Capítulo 26

La noche había caído hacía rato cuando Jirá regresó a la Gran Mansión, donde Neserjet la aguardaba con una mezcla de impaciencia e inquietud. Su extraña actitud sorprendió a la joven beduina. No ignoraba que ningún hombre había puesto todavía la mano sobre Jirá, pero imaginó que ahora ya la cosa estaba hecha. Además, ¿no le había contado el insólito vínculo que la encadenaba al príncipe chipriota, producto de una paradójica mezcla de amor y odio? Esperaba que Jirá le proporcionase los detalles del encuentro y ya disfrutaba por anticipado. Pero ésta no le hizo ninguna confidencia. Al contrario, se encerró en un silencio porfiado e incomprensible. En un primer momento Neserjet se enfadó con ella. ¿Es que no lo compartían todo desde hacía cinco años? Pero después adivinó que le había ocurrido otra cosa. Jirá se frotaba las manos con nerviosismo, como para borrar una huella invisible. Por momentos parecía a punto de echarse a llorar. La angustia y la cólera se transparentaban en su cara, traicionando la incomprensible lucha que se debatía en su interior. ¿Una primera aventura sexual podía provocar aquella reacción?

Muchas veces las dos muchachas dormían juntas, reunidas en la misma cama por sus confidencias y sus risas traviesas. Una complicidad hecha de ternura y de una incipiente sensualidad que habían aprendido a domesticar mientras esperaban la prueba de la primera aventura masculina. Sin embargo, cuando Neserjet intentó deslizarse a su lado, Jirá la rechazó con una violencia impropia. Desconcertada, la joven no se atrevió a insistir. Era la primera vez que su amiga actuaba así.

Sola, Jirá se envolvió en una manta. Pese a la tibieza de la noche, temblaba de frío. Durante largo rato recordó los instantes fuera del tiempo que acababa de vivir con Tash’Kor. El odio que la había animado durante cinco años había desaparecido por completo. El amor exclusivo que llevaba dentro sin saberlo se había liberado al fin, y la había conducido a los brazos del príncipe de ojos turquesa. Habría tenido que sentir una alegría intensa. Pero en aquella experiencia perturbadora se había introducido un malestar pavoroso que le dejaba en el corazón un perfume de destrucción irreversible. Debido a las revelaciones que la habían precedido, tenía la sensación de que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Desde su nacimiento había creído ser la hija del dios vivo que reinaba sobre el país más bonito del mundo, Kemit. Sentía por ello un gran orgullo y la certeza de que nada grave podía sucederle. Un profundo amor filial, hecho de admiración y cariño, la ligaba a aquel ser excepcional, cuya voluntad había metamorfoseado el rostro de los Dos Reinos. Neméter le había enseñado la historia de los primeros Horus. Con la excepción del gran Narmer, que había unificado el Alto y el Bajo Egipto, ninguno de ellos se le podía comparar. Aliado con el espíritu fabuloso del gran Imhotep, su propio abuelo, había reconstruido las murallas y los templos de las ciudades más importantes: Nejen, Yeb, On, Per Bastet, Busiris, Buto, Denderah… Pero, sobre todo, había edificado en la meseta del halcón sagrado, Sokaris, una ciudad extraordinaria, que, a simple vista, aunque no estaba todavía terminada, provocaba respeto y veneración tanto entre los egipcios como entre los extranjeros.

Había compartido muchas cosas con aquel dios poderoso cuyo nombre hacía temblar a sus enemigos. Hasta donde alcanzaba su memoria, tenía maravillosos recuerdos, innumerables, anécdotas de caza, juegos, risas. Recordó que él había recogido su primera sangre de mujer… Djoser era para ella más que un padre. Era la imagen misma del hombre tal como lo soñaba, una sutil mezcla de fuerza indomable y de ternura, de complicidad, de amor en estado puro. Ella había crecido, se había desarrollado bajo su sombra benefactora.

Y hoy se había enterado de que aquel dios vivo no era nada suyo, que no había hecho más que alimentarla. No le había dado la vida. ¡Era una extraña para él! ¡Una extraña! Podría gritar de dolor.

Como reacción, una curiosa forma de odio había nacido en ella. Detestaba a Tanis por haberle enmascarado así la verdad, una verdad para la que no estaba preparada. Su madre le había ocultado su verdadero origen; ¡y con razón! ¿Podía confesarle que había matado a su padre y a los habitantes de su ciudad? Sin embargo, aquel padre desconocido, aquel Jacheb, no había cometido más crimen que enamorarse de ella. El tal Enjalil no había podido mentir sobre ese punto. A partir de aquel momento se había convertido en un bandido. Pero ¿lo habría sido sin aquel primer drama que había decidido su vida? En cuanto a ella, Jirá, Tanis la había privado de su verdadero padre, un padre al que ya lamentaba no haber conocido. Le reprochaba también haber engañado a Djoser con otro. Poco le importaba que aquella historia fuese antigua. No deseaba hablarle de ello. Además, no podía abordar el tema sin condenar a Tash’Kor. No lograba conciliar el sueño. Habría querido gritar su rabia y su tristeza, pero debía ahogarlas, comprimirlas en lo más profundo de su ser. Tuvo que levantarse varias veces durante la noche para vomitar, tan fuerte era el dolor que le revolvía el estómago.

En medio de aquella confusión, una sola idea la dominaba: había acusado a Tash’Kor infundadamente. Él no era responsable de las catástrofes que habían devastado a Kemit después de su partida. Aquella inocencia le alegraba, pues había permitido revelar al fin el amor que sentía por él desde el principio, y que un odio absurdo le había enmascarado. Él también había sufrido en su carne, en su corazón. Poco a poco una idea se abrió paso en su mente: no aceptaría separarse nunca más de aquel hombre misterioso. Sería su compañera, su esposa. Las palabras que él había pronunciado mientras estaba dentro de ella, alrededor de ella, no podían ser mentiras. Él también la amaba, estaba segura.

En la mansión de Tash’Kor también rugía la tormenta. Taina había presenciado, oculta entre los matorrales, los escarceos amorosos de su príncipe y la puta egipcia, tal como la calificó. Prosiguió una memorable escena de celos que divirtió enormemente a Polis, encantado con aquellos cambios de humor. Aquello le confirmaba en su decisión de no atarse jamás a una sola compañera. Pero Tash’Kor no era hombre que aceptase sin pestañear los alaridos de una mujer posesiva. Taina lo experimentó cruelmente: cuando él consideró que había sobrepasado los límites, la mujer recibió una bofetada magistral que la hizo rodar por el suelo. Se echó a llorar y luego replicó:

—¡La quieres más que a mí!

—¡Cállate, hembra estúpida! ¡No has entendido nada!

—Y además, ¿quién es ese prisionero que le has enseñado?

Tash’Kor se quedó perplejo. Ella no habría tenido que saber nunca de la existencia del sumerio. Se acercó lentamente a ella, con una expresión dura en la cara. Su mirada negra hizo temblar a la joven.

—¿Qué prisionero? —preguntó con voz apenas audible.

Taina temblaba de miedo, pero encontró valor para continuar:

—Os he seguido. ¡Tienes a un hombre encerrado en secreto, en una cripta, debajo de los viejos almacenes! ¿Por qué se lo has enseñado a esa… esa furcia?

—¡Eso no es asunto tuyo!

—He escuchado lo que has dicho, y lo que ha explicado ese prisionero.

—¿Te has atrevido?

—Estoy segura de que tú eres el enmascarado que lo visitó poco antes del atentado que costó la vida a la hija del rey.

Tash’Kor alzó la mano para hacerla callar, pero Polis detuvo su gesto.

—¡Espera, hermano! ¿De qué está hablando?

—¡No te preocupes por eso! Este asunto sólo me concierne a mí.

—¿Quién es ese prisionero?

—¡No importa! Está muerto.

—¿Muerto?

—Se trataba del hombre que mató a la princesa Inja-Es. Se lo he entregado a Jirá. Ella lo ha matado. Eso es todo.

—¿Cómo cayó en tus manos?

—Después de su crimen se refugió en los canales subterráneos de la casa. Lo sorprendí intentando robar comida. Le sonsaqué y así supe quién era.

—¿Y ese enmascarado del que hablaba Taina?

Tash’Kor dudó, pero se decidió a informar a su hermano de lo que sabía.

—¿Por qué no me hablaste antes de todo esto? —dijo Polis al fin.

—Quería volver a ver a esa Jirá. Ya sabes por qué. Ese sumerio era el medio de atraerla hasta aquí. ¡No hay nada más! ¡Nada!

Se giró hacia Taina.

—En cuanto a ti, eres una estúpida por enfadarte de ese modo. Odio a esa princesa egipcia. Un día de estos la mataré. Esta tarde no he hecho más que domesticarla para que caiga mejor en mi trampa. Así que no tienes nada que temer.

El odio que sentía vibrar en la voz de su amante tranquilizó un tanto a Taina. Se levantó del suelo y fue a acurrucarse entre sus brazos. Ambos se alejaron en dirección a la habitación del príncipe. Polis permaneció un largo rato pensativo. No le gustaba la luz que había visto brillar en los ojos de su gemelo. Era raro que su hermano le ocultara algo. ¿Quién sería aquel hombre enmascarado que había visitado al asesino poco antes de su crimen? Tash’Kor había podido muy bien esconder su rostro, a fin de que el sumerio no lo reconociese después.

Una verdad horrible se instaló poco a poco en el espíritu del joven príncipe. Conocía lo suficiente a Tash’Kor para saber que era capaz tanto de lo mejor como de lo peor. Su tormentosa vida no le había incitado a la piedad. Odiaba a aquella Jirá desde hacía más de cinco años. Jamás había podido olvidar su desdén. Se había ausentado a menudo en los últimos días. Muy bien había podido dar con el futuro asesino, merodeando alrededor de palacio. Lo había seguido hasta su escondite. Con la cara enmascarada, le había alentado a cometer su crimen, haciéndole creer que le ayudaría a escapar después. Pero no había cumplido su compromiso, y el sumerio, abandonado, se había visto obligado a refugiarse en los canales subterráneos. Más tarde, por pura casualidad, había intentado robar comida en la casa del mismo hombre que le había traicionado.

Polis tardó mucho en conciliar el sueño aquella noche. Porque, fuesen cuales fuesen los crímenes cometidos por Tash’Kor, aunque fuese por persona interpuesta, él nunca le traicionaría. Era su hermano gemelo. Pero el porvenir le pareció sombrío, pues no tenía más que una relativa confianza en Taina, hija de un noble de la pequeña ciudad de Ugarit, al norte del Levante. Tash’Kor la había tomado como amante. Él mismo se había aprovechado de sus favores, pues su hermano lo compartía todo con él, incluidas las mujeres. Jamás una de ellas había demostrado tanta perversidad y apetito. Como fiel adorador de Cipris, habría debido de estar encantado, pero en realidad le inquietaba. En aquella muchacha había algo malsano, y en particular una irreprimible propensión a los celos más enfermizos.

Al día siguiente, Jirá mantuvo su actitud distante hacia Neserjet. No podía confesar la información que había recibido sin perder valor a sus ojos. Y a Jirá le agradaba la admiración incondicional que su compañera sentía por ella. El hecho de que fuera la hija del Horus tenía mucho que ver con esa veneración. Si Neserjet se enteraba de que no era más que una bastarda, su admiración se desvanecería. Jirá habría querido creer que eso no tenía ninguna importancia, pero, por el contrario, era el reflejo de lo que pensarían los demás si se descubría la verdad. Ya no sería la hija de Neteri-Jet, sino la de un oscuro rey del lejano país de Punt. Y eso no podía aceptarlo.

Desamparada, Neserjet halló refugio junto a Seschi, a quien siempre recurría cuando algo iba mal. Su fuerza tranquila, su humor siempre estable y su alegría la tranquilizaban. Neserjet siempre había estado enamorada de él, pero prefería comportarse como una amiga, para no sufrir por su notoria infidelidad. Para Seschi, Neserjet era como un doble de Jirá, y los sentimientos que tenía por ella eran idénticos. Como la respetaba, nunca había intentado la menor aventura con ella. Los dos salían ganando. Así pues, cuando ella fue a buscarle, él la trató como a la hermanita adoptiva que en parte era.

Neserjet temblaba por Jirá. Aquel Tash’Kor no le inspiraba ninguna confianza. En su mirada brillaba una cínica frialdad. Aquel hombre no conocía la piedad y sabía manipular a los demás para conseguir sus objetivos. Tenía que impedir que hiciera daño a su amiga. Contó a Seschi dónde había estado Jirá el día anterior y el tiempo que había permanecido en casa del chipriota.

—Por los dioses, deberías habérmelo dicho antes —exclamó el joven—. Tengo que hablarle.

Ambos se precipitaron hacia los aposentos de Jirá.