Capítulo 17

Incómoda por el sofocante calor, Tanis no podía dormir. Su atención se dirigió hacia los gemidos que emitía Djoser. Se preocupó, pero el rostro de su compañero reflejaba serenidad. Bruscamente, éste despertó y la contempló. Tras un instante de sorpresa al verse en su palacio, saltó de la cama y se puso a caminar arriba y abajo, presa de una viva excitación.

—Este año verá el fin de la sequía —declaró al fin con voz jovial—. El dios Jnum se me ha aparecido. Desea que le erija un templo en Yeb. Entonces liberará las aguas del Nilo.

—¡Djoser! Quedan menos de diez meses para la próxima crecida. ¿Serán suficientes para edificar un templo?

—Imhotep es un mago, querida mía. Construirá para Jnum el más bello santuario que el dios pueda soñar.

—Pero ha reanudado la construcción de la ciudad sagrada.

—Bejen-Ra es capaz de dirigir solo las obras. Llevaremos también a Merneit, Uadji y a todos los niños. Un viaje así será instructivo para ellos. Y además, es bueno que los pueblos del Alto Egipto reciban nuestra visita. Mandaré preparar la nave real y enviaré mensajeros para anunciar nuestra llegada.

Tanis, contagiada de su entusiasmo, no dudó de que su compañero hubiera dicho la verdad: ésta confirmaba perfectamente las predicciones de Moshem.

La euforia también halló eco entre los niños. La pandilla había regresado de Kennehut aumentada con un nuevo miembro. Llena de admiración hacia Jirá, Neserjet había insistido en permanecer a su lado. La joven princesa, halagada, había aceptado. Neserjet, prueba viva de su heroísmo, se había convertido en su confidente.

La expedición se organizó rápidamente. Al día siguiente por la mañana, Djoser se entrevistó con Imhotep y le contó su sueño. El gran visir aceptó de inmediato el proyecto. Su mente fecunda se lanzó al instante a las especulaciones arquitectónicas.

—La realización de los planes no debería llevarme mucho tiempo —dijo—. Pero tendremos que encontrar canteras en el mismo emplazamiento. Me llevaré a Api-Hoptah, director de esculturas, y a Mer-nak, maestro de ebanistas. Anherká y Neméter me ayudarán con la dirección de los obreros.

Djoser formó las tripulaciones y las confió a Hanejt, el joven comandante que había sucedido a Setmose, muerto unos años antes al intentar detener al demonio de fuego[17]. Después encargó a Semuré y Moshem que asumieran la dirección de los Dos Reinos durante su ausencia.

Apenas diez días después, la nave real, seguida por una imponente escolta, remontaba lentamente la majestuosa cinta del río, empujada por el viento del norte y sus ochenta remeros. Cómodamente instalada en la popa en el camarote cubierta de telas de lino blanco y esteras de colores, Tanis contemplaba el valle asolado por la sequía. De un nomo a otro se sucedían los paisajes agostados, arañados por la aridez, componiendo un mismo espectáculo de desolación. De vez en cuando, la reina se preguntaba si el desierto habría triunfado definitivamente. Las potentes tempestades habían recubierto los campos con una lámina de arena fina, haciendo desaparecer la capa de limo negro, el kemit que había dado nombre al valle.

Sin embargo, se veían grupos de campesinos trabajando duramente en la atormentada tierra, obstinándose en regarla con la ayuda de las grúas para extraer agua de Imhotep, abriendo nuevos canales para preparar las simientes venideras. En todas partes la vida luchaba con energía.

En cuanto veían la flota real, los agricultores abandonaban su trabajo y se precipitaban a las orillas para saludar a los soberanos. Los mensajeros habían anunciado el motivo de aquel viaje al lejano sur. Muy pronto había corrido el rumor de que el Horus iba a solicitar el auxilio del dios del primer nomo. Se había repetido su nombre: Jnum, el dios de cabeza de carnero, uno de los creadores del mundo, el divino alfarero que modelaba en su torno a todas las criaturas vivas. Reinaba en Yeb, la capital del país de los elefantes, y el rey iba a erigirle un templo. Entonces Jnum liberaría las aguas que mantenía prisioneras en dos grutas profundas bajo sus talones. Pese al calor y la fatiga, una ola de esperanza recorría el país, desde las llanuras pantanosas del Delta hasta el valle cerrado del Alto Egipto. Aquel aliento insuflaba renovado ardor a los artesanos, a los obreros de las obras de Saqqara, a los peones que limpiaban los canales. La próxima crecida eliminaría el recuerdo de los cinco años de hambruna que acababa de vivir el país. La fe de todo un pueblo acompañaba al suntuoso navío real, pues no cabía duda de que el Nilo traería pronto el agua salvadora y el generoso lodo.

Cuando supieron la noticia, albañiles, escultores y carpinteros se habían puesto en marcha, por iniciativa propia, para ofrecer sus servicios al gran Imhotep. Era evidente que se necesitarían muchos brazos si querían terminar el edificio antes de la nueva inundación. Varias flotillas de pequeñas falúas se unieron así al convoy. Un viento del norte hinchaba las velas de las naves, como si los dioses, satisfechos por la decisión que el Horus había tomado, quisieran ayudar a los humanos a realizar su proyecto. Los obreros se transformaron, para la ocasión, en pescadores o cazadores, y abastecían de carne y pescado a la corte, aunque este último no era muy apreciado por los nobles, Djoser dio ejemplo pescando él mismo algunas percas soberbias que luego pidió a su cocinero que le preparara.

Tanis estaba completamente tranquila. Desde su regreso a Mennof-Ra y el sueño inspirado por el dios Jnum, el rey se había metamorfoseado. Sus dudas se habían disipado y una nueva energía fluía por sus venas. Ya no sentía en absoluto la debilidad causada por la muerte negra. La perspectiva de expulsar la desgracia de las Dos Tierras le daba la fuerza de asumir todos los problemas engendrados por semejante expedición. Sus lugartenientes estaban encantados: habían recuperado a su soberano, aquél que les había conducido a tantas victorias.

Tanis había terminado aceptando el crimen que había cometido durante la epidemia. Djoser e Imhotep habían sabido convencerla de que, gracias a ella, se había podido evitar una desgracia mucho más terrible. La joven mujer había recuperado la serenidad. Aquel viaje le encantaba. Guardaba un recuerdo mágico de su primera estancia en Yeb. En aquella época, Djoser aún no era más que el joven general que acababa de salir victorioso de la rebelión nubia. La visión de las dos islas situadas más allá de la primera catarata no la abandonaba. Presentía que allí se estaba preparando un acontecimiento extraordinario y deseaba presenciarlo.

Encerrado en un amplio camarote, Imhotep no veía en absoluto los paisajes agostados. Con la ayuda de sus fieles compañeros, Neméter y Anherká, pasaba la mayor parte del tiempo inclinado sobre rollos de papiro, trazando febrilmente los planos del futuro templo. Dado que la región de Yeb poseía un granito de buena calidad, el templo sería edificado con aquella pesada piedra, que pocos talladores sabían trabajar. Por ello el navío transportaba también un pequeño ejército de obreros especializados.

Los niños sacaban el máximo partido de la expedición. Apasionado por todo lo tocante a la navegación, Seschi pasaba la mayor parte del tiempo en compañía del capitán, al que acribillaba con sus preguntas. A menudo le agradaba maniobrar él mismo los timones, esos largos remos situados en la popa que permitían dirigir el barco. Su destreza y su conocimiento de las corrientes asombraron al comandante de la nave. Jirá no había bajado la guardia. Pese a la presencia a bordo de los mejores guerreros de la guardia azul, la terrible imagen del rostro ensangrentado de Inja-Es no cesaba de perseguirla. Por eso no se apartaba nunca de ella. Compañera suya en el secreto, Neserjet velaba también por su amiga. Sin embargo, las poblaciones con que se encontraban no presentaban ninguna hostilidad.

El navío hacía escala en cada nomo, cuyo gobernador organizaba, a pesar de las restricciones, grandes festejos. El entusiasmo de sus súbditos arrastraba al soberano. Ni una vez cruzó por la mente de Djoser la idea de que se podía estar equivocando, de que había malinterpretado el mensaje del dios con cabeza de carnero. Del mismo modo que Rammán, el dios de Moshem, había advertido a éste de la sequía venidera, permitiéndole así almacenar suficientes semillas para resistir durante los años difíciles, Jnum no exigía más que un templo para ofrecer al pueblo del valle sagrado una formidable esperanza que iba a darle la fuerza para soportar las privaciones.

Cada mañana, durante la elevación de la Ma’at en el naos de la ciudad visitada, Djoser incluía al dios alfarero en sus plegarias, simplemente para confirmarle que había oído su voz y que le obedecía.

Esta nueva energía se manifestaba también en otro plano, y Tanis no pudo quejarse de que la abandonara durante el viaje. Djoser había recuperado el ardor de la adolescencia, hasta tal punto que, al término del viaje, la reina sufrió unas náuseas que no dejaban lugar a dudas: esperaba un nuevo hijo.

Por fin, tras un viaje de más de un mes, la nave real llegó a Yeb, la ciudad fronteriza sólidamente anclada en su isla. De pie en la proa del navío real, Djoser constató que, desde su última visita, habían reconstruido las murallas. En las orillas del río, tres nuevos fortines completaban los cuatro primeros. Una oleada de recuerdos acudió a la memoria del rey. Tuvo un emocionado pensamiento para Setmose, cuya audacia y sentido de la estrategia le habían permitido obtener en aquel lugar una victoria decisiva sobre los príncipes de Kush sublevados contra Hakurna. Hacia el sur se adivinaba el paso oscuro de la primera catarata, que en realidad era un estrechamiento del río plagado de rocas sobresalientes, que se extendía por más de cinco millas.

Jem-Hopta, el monarca de Yeb, recibió a su soberano con manifiesta alegría. Había llegado ya a una edad respetable, pero sus ojos conservaban el brillo de la juventud.

—El corazón de tu servidor se alegra, oh Luz de Egipto. Mi palacio y mi pueblo te esperan llenos de dicha.

Djoser también volvió a ver al viejo sacerdote del templo de Jnum, que mantenía sus funciones a pesar de sus ochenta años. Retorcido como un sarmiento, aún caminaba a paso vivo apoyándose en un bastón tan deforme como él.

—¡La vida vuelve a nosotros con tu regreso, oh Gran Rey!

Djoser le explicó el motivo de su presencia.

—Hace mucho tiempo, cuando visité este templo por primera vez, pensé en embellecerlo. Por desgracia, en aquella época yo no podía tomar la decisión. No era más que el hermano del rey Sanajt. Pero Jnum no olvidó aquella promesa, y me la ha recordado. Debería haberlo pensado mucho antes. Hice reconstruir Mennof-Ra, Nejen y muchas ciudades más. Sin embargo, olvidé el templo de Yeb. Si hubiera actuado antes, quizá habríamos podido evitar la sequía.

—No, mi señor —respondió el anciano—. Las cosas tenían que ser así. Si Jnum hubiera querido que le erigieras el templo antes, te habría enviado este sueño más pronto. Sin duda era necesario que Egipto pasara por tal prueba. Por lo que sé, los países lejanos han sufrido aún más la hambruna que los Dos Reinos.

Durante el viaje, Imhotep había tenido tiempo de terminar los planos. Conocía bien a los canteros de la región, porque los había visitado en varias ocasiones. Les explicó cómo iban a tener que trabajar. Además de los obreros que habían seguido al convoy desde Mennof-Ra, cientos de campesinos se presentaron espontáneamente para ayudar a construir el nuevo templo. Algunos traían consigo bueyes y asnos para arrastrar los trineos. Los equipos de obreros quedaron formados en un tiempo record. El santuario tenía que estar acabado antes de la época de la crecida, y sólo faltaban ocho meses.

Al día siguiente de su llegada, Djoser realizó el ritual sagrado que precedía la construcción de un templo. Siguiendo a una muchacha que encarnaba a la diosa Sechat, dirigió una yunta de cuatro toros jóvenes que tiraban de un carro. Djoser trazó así un surco que delimitaría el perímetro del nuevo templo. Esparció sobre él incienso y natrón, y después colocó piedras preciosas y talismanes en los cuatro puntos cardinales. El edificio tendría, ciertamente, unas dimensiones más modestas que el recinto de Saqqara. Pero el plazo de construcción era muy corto. Casi todos los habitantes de Yeb asistieron a la ceremonia. Numerosos nubios, dirigidos por el rey Hakurna, estaban presentes. Al saber de la llegada del rey y su esposa, habían querido ir a verle para ofrecerle sus presentes.

Aquella misma noche se celebraron festejos que reunieron a la pequeña corte de Jem-Hopta, encantada de sacrificar las pocas reservas que le quedaban para tan hermosa ocasión. Por primera vez en mucho tiempo, Djoser sentía una inmensa felicidad. ¿Era porque, por fin, había podido actuar para combatir la maldita sequía que diezmaba a su pueblo? Pero le parecía hallarse quince años atrás, cuando acababa de obtener una rotunda victoria sobre Hakurna, a quien después había sabido convertir en aliado suyo. Las caras habían envejecido pero todos sus antiguos compañeros estaban presentes.

La sencillez y la generosidad del rey seducían a todo el mundo. Pasaron la noche desgranando recuerdos, en un ambiente de cálida amistad.

Al día siguiente, la masa de obreros se presentó ante las puertas de palacio para ofrecer su ayuda. Jnum era el dios favorito de los habitantes de Yeb, y todos querían participar en la construcción de su santuario.

—Al menos no nos faltarán brazos —se alegró Djoser—. Pero ¿serán suficientes?

—En teoría —respondió Imhotep con una traviesa sonrisa—, hemos aceptado un desafío casi irrealizable. Pero confío en el ímpetu y la fe de estas gentes. El templo estará acabado antes de la crecida, y Jnum levantará el talón para liberar las bulliciosas aguas del Nilo.

Y se iniciaron las obras…

Si la construcción de la ciudad sagrada de Saqqara había suscitado un masivo entusiasmo entre la población de la capital, jamás igualó al que hizo posible la edificación del templo de Jnum. Las dificultades parecían difuminarse por sí solas ante la determinación de todos, desde los ingenieros hasta los más modestos peones. El celo era tal que hasta el mismo Djoser participó en los trabajos. En ningún momento flaqueó su entusiasmo. Si bien Horus seguía siendo su divinidad principal, estaba convencido de que debía, en parte, su primera victoria sobre las tropas de Nekufer al dios alfarero de Yeb. Estaba satisfecho de poder honrar por fin a aquel néter lejano, que le recordaba a Ptah, el dios de bello rostro.

Los señores de la corte que le habían acompañado no le fueron a la zaga, mezclándose humildemente con los artesanos, albañiles y talladores de piedra. Se esculpió una nueva efigie del dios, que se recubrió con pan de oro. Ocupó su lugar en la gran sala del templo.

Ahora parecía impensable que el dios no cumpliera la palabra dada al rey en su sueño. Nadie, por otra parte, pensaba en tal posibilidad. Realizadas con un ímpetu sin igual, las obras avanzaron aún más de prisa de lo que Imhotep había previsto. Éste sólo dormía unas pocas horas por la noche. Pero no sentía el cansancio. Estaba en todas partes, con sus ingenieros, verificando continuamente los planos; con los obreros, guiándoles; con las mujeres también, que aplacaban la sed de los artesanos con cerveza fresca.

Tanis y los niños se habían instalado en el palacio que Jem-Hopta había puesto a su disposición. Como Neméter y Anherká solían estar trabajando en las obras, Seschi, Jirá, Naú y Ajti disfrutaban de largas horas de libertad, que aprovechaban para ir a cazar o pescar. Seschi, con la seguridad que da la fuerza, se había impuesto como jefe de los niños de la corte de Jem-Hopta. La pequeña Neserjet, que nunca había salido de su oasis natal, estaba deslumbrada. Se había enamorado secretamente de Seschi. Pero éste permanecía ciego a las miradas que ella le dedicaba.

Jirá había aumentado las atenciones hacia su madre, cuyo vientre se iba redondeando poco a poco. Con el fin de la epidemia, la jovencita había recuperado la confianza en la vida. El recuerdo de la pesadilla en que había visto la muerte de Inja-Es se había difuminado. Seguía cuidando de su hermanita, pero ahora pensaba que aquel sueño tal vez no era más que una coincidencia.

Por culpa de la sequía se había vuelto imposible cruzar la primera catarata en barco. Pero había caravanas que la atravesaban sin cesar, trayendo su carga de mercancías y viajeros procedentes de Nubia y del lejano país de Punt. A Tanis le encantaba merodear por el puerto, rodeada de su grupo de niños. El mercado colindante rebosaba de riquezas y curiosidades, tejidos, joyas, animales desconocidos. Yeb era la encrucijada donde se encontraban todas las civilizaciones del valle bajo del Nilo y las del sur. Individuos originarios de todas las partes del mundo se daban cita para trocar productos, buscar un empleo, un amo o algo que comer.

Una mañana, deambulaba entre las paradas de mercaderes cuando sintió una extraña desazón. Tenía la desagradable impresión de que alguien la vigilaba. Se dio la vuelta rápidamente. A unos pasos, un individuo misterioso la observaba con ojos brillantes. En ellos destellaba un odio feroz. Supo en el acto que ese hombre estaba allí para matarla.