Capítulo 16

Como si los dioses de las tinieblas hubieran por fin aplacado su sed de sufrimiento, la muerte negra remitió rápidamente tras la victoria de Per Bastet. Los nuevos casos se hicieron más raros hasta, al fin, desaparecer totalmente.

Poco antes de los días epagómenos, Djoser y Tanis decidieron regresar a Mennof-Ra, donde fueron recibidos con desbordante entusiasmo. La gente sabía del combate que el soberano había librado contra la enfermedad y de la ayuda que le había aportado la Gran Esposa. Los guerreros que volvían del infierno se encargaron de contar con todo lujo de detalle la batalla que Tanis había ganado contra los Degolladores. La leyenda de la reina quedó así reforzada.

La barrera instalada a la altura de la Balanza de las Dos Tierras había cumplido su misión. La muerte negra no había podido franquear los límites del Alto Egipto. En cambio, en el Delta la epidemia se había llevado casi a un tercio de la población, no salvándose ningún estamento social. Aquella hecatombe tuvo un perverso efecto benéfico: debido a que ahora había menos bocas que alimentar, la hambruna afectó menos duramente al reino del Papiro.

Si la epidemia había provocado la muerte de miles de personas entre el pueblo, el entorno del rey tampoco había quedado a salvo. Además de la desaparición de Pianti, que había sido para él como un hermano, lamentaba la pérdida de varios capitanes y muchos guerreros que él mismo había formado. Algunos grandes personajes de la corte habían perecido, como Mejerá, el gran sacerdote de Set, caído en la trampa del Delta. El buen Nebejet y su nueva esposa Merené habían sucumbido en el infierno de Busiris. La muerte negra no había podido llegar a Mennof-Ra, pero una gran figura del reino se había extinguido. Con el cuerpo gastado por las privaciones, el viejo Sefmut también había ascendido a las estrellas.

La vida había reemprendido su curso inexorable, marcado por unos días ardientes y áridos, en que se tenía la angustiosa sensación de ver el mundo consumirse lentamente bajo el efecto de un fuego sin llama nacido de la voluntad de un dios-sol implacable. La tormenta de Per Bastet no trajo ningún alivio. Sin embargo, la tregua causada por la desaparición de la muerte negra había insuflado nuevo coraje a los egipcios, y se esperó la inundación con ilusiones renovadas. Djoser confiaba en que, tras los sufrimientos padecidos por Kemit desde hacía un año, los dioses se mostrasen clementes. El año anterior la crecida había sido prácticamente nula. Jamás el Nilo había alcanzado un nivel tan bajo. La mayoría de canales de irrigación estaban atascados por el polvo y las piedras. En previsión del regreso de Hapi se había iniciado la labor de limpieza; los campesinos, exhaustos, con la boca seca y el estómago vacío, trabajaban con una especie de energía furibunda. Había que preparar el lecho del húmedo Señor de las montañas, y todo el mundo dedicaba hasta sus últimas fuerzas a la tarea.

A mediados del mes de Tot, primero de la estación de Ajet, Djoser pasó largo tiempo en el naos del templo de Horus. Con todo el poder de su fe, invocó al Señor del cielo y las estrellas, Horas, para que se mostrara indulgente con sus hijos; imploró a la Ma’at tocada con la pluma de avestruz que restableciera por fin la armonía en los Dos Reinos. Después rogó a Hapi que trajera la vida y la prosperidad al atormentado suelo de Kemit. Cuando terminó, salió del templo y se dirigió hacia el río. Tras él se formó la larga procesión de sacerdotes, sacerdotisas y uabs pertenecientes a los distintos néteres. Revestido con los atributos reales, el monarca efectuó el recorrido con los pies descalzos, siendo pronto seguido por una masa silenciosa de ojos hundidos por las privaciones.

Al llegar a la orilla del Nilo, Djoser entonó un cántico cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, una melopea tan antigua como el mismo dios-río:

¡Ven, Hapi, oh dios perfecto!

¡Ven, húmedo Señor de las montañas!

¡Que tus dedos nos traigan riqueza y abundancia!

¡Multiplica los granos de cebada y trigo como granos de arena!

¡Que tus aguas generosas broten de las Dos Grutas!

¡Que tu espíritu nos traiga dicha y prosperidad!

¡Sumerge las islas de arena bajo tus aguas!

¡Tráenos la vida!

¡Tráenos la vida!

El pueblo repitió las palabras rituales:

¡Oh, Hapi, arrastra con tus aguas las malvadas enfermedades, y que en tus olas se ahoguen los demonios ujedus que nos amenazan!

A continuación lanzaron al agua todo tipo de objetos: joyas, flores de loto, jarras de leche o miel, amuletos, estatuillas de Hator e Isis. Era una manera de ablandar al poderoso dios, de darle fuerzas para que la potencia masculina de las aguas que rugía en su interior viniera a fecundar la esencia femenina de la tierra.

A pesar de la profecía, todos quisieron creer en la magnanimidad de los dioses y esperaron la subida de las aguas esperanzados. Pero los néteres, una vez más, hicieron oídos sordos a las súplicas de los hombres. De acuerdo con las predicciones de Moshem, la crecida fue casi inexistente: cuando por fin el nivel del agua consintió en elevarse, no sobrepasó los dos codos.

Una ola de resignación y amargura se abatió sobre las Dos Tierras. Aquel cataclismo sin precedentes duraba tanto que el período de abundancia anterior parecía pertenecer a otro mundo. Costaba imaginar, ante los áridos campos donde el trigo y la cebada se asaban nada más brotar de la tierra, que en otros tiempos hubiera habido allí extensiones de verdes campos. Los animales morían a docenas, con cuerpos esqueléticos, la cabeza y los ojos llenos de moscas. Ni siquiera se podía pensar en abandonar el Valle Sagrado para ir a otro territorio menos inhóspito. Las noticias que traían los escasos caravaneros y navegantes daban cuenta de una catástrofe más grave aún en los países lejanos.

Pese a la fuerza de su fe, Djoser sentía una angustiosa desazón. Era cierto que Moshem había anunciado aquel quinto año de sequía, pero ¿qué ocurriría exactamente? Nada probaba que Hapi volviese al año siguiente para fertilizar el valle con su limo negro. Una terrorífica sensación de vacío se había adueñado del soberano. ¿Y si los hombres habían cometido crímenes que habían irritado a los dioses? ¿No sería la aridez el reflejo de la cólera de Ra? ¿No habría soltado el dios del sol a su terrible hija, la leona Sejmet, sobre las Dos Tierras? Tanis procuró tranquilizarlo, pero el espíritu del rey estaba en consonancia con la imagen del valle. La sequía y la hambruna devastaban a Kemit, el pesimismo minaba las convicciones de Djoser.

Algunos días se sorprendía a sí mismo no creyendo en nada. Cada mañana iba al naos para realizar la elevación de la Ma’at. Pero, mientras pronunciaba las palabras rituales y efectuaba los gestos consagrados, sentía a veces un vacío inconmensurable. Invadido por un profundo desaliento, llegaba a dudar de la buena voluntad de los dioses egipcios. El sol, Ra-Horus, su padre, que regalaba a los Dos Reinos su luz incomparable, sembraba ahora la muerte y la desolación. Djoser sufría un intolerable sentimiento de impotencia. ¿De qué le servía ser él mismo un dios si no podía proteger a su pueblo? La fe luminosa que había albergado durante los primeros años de su reino se estaba secando, como el polvo y la arena que invadían cada día un poco más las calles de la capital.

Como había descubierto el malestar de su soberano y amigo, Imhotep le explicó que no había que renunciar jamás ni dejar que el desánimo se apoderara de uno. Al contrario, la fatalidad siempre terminaba retrocediendo ante la voluntad humana.

—No olvides nunca que eres la encarnación del Horus —insistió el gran visir—. Te debes a tu pueblo y no tienes derecho a flaquear. Gracias a las predicciones de Moshem, al que sin duda enviaron los dioses, pudiste prever la época de sequía y así Egipto ha resistido mejor que los demás países. Desde el principio sabías que la plaga duraría cinco años. Aún queda, pues, casi un año de sufrimiento. Después volverá la abundancia.

Si es que vuelve, se dijo Djoser. Pero ahuyentó ese pensamiento negativo. Imhotep tenía razón: la profecía del amorrita había evitado una catástrofe mucho más grave. Había que seguir luchando. En su fuero interno se dijo que no sería tan poderoso sin la presencia de Imhotep.

Sin embargo, en su interior seguía sintiendo una oscura molestia. Le parecía haber olvidado algo muy importante, como si en el fondo de sí mismo se hallara la llave para terminar con la sequía. A ratos la solución le parecía cercana. Sentía que estaba relacionada con un acontecimiento vivido en un pasado anterior a su reino. Pero, por mucho que se concentrara, no lograba recordar cuál.

A veces pensaba en abandonar la construcción de la ciudad sagrada y abdicar. Un minuto después, se reprochaba amargamente esos momentos de flaqueza. Su pueblo todavía estaba más desamparado que él. Necesitaba un soberano sin falla, capaz de protegerlo. Ése era el papel que le había confiado el Señor del cielo haciendo de él su hijo espiritual. Pero ¿y a él quién le ayudaría, quién le apoyaría? ¿Hacia qué dios debía volverse, puesto que Hapi y Horus parecían haber abandonado los Dos Reinos?

Por su parte, Tanis se negaba a dejarse arrastrar por la melancolía que minaba el espíritu de su compañero y por la desolación que se había abatido sobre el país. Había tenido demasiado miedo de perderle y, por ello, compartía muy a menudo su lecho. Fue una época extraña, situada fuera del tiempo, en la que pavorosas imágenes de muerte poblaban sus mentes, pero en la que se aturdían en agotadoras lides amorosas, como para afirmar ante el dios de las tinieblas que la vida, a pesar de todo, acabaría triunfando y que jamás flaquearían ante él. Tanis mantenía una total confianza en las predicciones de su amigo Moshem. Los dioses no podían mostrarse tan crueles. Su tranquilizadora presencia y su fe constante acabaron derrotando el pesimismo que afligía al rey, y éste consiguió deshacerse de sus sombríos pensamientos.

Ella estaba en lo cierto: algo iba a suceder…

Una noche poblada de estrellas inundaba el desierto oriental, de donde brotaba como contrapunto una extraña luminosidad roja. Pero no era el paisaje de Mennof-Ra. En la mente de Djoser, éste parecía surgir de un pasado lejano que, sin duda, había pertenecido a otra vida. Dos islas se formaron ante sus ojos, en medio del Nilo. En una de ellas se erigía una especie de túmulo, que reconoció de inmediato. Era el Abatan, donde había enterrado la pierna de Osiris. Se hallaba, pues, en la región de Yeb, en la frontera nubia.

En aquella seminoche bañada por una aurora de fuego, Djoser, en forma de halcón, planeaba por encima de las aguas glaucas del río jalonadas de largas protuberancias arenosas. Éstas parecían esperar algo. Impelido por una voluntad superior a la suya, alzó el vuelo hasta gran altura, como para alcanzar el manto de estrellas. Ante él, en dirección norte, se extendía el interminable valle del Alto Egipto, en el cual remaba la despiadada sequía. Las espigas se doblaban de dolor bajo la mordedura del implacable sol que brillaba pese a la noche…

Oía los gritos de sufrimiento de su pueblo, los gemidos de los animales en los prados de hierba rala y amarilla. Compungido, fue a posarse en el límite de la primera catarata. De pronto, una fuerza extraña se irguió ante él, inmensa, impresionante. El cuerpo era de hombre, pero la cabeza era de un carnero de gran tamaño, de largos cuernos retorcidos. Sus ojos contemplaron con benevolencia a Djoser, que había recuperado su apariencia humana.

—Conozco tu nombre —dijo el rey en su sueño—. Eres Jnum, el dios alfarero que insufla vida en el cuerpo de cada ser, desde el más humilde hasta el propio hombre.

—Me complace que me recuerdes. Recibí tu visita hace muchos años. En aquel tiempo pensaste en edificar un templo para mí, pero aún no eras rey. Ha llegado el momento de que cumplas tu promesa. Porque yo también soy el señor del agua del Nilo. Mis talones reposan en las dos grutas de las que está ansiosa por brotar. Poseo el poder de liberar a Hapi y expandir por los Dos Reinos las aguas y el limo fertilizante.

Una intensa oleada de esperanza invadió al rey.

—¿Qué debo hacer, oh señor de los artesanos?

—Reconstruye mi santuario en Yeb, y liberaré para ti las aguas del Nilo.

La misteriosa aparición se difuminó lentamente. Una gran serenidad embargó al rey, mezclada con una inmensa exaltación. Sentía que en algún lugar, a lo lejos, bullía una prometedora marea de agua fresca que devolvería la vida a Egipto.

Ahora sabía lo que tenía que hacer.