Hacía varios días que Jirá vivía un suplicio. Había sabido por un correo de Semuré que el Horus había recibido el toque de la muerte negra, y que su madre se había ido de Mennof-Ra para reunirse con él en Per Bastet. Desde entonces no tenía más noticias. Cada noche la perseguían las pesadillas. Estaba convencida de que no volvería a ver a sus padres con vida. Las informaciones recogidas entre los visitantes que remontaban el Nilo y los rumores oídos aquí y allá le daban una visión aumentada y deformada de los estragos causados por la plaga.
Por ello, la carta que la reina mandó a sus hijos le proporcionó un gran alivio. Jamás la chiquilla había sido tan feliz por saber descifrar los medu-néteres, los signos sagrados. En su mensaje, Tanis les informaba que la epidemia remitía y que había muchos menos enfermos. Con la ayuda de Tot, el Horus Djoser había derrotado al mal. Ella, por su parte, no había sido infectada. Les anunciaba también la triste noticia de la muerte de Pianti.
A petición de Tanis, Moshem en persona había salido de Mennof-Ra para llevar la carta. Cuando, tras dos días de viaje en barco, llegó a Kennehut en compañía de su esposa Anjeri, comprendió que la pequeña ciudad había sufrido mucho por el paso de las langostas. Debido al implacable sol, las siembras efectuadas tras la plaga no habían dado mucho fruto. El viejo Senefru acogió a Moshem con grandes demostraciones de amistad. No ignoraba que el amorrita había inspirado las medidas económicas de los años de abundancia, y le estaba agradecido. Los dos hombres tenían en común su gusto por la organización.
—¡Ah, mi señor, vivimos días muy extraños! Los dioses parecen haberse cebado en nosotros. Tras el paso de esas malditas langostas, no me queda ni con qué alimentar a los criados de la hacienda. En cuanto a los campesinos, se ven reducidos a fabricar harina con raíces. Ni la cría de aves de Ameni conseguirá salvarnos del hambre. Es tanto más incomprensible cuanto que las últimas caravanas llegadas del oasis de Bahariya afirman que se ha visto menos afectado que nosotros por la sequía. ¿Te lo imaginas? Esas tierras de arena y rocas perdidas en el corazón del desierto de Set, respetadas por el cruel Apofis. Es incomprensible.
—¿Tan rico es el oasis de Bahariya? ¿Dónde se halla?
—Hacia el oeste, en pleno Amenti a unas cien millas de Kennehut. Sus habitantes consideran que forman parte de los Dos Reinos desde que se unieron al Horus Djed, hace mucho tiempo. Pero yo, personalmente, los considero unos salvajes emparentados con las tribus nómadas, que son las encarnaciones de los affrits.
Al decirlo movía los ojos con inquietud. Desde siempre los habitantes de los pequeños pueblos que jalonaban el valle habían temido los ataques imprevisibles de los saqueadores procedentes del desierto occidental.
—No obstante, mantenemos buenas relaciones comerciales con Bahariya, ¿no es así?
—Allí se cría uno de los mejores vinos de Egipto, mi señor Moshem —confirmó el viejo intendente—. Nos proporcionan dátiles y pieles; también poseen grandes rebaños.
—En tal caso, ¿por qué no les pides que te ayuden? ¿No tienes nada que ofrecerles a cambio?
—Ya lo he pensado, mi señor. Kennehut, gracias a la generosidad del Horus Neteri-Jet (Vida, Fuerza, Salud), goza de una fortuna propia en oro y piedras. Pero no dispongo de tropas suficientes.
—¿Acaso el rey no envió guerreros para proteger a los niños?
—Unos cincuenta, mi señor. Y esos soldados son muy caros de alimentar —se lamentó.
—¡Pues precisamente! Ellos podrían proteger tu caravana.
—Pero no tengo poder para hacer que obedezcan. No soy más que el intendente del rey en su hacienda de Kennehut.
—Yo sí tengo ese poder. El rey me confió un sello que ordena a todos sus servidores ponerse a mi disposición. ¿Quién está al mando?
—El capitán Kebi.
—¡Lo conozco! Es un buen hombre.
Le mostró el ojo de Horus e insistió:
—No podemos dejar que la población de Kennehut muera lentamente de hambre. No olvides que acoge a los niños reales. ¿Cuánto tiempo se tardaría en llegar a Bahariya?
—Unos cinco días, mi señor. Pero ¿te das cuenta de los riesgos que corres? Esa región está infestada de tribus beduinas. Algunas son pacíficas, pero otras atacaron las caravanas. Por eso hay tan pocos viajeros.
—Tendremos nuestro propio ejército. Además de los cincuenta guerreros de Kebi, he traído conmigo a mis fieles compañeros, soldados que yo mismo he formado. Son unos treinta. Añadiremos unos cincuenta criados que sepan manejar el garrote y el hacha. Estoy seguro de que no habrá banda de saqueadores que se atreva a atacar nuestra caravana.
—Si tomas esa responsabilidad, mi señor, te obedeceré. ¡Pero olvidas un punto importante!
—¿Cuál?
—Esos hombres están encargados de proteger a los niños, no de escoltar un convoy.
—Llevaré a los niños conmigo. Si se quedan en Kennehut corren el riesgo de no tener qué comer dentro de muy poco.
—¿Llevarlos?
—¡Naturalmente! También necesitaré asnos. ¿De cuántos dispones?
—Yo… unos treinta.
—Está bien. Vamos a formar esa caravana, pues. Prepárate para anunciarlo a los criados.
Dado que llevaban casi dos meses bloqueados en Kennehut, los niños recibieron la noticia con entusiasmo. La perspectiva del viaje a Bahariya les ilusionaba. La aburrida vida del pueblo empezaba a agobiarles. Además, adoraban a Moshem, que les contaba con humor las historias de su país. En cuanto a Kebi, aceptó sin dificultades la opinión de Moshem. Hacía varios días que a duras penas encontraba comida para sus guerreros. Las raciones habían sido reducidas y apenas saciaban el hambre. La idea de trasladarse a un lugar donde la comida aún era suficiente encantó a los soldados.
Muy pronto se propagó la noticia. Moshem había hecho saber que necesitaba servidores y porteadores. Un gentío considerable se agolpó poco después ante la morada de Djoser para ofrecer sus servicios.
Unos días más tarde, la caravana partía de Kennehut. Jirá, montada en un burrito, miró, sin lamentarlo, cómo se alejaba el pueblo. Desde siempre había oído a los contadores de historias narrar las hazañas de sus padres, y sentía secretos deseos de vivir aventuras similares. Aquella expedición al corazón del desierto occidental constituía una maravillosa oportunidad. Durante las cacerías, jamás había rebasado más que en unas millas la sabana que bordeaba Saqqara al oeste. Esta vez iban a pasar cinco o seis noches bajo las estrellas, hasta llegar a aquel lugar cuyo nombre exhalaba una fragancia misteriosa: Bahariya.
Llevaba a Inja-Es estrechada contra su cuerpo. Desde su horrible pesadilla no se separaba nunca de su hermanita. Desde luego, no le había hablado de ella, pero nunca descuidaba la vigilancia. Inja-Es, satisfecha por ser así el centro de su atención y encantada también por el viaje, iba charlando con su hermana mayor, asombrándose de todo lo que veía, por los extraños animales como los erizos que abundaban en las lindes del desierto, los zorros de las arenas, los jerbos saltarines, o también esos grandes lagartos, los cola de látigo, cuya cola precisamente erizada de pinchos afilados constituía un plato muy apreciado por quienes atravesaban el desierto. A Jirá le encantaba escucharla hablar.
Mecida por los pasos lentos y regulares de su montura, contemplaba el desierto. Siempre le había fascinado. No entendía por qué había gente que veía en él el reino de los demonios. Al contrario, de las vastas extensiones barridas por los tibios vientos se desprendía una sensación de paz y eternidad. Tenía consciencia de su extraordinaria belleza y su poder, un poder que inspiraba respeto. Porque aquí no había lugar para el hombre. Éste sólo estaba de paso, su mirada sólo rozaba la cima de las dunas movedizas, montañas efímeras que los vientos desplazaban a su antojo. Jirá no se cansaba de admirarlas. Pero ¿con quién compartir la emoción que la embargaba ante el paisaje siempre renovado y, sin embargo, inmutable, eterno? Inja-Es era demasiado joven para comprender aquella fabulosa belleza. En cuanto a sus compañeros, no dejaban de escrutar el horizonte en busca de un eventual enemigo. ¿Por qué los hombres tenían que estar tan obsesionados con el combate, en vez de extasiarse ante las maravillas que les rodeaban?
Al atardecer del primer día, Jirá se extrañó de que Kebi le entregara una manta. El sol lucía en un cielo despejado y la temperatura del desierto era sofocante. Cuando él le aseguró que durante la noche iba a hacer mucho frío, ella no le creyó. Sin embargo, una vez de noche, entendió la utilidad de la manta. La temperatura había caído en picado de un modo espectacular. Todavía era suave cuando se durmió rodeando a Inja-Es con sus brazos para protegerla. Cuando se despertó, a la mañana siguiente, sus ojos incrédulos descubrieron una fina capa de escarcha sobre las rocas cercanas, mientras un aire punzante penetraba en sus pulmones. Por suerte, con las primeras horas de la mañana, la sensación de frío se disipó rápidamente para volver a dejar paso a un calor sofocante.
Sin duda la presencia de un centenar de guerreros bien armados fue suficiente para disuadir a los posibles bandidos de atacar la caravana. Ésta llegó sin percances a Bahariya seis días más tarde. A Jirá, no obstante, le parecía que llevaban mucho más tiempo viajando. La mañana del sexto día descubrió, desde lo alto de una duna, una gran depresión rocosa de más de diez millas de longitud por la que se extendía una masa verde de palmeras y arbustos. En el centro se agrupaban estanques que a veces alcanzaban el tamaño de lagos. En las orillas del más grande se alzaban algunas casas de adobe recubiertas de caliza blanca. Pero la mayoría de viviendas no eran más que tiendas rodeadas de pequeños rebaños de cabras y muflones.
Los indígenas eran distintos a los pueblos del Valle. Su vestimenta y su actitud recordaban a las de los beduinos. Observaron a los viajeros con cierta desconfianza. Sin embargo, cuando Moshem se presentó, la curiosidad llevó a la gente hacia los recién llegados. Pasado el primer momento de sorpresa, se plegaron a las leyes de la hospitalidad e invitaron a los egipcios a beber un vaso de agua fresca extraída de los manantiales que alimentaban el oasis. Nubes de niños curiosos fueron a hacer preguntas a los caravaneros.
Una construcción un poco más grande que las demás albergaba al gobernador de Bahariya; no tenía el título de monarca, pero sí asumía sus funciones. Era un hombre de cara alargada y enjuta, de rasgos marcados por el desierto. Se llamaba Medi-Nefer. No era fácil precisar su edad. Su mirada penetrante impresionó mucho a los niños, sobre los cuales ejercía una extraña atracción. Jirá sintió que entre ella y aquel hombre existía un curioso vínculo de parentesco. Él también amaba el desierto.
Mientras asaban un cordero y un cabrito, Medi-Nefer, con su profunda voz, habló de que muchas generaciones atrás había pactado una alianza con los soberanos del Valle Negro. Durante una parte de la noche contó leyendas del oasis, que los niños escucharon boquiabiertos, incluso los más pequeños.
—¿Conocéis la leyenda de Nehri, pequeños príncipes? Nehri era hijo del gran jefe de una tribu del desierto. Un día quiso ir al oasis de Dajla y se llevó víveres que cargó en su burro. Entre esos víveres había gran cantidad de dátiles. Nehri emprendió el camino con el corazón alegre, pues iba a casarse con la hija de otro jefe de tribu. Debido al calor, viajaba de noche y dormía de día, refugiado bajo un saliente rocoso o en una cueva, cuando encontraba alguna. Cada noche, antes de ponerse en marcha, tomaba una buena comida y soñaba con su futura esposa, a la que no conocía, puesto que el matrimonio había sido convenido entre los dos jefes de tribu.
»Poco a poco, sin embargo, se le fueron acabando los víveres y, pronto, no le quedaron más que dátiles. Se los comía a la luz de la media luna, antes de reanudar su marcha nocturna. Claro está que no veía gran cosa, pero él metía las manos en la bolsa de dátiles, y cada noche los devoraba con un poco más de apetito. Y es que cada noche los dátiles le sabían mejor. Pensó que el hambre aumentaba su apetito, pero no se sentía especialmente hambriento. Y siempre, mientras comía, se daba en imaginar el rostro de su prometida, el color de sus ojos, la esbeltez de su cintura, la finura de sus rasgos, la dulzura de su carácter.
»Y entonces, una noche, cuando casi había llegado al término de su viaje, se comió los últimos dátiles. En el momento en que cogía uno, la luna llena, destapada por una nube, iluminó el fruto que tenía en la mano. Vio entonces que estaba podrido y que contenía un gran gusano. Lo tiró y tomó otro. Éste también estaba podrido. Vació la bolsa en la arena y se dio cuenta de que llevaba varios días comiendo frutos estropeados. Primero le invadió la náusea, y pensó que Tot, el dios de la luna, le había gastado una broma pesada y le dedicó unos cuantos reproches. Después, antes de reanudar la marcha, pensó otra vez en su bienamada, a la que por fin conocería al día siguiente. Pero había algo que le perturbaba. Ya no conseguía imaginarla del mismo modo. No lo entendía. Habría debido sentirse dichoso, pero no sentía sino desconfianza. Miró de nuevo la luna y de pronto se postró hacia ella. Tot no había querido gastarle una broma, sino advertirle. ¿Y si los sueños que cada noche se inventaba eran como los dátiles?
»Tal vez sólo se trataba de una coincidencia, pero más valía asegurarse. Así pues, cuando llegó a Dajla al día siguiente, se hizo pasar por un viajero extraviado, y evitó mostrar la sortija que anunciaba su rango. Nadie le prestó atención. En efecto, esperaban a un visitante importante que debía desposar a la hija del jefe. Esa estratagema le permitió acercarse discretamente a su prometida. Comprobó entonces que aquella cuyos encantos había imaginado durante todas aquellas noches mágicas pasadas en el desierto era, en realidad, bastante fea, con cara de cerdo y grandes ojos de sapo. Eso sólo habría sido un mal menor si, debido sin duda a su título, no hubiera demostrado un carácter autoritario y detestable. Nehri emprendió ese mismo día el camino de vuelta hacia Bahariya, sin darse a conocer, y mucho más deprisa aún de como había venido. Las gentes de Dajla creyeron que había perecido en el desierto. De nuevo en su casa, Nehri realizó cada día ofrendas a Tot para agradecerle el haberle evitado tan mal matrimonio.
Desde su llegada, Jirá se había hecho amiga de la hija de Medi-Nefer, Neserjet. Tenía, como ella, doce años, y poseía un carácter dulce y estable que contrastaba con el espíritu inquieto y rebelde de Jirá. Ésta suscitaba la admiración de su compañera. Neserjet le envidiaba que no tuviera miedo a los espíritus que poblaban el desierto, y le parecía muy valiente. En realidad, Jirá aportaba a su amiga la pizca de locura que le faltaba.
Al anochecer, antes de ir a dormir en las tiendas que los soldados habían instalado, las dos chiquillas acompañaban a Medi-Nefer en su paseo por las lindes del desierto. A lo lejos se recortaban las negras sombras de las montañas del sur. Los lagos, que ningún soplo de aire agitaba, se extendían enmarcados por las palmeras y campos cultivados. Los tres se sentaban en silencio en la arena. Neserjet cogía a su padre de la mano.
Jirá adoraba el desierto. Escuchaba con atención todos los ruidos, rumores misteriosos que parecían venir de todas partes a la vez. Le habría gustado aventurarse más lejos, al corazón de las arenas y las rocas, simplemente para oír a los depredadores nocturnos, murciélagos, chacales, zorros, rapaces. Las leyendas aseguraban que el Amenti era el reino de los muertos. Sin embargo, ella no cesaba de descubrir en él la vida, que se aferraba decididamente a la menor rugosidad rocosa bajo las formas más diversas. Plantas de rudas cortezas resistían los terribles vendavales de arena. Insectos, lagartijas, escorpiones y serpientes abundaban, hundiéndose en la arena durante el día para no morir de calor. De noche, cuando se desplegaba el manto de estrellas de Nut en el cielo, la claridad azulada de la luna inundaba aquellas extensiones infinitas con una luz mágica, increíblemente hermosa.
Jirá respiraba profundamente el aire de la noche. Aquella leyenda sobre los affrits era una estupidez. Nadie los había visto jamás. Los hombres temían el desierto. Lo habían convertido en el reino de Set el rojo, la entrada al reino de los muertos. Ella, por el contrario, frente a la misteriosa inmensidad, sentía una fabulosa sensación de serenidad. La hacía vibrar con un extraño sentimiento de confianza absoluta. Sabía que nada malo le podía suceder en el desierto, porque éste la protegería.
De pronto, la cálida voz de Medi-Nefer declaró:
—En Bahariya tenemos una viejísima leyenda, mucho más antigua que la del propio Osiris, pues se remonta sin duda a la creación del mundo por Atón. Dice que, antaño, el río del Valle Negro discurría por la ruta de los oasis, desde Dung, Karghi y Dajla, para desembocar en el lago Moer. Pero un día, un terremoto de una violencia extraordinaria, debido a la cólera del Nun, dios del caos, cambió el curso del río. El antiguo lecho se secó, y los oasis no son más que las sombras de ese río fantasma. Su espíritu flota todavía sobre Bahariya y la protege. No obstante, en cuanto uno se aleja de la depresión fértil, hay que redoblar la prudencia. Las arenas no son el reino de los hombres.
A lo lejos, una hiena lanzó un aullido quejumbroso, a medio camino entre una risa burlona y el llanto de un recién nacido. Medi-Nefer añadió:
—El desierto es magnífico, pero peligroso. Hay que respetarlo. Alberga criaturas que no son ni de carne ni de sangre, que devoran el alma y el cuerpo. Jamás os aventuréis solas lejos del pueblo.
—Conozco esos demonios —contestó Jirá—. En Mennof-Ra les llaman affrits. Pero yo nunca los he visto y no creo en ellos.
—Porque los dioses velaban por ti, pequeña princesa. Pero ¡ten cuidado! Unos cuantos jóvenes, muchachos y muchachas, han desaparecido del pueblo. Y jamás se les ha encontrado.