Capítulo 24

Al igual que Imhotep, Djoser se había dejado crecer el pelo y la barba. Por primera vez desde el inicio de su reinado, una fina pelusa le cubría el cráneo y las sienes. Tanis comprobó entonces que, a pesar de ser todavía joven —treinta y ocho años—, el hermoso color moreno de su cabellera estaba salpicado de gris. Admiraba la fuerza de su alma, que le permitía hacer frente a los problemas cotidianos con la misma eficacia y la misma conciencia. Los visitantes lejanos y los emisarios que le iban a ver no habrían sabido decir cuáles eran sus sentimientos hasta tal punto su semblante permanecía impasible, atento a las palabras de todo el mundo. Sus propios ministros admiraban su coraje.

Pero, cuando se acababan sus funciones sacerdotales y gubernamentales, su rostro ya no exhibía su habitual alegría de vivir. La triste sombra de Inja-Es planeaba entre los muros de la Gran Mansión. Mientras se preparaban los funerales de la pequeña princesita, Semuré y Moshem proseguían sus investigaciones, sin resultado alguno. Veinte días después del crimen, se llegó a pensar que el asesino había tenido tiempo de huir de Mennof-Ra, y las rondas se espaciaron.

Sin embargo, Seschi y Jirá estaban convencidos de que el criminal no había tenido tiempo de escapar. Se negaban a perder la esperanza de atraparlo, continuando así su propia investigación, y no volvían a palacio hasta muy tarde, agotados tras recorrer la ciudad o los alrededores en busca del menor indicio. Los campesinos, obreros o artesanos interrogados estaban deseosos de ayudarles, pero nadie había visto al hombre de ojos de hurón. Por la noche, Jirá se desplomaba sobre la cama con los ojos ardiendo, muerta de cansancio y presa de un terrible desánimo. Su sentimiento de culpabilidad se negaba a desaparecer. Convencida de ser la responsable de la muerte de su hermanita, sólo tenía una idea en la cabeza: atrapar al asesino y matarlo con sus propias manos.

Inmediatamente después de su entrevista con los príncipes chipriotas, Moshem había comunicado su presencia a Djoser. Su intuición le decía que desconfiara de ellos, sobre todo del llamado Tash’Kor. Por precaución, había pedido a Tefir, el capitán de su comando de élite, que situara varios espías en las inmediaciones de la casa. Durante varios días, disfrazados de mendigos o vendedores ambulantes, éstos observaron los actos y los gestos de los gemelos. Pero su conducta no reveló nada sospechoso. Si bien habían sido desposeídos de sus títulos, eran dueños de una pequeña fortuna que les permitía llevar una vida confortable y mantener al pequeño grupo que les había seguido a Egipto. Unos treinta guerreros se hacían cargo de la seguridad de la morada, y otros tantos esclavos formaban el servicio. Quince hombres y mujeres componían la corte de los chipriotas. De aquellas personas, ninguna encajaba con el asesino. El personaje de cara alargada y enjuta, siempre vestido con una larga túnica negra, de nombre Jokán, poseía talentos de mago. La muchacha de boca sensual que Moshem había entrevisto se llamaba Taina, y ocupaba el rango de favorita de Tash’Kor, y quizá también de Polis, tal como descubrió un falso mendigo que consiguió introducirse en la casa.

Un intendente llamado Mardos se dedicaba a negociar con los mercaderes, ofreciéndoles joyas y bienes de dudosa procedencia. Un mes antes, una flota de comercio egipcia había sido atacada por una pequeña escuadra de piratas perteneciente a los Pueblos del Mar. Cuatro barcos mercantes habían sido capturados y saqueados antes de que las naves escoltas lograsen rechazar a los asaltantes. No obstante, nada demostraba que los príncipes chipriotas estuvieran implicados en aquel asunto. Los productos que vendían parecían no tener ninguna relación con los lotes de tejidos y de maderas preciosas robados. Al cabo de quince días, Moshem ordenó a Tefir que abandonara la vigilancia. Pero su desconfianza se negaba a desaparecer. Hizo partícipe de sus recelos a Djoser y le propuso conceder audiencia a los dos príncipes para saber las razones de su presencia en Mennof-Ra.

Dos días más tarde, Tash’Kor y Polis eran recibidos en palacio. Debido al luto que afectaba a los Dos Reinos, la recepción tuvo lugar en el despacho del Horus y no en la gran sala del trono. Sólo estaban presentes unos cuantos colaboradores cercanos al rey. Contrariamente a la costumbre, Djoser no llevaba la barba postiza. La suya, la natural, la sustituía. Llevaba el nemés con el ureo y se sentaba muy erguido, casi rígido. En sus rasgos ajados por el cansancio no se translucía ningún sentimiento. Tash’Kor se inclinó y tomó la palabra:

—Mi señor, agradecemos tu acogida. Como bien sabes, ya no somos soberanos de Chipre. El infame usurpador Judir nos arrebató el trono, y apenas tuvimos tiempo para huir en compañía de nuestros más fieles seguidores. La fortuna que hemos conseguido salvar no nos permite siquiera pensar en emprender una nueva lucha contra el traidor.

Djoser observó a los dos hombres y luego tomó la palabra.

—En efecto, Moshem me ha contado vuestras desventuras. Tal vez sean un reflejo de la verdad, y vuestras palabras sean las de Ma’at. Sin embargo, acaban de notificarme que una flota egipcia ha sido atacada una vez más por los Pueblos del Mar, que se refugian en Chipre. Pese a la rápida intervención de las naves de guerra que la escoltaban, cuatro barcos han sido capturados y dos hundidos. Comprenderéis que este acto de guerra deliberado no despierte mis simpatías por los ciudadanos de vuestra isla.

Polis abrió los brazos en señal de impotencia.

—Estamos afligidos ante este nuevo acto bárbaro, mi señor. Pero no puedes hacernos responsables de él.

—En efecto —replicó secamente Djoser—. No tengo ninguna prueba que me permita acusaros. Sin embargo, tampoco nada os exculpa. Comprenderéis que, en tales condiciones, no pueda recibiros con los brazos abiertos. Podría encarcelaros, por precaución, o bien expulsaros. Pero, si no estáis implicados en esta acción innombrable, cometería una injusticia. Así pues, admito que permanezcáis en Mennof-Ra.

Polis se postró a los pies del soberano.

—¡Te lo agradecemos, oh gran rey!

—Pero ¡cuidado! —precisó Djoser—. Los Dos Reinos siempre se han mostrado hospitalarios con los forasteros, y podréis residir en la capital bajo mi protección. Vuestros bienes serán sometidos a las mismas tasas que los de los egipcios, y vuestros derechos serán idénticos. Sin embargo, tened siempre presente que vuestro pueblo y el nuestro no son ni amigos ni aliados. Vuestra presencia sólo es tolerada. A la menor actividad sospechosa, seréis expulsados o encarcelados. Si estas condiciones no son de vuestro agrado, sois libres de partir de Kemit lo antes posible.

—Mi señor —dijo Polis—, te suplico que creas que no hemos venido como enemigos, y que somos por completo ajenos a los crímenes cometidos por los Pueblos del Mar. Te agradecemos tu hospitalidad y nos esforzaremos en vivir como los egipcios.

Tash’Kor se inclinó a su vez, con menos entusiasmo que su hermano.

—Que Cipris te sea favorable, oh Horus —respondió sobriamente—. Hallarás en nosotros a tus más fieles súbditos.

Tanis notó en él cierto enojo causado por la intervención de su hermano. Era evidente que Tash’Kor tenía la costumbre de hablar por los dos. La reina los observó con atención. Su presencia le intrigaba y le incomodaba, sin saber por qué. ¿Era por su asombroso parecido, acentuado por el hecho de ir vestidos ambos exactamente del mismo modo? Era difícil distinguirlos, excepto por sus miradas. La de Polis reflejaba una gran franqueza y un amor desmedido por la vida. Sonreía fácilmente y su espontaneidad no era fingida. La invitación real parecía más una citación, y sin duda había temido que lo expulsaran de Kemit. El simple hecho de ser autorizado a quedarse le satisfacía ampliamente.

Por el contrario, no conseguía tener una opinión clara sobre Tash’Kor. Lo adivinaba introvertido, retorcido, calculador; en su mirada brillaba una altanería arrogante que rayaba en el orgullo. Poseía un auténtico ascendiente sobre su hermano, al que también amaba profundamente. Aquella extraña pareja la desconcertaba. Notaba la extraordinaria complicidad y el sólido afecto que unía a ambos hermanos.

Recordó que Tash’Kor, por mediación de su padre Mojtar-Ba, había pedido la mano de Jirá. El joven echaba miradas frecuentes alrededor. Tal vez esperaba verla. Pero Jirá pasaba el tiempo corriendo por el campo con una feroz obstinación. Por lo visto ignoraba su presencia. ¿Cómo reaccionaría cuando se enterase?

Como había pasado todo el día fuera de las murallas Jirá recibió la noticia aquella misma noche. En cuanto supo que su antiguo pretendiente estaba en Mennof-Ra, tuvo una extraña sensación: ganas de huir y un irresistible deseo de verle a la vez. Al día siguiente, pretextando cansancio, no quiso acompañar a Seschi en su búsqueda del asesino y se quedó en la ciudad en compañía de Neserjet, la única a la que había revelado los complejos sentimientos que la encadenaban al príncipe chipriota.

Sus pasos las llevaron irremediablemente hacia el barrio donde se alzaba la casa de Tash’Kor, información revelada por Tefir, el brazo derecho de Moshem. Una violenta emoción que no conseguía dominar se había apoderado de Jirá. A pesar del tiempo transcurrido, a pesar de las duras experiencias vividas, de las que le hacía culpable debido a la maldición que había lanzado sobre Kemit, no olvidaba su mirada brillante. Cuando reconstituía su imagen, su corazón latía más deprisa. Detestaba tener aquellos sentimientos. No estaba dispuesta a perdonarlo. Y sin embargo, tenía que verlo.

Varias veces estuvo a punto de volver a palacio. Pero una fuerza incomprensible la empujaba. A su lado, Neserjet guardaba silencio. Le costaba reconocer a su amiga, cortejada ardientemente por muchos jóvenes nobles, a los que rechazaba con soltura y cinismo. La admiraba por poder tratar a los hombres de aquella manera. Esta vez, sin embargo, parecía una leona buscando al león, arrastrándose hacia él, sometida de antemano. Sentía casi físicamente el sufrimiento que rezumaba Jirá; habría deseado protegerla, pero no podía. La fuerza de aquel sentimiento desconocido la superaba.

Jirá ignoraba la presencia de Neserjet. Estaba desgarrada por emociones contradictorias. Cuando llegó a la casa, se dijo que era una tonta. ¿Qué es lo que buscaba? No tenía absolutamente nada que hacer con aquel individuo que la había humillado y a su paso había sembrado la desdicha. ¿Acaso quería darle la bienvenida, cuando sabía en qué condiciones su padre lo había recibido? Su presencia en Egipto era meramente tolerada; tenía que ajustar su conducta a las decisiones del Horus. Además, aquel perro se lo tenía bien merecido. Furiosa, dio media vuelta y se encaminó apresuradamente hacia el palacio.

De pronto, una voz sonó a sus espaldas. Surgía del pasado, había perdido sus tonalidades juveniles, pero la habría reconocido entre miles.

—¡Princesa Jirá! ¡No huyas!

Ella se volvió. Tash’Kor, sin duda alertado por un criado, salía de su casa. Ella replicó con sequedad:

—¡No estaba huyendo!

Él se acercó y se inclinó ceremoniosamente.

—¡Que los dioses te sean favorables! Soy dichoso al encontrarte. El Horus me recibió ayer en palacio y no tuve el placer de verte.

—Estaba fuera.

Permanecieron unos instantes en un tenso silencio. Jirá habría querido gritarle su odio, escupirle a la cara que se fuera y, sobre todo, que no intentara volver a verla jamás. Las imágenes que la perseguían estaban cargadas de demasiado dolor. Sin embargo, de sus labios no podía salir ni una palabra. Con el tiempo, Tash’Kor se había hecho más corpulento y, pese a su juventud, en el rabillo de los ojos unas ligeras patas de gallo acentuaban su encanto. Azorada, Jirá precisó:

—Yo… estaba buscando al asesino de mi hermana.

—¡Sí, lo sé! Mi corazón está triste por ti y tu familia. A veces los dioses son crueles y permiten que seres como la princesa Inja-Es mueran. Guardo de ella la imagen de una niña bonita y afectuosa.

—Encontraré a su asesino —rugió Jirá—. ¡Quiero matarlo con mis propias manos!

Tash’Kor guardó de nuevo silencio y luego dijo:

—Quizá pueda ayudarte.

—¿Tú?

—Acepta mi hospitalidad. Deseo hablarte.

Jirá se puso a la defensiva.

—¿Qué tienes que decirme?

—Tengo… algunas revelaciones que hacerte. —Miró a Neserjet y añadió en voz baja—, pero sólo te las puedo hacer a ti.

—Neserjet es mi amiga. Puede oírlo todo.

—No hablaré delante de ella. Es demasiado importante.

Jirá vaciló. Él insistió:

—No corres ningún peligro. Tu padre sabrá por Neserjet dónde estás. ¿O es que te doy miedo?

—¡No te tengo ningún miedo! —replicó ella bruscamente.

Se volvió hacia Neserjet.

—¡Vuelve a palacio! No te necesito.

—Pero princesa…

—¡Haz lo que te digo!

Desconcertada, la muchacha obedeció. Con una sonrisa satisfecha, Tash’Kor invitó a Jirá a entrar en la casa. A juzgar por el estado de las paredes, había pasado mucho tiempo abandonada. El antiguo propietario la había recibido en herencia y no iba prácticamente nunca, tal como le explicó Tash’Kor. La había comprado por un precio irrisorio.

Una joven salió a su encuentro. Con el fin de dejar claro que era la preferida de Tash’Kor, quiso abrazarlo. Pero él la rechazó secamente.

—¡Déjanos, Taina! Necesito estar a solas con la princesa Jirá.

El despecho y la ira se marcaron en los rasgos de la chica.

—Mi señor…

—¡Obedece!

Dedicó una mirada asesina a Jirá, pero al fin se sometió. La princesa, incómoda y furiosa por estarlo, estudió el lugar. Era una sala amplia, con las paredes decoradas con esteras de colores, que daba a una terraza. Más allá, un jardincito con palmeras, acacias y sicómoros contenía un pequeño estanque umbrío. La casa estaba organizada en torno al jardín, pero la mayoría de instalaciones no eran más que almacenes en ruinas por los que el nuevo dueño no parecía preocuparse mucho. Unos perfumes poco habituales, traídos sin duda de Chipre, flotaban en el aire.

Tash’Kor y Jirá tomaron asiento en sillones de cedro que unos esclavos instalaron en la terraza. Una criada trajo cerveza fresca y dátiles. En cuanto se hallaron solos, Jirá, como para liberarse de la angustia que le atenazaba el vientre, atacó:

—Antes que nada quiero prevenirte, príncipe Tash’Kor: ¡jamás te perdonaré el mal que causaste a mi país!

—¿El mal? ¿Qué mal? —preguntó, extrañado por aquella repentina agresividad.

—Después de tu partida cayeron sobre Kemit terribles plagas. Desde Per Bastet hasta Kennehut los campos fueron devastados por una nube de langostas. Devoraron todas las cosechas. Y a continuación la muerte negra se abatió sobre el Delta, matando a decenas de miles de personas.

—¿Y me acusas de ser responsable de esas catástrofes? —se indignó él.

—¡No seas hipócrita! ¿Crees que he olvidado la maldición que ordenaste echar a tu mago sobre las Dos Tierras en el momento de tu partida, hace cinco años? Jamás he hablado de ello con mi padre. Pero hoy, si se lo contase, dudo que te permitiera quedarte en Mennof-Ra. ¡Sin duda te haría detener y condenar!

Tash’Kor la contempló estupefacto. Luego esbozó una leve sonrisa sarcástica.

—¡Ahora lo recuerdo! ¿Y de verdad creíste que llevé a cabo mi amenaza?

—¿Te burlas de mí?

—¿Pensaste que Jokán tenía realmente poderes para hacer caer esas catástrofes sobre Kemit?

—¡Por supuesto! Además, los acontecimientos se ajustaron a su voluntad.

—No es cierto, Jirá. Solamente los dioses tienen suficiente poder para desencadenar tales calamidades. La magia de Jokán no es tan grande que pueda formar nubes de langostas o provocar una epidemia de muerte negra. Además, aunque lo hubiera sido, yo nunca habría actuado de ese modo. No habría hecho que tu pueblo cargase con todo el peso de mi cólera. Sólo iba dirigida contra tu padre y contra ti.

—Entonces ¿por qué me dijiste todo aquello?

—Para asustarte. Estaba furioso.

Se hizo un silencio. Jirá observó a su anfitrión con una mirada diferente. Sus palabras parecían sinceras. Y, sobre todo, tenía ganas de creerle. En el fondo siempre había esperado que él no tuviera nada que ver con aquellos cataclismos. Tash’Kor prosiguió, presa del nerviosismo:

—¡Debes entenderme! Mi padre acababa de sufrir una profunda humillación. Le vengué como pude intentando infundirte miedo. Por lo visto lo conseguí. Pero las plagas que vinieron después no fueron más que coincidencias.

—Coincidencias…

—Jamás pedí a Jokán que empleara sus poderes contra Kemit. Él habría sido incapaz. Pero tal vez esas catástrofes fueran el precio a pagar por el padecimiento que tu padre infligió a mi pueblo.

—Mi padre nunca deseó perjudicar a Chipre. Pero tenía grandes preocupaciones. A pesar de las precauciones adoptadas, los Dos Reinos también sufrieron mucho.

—Vuestras reservas eran suficientemente grandes para salvarnos. Os podíamos pagar con creces.

—No había suficiente grano tras el paso de las langostas. La hambruna también nos afectó y los egipcios perecieron a millares.

—Vuestro egoísmo provocó la ira y la venganza de los dioses —insistió Tash’Kor—. Yo no tuve nada que ver.

Su rostro se ensombreció. Jirá no supo cómo reaccionar. Sus últimas palabras la habían perturbado. Había dicho la verdad: los cataclismos que se habían cebado en las Dos Tierras no eran obra suya. Así pues, el odio desmedido que sentía por él se disipó como si nunca hubiese existido. Comprendió que había querido odiarlo, pero el amor que sentía por él era mucho más poderoso, puesto que había resistido a cinco años de separación. Alimentado por el odio, estallaba de repente con tanta fuerza que se habría echado a llorar. Pero ya no sabía cómo reanudar el diálogo con Tash’Kor. Declaró, casi tímidamente:

—Ahora debemos olvidar todo eso. Nadie puede cambiar lo que ya ha sido.

—Pero ¿cómo olvidar? —replicó él con brusquedad—. Hoy en día los tiempos son mejores y ya no es momento de restricciones. Todo el mundo come a su antojo, hasta el más humilde campesino. Sin embargo, mi padre ha muerto y un perro usurpador ocupa el trono que nos pertenecía a mi hermano Polis y a mí. Había esperado recibir el apoyo de Djoser, pero ni siquiera me ha dejado tiempo para hablarle, y ha insistido en que mi presencia en Mennof-Ra sólo es tolerada.

—¿Conoces el motivo? El Horus siempre se ha mostrado benevolente con los forasteros.

—Por lo que he podido entender, una flota pirata atacó un convoy comercial procedente de Biblos. Parece considerarme responsable. Se empeña en confundir a mi gente con los Pueblos del Mar. —Apretó los puños—. ¡Pero no tengo ninguna relación con ellos! ¡Ninguna!

Conmovida por su desespero, Jirá le tomó la mano.

—Lo siento mucho. Escucha, hablaré con mi padre. Quisiera reparar el daño que te hicieron hace cinco años.

—Dudo que sea posible —contestó con voz quejosa—. Tú todavía tienes a tu madre. Yo vi languidecer a la mía lentamente, hasta quedarse en la piel y los huesos. Cada día lloraba porque tenía hambre. No teníamos más comida que gusanos y hojas de arbustos. Le sangraban las encías, se le caían los dientes y el pelo. Una mañana ya no despertó. En cuanto a mi padre… —Se giró bruscamente hacia ella—. ¿Sabes lo que le ocurrió cuando llegamos a Alasia? El pueblo lo estaba esperando, muerto de hambre pero lleno de esperanza. Cuando los ciudadanos supieron que no les traíamos nada, invadieron el palacio y mataron a la familia real y la corte. La guardia se puso de su parte. Solamente Polis y yo pudimos escapar junto con nuestra madre y unos pocos leales. Muchos de ellos se dejaron matar para que pudiéramos huir. Mi padre y mis otros hermanos no tuvieron esa suerte. Los empalaron en largas lanzas y, cuando aún no estaban muertos siquiera, los asaron y los devoraron.

—¡Qué horror! —exclamó Jirá.

—Nosotros presenciamos esa aberración. Nos habíamos refugiado en un sótano cuyo tragaluz daba a la plaza real. Todavía tengo incrustados en el oído los alaridos de terror de mis hermanas pequeñas. —Permaneció un instante en silencio y luego continuó con voz sorda—. Por esa razón yo también te odio desde hace cinco años, a ti y a tu familia, porque os consideraba responsables de la muerte de los míos.

Jirá retiró bruscamente la mano.

—Y has venido a vengarte… —Se puso en pie de un brinco y exclamó—: ¡Eres tú quien ha mandado matar a Inja-Es!

Él la miró fijamente a los ojos.

—¡No! ¡No he sido yo!

—¿Cómo puedo creerte?

—Porque su asesino es mi prisionero.