Capítulo 20

La tarde había sido muy suave. A finales de aquel mes de Atir, las aguas, todavía altas, exponían su lisa superficie a los colores del cielo hasta las puertas de la ciudad, reflejando las fortificaciones con redientes, los almacenes del puerto y las esbeltas siluetas de falúas y barcos de todo tamaño que la corriente acunaba con dulzura. Mientras Djoser e Imhotep acudían a las obras de la ciudad sagrada, Tanis prefirió quedarse en las orillas del Nilo, en las cercanías de la aldea construida por Ameni, el criador de aves. La reina iba escoltada por músicos y bailarinas. La acompañaban también sus hijas y los servidores de éstas. Ajti y Naú habían preferido seguir a Seschi. Desde que el Espíritu de Ptah estaba acabado, el muchacho se pasaba la mayor parte del tiempo a bordo. Había insistido en acoger a Mentucheb y Ayún.

La reina los había recibido aquella misma mañana, a su regreso de un viaje a Ebla. A pesar de su ya respetable edad, los dos compadres no sabían estarse quietos en un sitio. Apenas dedicaban un tiempo a mejorar las casas que Djoser les había concedido en las cercanías de palacio y ya sentían la necesidad de ponerse en marcha de nuevo. El suelo les quemaba los pies. Gracias a ellos se habían establecido sólidas relaciones comerciales con los países del Levante y hasta el lejano reino sumerio. Así era como Tanis recibía regularmente noticias de su amigo Gilgamesh, quien también viajaba mucho. Asimismo había sabido que Ziusudra, el anciano con quien había huido del cataclismo que destruyó Til Barsip, aún vivía. ¡Debía de tener más de cien años! Los habitantes de su ciudad estaban convencidos de que los dioses le habían hecho inmortal para agradecerle el haberles salvado de las inundaciones. Tanis sintió una vaga oleada de nostalgia. Le habría gustado volver a ver a aquellos viejos amigos. Pero su condición real le impedía emprender semejante viaje. Aquella aventura estaba ahora reservada a los más jóvenes. Envidió a Seschi. Ciertamente, Mentucheb le había transmitido unos extraños rumores, según los cuales varias ciudades habían sido destruidas en el norte de Akkad por guerreros procedentes de las estepas. Pero ella también había corrido grandes peligros en el transcurso de su odisea. Y Seschi iba mejor armado que nadie para defenderse.

A sus treinta y seis años, Tanis estaba más hermosa que nunca. A esa edad, las campesinas ya estaban viejas, desgastadas por el trabajo y las privaciones. Las mujeres nobles, por su parte, tenían el cuerpo hinchado y la piel marchita debido al abuso de pasteles y vino de Dajla. Tanis, en cambio, nunca había abandonado su afición a manejar la espada y el arco, y seguía siendo una temible cazadora. Consciente de tener que ofrecer a su pueblo la imagen de la diosa Hator, evitaba los excesos de comida, aunque sin exagerar. Sus cuatro embarazos no le habían aportado más que unas redondeces muy femeninas que realzaban su figura. Su rostro, subrayado por el khol y la malaquita, resplandecía con una nobleza que fascinaba a los emisarios y visitantes extranjeros.

Tanis estaba muy orgullosa de sus tres hijas. Jirá, la fierecilla de carácter imprevisible, se había convertido en una jovencita espléndida de cuerpo fino y musculoso. Sus relaciones no siempre habían sido fáciles. Enamorada de su independencia, no soportaba ninguna obligación; prefería la compañía de Seschi y sus amigos a la de las doncellas de la corte. En el fondo, aquella actitud divertía mucho a Tanis, pues era la misma que cuando ella, de adolescente, seguía a Djoser rastreando cualquier animal de pluma o pelaje. Obstinada y reservada, actuaba siempre a su antojo, metiéndose a veces en situaciones peligrosas. En eso Jirá se le parecía, y no podía reprochárselo, pues así era como su hija había salvado la vida de Neserjet, que desde entonces no la abandonaba. Muchos jóvenes de la nobleza intrigaban para llamar su atención, pero sin éxito. En ocasiones ese desinterés preocupaba a la reina, que se preguntaba qué hombre podría ganarse las simpatías de su hija.

A sus casi diez años, Inja-Es ofrecía un contraste sorprendente con su bulliciosa hermana mayor. Al igual que Ajti con relación a Seschi, la princesita daba pruebas de gran sensatez. De aspecto frágil, casi flaca a pesar de un apetito muy respetable, sentía por Jirá una admiración y un afecto que nunca flaqueaban. Su sentido común y su circunspección muchas veces habían evitado que Jirá, ignorante del peligro, cayera en todo tipo de trampas. Tanis se asombraba a veces de la seriedad de la pequeña, rayana a veces en la tristeza. Aunque reía con facilidad, a menudo presentaba un aspecto de inexplicable resignación.

En cambio, la benjamina, Hetti, de cuatro años, rezumaba alegría de vivir. Había nacido con el regreso de la abundancia y parecía el símbolo de ésta. De mejillas sonrosadas y ojos verdes, rebosaba salud y buen humor, y lo contrario habría sido sorprendente. Siendo la última de las princesas reales, toda la corte estaba rendida a sus pies, incluido su divino padre, ante quien, sin embargo, el pueblo entero se postraba. ¿Cómo no sentirse dichosa así?

Hacia el anochecer, el viento del norte que soplaba desde la crecida de las aguas aumentó su fuerza, trayendo espesas nubes oscuras. La claridad declinó poco a poco, mientras el crepúsculo iluminaba con tonos de oro rosa las lejanas canteras de caliza, al otro lado del río. La red de canales y las tierras cubiertas de agua de donde emergían bosquecillos de palmeras, acacias y cabelleras de papiros componían un paisaje de gran belleza sobre el que planeaban nubes de flamencos rosas, ibis y golondrinas. La temperatura era suave y agradable. A lo lejos, marinos y pescadores regresaban lentamente hacia el puerto cantando repetitivas melodías, el canto mismo del Nilo. Pocas veces había experimentado Tanis tal sentimiento de serenidad. Sin duda la suave tibieza del aire y los perfumes familiares habían adormecido su atención.

De pronto, todo se llenó de horror. En alguna parte, en un matorral ya sumido en la penumbra, algo se movió. Bruscamente inquieta, Tanis escrutó los alrededores. La sangre se le heló en las venas. Iluminada por la luz rojiza del sol poniente, vislumbró una silueta erguida que manejaba una potente honda. En una fracción de segundo reconoció la cara del hombre que había visto varios años antes en Yeb, los ojos de hurón, el rictus cruel, el destello del más puro odio teñido de locura. Quiso alertar a los guardias, pero su garganta se negó a obedecerle. Todo iba muy deprisa, demasiado deprisa, como en un sueño sofocante donde las acciones parecen ralentizadas. Impotente, vio una gran honda girando, y luego una piedra saliendo disparada, certera y mortal. Antes de que se produjese el drama, sabía ya que era demasiado tarde, que nada podría detener el destino. A dos pasos de ella estaban jugando sus hijas, Jirá persiguiendo a Inja-Es. La piedra se acercó silbando, e Inja-Es pasó por delante de Tanis. El proyectil que iba destinado a ella golpeó violentamente la sien de la pequeña.

Jirá se quedó paralizada. En una fracción de segundo, la terrible pesadilla que la había atormentado varios años atrás acababa de materializarse en todo su horror. Vio a Tanis proferir un estridente aullido de animal herido. Ante ella, Inja-Es se tambaleó, mientras un hilillo de sangre fluía de su sien. Vio la mano temblorosa de su madre señalar algo, en los matorrales, una cara que entrevió por un segundo antes de que se esfumara. Una cara que no olvidaría jamás. Comprendió que una piedra había herido a su hermanita. La desesperación se apoderó de ella: sabía ya que Inja-Es no se recuperaría.

Un instante después llegaron los guardias. A una señal de la reina se lanzaron en persecución del agresor. Pero el hombre había desaparecido. Incapaz de articular palabra, Tanis se inclinó sobre su hija que no cesaba de gemir. Una horrible herida le marcaba la sien. La sangre le corría por la comisura de los labios y la oreja. Pero no había perdido el conocimiento.

—No voy a morir, ¿verdad, mamá?

—¡No, cariño mío! Tu abuelo vendrá a curarte. No está lejos. Han ido a avisarle.

Con mano torpe secó la sangre que goteaba de la boca de la pequeña. En su corazón desbocado se mezclaban el miedo y un odio inconmensurable. Sabía que la herida de Inja-Es era muy grave. Habría querido mostrarse fuerte, tranquilizarla. Pero las palabras no podían atravesar el nudo de su garganta.

Jirá tenía cogida la otra mano de su hermana. Un sentimiento de culpabilidad le encogía el pecho. Los dioses la habían avisado. Pero con el tiempo había olvidado la advertencia y había bajado la guardia. Por su negligencia Inja-Es moriría. Se echó a llorar.

Como en trance, Tanis ayudó a los guardias que se llevaron a Inja-Es envuelta en una manta. Al tiempo que prodigaba palabras de consuelo a la pequeña, recordaba claramente los rasgos del agresor. Pero le seguía resultando imposible identificarlos. Eran viejos y arañados por los años. Aquel hombre había sido su enemigo en otros tiempos; había vuelto para matarla.

Pero ¿quién era?

Inja-Es fue instalada en una amplia cámara del palacio. Djoser e Imhotep, que habían recibido aviso, regresaron a toda prisa de Saqqara. El rey dio órdenes para capturar al asesino, y un ejército de guardias se había dispersado por la ciudad y los alrededores a las órdenes de Moshem y Semuré. Pero eso no tenía mucha importancia a ojos de Tanis. Se sorprendía al no sentir verdadera cólera. El criminal no podía haber ido muy lejos. Los guardias darían con él y pagaría su odioso acto con la vida. Pero todo eso ahora le parecía ridículo. Escrutaba ansiosamente los ojos de su padre, inclinado sobre su hija pequeña. Cuando se incorporó, no le gustó lo que vio en ellos.

Mientras Semuré organizaba batidas por toda la ciudad y las orillas del río, Moshem se encargó de visitar las ricas mansiones cercanas al palacio, ocupadas por los grandes terratenientes y los nobles extranjeros de visita en Kemit, emisarios, ricos mercaderes…

Todos estaban al tanto de la desgracia que afligía a la casa del Horus, y se mostraron solidarios. Todo el mundo adoraba a la princesita Inja-Es. En varios lugares habían preparado ya ofrendas a los dioses, en especial a Isis, para implorar la curación de la pequeña. Los señores o sus intendentes no pusieron obstáculos para dejar registrar las casas. Esta cooperación demostró al menos una cosa: ninguna gran familia estaba implicada, directa o indirectamente, en el asunto. Tanis había informado a Moshem de que el criminal la había querido matar a ella, y eso avivó el recuerdo del complot urdido por la secta de las serpientes que aún no se había borrado de sus memorias. Atón-Ra había desaparecido ya tras el horizonte occidental cuando Moshem se presentó, seguido de sus guardias, ante una casa situada en el límite del barrio residencial, no lejos del ujer. Un criado provisto de una lámpara de aceite le abrió. El individuo, visiblemente extranjero, lo condujo hasta los amos del lugar. Moshem contuvo una exclamación de sorpresa.

Ante él se hallaban los príncipes gemelos de Chipre.