Capítulo 22

Inja-Es llevaba dos días luchando contra la muerte. Al día siguiente de la agresión había entrado en coma. Imhotep no se separaba de ella, intentando por todos los medios devolverle el conocimiento. Pero sabía que no había nada que hacer salvo esperar. Tanis le ayudaba, aun sabiendo que su presencia no era muy útil. Pero es que no podía estar en otro lugar.

Djoser atosigaba a Semuré y Moshem para que hallaran al culpable. Pese a la detallada descripción facilitada por Tanis, la búsqueda había sido infructuosa. Habían detenido a algunos individuos que correspondían a las señas, pero los habían soltado a todos. Cada vez que capturaban a un sospechoso lo llevaban ante Tanis, la única capaz de reconocer al asesino. Habían registrado todos los barrios de la ciudad, especialmente los del ujer y la ciudad baja. En vano. La operación sólo había permitido arrestar a algunos ladrones y granujas que no habían tenido tiempo de poner tierra por medio antes de que llegaran los guardias.

Otra persona podía identificar al agresor. Jirá había atisbado sus rasgos entre los matorrales. La cara del hombre permanecía en su mente. Cuando la recordaba, una oleada de odio y violencia le cortaba la respiración. Había jurado matarlo con sus propias manos en caso de que lo encontrase ella primero. Llevaba siempre encima la espada que le había regalado Djoser. En compañía de Seschi había recorrido las callejuelas de la ciudad, esperando reconocer al criminal. Estaba convencida de que todavía merodeaba por las proximidades del palacio. Su objetivo no era Inja-Es, sino Tanis. Jirá lo había adivinado, y su madre se lo había confirmado. Desgraciadamente, la pequeña se había puesto en medio.

Un desespero sin límites se había apoderado de la jovencita, mezclado con un terrible sentimiento de culpabilidad. Seschi, el único que conocía el sueño, intentaba tranquilizarla. Habían transcurrido muchos años desde aquella pavorosa pesadilla. En aquel tiempo, los Dos Reinos padecían una terrible plaga, y todo estaba trastocado. Después las cosas habían vuelto a la normalidad. La hambruna y la sequía no eran ya más que malos recuerdos. La vida se había recompuesto y nada parecía amenazar ya a la familia real. Así las cosas, ¿por qué habría tenido que estar alerta? ¿Y quién habría podido querer la muerte de Inka-Es?

En la habitación donde reposaba su hija, Tanis velaba desde hacía tres días. Los criados le habían instalado una cama, pero casi no había podido pegar ojo. Cuando el cansancio se hacía demasiado intenso, se sumía en fases de sueño breves y agitadas, pobladas de pesadillas que le desbocaban el corazón. Se despertaba entonces sobresaltada y de un brinco iba a la cama de su hija para escucharla respirar. Luego se sumía en sus recuerdos para intentar desvelar la identidad del criminal. Pero cada vez su memoria se bloqueaba, como para ocultar unos acontecimientos que había deseado olvidar.

La tarde del cuarto día Inja-Es empeoró. Su respiración se hizo irregular. Exhausta, Tanis sintió que le latían las sienes. Mientras Imhotep lavaba una vez más la herida, aun sabiendo que sus cuidados eran inútiles, Jirá y Seschi entraron para interesarse por su hermana, tal como hacían cada día.

La reina contempló a su hija mayor como si no la reconociera. Una oscura intuición le dijo que aquella tragedia tenía algo que ver con ella. Tal vez era a Jirá a quien apuntaba el criminal. En realidad, ya no sabía nada. Las dos podían ser el objetivo de aquel miserable. Y de pronto se hizo la luz en su mente. Una oleada de rabia impotente ascendió por su cuerpo. Ahora ya recordaba el lugar en que había conocido al asesino. Y también su nombre.

El barrio occidental de Mennof-Ra, que albergaba las suntuosas moradas de los nobles y mercaderes adinerados, había sido construido en un terreno en otro tiempo cubierto de campos. Una fina red de canales cuadriculaba el lugar, pero la mayor parte de ellos habían quedado obturados al edificar encima. Sin embargo, se habían conservado unos cuantos canales para alimentar los estanques de los jardines interiores, y el agua todavía fluía bajo las casas. Algunos también habían sido acondicionados por los antiguos propietarios como salidas de emergencia. Allí iban a parar las aguas sucias, estancadas y fétidas. En ese dédalo glauco, donde la luz del sol no penetraba jamás, había hallado refugio el agresor. Hacía cuatro días que estaba escondido en ese universo nauseabundo intentando escapar de los guardias que efectuaban ronda tras ronda para atraparle. Sabía que la reina le había visto y que, sin duda, le había reconocido. Tenía que esperar a la noche para arriesgarse a salir de su madriguera y robar algo de comer. Dos veces ya había estado a punto de ser sorprendido por unos esclavos. Pero la casa que había descubierto el día anterior parecía un poco más segura.

Ahora Tanis recordaba sus rasgos perfectamente. Se llamaba Enjalil. Una marea de recuerdos acudió a su memoria. Volvió a ver la ciudad protegida de Siyutra, el rostro seductor de Jacheb, el rey pirata, un hombre perverso por el que había creído sentir algo parecido a la pasión, un canalla que había resultado un ser sanguinario y sin escrúpulos. De su tormentoso encuentro guardaba una cicatriz indeleble: Jirá, que creía ser hija de Djoser. Junto a él estaba un individuo cruel con cara de hurón, el jefe de su guardia. Le había creído muerto en el infierno de Siyutra, pero había reaparecido en Yeb. Había pensado que se trataba de un fantasma. Djoser lo había mandado buscar, pero se había evaporado. Según algunos testimonios, había huido hacia Nubia. ¿Por qué había reaparecido en la capital de los elefantes, después de tantos años? ¿Y por qué esperó tres años más para ir a Mennof-Ra? Había envejecido, sus rasgos se habían abotargado, pero no dejaba de ser el monstruo que había entregado a los marineros sumerios a las mujeres y niños de Siyutra para que les dieran muerte a fuego lento. Aún oía sus gritos de agonía. No se podía esperar ninguna misericordia de semejante individuo. No cabía la menor duda: había venido a matarla a ella, no a Jirá. Había reparado en su mirada cargada de odio. Había intentado matarla, pero había atacado a Inja-Es. Una oleada de rabia impotente cortó por un instante la respiración de Tanis. Habría querido tener a aquel gusano entre las manos, aplastarle, despedazarle… Pero, con un gran esfuerzo, ahuyentó su odio inútil. Aquel perro inmundo no merecía tanto. Solamente había que eliminarlo antes de que volviera a actuar.

No obstante, un elemento la desconcertaba: ¿por qué habría esperado tanto tiempo para ejecutar una venganza que, sin duda, le tentaba desde hacía casi veinte años?

Enjalil golpeó violentamente su palo para ahuyentar las ratas. Aquellos antiguos canales eran pestilentes, pero era el único lugar lo bastante seguro. El agua estancada apestaba a detritus e inmundicias arrastrados por los canales de evacuación de las aguas residuales. Cosas innombrables y pegajosas se deslizaban entre sus piernas. Era el universo de los roedores. Un mundo en el que no se distinguía casi nada la mayor parte del tiempo, excepto gracias a algunas aberturas que daban a oscuros patios llenos de desechos. Una de ellas le permitía introducirse en las dependencias de una casa que no estaba custodiada por perros. Por la noche se escabullía al exterior para robar pan y fruta. Hasta el momento nadie había reparado en aquellos pequeños hurtos.

Escudriñó la claridad del día por el tosco tragaluz que daba al jardín. Era demasiado temprano. Sabía que los soldados todavía merodeaban en aquella hora turbia en que el sol desaparecía, sumiendo a la ciudad en una sombra violácea.

Se estaba muriendo de hambre. Se habría puesto a gritar de rabia. ¡Él, que había sido, al lado del señor Jacheb, uno de los personajes más importantes de Siyutra, ahora se veía obligado a disputarles su pitanza a las ratas! Jamás había podido olvidar las infernales imágenes de la ciudad devastada por el infierno provocado por aquella diablesa traída de Sumer. Por su culpa su amigo se había vuelto loco. La tendría que haber matado en varias ocasiones, darla a los guerreros ávidos de mujeres tras una campaña. En lugar de eso, le había otorgado su confianza e instalado en la mansión que se había construido al borde del acantilado, un palacio inútil, extravagante, en el que amontonaba sus tesoros y que nunca habitaba. Ella debería haber comido en su mano, como las demás. Él, Enjalil, sabía desde el principio que aquella mujer era una abominación. No se había equivocado. La había visto vertiendo las tinajas de petróleo y aceite, y prenderles fuego después. Los gritos de agonía de los habitantes quemados vivos aún resonaban en su mente. Él mismo había salvado la vida sólo gracias a su rapidez. Había podido refugiarse en la playa. El pueblo había ardido durante tres días. Cuando por fin cesó el siniestro, todo estaba destruido. Un espantoso hedor reinaba en el lugar. Los buitres, atraídos por los cadáveres calcinados, sobrevolaban en círculo. No quedaba más que un centenar de supervivientes. Había reunido a una veintena de guerreros y atravesado las ruinas aún humeantes para después lanzarse a la persecución de la fugitiva. Habían buscado durante días antes de comprender que no había intentado llegar a Djura por la costa. Contra todo pronóstico, se había internado en el desierto. Habían tardado casi un mes en encontrar su rastro en las tierras altas del interior. Allí había tenido la prueba de que era, en efecto, una diablesa surgida de la semilla de Pazuzu, el dios sumerio de las criaturas infernales. Mientras se acercaban a su escondite, la mujer había aparecido acompañada por una manada de feroces leones que se habían lanzado sobre ellos. Habían huido, pero ella les persiguió. A medida que la mujer abatía a sus compañeros uno tras otro con sus flechas, las fieras los iban devorando. Él logró escapar. Pero Siyutra era inhabitable. Había regresado a Sumer con los últimos habitantes de la ciudad. Había sobrevivido a base de hurtos y crímenes. Después sus compañeros se habían dispersado, habían sido capturados por los guardias, se habían enrolado en otras bandas o habían muerto en alguna pelea. Él había conseguido adaptarse al oscuro mundo de los barrios bajos de Eridu. Se había unido a una pequeña banda de saqueadores que asaltaban a los viajeros. Así había pasado varios años en el golfo, pirateando los caminos. Las caravanas eran más numerosas debido a la formación de cierta liga comercial que se decía inspirada por una mujer extranjera, de origen egipcio. Más tarde se había enterado de que ésta no era otra que la diablesa recogida por Jacheb. Desgraciadamente, con el tiempo, los lugals habían organizado milicias armadas y las habían lanzado tras la pista de los bandidos. Sus camaradas habían quedado diezmados. Una vez más él había conseguido escapar embarcando en un navío mercante que lo había trasladado a Djura.

Hacía muchos años que no pensaba en la diablesa que había destruido Siyutra. Sin duda había muerto devorada por sus leones. Pero un día, en una taberna, habló con un viejo marino empapado en cerveza, que le contó una leyenda muy singular. Aquel hombre, un antiguo capitán sumerio llamado Melhok, hablaba de una mujer leona que había parido a un hijo en el desierto. Pero un gran señor había ido a buscarla y la había devuelto a Egipto, donde se había casado con el rey. Enjalil no daba crédito a lo que oía. Al principio pensó que el viejo borracho se había inventado toda aquella historia. ¿Qué mujer habría resistido así en el desierto? Pero otros habituales del lugar le habían confirmado la historia. Entonces habían resurgido las infernales imágenes de Siyutra y la muerte de su señor, su rey, un hombre al que admiraba más que a nadie. Comprendió que los dioses habían puesto al viejo borracho en su camino para que pudiera vengar a todos los muertos de Siyutra.

Pero antes que nada tenía que ir a Egipto. Había esperado varios meses antes de introducirse en una caravana con destino a Yeb. Y allí había comprobado que el viejo no le había mentido. Había vuelto a ver a la diablesa: era la reina, efectivamente. Con el tiempo su odio no había disminuido, muy al contrario. En su mente se incubaba una idea fija: tenía que matarla y vengar así a Jacheb y Siyutra. Pero ella había notado el peligro; le vio y mandó a sus guerreros a perseguirle. Tuvo que huir hacia Nubia, sin por ello abandonar su idea de venganza.

Por desgracia, Yeb era una ciudad demasiado pequeña para intentar algo. Así que decidió desplazarse a Mennof-Ra, donde la diablesa desconfiaría menos. Por culpa de un estúpido accidente, había tenido que esperar tres años antes de poder ir a la capital. Durante su huida se había ocultado en los pantanos, y un varano le había causado una profunda herida. Había padecido una grave fiebre, de la que creyó no restablecerse nunca. Solamente el odio le mantuvo en vida. Cada día luchaba para recuperar energías. Él, que en otro tiempo había dirigido un pequeño ejército de verdad, se veía obligado a mendigar comida entre los miserables campesinos de Kush. Los odiaba, pero aceptaba su ayuda, porque estaba demasiado débil. La muerte de la diablesa se había convertido para él en su única razón de vivir, una obsesión que le devoraba el alma y la razón. Cuando por fin recuperó fuerzas suficientes para dejar la aldea donde había hallado refugio, regresó a Yeb, donde le habían olvidado. Tras robar una falúa, emprendió viaje hacia la capital, matando y robando para sobrevivir. No tenía más arma que una vieja espada de cobre y su honda, que sabía manejar admirablemente. Con ella mataba a los viajeros aislados. La espada sólo le servía para rematarlos: ya no estaba en condiciones de mantener un combate. Siguiendo su camino teñido de asesinatos, había llegado por fin a Mennof-Ra. Se instaló en una choza en las afueras de la ciudad y espió, como una fiera al acecho, todos los actos y gestos de la diablesa. La vigilancia se había relajado desde Yeb. Después de los cinco años de sequía y hambruna, el país vivía de nuevo en la opulencia, y nada amenazaba ya a la pareja real. Él aguardó pacientemente el momento propicio, que se hacía esperar. Pese a la relajación de la vigilancia, los guardias seguían siendo numerosos. Ni pensar en atacarla con la espada: sabía que ella la manejaba mucho mejor que él. Su única baza era su honda, que ya había matado a más de cien hombres. Su precisión y potencia la convertían en un arma temible. Sólo tenía que aproximarse lo suficiente a la reina para tener una oportunidad de matarla de una herida en la cabeza. Pero era preciso que ella no le viera.

Durante más de dos meses vagabundeó tras el rastro de la reina, espiando sus costumbres. Y luego, varios días atrás, se había producido un inquietante suceso. Apenas acababa de volver a su choza fuera de las murallas cuando oyó un ruido sospechoso. Temiendo que le hubieran descubierto, quiso huir, pero una decena de desconocidos rodeaban la choza, mandados por un ser extraño que llevaba una máscara en el rostro. Con la respiración entrecortada, se dispuso a vender cara su piel. Pero la fiebre se había vuelto a adueñar de él y el primer combatiente no tuvo dificultad en desarmarle. Enjalil creyó que le había llegado la hora. Mientras los hombres lo sujetaban, el enmascarado le interrogó:

—Ahora vas a explicarme por qué espías a la reina cada día.

—¡El noble señor se equivoca!

Una bofetada le partió el labio.

—¡No me hagas perder el tiempo! Confiesa que tienes la intención de matar a la reina.

—¡Es falso!

Nueva bofetada.

—¡Puedes hablar sin temor! —precisó el hombre—. Yo también odio a esa ramera. Y no me disgustaría verla muerta. Ya lo ves, podemos ser amigos.

El odio del sumerio había resurgido de golpe, mucho más violento por haber pasado tanto miedo. Explicó su historia al enmascarado.

—Vaya, vaya —dijo éste por fin—. Y ¿cómo piensas hacerlo?

—¡Espero poder acercarme lo bastante a ella para matarla con mi honda!

—¿Con tu honda?

—¡Puedo matar un pájaro en pleno vuelo, mi señor! ¿Quieres verlo?

Hizo una demostración que interesó mucho al enmascarado.

—No hay duda, eres muy hábil. Pero necesitas acercarte mucho a la reina. Y sólo hay un sitio para eso. Tiene la costumbre de ir con sus hijos a la orilla del Nilo, cerca de unos matorrales de papiros. Allí podrás acercarte a una distancia suficiente para herirla de muerte. Pero es preciso que puedas escapar rápidamente después. Irás a la taberna de Meduni, detrás del ujer, donde te esperarán mis hombres.

Enjalil había aceptado. Después se despertó en él una tremenda esperanza. Ya no estaba solo. El enmascarado le había impresionado. Había adivinado, tras su máscara, una mirada misteriosa, potente, a la que no se podía resistir. Aquel hombre iba a permitirle huir tras realizar su crimen.

Y había llegado el día. Había esperado pacientemente a que la diablesa se instalara, dejando pasar el tiempo para adormecer su desconfianza. Cuando el momento le pareció favorable, armó su honda. No podía permitirse más que un solo tiro. Al instante siguiente tendría que salir pitando.

Había tirado. Pero una niña estúpida se puso en medio. Él gritó de rabia. Había tenido que escabullirse a toda prisa, pues los guardias se habían lanzado tras él. Y durante una fracción de segundo la diablesa le había visto. Estaba seguro de que le había reconocido. Tal como habían acordado, corrió hasta la taberna de Meduni.

¡Pero el enmascarado no estaba ahí, como tampoco sus guerreros! El pánico se apoderó de Enjalil. Entonces se metió en el río para ir a parar a la abandonada red de canales subterráneos, el único lugar en el que desde entonces se podía esconder. Volver a su choza era demasiado arriesgado. Varias veces había intentado volver a la taberna, pero el puerto estaba lleno de soldados. Furioso, comprendió que una vez más se hallaba solo. Con los ojos enfebrecidos, no cesaba de tramar planes alocados que le permitieran probar suerte otra vez. Pero era demasiado tarde. La diablesa no dejaría que nadie se le acercara. Peor aún, había soltado a todos sus guardias en su persecución. Éstos no se darían por vencidos hasta atraparle. La cólera se mezclaba con un espantoso sentimiento de impotencia. Aquella perra estaba protegida por los dioses.

Su voluntad de matar a la reina era lo único que le mantenía con vida. Acuciado por el hambre, no tenía conciencia de lo absurdo de su conducta. La fiebre le había vuelto a subir, una fiebre maligna que, durante su estancia en Nubia, se había trocado en demencia.

Cuando consideró suficientemente avanzada la noche, decidió aventurarse al exterior. Se deslizó por el tragaluz y se introdujo en el jardín. Silencioso como un felino, se dirigió hacia la panadería.

Ya se había hecho con dos grandes panes cuando surgió un hombre que le cerró el paso. No le había oído llegar.

—¡Por los dioses —rugió—, no escaparás así como así!

Enjalil saltó sobre el criado y lo derribó. Por desgracia, el amo del lugar, insomne, apareció en aquel instante en la terraza. Enjalil no vio más que una silueta negra que cogió un palo arrojadizo. El arma salió silbando por los aires. Le golpeó violentamente en la nuca y él perdió el conocimiento.