Dos días después Jirá pedía permiso a su madre para trasladarse a Kennehut. Le dijo que los últimos acontecimientos la habían alterado mucho y que necesitaba calma para ahuyentar la duda de su espíritu. Tanis no puso ninguna objeción, sobre todo porque saberla lejos del príncipe chipriota la tranquilizaría. Jirá no destacaba precisamente por su prudencia, y la reina temía que, en uno de sus arrebatos, su hija decidiese ir a verlo. Neserjet deseaba acompañarla. Jirá accedió. Aunque le guardaba cierto rencor, le agradecía que no hubiera revelado la naturaleza exacta de sus relaciones con Tash’Kor.
Al día siguiente una falúa las conducía hacia el sur para gran alivio de Tanis. Un pequeño destacamento al mando del fiel Kebi protegía la nave.
En Mennof-Ra Moshem había ordenado vigilar la residencia de los príncipes chipriotas. Pero los guardias no observaron nada anormal. Aparentemente molestos por la intrusión de Jirá, los dos príncipes guardaban la mayor discreción.
Unos días después Tash’Kor vendió la casa y puso en orden sus asuntos comerciales con vistas a su próxima partida. Dado que Djoser se había desplazado el día antes a Nejen, realizó una visita de cortesía a Tanis, quien le recibió con desconfianza. Aquel personaje no le inspiraba la menor simpatía, pero ¿no sería porque había intentado llevarse a su hija? Tuvo que reconocer, no obstante, que pocas veces había visto a un hombre tan apuesto. Éste se inclinó ante la reina.
—Que los dioses te bendigan, reina Nefertiti. He venido a informarte de mi partida. Quería agradecerte, y agradecer al Horus, la hospitalidad que nos ha concedido a mi hermano Polis y a mí. Pero me ha parecido entender que nuestra presencia aquí podía provocar algunos malentendidos. No quiero ser motivo de discordia en el seno de una familia a la que respeto y estimo. Así pues, prefiero abandonar los Dos Reinos y dirigirme a los países del Levante, donde aún tengo algunos amigos. Quizá allí encuentre a los aliados que me ayuden a reconquistar mi reino.
—Una sabia decisión —respondió secamente Tanis—. Elevo votos porque tengas un buen viaje. Que sea fructífero y traiga la paz a tu alma.
Tash’Kor hizo una reverencia y salió. Tanis, perpleja, lo siguió con la mirada. No conseguía tener una opinión clara de aquella súbita decisión. Tash’Kor no parecía la clase de hombre que renunciase tan fácilmente. Si Jirá no hubiese estado en Kennehut, habría ordenado un registro minucioso de la casa de los chipriotas y su barco.
La noche siguiente apenas pudo dormir.
La razón de sus temores se materializó tres días más tarde, cuando Neserjet, deshecha en lágrimas, se postró a sus pies.
—Perdona a esta miserable sirvienta, oh mi reina bienamada. Tu hija, la princesa Jirá, ha desaparecido.
Una oleada de angustia ahogó a Tanis.
—¿Cómo que ha desaparecido?
—Llevábamos cuatro días en Kennehut. Yo estaba contenta porque me había perdonado que le hubiese hablado al príncipe Seschi de su visita a los chipriotas. Sin embargo, seguía mostrándose distante conmigo. A menudo deseaba estar a solas. Comprendí que estaba sufriendo mucho por las revelaciones que le habían hecho y respeté su soledad. Una mañana, hace tres días, me dijo que deseaba ir sola hasta el linde del desierto. No me extrañó. Sabía cuánto le fascinaba el Amenti. Empecé a preocuparme a la hora de Ra. La esperaba para almorzar, pero no llegó. Avisé al capitán Kebi, quien envió a sus guardias en su busca. Pero no hallaron nada. Por la noche aún no había vuelto. Interrogaron a los habitantes de Kennehut, a los campesinos, a los pastores, a algunos beduinos. Uno de ellos la había visto dirigirse hacia el desierto, pero nada más. Buscamos, buscamos toda la noche y todo el día siguiente, pero fue inútil.
El desespero y la angustia se apoderaron de Tanis. ¿Acaso había ofendido a los dioses para que la privasen de dos de sus hijas en tan poco tiempo? Jirá no habría podido desaparecer sin dejar ningún rastro. Si la hubiera atacado una manada de leones habrían hallado… algo. Y además, su hija había heredado su misterioso poder sobre los animales. Las fieras no la habrían matado tan fácilmente.
Por sus mejillas empezaron a correr lágrimas de dolor y de ira. ¿Por qué esa pequeña tonta habría querido ir a ver el desierto ella sola, a pesar del peligro? Siempre había obrado a su antojo, como aquella vez en que, en plena noche, había salido tras los pasos de los raptores de Neserjet. Gracias a aquella audacia insensata había podido salvar la vida de la joven. Pero, esta vez, ¿qué le habría sucedido?
Ni siquiera podía desahogarse con Djoser o Imhotep, que se habían trasladado a Nejen para supervisar la evolución de las obras iniciadas en el lugar. No regresarían, como mínimo, antes de un mes.
Su angustia se transformó en furia dos días después, cuando el capitán de la guardia real de Per Bastet le presentó a una joven mujer de ojos dorados que se prosternó ante ella.
—Oh noble reina, esta muchacha dice poseer informaciones sobre la princesa Jirá.
—¿Quién eres? —preguntó Tanis.
—Me llamo Taina, oh Gran Esposa. Soy… bueno, era la compañera del príncipe Tash’Kor.
—¡Habla! ¿Qué sabes?
—Tu hija, la princesa Jirá, se halla a bordo del Corazón de Cipris, el barco de mi señor.
—¡Es imposible!
—Consiguió enviarle un mensaje por mediación del mago Jokán. Sólo él sabe descifrar vuestra escritura sagrada. Sé cuál era su contenido. Estaba presente cuando lo leyó a mi amo. La princesa le hacía saber que deseaba unirse a él para compartir su vida. Pero, si él aceptaba, tenía que abandonar Kemit, pues sabía que sus padres jamás aprobarían su unión. Ella también quería huir, pues no podía soportar seguir viviendo en Mennof-Ra después de lo que había sabido. A continuación le proponía un plan de fuga. Había pretextado el deseo de estar sola para trasladarse a un lugar llamado Kehut, o Kenhut… no recuerdo su nombre. Ese viaje estaba destinado a hacerte creer, poderosa reina, que había renunciado a volver a ver a mi señor. Pero en realidad le pedía que enviara un barco en el que ella pudiera ocultarse.
Tanis sintió un ligero vahído y tuvo que sujetarse al brazo del trono real. Jirá se había burlado de ella. Se había creído traicionada y su espíritu rebelde había imaginado un plan de una audacia insensata para unirse a su príncipe. Todavía era muy joven y muy frágil para sentir la pasión. Pero ¿se lo podía reprochar? ¿Acaso ella misma no había vivido una relación tormentosa con su padre? ¿Lo importante no era que estuviese viva?
—¿Qué ocurrió después? —preguntó en voz queda.
—Mi señor Tash’Kor decidió partir de Kemit. Vendió la casa, liquidó sus negocios y reunió todos sus bienes. Polis protestaba, pero nunca ha sabido oponerse a las decisiones de su hermano.
—Eso explica la marcha precipitada de ese miserable hipócrita —gruñó Tanis—. Llevó su engaño hasta el extremo de visitarme para decirme que no quería ser motivo de discordia.
—Mientras cargaban el barco, envió una falúa con hombres de confianza. Tres días más tarde estaba de vuelta. La princesa iba a bordo, disfrazada de muchacho.
Tanis soltó una risita incongruente. Era la misma estratagema que había utilizado ella para huir de Kemit mucho tiempo atrás. Jirá debía de recordar aquella historia.
—Pero ¿y tú? —prosiguió Tanis—. ¿Cómo es que estás aquí? ¿Qué oscuras razones te impelen a traicionar así a tu señor?
Taina vaciló.
—Conocía los proyectos de mi señor Tash’Kor.
—¿Qué proyectos?
—En realidad vino a Egipto para saciar su sed de venganza. Nunca perdonó al Horus Neteri-Jet que abandonara a su país hace cinco años. Sus padres fallecieron en trágicas circunstancias, y considera al rey Djoser responsable de ello. Por eso decidió asesinar a Jirá. La matará en cuanto llegue a Busiris y luego os enviará su cabeza en una cesta. Es lo que dijo delante de mí cuando la princesa se fue de la casa la primera vez que le visitó.
—¡El muy criminal! —estalló Seschi.
—Pero eso no es todo —continuó Taina—. Estoy casi segura de que él fue el causante de la muerte de tu hija Inja-Es.
Una violenta emoción se apoderó de Tanis.
—¡Habla!
—No tengo pruebas, sólo suposiciones. Tash’Kor tenía a un hombre escondido en una cripta situada bajo la casa. Ese hombre era el asesino que buscabas. Afirmaba que lo había capturado por casualidad cuando estaba agazapado en los canales subterráneos. Pero estoy convencida de que lo había sobornado para matarte, y herir así al rey Djoser. Cuando Jirá fue a visitarle la condujo hasta la cripta, y yo les seguí a escondidas. Oí lo que decía el prisionero. Confesó ser el autor del asesinato, pero también mencionó a un hombre enmascarado al que había conocido unos días antes, que le alentó a realizar su plan y después debía ayudarle a huir. Sin embargo, cuando el asesino fue a su encuentro después de cometer el crimen, el hombre no acudió a la cita. Estoy segura de que ese desconocido no es otro que Tash’Kor. Seguramente se disfrazó e incitó a ese hombre a que cometiera su acto infame. Ahí estaba su venganza.
—¡El muy criminal! —dijo Tanis con rabia.
—Yo no sabía qué hacer, gran reina. Mi corazón se desgarraba entre dos sentimientos. A pesar de mis sospechas, seguía amando a Tash’Kor. Pero sabía del crimen que se disponía a cometer y eso me daba miedo. En Per Bastet me lo confirmó, seguramente para amansarme. No pude soportarlo. Desde luego, ella se había convertido en mi rival. Pero no podía decidirme a apoyar la inmunda comedia que estaba interpretando. Así que aproveché la escala para huir del barco y refugiarme en casa del nomarca. Él fue quien me dio una escolta para venir a verte.
Una mezcla de furia y desespero embargaba el corazón de Tanis. El relato de la chipriota era cierto, no había duda, pues confirmaba lo que ella ya había presentido. Enjalil el sumerio había venido a Mennof-Ra con la intención de matarla, para vengar al pirata Jacheb. Tash’Kor lo debía de haber localizado y lo había utilizado para realizar su acto indigno. Sus odios se complementaban. ¡Y Jirá, esa pequeña estúpida, se había fugado con aquel miserable!
No iba a matarla antes de Busiris. Pero, aun así, ¿no sería ya demasiado tarde para impedirle llevar a cabo su infame venganza? Una repentina náusea sobrecogió a Tanis, cortándole la respiración. El impacto provocado por el fallecimiento de Inja-Es y la preocupación de los últimos días la habían debilitado. Seschi la tomó por los hombros.
—¡Los atraparemos, madre! —exclamó—. No temas. Yo mismo le romperé los huesos a ese perro. Y traeré a casa a esa cabeza de chorlito.
Tanis posó su mano en el puño vigoroso del joven. En ausencia de Djoser, él asumía inconscientemente el papel del padre, con la preciosa espontaneidad de su edad.
—Mi barco, el Espíritu de Ptah, está listo para zarpar. Su tripulación ya está formada. Iba a servirme para visitar los países del Levante, pero cambiaremos de objetivo: ¡perseguiremos a los chipriotas!
Tanis protestó débilmente:
—Pero te llevan cuatro días de ventaja, eso si zarpas hoy mismo.
—Mi barco es más rápido que el suyo. Y mis guerreros están perfectamente entrenados.
—Está bien, hijo mío. Pero me quedaría más tranquila si llevaras contigo a un capitán más curtido.
—Jerseti mandará a mis guerreros. Él me enseñó el manejo de las armas y tengo absoluta confianza en él. Es leal y valiente, mis soldados le respetan y le aprecian. También me llevaré a Hobaja. Él ideó mi barco y es un excelente marino.
Tanis aprobó su elección. Jerseti había iniciado su carrera al servicio de Imhotep, que le había confiado el mando de la guardia de On. En la adolescencia de Seschi, el gran visir lo había propuesto como instructor militar de los jóvenes príncipes. Djoser había estado de acuerdo con esa elección. Conocía el papel desempeñado por el joven comandante en la lucha contra los miembros de la secta de la Serpiente. Así pues, hacía cuatro años que Jerseti entrenaba a los príncipes reales. El Horus le había concedido una casa situada cerca de la Gran Mansión. Hobaja, por su parte, era un hombre cabal, de carácter estable, al que nada en el mundo parecía poder apartar de su gran pasión: el mar. El barco que había creado no tenía equivalente alguno en todo el mundo, y las pruebas realizadas en los últimos meses demostraban una velocidad casi dos veces superior a la del más rápido navío mercante egipcio. Hobaja poseía un sentido innato de la utilización de la madera en la construcción de un barco. Su intuición le había dictado un perfil audaz y alargado, revolucionario, cuya realización le había granjeado las burlas indulgentes de los maestros de aja tradicionales. Pero éstos habían cambiado de parecer cuando comprobaron la prestación del Espíritu de Ptah. El propio gran Imhotep, intrigado por el sorprendente saber de aquel hombre originario de Palestina, le había solicitado varias veces su opinión sobre el transporte de piedras.
Mientras Tanis mandaba a buscar a los dos hombres, se oyó una voz.
—Yo también quisiera ir —imploró Neserjet—. No podré vivir sabiendo que Jirá corre un grave peligro.
—Este viaje será peligroso —objetó Tanis.
—¡No puedo olvidar que ella arriesgó su vida para salvar la mía, oh mi reina! Además, he aprendido a manejar la espada. Sabré defenderme.
—¡Está bien! Si mi hijo acepta llevarte, doy mi consentimiento.
La reina imaginaba que había otro motivo para esa decisión. Neserjet siempre había estado enamorada de Seschi. Ese viaje era la ocasión soñada para estar a solas con él.
Taina intervino:
—Oh gran reina, creo que sería bueno que yo formara parte de la expedición. Tash’Kor es un ser taimado y calculador. Pero lo conozco bien, y también sé que tiene previsto ir a Ugarit en cuanto haya cometido su crimen.
La reina se volvió hacia Seschi. Éste dudó. Aquella joven le causaba una extraña impresión. Su belleza y sensualidad cautivaban a todos los hombres. Entonces ¿por qué a él no le gustaba? No tenía muchas ganas de llevarla a bordo, pero era cierto: podía resultar útil.
—¡Está bien! Te llevaremos.
Tanis, que varios días antes había caído en las redes de las bonitas palabras de Tash’Kor, no podía más que estar de acuerdo. En cambio, Neserjet puso mala cara. No le gustaba aquella chica de mirada amarilla y boca pulposa como una fruta madura. A aquella Taina le importaba un bledo lo que pudiese pasarle a Jirá. Pero sin duda esperaba aprovechar la situación para colarse en la cama de Seschi. Y, como de costumbre, éste no tendría ningún reparo en acogerla. Muy pocas se le habían resistido hasta la fecha. La joven beduina tuvo ganas de llorar de puro despecho.
Más tarde, mientras Seschi había ido a organizar la partida, prevista para el día siguiente al alba, un hombre pidió ser recibido por la reina. Nada más entrar, se postró a sus pies.
—¿Hurajti?
Desde la aventura compartida con Tanis en los peores momentos de la epidemia de muerte negra, el coloso le había consagrado su vida. Había ingresado en la guardia real con una pequeña graduación y una pensión por el mero placer de estar junto a la mujer por la que sentía una admiración sin límites. Dispuesto a entregar su vida por ella, también se había encariñado con los niños, y especialmente con Inja-Es y Jirá. La muerte de la pequeña princesa le había trastornado y había ayudado activamente a Seschi en su búsqueda del asesino.
—Perdona la audacia de tu servidor, oh hermosísima Nefertiti. Mi capitán, el noble Jerseti, me ha informado que va a salir en busca de los raptores de nuestra Jirá. Permite a tu esclavo que vaya con él. Tú conoces mi fuerza, oh mi reina bienamada. Quisiera ofrecer mi brazo y mi vida para ayudar al príncipe Seschi en este combate.
El ardor del gigante convenció a Tanis, que quiso hacerle rabiar un poco:
—Si te vas de palacio, ¿quién me protegerá?
—Pero… mi reina, haré lo que me ordenes.
—En ese caso, prepárate para partir. Creo, en efecto, que tu fuerza será de gran utilidad al lado de mi hijo.
Al día siguiente, cuando los primeros rayos de Jepri dejaban caer sus sombras sobre el ujer, el Espíritu de Ptah zarpaba de Mennof-Ra. A bordo llevaba un centenar de soldados experimentados, armados hasta los dientes, que también hacían de remeros. En proa, rodeado de su estado mayor, Seschi observaba el río. Distintos aromas acuáticos penetraban en sus pulmones y un ligero relente le refrescaba la cara. Río abajo, el Nilo se ensanchaba para separarse en dos brazos, uno de los cuales, hacia el este, llevaba a Busiris. El otro llegaba hasta la lejana Buto. Por oriente se adivinaban las canteras de Turah, de donde se extraía la caliza destinada a la construcción de Saqqara. Varias falúas acompañaron la nave un trecho para luego regresar a puerto.
Seschi había confiado a Hobaja la conducción del barco. Una sorda inquietud le dominaba. Si había que creer a Taina, llevaban ahora casi cinco días de retraso con respecto a los chipriotas. A pesar de los notables resultados del Espíritu de Ptah, no tenían de hecho ninguna posibilidad de alcanzar a los fugitivos antes de Busiris, situado a cuatro días de navegación de Mennof-Ra. Sin duda llegarían demasiado tarde para salvar a Jirá.
Pero, si se daba ese caso, estaba decidido a perseguir al chipriota hasta el fin del mundo.