Capítulo 19

Año diecisiete del Horus Djoser…

El dios Jnum había cumplido sus promesas. Hacía tres años que la pesadilla había terminado y Kemit vivía de nuevo grandes crecidas, que no llegaban a ser catastróficas como en el reinado precedente. La sequía, la hambruna y las epidemias ya no eran más que malos recuerdos. La vida bullía de nuevo con intensidad. Como para compensar las desapariciones debidas a la muerte negra y las privaciones, habían nacido numerosos niños. Los rebaños, que habían sufrido mucho, se iban recomponiendo, severamente controlados por un ejército de puntillosos escribas. El viejo toro Api, cuya captura había precipitado las desavenencias entre Djoser y su hermanastro Sanajt, había muerto poco después del término de la plaga. El rey había renovado la hazaña trayendo un animal joven y robusto que desde entonces era el orgullo de los sacerdotes del dios Ptah.

Las obras de la ciudad sagrada avanzaban a buen ritmo, y la pirámide contaba ya con cuatro niveles. Imhotep y Bejen-Ra habían proyectado ampliar la base a fin de añadir los dos niveles suplementarios previstos en un principio. Las canteras de caliza de Tura, Masara y Helwan habían sido ampliadas, al igual que las de Yeb para la diorita y el granito. Djoser había hecho venir de Biblos a un hombre famoso por su genio en la construcción naval: Hobaja. Este maestro de aja había diseñado nuevos barcos especialmente construidos para el transporte de pesados monolitos. Había aparecido un nuevo oficio: transportador de piedra.

Tras la edificación del templo en honor del dios alfarero, Imhotep había reanudado la construcción del fabuloso conjunto arquitectónico. Con la ayuda de Bejen-Ra y sus colegas dispuso, alrededor de la pirámide, una red de estacas y cuerdas colocadas de manera regular, delimitando una cuadrícula de largos cuadrados. Era la parrilla de los capataces, que determinaba el emplazamiento exacto de todos los edificios anexos.

La muralla provista de redientes rodeaba ahora casi por completo el recinto. Solamente quedaba por terminar la parte oriental, ocupada por la rampa de acceso a la pirámide, que se había vuelto a elevar y alargar. Varias capillas consagradas a los dioses estaban concluidas. Al noreste se había iniciado también la construcción de dos templos dispuestos uno delante del otro, que simbolizarían los reinos del norte y el sur.

El asentamiento de los obreros permanentes había crecido para recibir a nuevos albañiles, talladores de piedra, carpinteros, escultores y peones. Su población alcanzaba ahora casi las cuatro mil personas, incluyendo mujeres y niños. También artesanos, zapateros, cerveceros, alfareros y otros se habían instalado en el lugar.

Con el regreso de la abundancia todo el mundo trabajaba con más bríos. Las restricciones causadas por la sequía y, sobre todo, por la invasión de langostas habían obligado a los egipcios, cinco años atrás, a intentar obtener una segunda cosecha tras el paso de los saltamontes. Al principio no habían confiado mucho en su éxito, pero la segunda cosecha había resultado tan productiva que repitieron el experimento incluso antes de que terminara la plaga. Hacía tres años que los campesinos habían adoptado la costumbre de hacer dos cosechas en vez de una, lo cual había incrementado la riqueza de los Dos Reinos. El culto a la diosa serpiente, Renenuet, había obtenido de este modo un aumento de popularidad.

La Gran Mansión pasaba por una nueva época de serenidad. Ajti y Naú proseguían su educación con Anherká, y Seschi y Jirá con Neméter.

Ajti-Meri-Ptah, el príncipe heredero, que ahora tenía catorce años, daba entera satisfacción a sus maestros. De temperamento tranquilo y reflexivo, gozaba de una inteligencia viva que le permitía progresar muy rápidamente. Muy atraído por las ciencias del espíritu, se sometía con reticencia al entrenamiento físico que recibía en la Casa de Armas en compañía de Naú. Sin embargo, lo aceptaba como un mal necesario. Un rey debía mantenerse en buena salud física. Era robusto y resistente, pero las clases de lucha con espada o con arco le aburrían hasta la saciedad. Prefería con mucho dedicarse a los misterios ocultos de la escritura, o a los arcanos matemáticos que permitían calcular la superficie de un campo y el rendimiento de una cosecha, o también a los secretos de los números. Con Imhotep estudiaba las piedras y la arquitectura. En su espíritu se gestaba ya un proyecto grandioso. Deslumbrado por la ciudad funeraria edificada por su padre, había decidido construir otra, basada en los mismos principios, pero más grande aún. En compañía de Naú dibujaba los planos en secreto[19].

Seschi y Jirá se preocupaban menos por los estudios que sus hermanos pequeños. A sus diecisiete años Jirá se había convertido en una espléndida muchacha, de cuerpo largo y esbelto, modelado por un intenso entrenamiento físico. A lo largo de los años se había ido apasionando por las armas y la caza. Le encantaba agotar a sus pretendientes llevándoselos de cacería y persiguiendo todo tipo de presas: gacelas, antílopes, leones, y también hienas, a las que capturaba para que le ayudasen en la caza. De su madre había heredado el don de dominar a los animales, y hasta las fieras más temibles iban a comer de su mano.

Sus enamorados eran legión. Sin embargo, ninguno gozaba de su beneplácito. Sus inflamadas declaraciones le divertían sobremanera, pero, aunque a veces se dejaba galantear por uno u otro, según los caprichos de su humor, la cosa no llegaba nunca muy lejos. Aún no había cedido ante ninguno.

Desde su peligrosa expedición en Bahariya, Neserjet no se despegaba de ella. La jovencita, de temperamento dulce, había sido adoptada por Djoser y Tanis. Con el tiempo la amistad entre las dos chicas se había ido consolidando. Aunque Neserjet se empeñaba en considerarse la sirvienta de Jirá, por la que sentía una admiración sin límites, la princesa la trataba como a una amiga y confidente. Neserjet se extrañaba al ver a Jirá rechazar sistemáticamente las proposiciones que le dirigían todos los jóvenes nobles de la corte.

—Estás en edad de casarte —le dijo un día—. ¿Es que no deseas compartir tu vida con un hombre?

Jirá vaciló unos momentos, y luego le reveló un extraño secreto.

—Hace cinco años llegó un hombre a Mennof-Ra. Se llamaba Tash’Kor. Su padre, el rey de la isla de Chipre, había venido a pedir la ayuda del Horus, porque su pueblo se moría de hambre. Tash’Kor quería casarse conmigo. Me había visto en las orillas del Nilo, mientras estaba cazando, y se enamoró de mí.

—¿Y tú?

—¿Yo? —Se azoró, pero contestó—. No lo sé. Creo que me atraía, pero era muy pequeña. No quería irme de Kemit, dejar a mis padres, mis hermanos y hermanas para ir a un país del que no sabía nada. Además, se dice que Chipre acoge a los Pueblos del Mar, esos piratas que asaltan nuestros barcos y que en otros tiempos intentaron invadir las Dos Tierras. Tuve miedo y rechacé su petición. Mi padre se negó a ayudar a los chipriotas. Así que se marchó.

—Y no le has vuelto a ver.

—¡Nunca! Sin embargo, no he podido olvidar ni su mirada ni su cara. Tenía unos ojos de un azul muy pálido, como las piedras de Hator[20]. Era muy guapo.

Permaneció un momento en silencio. A su memoria acudieron recuerdos muy fuertes que el tiempo había contribuido a embellecer. Volvía a ver la intensa mirada del joven, el descubrimiento de su doble, aquel extraño hermano gemelo que se le parecía tanto que era imposible distinguirlos. Con el tiempo, su cuerpo se había metamorfoseado, y en ella se habían despertado unas curiosas sensaciones. Una ambigua calidez en el vientre le había hecho entender que pronto tendría necesidad de un hombre. En aquellos momentos dolorosos y deliciosos a la vez, era el rostro de Tash’Kor el que siempre se le aparecía. A menudo soñaba que los labios del joven se posaban en los suyos, en su piel.

Añadió con rabia en la voz:

—¡Pero le odio! ¡Era un ser diabólico, y espero que los dioses le hayan arrebatado la vida!

Atónita por la inexplicable ira que de repente vibraba en la voz de Jirá, Neserjet preguntó:

—¿Por qué dices eso?

—¡Fue él quien provocó las catástrofes que se abatieron sobre Kemit hace cinco años! —rugió la princesa—. Él soltó una maldición sobre Kemit. Por su culpa sufrimos la invasión de langostas, la epidemia de la muerte negra y todas las terribles batallas que desolaron el Delta.

Neserjet contempló a su amiga como si hubiera perdido la razón.

—¿Cómo podría un hombre tan joven poseer un poder tan terrorífico?

—Con él había un mago cuyo nombre no recuerdo. Fue él quien actuó a petición de Tash’Kor.

Neserjet hizo una mueca de escepticismo, pero no se atrevió a contradecir a su amiga. Después de todo, ciertos individuos poseían fabulosos poderes mágicos. Le asombraba, sin embargo, que el gran Imhotep no hubiera sido suficientemente poderoso para deshacer aquellas maldiciones. Jirá prosiguió:

—Y le odio porque extendió su maldición sobre mí. —Sus ojos destellaron—. Introdujo el malestar en mi espíritu. Si hubiera tenido la paciencia de esperar un poco, tal vez yo habría aceptado ser su mujer. ¡Porque le amaba! —añadió en un tono de desafío—. Era tan guapo, tan atractivo… Pero huyó sembrando la desgracia en las Dos Tierras. O sea que sé por qué le odio, pero no sé por qué le sigo amando. Mi odio y mi amor son tan poderosos el uno como el otro, y me están desgarrando el corazón. Me echó un maleficio, Neserjet: me separó de los demás hombres, y si volviese a encontrarme ante él, no sé cómo reaccionaría. Tal vez cogería la espada para matarle como a un cerdo inmundo. ¡O tal vez caería en sus brazos!

Sorprendida de que se pudieran sentir emociones tan intensas, fascinada también por la pasión que vibraba en el corazón de su amiga, Neserjet no respondió inmediatamente. No comprendía muy bien aquel sentimiento extraño en el que se mezclaba el amor y el odio.

—Deberías volver a verlo —dijo al cabo de un momento—. Quizá entonces te pareciera menos guapo y menos atractivo, y estarías curada. No puedes quedarte sola para siempre.

—No volveré a verlo jamás. En estos momentos, si todavía está vivo, debe de odiarme tanto como yo a él. Prefiero no verle nunca más.

El mismo Seschi ignoraba el secreto de aquella a quien seguía considerando como hermana. Sus relaciones no habían variado con el tiempo. El gran cariño que sentían el uno por el otro no evitaba que riñeran continuamente, y a veces aún se peleaban como gatos salvajes, para desespero de Neméter, que había renunciado a darles latigazos. Había entendido que aquellas disputas no eran más que una manera de expresar su afecto. En cuanto se separaban, no veían el momento de volver a reunirse y a dedicarse todo tipo de elogios sobre sus respectivas cualidades.

Si Jirá hacía sufrir a sus pretendientes, Seschi no le iba a la zaga en ese terreno. Sus poderosos músculos y su sonrisa de dientes perfectos le valían las atenciones de las damiselas de Mennof-Ra, y no se privaba de responder a sus insinuaciones. Desde la edad de su formación, hacia los trece años, acumulaba las conquistas, pasando de una a otra con desenvoltura, indiferente a las lágrimas y los lamentos que suscitaba. El riguroso entrenamiento militar al que le sometió Semuré había modelado su silueta y había convertido al joven coloso en un temido luchador. A los diecisiete años le sacaba media cabeza de altura a su propio padre, y no dudaba en medirse con guerreros experimentados en lides amistosas en las que casi siempre salía vencedor. Sin embargo, aún le quedaba por aprender la paciencia y el arte de estudiar los fallos de su adversario. Muy a menudo su ímpetu se volvía en su contra. Semuré y Djoser, avezados en la lucha, todavía le hacían morder el polvo. Pero su carácter jovial y la admiración incondicional que sentía por ambos hombres le hacían admitir aquellas derrotas con buen humor. Porque, al igual que Jirá, Seschi poseía unas desbordantes ganas de vivir.

Desde el viaje a Yeb, su pasión por los barcos se había acentuado aún más. Se había hecho amigo de Hobaja, el hombre a quien Djoser había confiado la construcción de las naves para transportar piedras. Un día, éste le confesó su secreto, la verdadera razón por la que había ido a instalarse a Egipto.

—Solamente el Horus Djoser puede ofrecerme la fortuna necesaria para realizar mi sueño —le dijo.

Invitó al joven a la vivienda que le había ofrecido el rey en el límite del ujer. Ante los ojos atónitos de Seschi, Hobaja desenrolló unos papiros en los que había dibujado los planos de un barco sorprendente, cuyo concepto difería de todo lo conocido.

—Lo he llamado el Espíritu de Ptah, en homenaje al dios de Mennof-Ra, por quien tengo gran veneración.

—También es mi dios protector —confirmó Seschi—. Mi nombre de príncipe es Nefer-Sechem-Ptah.

Seschi observó la presencia de una segunda verga, que permitía tensar mejor la vela. Asimismo, el barco presentaba una línea afilada y elegante. Durante largo rato Hobaja explicó al joven la distribución de su barco, la disposición de los remeros y el emplazamiento de las mercancías transportadas.

—Será la nave más rápida que haya navegado jamás por el Gran Verde —concluyó—. Por desgracia, se precisa mucha madera para fabricarla y, aunque el Horus Djoser (Vida, Fuerza, Salud) me remunera con generosidad, mi fortuna dista mucho de ser suficiente para siquiera pensar en su construcción.

—¿Se la has enseñado a mi padre?

—No me he atrevido, mi señor Seschi. No soy más que un modesto maestro de aja.

El joven puso su mano en el hombro del artesano.

—Eres el maestro de los maestros, amigo mío. Hablaré de este barco a mi padre. Estoy seguro de que te dará la fortuna necesaria para construirlo.

Hobaja se echó a los pies de Seschi para agradecérselo.

En efecto, el proyecto interesó vivamente a Djoser.

—Tu entusiasmo alegra mi corazón, hijo mío. Sé que siempre has soñado con capitanear un barco. Por lo tanto, concedo a este hombre los medios para realizar su proyecto. Tú le ayudarás y reunirás a tu propia tripulación.

Hobaja y Seschi pusieron de inmediato manos a la obra. Mentucheb y Ayún, los dos mercaderes amigos de Tanis, trajeron del Levante suficientes cantidades de troncos para construir el barco. Se reclutaron nuevos maestros de aja y carpinteros, y también se montó un taller para tejer las velas. El joven estaba agradecido a Neméter por haberle obligado a aprender a trabajar la madera. A pesar de su rango, no dudaba en coger él mismo la azuela o la sierra para cortar las piezas al tamaño necesario. En cuanto su educación le dejaba tiempo, se precipitaba al ujer para reencontrarse con su barco.

El Espíritu de Ptah quedó terminado pocos días antes de la aparición de la estrella Sotis, que marcaba el inicio del año nuevo y la llegada del dios benefactor Hapi. En cuanto crecieron las aguas, soltaron las amarras que mantenían prisionera a la nave. Además de la corte, una muchedumbre acudió a presenciar la botadura. El barco se deslizó dócilmente por el camino de rodillos en el que le habían dado forma, y finalmente se posó sobre el río con elegancia, levantando chorros de agua. Tal como requería la tradición, no había nadie a bordo. Seschi fue el primero en poner pie en la cubierta, dejando claro así que tomaba el mando. Detrás de él subieron los miembros de la tripulación, hombres selectos, elegidos por sus cualidades de navegantes pero también por su resistencia en la lucha.

Aquella misma tarde especulaba en compañía de Mentucheb y Ayún sobre los puertos del Levante en los que pronto harían escala. Cuando se durmió por la noche, en su mente se agolparon imágenes de horizontes lejanos, lugares que jamás había visto, pero que su imaginación recreaba a través de las narraciones oídas de los viajeros. Ya le parecía notar el olor de las algas y del rocío del mar.

Por su parte, Jirá vivía la próxima partida de su hermano como la pérdida de una parte de sí misma. Le habría gustado acompañarle. Pero el Gran Verde no la atraía mucho. Prefería las fascinantes extensiones del desierto.

Entretanto, mientras el joven se disponía a partir de Mennof-Ra, un terrible drama, que nadie habría podido prever, se estaba fraguando en la sombra.