Capítulo 15

Creyó morir de pavor, hasta el momento en que reconoció el rostro familiar de Kebi. Un guerrero le había tapado la boca con la mano para impedir que siguiera gritando. El capitán le hizo señas para que se calmara y ordenó a su hombre que la soltara. Con las piernas temblándole, los siguió más allá de la depresión, para descubrir un centenar de hombres armados hasta los dientes, mandados por Moshem. Éste la acogió fríamente.

—¿Estás loca para irte así, sola?

Jirá rompió a llorar. El descubrimiento de aquella cabeza de mujer, seguida de la emoción experimentada cuando los tres hombres la habían encontrado, había acabado con su audacia.

—Quería salvar a Neserjet —dijo entre sollozos.

—¿Y pensabas lograrlo tú sola?

—Yo… tenía miedo de que me tomaran por loca. Todo el mundo creía que se trataba de affrits.

—Y ahora, ¿qué crees?

—No… no lo sé.

—Por fortuna, Seschi te notó rara. Sospechó que ibas a cometer una tontería y me avisó.

—¿Por qué se mete Seschi en esto? —gruñó Jirá, recuperando de golpe su seguridad.

—Puedes estarle agradecida —replicó Moshem en el mismo tono—. Sin él, no te habríamos seguido. ¿Qué pensabas hacer ahora?

—Quería liberar a Neserjet —repitió, obstinada.

—¿Enfrentándote tú sola a una tribu entera?

La muchacha no respondió. Moshem suspiró.

—Debería darte de latigazos por haber cometido semejante imprudencia. Pero no lo haré, porque has demostrado tener valor. Y además has conseguido seguir la pista de los secuestradores de Neserjet. Y tenías razón: no son demonios, sino hombres. Hemos descubierto huellas que indican que, sin duda, se trata de una tribu que vive no lejos de aquí, en un pequeño oasis. Sin ti no habríamos podido hacer nada.

—Ahora entiendo por qué oía voces en el desierto. Erais vosotros.

—Cuando te fuiste de Bahariya, pensé impedir que continuaras. Pero me di cuenta de que estabas rastreando una pista. Decidí entonces dejarte seguir. Si había la menor posibilidad de salvar a Neserjet, teníamos que intentarlo.

Jirá recuperó la esperanza de pronto. Ya no estaba sola.

—Entonces hay que darse prisa. Van a devorarla.

—Ya lo sé. Nosotros también hemos hallado restos humanos un poco más lejos. Los soldados bahariyanos que nos acompañan me han contado que no lejos de aquí vive una pequeña tribu. La sequía probablemente la ha reducido al hambre y se han convertido en antropófagos para sobrevivir. Seguro que allí encontraremos a Neserjet, si es que aún vive.

—¡Vayamos inmediatamente! —exclamó Jirá.

Moshem habría querido que se mantuviera en la retaguardia. Pero la niña no lo entendía así. No había recorrido casi seis millas en pleno Amenti para que la relegasen después a un puesto de observadora. El amorrita se dijo que, después de todo, ella sabía manejar el arco mejor que el más diestro de sus guerreros.

Jepri inundaba el oriente con una luz rosa cuando la tropa, cual silenciosas sombras negras, se acercó al oasis de Beten, de donde procedían los raptores. Siguiendo las órdenes de Moshem, los guerreros cercaron la depresión rocosa cuyo centro contenía un pequeño lago alimentado por las aguas de dos manantiales. Pero éstos estaban prácticamente secos. Del lago no quedaba más que una superficie fangosa cubierta por una vegetación agostada. A su lado se alzaban varias tiendas alrededor de las cuales iban y venían unos treinta individuos esqueléticos. Un pequeño rebaño de cabras pastaba a poca distancia.

Los egipcios oyeron unos gemidos.

—Están vivas —susurró Jirá.

En efecto, las prisioneras estaban atadas a un poste. Un poco más lejos, las mujeres preparaban una hoguera. De repente, un hombre envuelto en un largo manto azul, seguido de cuatro guerreros, se acercó a las cautivas. Empuñaba un puñal de sílex. Las dos niñas se pusieron a chillar, presas del terror.

—Van a matarlas —gimió Jirá.

—Ya lo veo.

Levantó el brazo para dar a sus guerreros la orden de ataque. Pero Jirá pensó que los soldados no llegarían a tiempo de salvar a Neserjet. Armó su arco, salió de su escondite de un brinco y descendió la pendiente que llevaba a la parte más profunda de la depresión, indiferente a las advertencias de sus compañeros. La estupefacción dejó petrificado al hombre del manto azul. Jirá apoyó una rodilla en el suelo y disparó su arma. Surgió la flecha, imparable, letal, y fue a clavarse en el pecho del sacrificador. Un segundo después, los egipcios invadían el oasis. Los betenenses, furiosos al ver cómo se les escapaba la comida del día, se lanzaron sobre ellos blandiendo unas ridículas armas.

El combate fue breve. Los egipcios eran tres veces más numerosos e iban mejor armados. Sin embargo, los caníbales luchaban con la energía del desespero. El hambre los había transformado en bestias salvajes, incluidas las mujeres, que se lanzaron sobre los primeros soldados para morderles. A uno de ellos llegaron a arrancarle un trozo del muslo.

Jirá corrió a liberar a Neserjet y su servidora, que lloraban tanto de pánico como de alivio.

—Sin ella nunca te habríamos encontrado —declaró Moshem—. Jirá salió sola en tu busca.

—¿Has… puesto tu vida en peligro por mí? —sollozó Neserjet.

—Todo es culpa mía. No debería haberte hablado con tanta dureza. ¡Perdóname!

—No tengo nada que perdonarte. Me has salvado. Así que desde ahora me pongo a tu servicio. ¡Mi vida te pertenece!

—Preferiría que fueras mi amiga.

Y ambas se fundieron en un abrazo.

Un poco más allá un guerrero dio la vuelta al cadáver de un anciano que se había lanzado salvajemente sobre él, y al que había tenido que aplastarle el cráneo. A su lado yacía algo que había estado mordisqueando. Una violenta náusea le revolvió el estómago. Era una mano humana. En las viviendas trogloditas excavadas en las paredes rocosas hallaron huesos humanos, de todas las tallas. Un elemento sorprendió a Kebi.

—Se diría que aquí no había niños.

Moshem examinó los osarios y declaró con voz alterada:

—La respuesta está aquí: los sacrificaron antes de atacar a los de Bahariya.

—¡Qué horror! —exclamó Jirá.

—Para ellos era un asunto de supervivencia. Los viajeros procedentes del Levante afirman que, en ciertas regiones, la hambruna es tal que los habitantes se comen entre sí. La historia de esta tribu no es única, por desgracia.

—Tenían cabras.

—Seguramente las guardaban para la leche, y después descubrieron otro medio de avituallarse en Bahariya.

Jirá tomó la mano de Neserjet. Una fatiga espantosa le agarrotaba el cuerpo. Ahora que la tensión había remitido, se sentía vacía de todas sus fuerzas. Durante el viaje de regreso, los guerreros tuvieron que irse relevando para llevarla.

La angustia no la abandonaba. Si Moshem no se había equivocado, la sequía duraría aún más de un año. ¿Significaba eso que los habitantes de Kemit acabarían también devorándose entre sí?