Capítulo 14

A Jirá le gustaba la vida del oasis. Sin duda se debía a la proximidad del desierto, que cada día le atraía un poco más. Aunque había notado que entre los lugareños reinaba un cierto temor, no se había tomado la advertencia de Medi-Nefer demasiado en serio. Desde su más tierna infancia, tenía la costumbre de ponerlo todo en cuestión, y no creía mucho en las historias que se contaban a los niños.

—Los adultos nos quieren impedir que hagamos determinadas cosas, que vayamos a determinados lugares —explicó a Neserjet—. Así que se inventan cuentos para asustarnos.

—Te equivocas no tomando en serio a mi padre —replicó su amiga—. No te ha mentido. Desde hace unos meses una docena de niños y adolescentes han ido desapareciendo sin dejar rastro.

—Sin duda los han matado los leones o las hienas.

—¡No lo creo! Es extraño que las fieras consigan llevarse a uno de los nuestros. Hasta mi padre piensa que se trata de espíritus malignos.

—Estoy segura de que esos niños desaparecidos cometieron alguna imprudencia.

Con aire fanfarrón posó la mano sobre su espada de cobre.

—Si yo hubiera estado ahí, les habría defendido. Los demonios del desierto no me dan miedo.

—¡No digas eso! —exclamó Neserjet abriendo unos ojos asustados—. Pueden oírnos. Saben cómo hacerse invisibles. Quizá en este momento nos estén espiando.

—Pues que se dejen ver, ¡menudos cobardes! ¡Y ya veremos si son tan terribles como dices!

Neserjet lanzó miradas ansiosas alrededor y se echó a temblar. Jirá se encogió de hombros con desprecio. Jamás le había tenido miedo a nada; no iba a empezar ahora.

La caravana debía permanecer varios días en Bahariya, mientras Moshem negociaba una cantidad de alimentos suficientes para salvar Kennehut de la hambruna y resistir hasta las cosechas del año siguiente. Mientras los porteadores reunían las mercancías, Jirá, Seschi y sus compañeros realizaban cacerías en la linde del desierto, bajo la vigilancia de Kebi y una veintena de guerreros. Ante una Neserjet atónita, Jirá demostró con orgullo sus cualidades de cazadora. No tenía igual rastreando a la presa en las extensiones rocosas que bordeaban la depresión verde.

Un día creyó percibir una silueta furtiva, vagamente humana, guarecida tras un saliente rocoso. Alertó a sus compañeros y treparon hasta el sitio indicado. Pero allí no había nada. Escrutó los alrededores, sin éxito. Neserjet había palidecido.

—Has visto un affrit —gimió—. ¡La desgracia está sobre nosotros!

Jirá soltó una palabrota espantosa, aprendida en su contacto con los soldados, y estalló:

—¡Es ridículo! Los affrits no existen. Seguro que era un babuino curioso.

—¡Nunca te crees nada! —replicó Neserjet—. Los affrits adoptan las apariencias más diversas; a veces hasta se mezclan entre los humanos sin que se les pueda reconocer. Tú no lo puedes entender porque vives en la ciudad. Pero aquí nosotros estamos en el límite de su reino.

Terca, Jirá se alejó unos pasos. De repente, procedente del desierto, sonó un ruido extraño, a medio camino entre el crujido producido por una serpiente y una queja casi humana. Sólo duró unos segundos y terminó en una especie de risa[16].

Siguieron unos instantes de silencio y luego se repitió el sonido, procedente esta vez de otra parte. Neserjet palideció.

—¡Allí! Lo has oído. Un espíritu malvado nos acecha. Está girando alrededor de nosotros.

Desconcertada, Jirá replicó:

—¡Eres una tonta! Ya he oído el ruido. No puede ser más que un animal, o el viento.

En realidad no estaba muy segura. Pero se negaba a claudicar. Neserjet se quedó petrificada. Jirá no le había hablado nunca en ese tono. Se echó a llorar y salió corriendo en dirección al pueblo, cuyas primeras casas se vislumbraban a menos de una milla. Meda, su sirviente, la siguió.

Azorada por haberse irritado tanto, Jirá la llamó, pero Seschi le hizo señas de que un rebaño de addax se acercaba por el sur. El instinto de caza se impuso de nuevo en ella y lo siguió. Después de todo, no iba a dejar perder una presa por culpa de una niñita asustadiza. Ya se reconciliaría con ella por la noche. Sin embargo, no pudo librarse de una desagradable sensación de malestar durante el resto del día.

Al anochecer, cuando la pequeña partida de cazadores regresó a la aldea, buscó a Neserjet. En vano.

—Debe de estar enfurruñada en algún rincón —dijo a Naú.

Jirá fue a casa de Medi-Nefer. Pero la niña no estaba allí.

—Creía que había ido de caza contigo —dijo el gobernador.

—Yo… ella… es que nos peleamos. Volvió al pueblo, porque no nos habíamos alejado mucho. La llamé, pero no quiso escucharme.

—Por los dioses —gimió Medi-Nefer, palideciendo bruscamente—. Meda tampoco está aquí. Hay que encontrarlas.

Moshem, al que Seschi había puesto sobre aviso mientras tanto, llegó acompañado de Anjeri. El gobernador le explicó la situación.

—Amigo mío, no te preocupes todavía —dijo el amorrita—. Los niños no han ido a cazar muy lejos. Se habrá escondido en alguna parte para inquietar a Jirá. Vamos a buscarla todos.

—A menos que la hayan raptado los affrits —dijo el gobernador en tono lúgubre.

El dolor de Medi-Nefer era un triste espectáculo. Jirá experimentó una mezcla de desazón y cólera. Se sentía responsable de la desaparición de Neserjet. Si no hubiera reñido con ella, no habría ocurrido nada. Agarrando a Seschi por el brazo, declaró:

—Tenemos que encontrarla, hermano mío. Temo que le haya sucedido algo malo.

Impresionado por la angustia que adivinaba en las palabras de Jirá, Seschi no discutió sus órdenes. Armado con la pesada maza de la que no se separaba nunca, siguió a los guerreros en dirección al desierto. Volvieron a los lugares de la cacería, a poco más de una milla de distancia. Los habitantes del pueblo, alertados, se unieron a los soldados. Rastrearon las inmediaciones del lago, sondearon las aguas con palos, enviaron hombres hasta la aldea vecina, situada a más de tres millas, nadie había visto a las dos niñas. Tras varias horas de búsqueda infructuosa, hubo que rendirse a la evidencia: Neserjet y Meda habían desaparecido, como los demás niños antes que ellas. Abatido, Medi-Nefer no cesaba de lamentarse. Adoraba a su hija.

Tumbada en la tienda junto a Seschi e Inja-Es, que dormía ya, Jirá no conseguía conciliar el sueño.

—Todo es culpa mía —se lamentaba—. Nunca habría tenido que hablarle tan duramente. Tendría que haber adivinado que estaba realmente asustada, y no haberme burlado. La han secuestrado por mi culpa.

—¿Quién? —preguntó Seschi con voz cansina.

—No… no lo sé.

Todo el mundo había terminado por admitir que los affrits habían capturado a Neserjet y Meda, y que no volverían a verlas nunca más. Pero Jirá seguía negándose a creer en la existencia de aquellos demonios. Aquella nueva desaparición debía tener otra explicación.

—No hemos buscado en el lugar adecuado. Estoy segura de que se la ha llevado una tribu del desierto.

—Aunque tuvieras razón, ¿dónde buscarla? —preguntó Seschi, nervioso—. El desierto nos rodea. Tú que lo sabes todo, ¿qué pista quieres seguir? ¿En qué dirección se halla?

Jirá espetó una palabrota, manifestó a su hermano que era un perfecto imbécil y se giró, dándole la espalda. Repasando toda la jornada, recordó la aparición furtiva vislumbrada en lo alto de una protuberancia rocosa. Había creído que se trataba de un mono, pero muy bien podía ser un hombre. Estaba segura de que ese suceso estaba relacionado con la desaparición de su amiga. Inmediatamente después de aquel incidente Neserjet y Meda habían emprendido el regreso al pueblo. El desconocido había podido agredir a las dos chicas un poco más lejos. En aquel lugar había suficientes formaciones rocosas donde ocultarse. La esperanza inundó de pronto el corazón de Jirá. Tenía que volver a aquel lugar. Pero nadie consentiría en seguirla en plena noche. Sin embargo, no había tiempo que perder. Ella era la responsable de la desaparición de Neserjet; sabía lo que tenía que hacer.

Esperó a que Seschi estuviera dormido para reunir sus armas y salir sigilosamente de la tienda. Teniendo mucho cuidado en evitar a los centinelas, se deslizó fuera del campamento, y reptando llegó hasta el extremo del pueblo. Su experiencia de cazadora le permitió escabullirse con éxito.

Silenciosa como un gato, se deslizó hasta el lugar en que había visto la silueta. Era una ligera elevación rocosa que dominaba, hacia el oeste, una caótica sucesión de depresiones poco profundas en cuya parte más honda crecía escasa vegetación. Escrutando atentamente el suelo, buscó un indicio, pisadas. Jirá poseía un olfato más desarrollado de lo normal. El recuerdo de un olor fuerte y rancio flotaba en el aire nocturno, un olor que no tuvo dificultad en identificar: una piel de muflón mal curtida. Así pues, en aquel lugar había estado un hombre, no un affrit. Pero ¿de dónde venía? Los campesinos del oasis llevaban taparrabos de lino y, los más pobres, de cuerda o fibra de palma. Nadie se vestía con pieles de muflón.

Prosiguiendo su búsqueda, bajó hasta el fondo de una hondonada de vegetación arbustiva situada al oeste y, al fin, encontró, colgado entre las ramas de un espino, un jirón de piel. Tenía la prueba: los espíritus, que ella supiera, no llevaban pieles de animales. Escudriñando el lugar, descubrió otros indicios. Eran detalles ínfimos, apenas visibles: pelos en una corteza, huellas de pies descalzos, gotas de sangre. Un hombre se había rasguñado con un arbusto. Salió de la hondonada y llegó al límite del desierto.

Dudó. Las huellas descubiertas eran tenues, pero indicaban con claridad la dirección que los raptores habían tomado. Sin embargo, ¿quién iba a creerla, y quién aceptaría el riesgo de ir con ella? Seschi, tal vez… Pero si le avisaba, le impediría seguir con sus investigaciones. No tardó en tomar una decisión: el remordimiento no la dejaba vivir; por lo tanto, iría sola en busca de su amiga.

Mientras se alejaba resueltamente en dirección oeste, se arrebujó en la manta que había tenido la precaución de llevar y siguió la pista que le señalaba su intuición. Siempre había actuado así con sus presas, y nunca se había equivocado. Hasta Djoser se había asombrado de aquel don particular, que era la razón por la que le gustaba llevarla consigo en sus cacerías.

A ratos pensaba que había cometido una locura. A cada instante corría el riesgo de toparse con un león o una jauría de hienas. Pero sabía que éstos cazaban preferentemente al amanecer o en el crepúsculo. ¿Y qué haría una vez hubiera alcanzado a los hombres salvajes que habían secuestrado a Neserjet? ¿Acaso esperaba vencerlos ella sola? Estaba demasiado cansada para reflexionar juiciosamente. Sólo sabía una cosa: había cometido un error para con Neserjet y tenía que repararlo.

Tal vez aquellos perros esperaban dinero a cambio. Sin embargo, en las anteriores desapariciones jamás había habido la menor exigencia de rescate. Entonces ¿cuál era la verdadera causa de aquellas desapariciones?

Negándose a escuchar el dolor que irradiaban sus miembros, seguía caminando, escudriñando los mínimos indicios dejados por los captores. De vez en cuando descubría nuevos rastros de su paso, apenas visibles.

De repente le invadió una desagradable sensación. Alguien caminaba detrás de ella. Le pareció oír el eco de un murmullo o una respiración. Se dio la vuelta. Pero no había nada, sólo la impresionante inmensidad del desierto. Por primera vez se dio cuenta de que su expedición era una inconsciencia total. Pero su orgullo pudo más y reanudó la marcha.

Caminando sin descanso, recorrió casi cinco millas. Ya no sentía los pies, lastimados por las piedras. No obstante, la rabia y la obstinación le habían permitido plantar cara a la fatiga que le doblegaba las piernas. El cielo empezaba a palidecer cuando llegó a un pequeño macizo rocoso. Deslizándose prudentemente entre los bloques esculpidos por los vientos, pronto alcanzó una especie de circo resguardado, sumido en una semipenumbra. Era evidente que el lugar estaba desierto. Silenciosa como un gato, se acercó. Un fuerte olor de carne en descomposición flotaba en el lugar. Pensó que algún animal había ido a morir allí. Echó un vistazo alrededor. De pronto distinguió, a lo largo de la pared rocosa, un amontonamiento de huesos. Sin duda una fiera había ido allí a devorar una de sus presas. Sin embargo, un elemento le intrigó: algunos huesos parecían calcinados. Se acercó hasta ahí, movida por la curiosidad. Entonces dio un salto atrás, mientras una oleada de adrenalina inundaba su cuerpo. En un rincón yacían unas prendas desgarradas. Era ropa de mujer. Una súbita náusea le revolvió el estómago.

Con un nudo en la garganta, dio unos pasos adelante. Un poco más lejos, dos buitres picoteaban algo que no alcanzaba a distinguir claramente debido a la penumbra del alba. Lanzó un grito para asustar a los pájaros, que se alejaron prudentemente. Tuvo que morderse el labio para no proferir un grito de horror. El objeto con que se encarnizaban los carroñeros no era otro que una cabeza humana, en la que aún quedaban jirones de carne y pelos. Le flaquearon las piernas y se desmoronó sobre la arena. Comprendió entonces porque nunca habían pedido el menor rescate por los jóvenes raptados. Los secuestradores los devoraban. Una ola de terror le recorrió la columna. Sintió súbitos deseos de huir. Jamás había oído hablar de tamañas atrocidades, excepto las referidas a algunas tribus ñam-ñams. Pero éstas vivían en el sur de Nubia, a cientos de millas de Bahariya.

Su angustia era tan intensa que a punto estuvo de ceder al pánico y echarse a llorar. ¿Y si las leyendas eran ciertas? Tal vez el lugar estaba poblado por los demonios, esos monstruosos affrits que se comían a los viajeros después de hacerles extraviar. Durante toda la noche le había parecido oír ruidos extraños, semejantes a voces humanas deformadas. Ahora estaba segura de que se trataba de espíritus. Y había caído en su trampa. Se pegó a la pared rocosa y escudriñó los alrededores, sumida en la angustia. Sin embargo, no ocurrió nada. Jadeante, se preguntó qué hacer. La prudencia le recomendaba huir a toda prisa para buscar el auxilio de los guerreros. Pero en el tiempo que tardasen en intervenir, Neserjet sería sacrificada y devorada. Además, quizá la hubieran matado ya. Rechazó tan terrible hipótesis. Era posible que los espíritus raptores las hubieran mantenido con vida a fin de no verse obligados a llevarlas a cuestas hasta su guarida. Ésta no debía de hallarse muy lejos.

Habría querido gritar de rabia y terror. No podía decidirse a abandonar a su amiga. Pero ¿qué hacer contra aquellos demonios? No se atrevía a volver sobre sus pasos, pero tampoco encontraba el valor necesario para seguir adelante. Se imaginaba los colmillos afilados de aquellos monstruos hincándose en su carne, en la de Neserjet. Salió de la depresión rocosa y escudriñó el desierto, intentando adivinar en qué dirección se habrían llevado los affrits a sus víctimas.

De pronto, un extraño ruido llamó su atención. Se dio la vuelta bruscamente y profirió un alarido de terror. Tres monstruosas siluetas se habían materializado a su espalda.