito. En el horizonte, por fin libre de las amenazadoras nubes, se divisaba tierra.