Capítulo 29

A más de sesenta millas delante de ellos, el Corazón de Cipris navegaba en dirección a Busiris, impulsado por sus sesenta remeros. Desde la cabina de mando situada en popa, Jirá contemplaba las orillas pantanosas, donde, de vez en cuando, las verdes extensiones de papiros daban paso a tierras más firmes sobre las que se alzaban pequeñas aldeas o templos de madera. Nubes de pájaros, ibis, ocas salvajes y patos se desplazaban lentamente sobre las aguas del río, perturbados por el estrépito de los remos. La monotonía de aquel cadencioso ruido la acunaba.

La embargaba una sensación desconocida. Tenía la impresión de presenciar su propia vida como si fuera una espectadora. No era ella quien estaba viviendo aquellos instantes fuera del tiempo. A veces una voz le gritaba que había cometido un enorme error, que el hombre al que amaba y admiraba no era más que un facineroso. En aquellos momentos una irreprimible angustia se apoderaba de ella, y lo absurdo de su conducta se le hacía evidente con una lucidez insoportable. Había dejado una existencia principesca, abandonado a los suyos para seguir a un individuo del que nada sabía y que la había obligado a matar.

Tash’Kor no había tenido dificultades para irse de Mennof-Ra, vender su vivienda y romper sus contactos comerciales. Pensándolo bien, su actitud era, cuanto menos, extraña. Habría querido ver en ello una prueba del amor que le profesaba. Pero le costaba convencerse. Sin duda las cosas habrían sido más sencillas si la hubiera pedido en matrimonio al Horus. A Djoser no le gustaban mucho los chipriotas, pero era muy tolerante. Ahora estaba segura de que habría dado su conformidad a partir del momento en que ella misma aceptase. A pesar de eso, Tash’Kor había huido. Porque, en efecto, esa partida parecía una huida. Tal vez temiese la reacción violenta de Seschi, que lo odiaba. Sin embargo, Jirá sospechaba que había otra razón, pero no lograba desentrañarla.

Aquellos momentos de clarividencia eran pocos. Casi siempre prefería no reflexionar y dejarse llevar por los acontecimientos, gozar totalmente de aquellas cortas noches en que Tash’Kor se reunía con ella y le hacía descubrir sensaciones y placeres insospechados. Había terminado por convencerse de que no había otra cosa que hacer. Una fuerza contra la que no podía luchar la encadenaba a él y, aunque a veces la asustaba, ella se sentía incapaz ya de sustraerse a su dominio. Tenía la sensación de pertenecerle, experimentaba un paradójico deseo de sublevarse y al mismo tiempo una bienaventurada sumisión. No se reconocía a sí misma. Ella, que siempre había tratado a sus pretendientes con desdén y desenvoltura, se sorprendía acechando, incluso buscando, las miradas de su amante, la menor de sus atenciones, inquieta en cuanto él parecía descuidarla o ignorarla. Sentía entonces un misterioso dolor bajo su piel, como una hidra insidiosa que la devorara desde el interior. Pero bastaba un gesto de Tash’Kor, por leve que fuese, para que ese sufrimiento dejara paso a un extraño bienestar.

A lo lejos, en la orilla, unos campesinos cortaban altos tallos de papiros que otros cargaban a lomos de asnos. Jirá no los veía. Sin saberlo, había caído de lleno en la trampa tendida por el chipriota. Una trampa cuyas redes había tejido ella misma. Al recibir la carta, que Jokán le había descifrado de inmediato, Tash’Kor había comprendido que la hora de la venganza se aproximaba. Pese a todas sus precauciones, había detectado a los falsos mendigos apostados por Moshem. Su vida de proscrito le había enseñado a desconfiar de todo, y sobre todo de los hechos en apariencia anodinos. Aquel aumento de pordioseros alrededor de su casa le intrigaba. Había ordenado a sus guerreros que siguieran discretamente a uno de ellos: los había conducido a la Casa de Armas, donde se alojaban los espías del amorrita. El odio de Tash’Kor se había acrecentado aún más, si es que ello era posible. No solamente, tras negar toda ayuda a Chipre, el Horus le trataba con un desprecio que ni siquiera intentaba disimular, sino que además lo tenía vigilado como al peor de los delincuentes.

Había reflexionado largo y tendido sobre distintos modos de vengarse implacablemente, sin llegar a ninguna conclusión, cuando de pronto recibió la carta de Jirá. No dio crédito a lo que leía. Su futura víctima se lanzaba a sus brazos. Ni por un segundo había imaginado que pudiera tratarse de una trampa. La sinceridad del amor que había leído en los ojos de la princesa no podía engañar. Había seguido escrupulosamente sus instrucciones. Para recuperarla en Kennehut, se había desembarazado de la casa y ordenado a su intendente que liquidara sus negocios. Hasta se había permitido despedirse de la reina, quien ni siquiera había intentado ocultar su alivio al verle partir.

Todo se había desarrollado sin incidentes.

Salvo uno.

Taina había desaparecido. Sospechaba el motivo de su repentina marcha. A la altura de Per Bastet, la mujer le había hecho una escena memorable, exigiendo que matara inmediatamente a la furcia egipcia. Él se había negado. Prefería llegar primero a Busiris, para así poder abandonar rápidamente el suelo enemigo. Conocía los secretos de la navegación de altura, y el Gran Verde pronto le ayudaría a librarse de una posible persecución. Ante su negativa, Taina se había encastillado en el silencio. La mañana siguiente ya no se hallaba a bordo. Temiendo que hubiera ido a denunciarlo al nomarca, zarpó a toda prisa.

Jirá se había instalado en el camarote, donde se escondía desde que había subido a bordo. Hacía tres noches que habían salido de la capital y cada tarde él iba a su encuentro. En realidad no estaba muy disgustado porque Taina se hubiera ido. La chica era muy hermosa y le había proporcionado, tanto a él como a Polis, instantes muy agradables; conocía a los hombres y sabía darles placer. Sin embargo, su posesividad y sus celos habían terminado cansándole. Aunque diera la alerta, era demasiado tarde: jamás conseguirían darles alcance.

Mientras tanto, un curioso fenómeno se había producido desde la llegada de Jirá: habría querido odiarla, detestarla con todo su corazón y con toda su alma, pero no lo conseguía. Se aferraba a la idea de que dentro de dos días le cortaría la cabeza para enviársela a su padre. Pero la idea le repugnaba. La profundidad de la mirada verde que posaba sobre él, la luz que brillaba en ella, y que iba destinada a él, le desarmaba. Habría querido vérselas con una mujer perversa a la que no habría tenido ningún remordimiento en liquidar para vengar la ignominiosa muerte de su madre. Ante él no aparecía más que la princesita de leyenda descubierta cinco años atrás a orillas del río-dios. Una mujer de una belleza irresistible cuya presencia, desde entonces, no le abandonaba en sus noches.

En cuanto Jirá pisó la cubierta del barco, él sintió flaquear su odio. La condujo hasta aquel camarote arreglado especialmente para ella y la poseyó salvajemente, como para castigarla por su propia cobardía. Tenía la sensación de haberse traicionado a sí mismo. Y había descubierto a una mujer ávida de amor y placer, una pequeña y fiera leona que sólo él había sabido domar. Un elemento le sedujo la primera vez que la poseyó: no había conocido hombre antes de él. Cuando se separaba de ella, sus ideas de venganza regresaban. Cuando la tenía delante, su ira se diluía y comprendía que ya no podía estar sin ella.

La tercera noche había querido rebajarla, envilecerla. Había llamado a Polis, su doble, su alter ego. Siempre lo había compartido todo con aquel hermano que se le parecía tanto que a veces no sabía bien dónde empezaba uno y dónde terminaba el otro. Había agarrado a Jirá por el cuello y murmurado:

—Si eres mía, también eres suya.

Tumbada, desnuda sobre las esteras de colores, Jirá ni siquiera había intentado rebelarse. Desde su huida había perdido la conciencia de la realidad. La poderosa voluntad de Tash’Kor la dominaba, su voz la subyugaba. Si él ordenaba, ella obedecía. Cuando Polis, tras un instante de vacilación, se tumbó a su lado, ella le abrió los brazos. Después tendió la mano hacia Tash’Kor para que se uniera a ellos.

Jirá guardaba de aquella noche un recuerdo inolvidable, mezcla de caricias y abrazos brutales, deliciosos, donde había sido amada hasta el borde del desfallecimiento por un amante con un solo rostro pero dos cuerpos.

Tash’Kor conservaba un deseo ambiguo, una cicatriz invisible que le hacía sufrir. No había asomo de maldad en la actitud de Jirá. Era joven, inexperta, pero aprendía muy deprisa. La última noche había posado la cabeza sobre su pecho desnudo, de senos tibios y suaves, y ella le había acariciado el pelo como habría hecho con un niño. Polis descansaba cerca de ellos. Jirá había adivinado, sin ser consciente, el dolor que le carcomía, la duda que se insinuaba en él, y había querido responder con su habitual espontaneidad y con ternura.

Ella le desarmaba.

Al alba del quinto día, el Corazón de Cipris avistó Busiris, donde debía abastecerse de víveres y agua. Por la orilla oriental del río se veían aún retazos de noche, efímeros, agazapados entre los campos de papiros y los bosquecillos de tamarices. La orilla occidental, en cambio, se iluminaba con una sinfonía en movimiento de oros y verdes suaves, que respondían a la naciente luz del alba. Las hojas de las palmeras ondeaban bajo la caricia del viento del norte. A lo lejos se alzaban las murallas de la ciudad, bordeadas de embarcaderos. Los peones trajinaban ya, cargando o descargando cajas, gruesos paquetes, pesados troncos de árboles procedentes del Levante y enormes tinajas llenas de incienso, mirra, perfumes, trigo o cebada.

Despertada por los ruidos sordos de la ciudad, Jirá se puso el vestido que el ardor de Tash’Kor le había arrancado por la noche y se atrevió a salir a cubierta. El sol naciente la hizo guiñar los ojos. Una oleada de nostalgia se adueñó de ella. Busiris sería la última imagen que se llevaría de Kemit. Con los olores del agua se mezclaban las fragancias de la cercana tierra. A medida que se acercaban al mar, los árboles desaparecían para dejar paso a una landa desolada y batida por los vientos marítimos. Llenaban sus pulmones aromas desconocidos procedentes de la inmensa superficie de azul profundo que adivinaba a lo lejos, más allá de la ciudad. Se preguntó por qué llamaban Gran Verde a aquel desierto líquido.

De repente profirió un grito de terror. Una mano brutal acababa de agarrarla por el pelo y la tiraba hacia atrás. Su cabeza chocó contra un montante y se quedó un momento aturdida. Cuando recuperó el conocimiento, vio a Tash’Kor que la dominaba con su poderosa mole. En la mano su espada de cobre brillaba con la luz del amanecer. Por una fracción de segundo Jirá creyó que iba a rebanarle el cuello. No entendía nada. Tenía la impresión de que él quería decirle algo, pero de su boca no brotaban las palabras.

—¿Qué… qué tienes? —balbuceó ella, casi presa del pánico.

Él no contestó. Sus ojos de color turquesa no se apartaban de Jirá. Brillaba en ellos la inquietante luz vista otras veces. Parecía luchar consigo mismo. Al fin, su mirada y sus gestos se suavizaron. Envainó la espada y se arrodilló junto a ella. La cogió por los hombros, la besó y hundió la cara entre sus senos.

—Tenía… tenía miedo de que alguien te viera desde la orilla. Aún no estamos a salvo. Debes permanecer oculta hasta que estemos en alta mar.

Se apartó de ella y volvió a cubierta. La longuilínea silueta de Jokán se irguió junto a él.

—Me complace que mi señor haya encontrado la fuerza suficiente para detener su gesto —dijo con su voz grave.

—¿Qué me está pasando, Jokán? ¿Por qué no tengo valor para realizar mi venganza? Tú que conoces los secretos de mi alma, ¡háblame!

—No matarás a esa joven, porque Cipris te inspira amor hacia ella, un amor mucho más poderoso que tu odio. Y yo le estoy agradecido por ello. El odio es estéril. La venganza, una vez llevada a cabo, no deja tras de sí más que un sabor a cenizas y miel. Corroe el corazón sin aportar jamás la verdadera paz. Siento por ti y por tu hermano el afecto de un padre, pues os he visto nacer, y jamás te habría abandonado en tu proyecto. Pero no lo aprobaba. Habría sido mejor permanecer en Mennof-Ra y conseguir la mano de la princesa a base de paciencia. Es muy hermosa, y creo que también te ama. Sin duda los dioses querían que llegaras hasta el fondo de este odio insensato. Ahora ya conoces la verdad.

—¿Dices que no la mataré?

—Te matarías a ti mismo. Está hecha para ti, como tú estás hecho para ella.

El anciano mago calló. Tash’Kor, conmovido por sus palabras, descansó una mano en su brazo.

—Que los dioses te bendigan, amigo mío. Me has abierto los ojos y me has devuelto por fin la paz. Me estremece la sola idea de que, hace un momento, he estado a punto de dejarme arrastrar por mi locura. Jirá tenía una expresión de sorpresa. Pero en sus ojos he leído algo que no he entendido. Parecía aceptar la muerte si era yo quien se la daba.

—Ella daría la vida por ti si eso pudiera darte la paz, mi señor. ¿Acaso no ha abandonado a los suyos para seguirte?

—Es cierto.

—Pocas veces concede Cipris tal prueba de amor, mi joven amo. Debes mostrarte digno de la confianza que ha depositado en ti.

Tash’Kor observó al anciano y dijo:

—Siento un tormento en tu corazón, amigo mío. ¿Piensas que mi locura vengativa pueda volver a apoderarse de mí?

—¡No! Ahora ya has superado la locura. Pero en mi interior queda una duda.

—¿Cuál?

—Ese sumerio había recibido la visita de un hombre enmascarado poco antes de cometer su crimen. Por entonces tú salías mucho de casa sin decir qué hacías.

—¿Y qué?

—Habrías podido presentarte ante él con la cara oculta a fin de alentar su infame proyecto. Eso querría decir que tus manos están manchadas con la sangre de la hermana de Jirá. Y aunque ella no lo llegue a saber nunca, en tu conciencia quedará por siempre jamás la cicatriz. Los dioses no te perdonarán ese crimen.

Tash’Kor lo contempló estupefacto.

—¡Por Cipris! ¿Es que piensas que yo soy ese enmascarado?

—Deseo con toda mi alma que me digas la verdad.

El joven estrechó al anciano contra su pecho y se echó a reír.

—Entonces calma tu tormento, amigo mío. No tengo nada que ver con esa historia. Ignoro por completo quién era ese desconocido. Tal vez se lo inventase el sumerio. No estaba del todo en sus cabales.

—Pero, si no lo imaginó, ¿quién era?

Tash’Kor se encogió de hombros.

—¡Qué más nos da! El Horus Djoser tiene muchos enemigos dispuestos a atacarle entre las sombras. Pronto eso dejará de ser asunto nuestro.

Jokán no respondió. Los deseos de los dioses eran a menudo difíciles de comprender. El destino tomaba a veces caminos tan sinuosos que era imposible prever las consecuencias de los actos de los hombres, hasta de los más anodinos.