Apenas despuntaba el día cuando Tanis llegó a las murallas. En el río la luz rasante desvelaba un espectáculo sobrecogedor. El enemigo había aprovechado la noche para reagruparse en la orilla occidental. Hurakti había acertado: los Degolladores eran varios millares. Una multitud de falúas y barcas cubría las oscuras aguas río arriba y río abajo de Per Bastet. Era evidente que el asaltante había esperado el día para lanzar la ofensiva, sin tener en cuenta ningún efecto sorpresa. Sabía que contaba con la ventaja numérica.
—Que los dioses nos protejan —murmuró Tanis—. Son al menos cinco veces más numerosos que nosotros.
A su alrededor surgían guerreros y ciudadanos provistos de armas improvisadas.
—Van a atacar por el puerto —señaló Setotep.
—¿Has hecho lo que te pedí ayer?
—Sí, mi reina. Hemos empleado en ello la mitad de nuestras reservas. Sólo espero que ese sacrificio sirva de algo.
Tanis no respondió. Le parecía que retrocedía varios años en el tiempo, cuando Djoser, al volver de su expedición victoriosa a Nubia, se había enfrentado a su tío, el siniestro Nekufer. Había conseguido evitar una batalla invocando la ayuda de Ra-Horus. Y había triunfado, impidiendo así que los egipcios se matasen entre sí. Esta vez, sin embargo, los dioses no vendrían en su auxilio, y la sangre de Kemit sería derramada en un conflicto absurdo.
El aspecto de los atacantes habría hecho retroceder a los más osados. Pese a la distancia, Tanis observó que casi la mitad de ellos parecía presa de temblores en sus descarnados cuerpos. Por lo visto, sufrían el primer estadio de la muerte negra. Con la tez enrojecida y los ojos brillantes, combatían su debilidad física con aullidos histéricos para atemorizar al enemigo. La enfermedad y el hambre les habían reducido al estado de espectros. Sin duda sólo se mantenían en pie gracias al alcohol. Algunos, medio desnudos, presentaban unas feas manchas oscuras en la piel. Aquellos hombres ya no parecían dueños de sí mismos. Estaban seguros de morir dentro de poco tiempo, y por lo tanto no tenían nada que perder. Llevaban el cuerpo embadurnado de khol y malaquita, como extrañas pinturas de guerra que aumentaban su aterrador aspecto. Otros esgrimían lanzas en cuyas puntas habían empalado objetos que no se distinguían bien. Tanis palideció al advertir que se trataba de cabezas humanas, sin duda las de sus últimas víctimas. Debía de haber sido fácil para Meren-Set manipular a aquellos degenerados, persuadirlos de que había que derramar la mayor cantidad de sangre posible para volver a dar su fertilidad al dios rojo. Con ellos no habría tregua ni compromiso. La demencia había ocupado el lugar del sentido común, y solamente les poseía una sed insaciable de asesinatos y violencia.
La flota enemiga no necesitó mucho tiempo para cruzar el río. Los defensores, a las órdenes de Tanis, habían ocupado sus puestos en las murallas y los accesos al puerto. El alboroto de los asaltantes parecía una tempestad próxima a sumergir la ciudad. Los soldados, siguiendo las órdenes de la reina, permanecían inmóviles, esperando nuevas órdenes. Cuando las primeras embarcaciones tocaron la orilla, se produjo algún movimiento de pánico entre los defensores. Varios muchachos, presas del pánico, soltaron las armas, que no sabían utilizar, y huyeron por el dédalo de callejuelas.
—¡Quedaos en vuestros puestos! —gritó Tanis.
Su voz insufló nueva confianza a sus guerreros. Lentamente cogió una flecha e impregnó la punta con una mezcla de betún y petróleo. Armó el arco y metió la flecha en un brasero. La saeta se encendió. Unos veinte arqueros la imitaron. Por la orilla y los muelles, entre los barcos de Per Bastet, se desparramaban ya oleadas de guerreros. Una auténtica marea humana se precipitó hacia las murallas. Aparecieron improvisadas escalas que el enemigo intentó apoyar contra las murallas. De pronto, una andanada de flechas incendiarias brotó de éstas y fue a clavarse en las naves. Un instante después, se alzaban altas llamas que confundían a los atacantes. Incluso el suelo, impregnado de líquidos inflamables, se encendió bajo los pies del enemigo. Se oyeron alaridos de rabia y terror, mientras algunos asaltantes se convertían en antorchas humanas. Sorprendidos por aquella respuesta inesperada, los atacantes tuvieron un instante de vacilación que los arqueros, a una orden de Tanis, aprovecharon para hostigarles con flechas mortales.
Djoser le había contado minuciosamente sus campañas militares. Siguiendo su ejemplo, había organizado tres filas de arqueros, cuyos disparos se sucedían con regularidad sin dar respiro a los asaltantes. La táctica dio resultado, y pronto decenas de cuerpos cubrieron el puerto. Por desgracia, el enemigo era numeroso y no cesaban de llegar nuevos barcos que rodeaban el incendio. Furiosos por la muerte de sus compañeros, los atacantes se lanzaron al asalto de la fortaleza con redoblado ímpetu. A pesar de la lluvia de flechas que caía sobre ellos, pronto pudieron apoyar algunas escalas contra las murallas, y una horda de salvajes con los ojos inyectados las escalaron entre rugidos. Fueron recibidos por los guerreros de la guardia real, combatientes eméritos entrenados por Semuré y Djoser en persona. A su lado, pese a su ignorancia en el arte del combate, los ciudadanos de Per Bastet luchaban con valentía.
La misma Tanis luchaba ferozmente en compañía de Hurakti, cuya maza abría grandes brechas en las filas enemigas. El valor de la reina enardecía a los defensores, que consiguieron, pese a su número limitado, plantar cara a los asaltantes. Recibieron un auxilio inesperado por parte de las mujeres de Per Bastet, que se habían equipado con cuanto habían podido encontrar, palas, hachas, ladrillos de adobe que traían en cargadas cestas. Envalentonadas por el ejemplo de Tanis, algunas habían sabido convencer a las demás para prestar ayuda a los soldados. Decididas a no morir sin defenderse, subieron al camino de ronda, situándose en los puntos donde los guerreros flaqueaban. Volaron los proyectiles, las hachas, que sí sabían usar, golpearon con redoblada energía, desarmando a un enemigo estupefacto al encontrar tanta resistencia por parte de unas mujeres.
Poco a poco, el asalto fue repelido y las escalas cayeron, llevándose racimos humanos berreantes que tuvieron que retroceder bajo una lluvia de flechas y ladrillos. Comprendiendo que la ciudad no caería tan fácilmente, el enemigo volvió a embarcar y remontó hacia el norte.
Con el brazo dolorido de tanto golpear, Tanis pudo por fin respirar.
—¡Hemos vencido! —exclamó un hombre con el hombro ensangrentado.
—¡No cantes victoria tan pronto! —replicó la reina—. Mañana volverán. Y aún son muy numerosos.
Entre los defensores hubo un centenar de muertos y heridos. Pero los asaltantes habían perdido casi quinientos combatientes, cuyos cadáveres cubrían el arenal, al pie de las murallas. Tanis habría querido ofrecer a sus guerreros algo sustancioso para recuperar fuerzas. Pero, al contrario de lo que creía el enemigo, las reservas de Per Bastet estaban prácticamente agotadas. Tuvieron que contentarse con un pan cocido apresuradamente y un poco de cerveza tibia. Sin embargo, aquella semivictoria del día anterior había metamorfoseado a los ciudadanos, la mayoría de los cuales desconocía el manejo de las armas. Asimismo, desde su intervención decisiva, consideraban a sus mujeres de otra manera. Su valor y arrojo, superiores a los de muchos hombres, les hacían merecedoras de un nuevo respeto. El miedo había abandonado los corazones. Los jóvenes que habían huido de los combates en las primeras horas habían regresado a socorrer a sus compañeros, avergonzados por su momentánea flaqueza, y algunos habían pagado su intrepidez con la vida. Ahora estaban como en trance, indiferentes a la muerte negra, al posible fallecimiento en el curso de los combates que se reanudarían al día siguiente. Había nacido una nueva fraternidad entre los defensores, hombres y mujeres reunidos.
Al anochecer permanecieron en las murallas para compartir el pan y la cerveza. Tanis recorrió la ciudad, charlando con todos, escuchando sus comentarios. Notó que algunos combatientes también presentaban las señales de la muerte negra. Tuvo que esforzarse para no ceder al desánimo. ¿Eran tan estúpidos los hombres como para librar un combate sin sentido mientras una espantosa epidemia podía acabar con todos, sin distinción de creencias, fortuna o pertenencia a un bando u otro?
Más tarde, cuando ya hubo caído la noche, acudió al lado de Djoser, cuya fiebre había vuelto a empeorar. Comprobó que los bubones se habían desarrollado. Releyó la carta en que su padre le contaba cómo había curado a Merneit. Estuvo largo rato dudando. ¿Tendría valor para aplicar el mismo tratamiento a Djoser? Como decía Imhotep: ni siquiera estaba seguro de que fuera ese remedio lo que había contribuido a salvar a su esposa. Agotada por las tribulaciones y el combate, terminó sumiéndose en un sueño sin sobresaltos.
Al día siguiente volvió a su puesto en las murallas. Pero algo había cambiado durante la noche. Unas oscuras nubes, empujadas por un fuerte viento procedente del septentrión, habían cubierto el Delta de un extremo a otro del horizonte. En otras circunstancias se habría alegrado, pues aquellas nubes anunciaban, si no el fin, al menos una tregua en la sequía. El árido calor que envolvía a Per Bastet pronto dejó paso a una humedad aún más insoportable. Sin embargo, no impidió que el enemigo volviera a la carga a primeras horas de la mañana.
Esta vez, las falúas llegaron simultáneamente al norte y sur de la ciudad, para intentar dividir las fuerzas de los defensores. Enseguida estallaron combates de una violencia extrema por todas partes. La furia de los atacantes no había disminuido desde la víspera. Cada guerrero que caía en sus manos era masacrado sin piedad, despedazado por manadas humanas presas de la locura y el alcohol. Porque, a pesar de la hora matutina, los asaltantes apestaban a cerveza y vino. Sin duda habían pasado la noche emborrachándose. Y sin embargo, eso no atenuaba su furia. El cielo tempestuoso parecía reflejar la demencia de los hombres.
Pese a la valentía de los defensores, Tanis creyó que pronto serían desbordados. Pero un aliado imprevisto les prestó un auxilio inesperado. Al cabo de unos instantes, empezó a soplar un fuerte viento frío que perturbó a los asaltantes. En el momento en que todo parecía perdido, cayó una primera gota, luego otra. En pocos segundos, un auténtico diluvio se abatía sobre los contrincantes, ralentizando los enfrentamientos. Muy pronto la lluvia se transformó en una tormenta de granizo, y Tanis comprendió que aquella inclemencia sería proporcional a la sequía que la había precedido.
—¡Rápido! —gritó—. ¡Hay que refugiarse!
En varios puntos los combates habían cesado. Con el cuerpo acribillado por el granizo, los asaltantes tuvieron que retroceder. Obedeciendo las órdenes de la reina, los defensores buscaron refugio en cualquier sitio, al abrigo de las murallas, en las casas. En cambio, el bando rival, repelido al exterior del recinto, no disponía de protección alguna. Resonaron gritos de dolor, quebrando el rugido de la tormenta que volvió a redoblar en fragor. Refugiada tras la puerta de la ciudad, Tanis observó al enemigo derrotado. Pronto el granizo alcanzó el tamaño de grandes guijarros que golpeaban cabezas, extremidades, torsos. Ante los ojos pasmados de la reina, varios hombres tambaleantes fueron literalmente despedazados por los proyectiles de hielo caídos del cielo. En pocos instantes quedaron cubiertos de sangre y se desplomaron. Ya estaban muertos cuando sus cuerpos seguían sacudiéndose bajo los impactos. Tanis tuvo que morderse el labio para no ceder al pánico. La suerte de los ciudadanos no era mucho más envidiable. Si bien la mayoría había conseguido ponerse a resguardo, los techos de las viviendas y las murallas estaban siendo muy castigados por aquella infernal y devastadora tempestad. Pronto, los techos se desmoronarían sobre los refugiados. Creyó encontrarse varios años atrás, cuando había sufrido el diluvio en compañía del viejo Ziusudra, en Til Barsip.
En menos de media hora, el suelo quedó cubierto por una gruesa alfombra blanca. En el exterior sepultaba momentáneamente los cuerpos de los asaltantes. Luego, en pocos segundos, todo se detuvo, como si los dioses de la naturaleza hubieran querido asustar a los beligerantes descargando su enorme cólera. La tormenta siguió rugiendo durante el resto de la jornada. Cuando el granizo pasó a ser un simple aguacero, los ciudadanos salieron de sus refugios y entregaron sus cuerpos al agua benefactora y fresca.
—¡Es el fin de la sequía! —exclamaron algunos.
Pero Tanis sabía que semejante tormenta no sería de ninguna ayuda si no iba seguida por un período de lluvias. Las enormes cantidades de agua caídas del cielo en pocos instantes no tardarían en ir a parar al cauce del río y ser arrastradas. El fenómeno ya se había producido el año anterior, trayendo una esperanza que pronto se había desvanecido. Sin embargo, Tanis se guardó de desengañar a los ciudadanos.
La tormenta había tenido al menos la ventaja de interrumpir el combate. ¿La violencia del granizo había asustado a los asaltantes? Se habían retirado a la otra orilla para curar sus heridas y contar las bajas. No se produjeron más ataques durante el resto del día.
Tanis lo aprovechó para volver junto a Djoser. Recorriendo las callejuelas transformadas en torrentes de lodo, constató que varios hombres habían perecido durante los combates, víctimas de la muerte negra. Sus cadáveres yacían al lado de las casas. Nadie había tenido valor para recogerlos.
En la cámara de Djoser, Rika la esperaba con impaciencia.
—Su estado ha vuelto a empeorar, mi reina. Perdió el conocimiento a última hora de la mañana y no ha despertado desde entonces. —Prorrumpió en llanto—. He hecho cuanto he podido. Se puso a delirar. Decía que quería ir contigo. Intentó levantarse, pero no tenía fuerzas. Un capitán me ayudó a devolverlo al lecho.
Tanis examinó al rey, y notó que los ganglios habían crecido aún más. Ansiosamente, releyó la carta de Imhotep. No tenía otra opción. Si no lo probaba, Djoser no sobreviviría más de dos días. Una parte de su ser se sentía aterrorizada por lo que quería intentar. Pero la otra permanecía extrañamente serena. Había visto morir a demasiados hombres aquel día. Los cadáveres alfombraban las calles. Por todas partes la muerte negra expandía su dominio. Estaba en el corazón del infierno. Quizá ella misma también estuviera infectada. Pero tenía una certeza: jamás se rendiría. Lucharía hasta agotar sus últimas reservas.
—¡Llama a los guardias! Que me traigan un brasero, agua hirviendo y trapos limpios.
Le hubiera gustado contar con la presencia de un sacerdote de Tot o de Horus, pero estaban todos enfermos. Tendría que pasar sin fórmulas mágicas. Una vez su padre le había confesado, en secreto, que éstas servían sobre todo para insuflar confianza al paciente. Las curas no constituían más que la mitad de la sanación. La otra mitad reposaba en la fe que se tuviera en ella.
Cuando el brasero estuvo listo, Tanis hundió en él su puñal, cuya hoja había afilado al máximo. Siguiendo las instrucciones de Imhotep, cuando la hoja estuvo al rojo, la acercó a los bubones. Rika la observaba impresionada. Tanis vaciló sólo un instante. Con un movimiento preciso, perforó los ganglios uno tras otro. Djoser no reaccionó apenas. A lo sumo intentó apartarse, con un gesto reflejo, de la mordedura del fuego. Una sangre negra empezó a fluir, inundando el lecho. Sin perder un instante, Tanis limpió las heridas con trapos empapados en la poción cicatrizante. Luego se lavó las manos. Después mandó cambiar las esteras de la cama, ordenando que quemasen las antiguas.
Por último, rendida de cansancio, se tendió al lado de Djoser y lo abrazó. Su fiebre era tal que, pese al bochorno exterior, no dejaba de temblar. Pero ahora no podía hacer nada más, su vida estaba en manos de los dioses. Dirigiendo una ferviente plegaria a Isis y Horus, se sumió en un agitado duermevela.
A la mañana siguiente, cuando despertó, descubrió el rostro de Djoser inclinado sobre ella. Le estaba sonriendo. A punto estuvo Tanis de lanzar un grito de júbilo. Todavía estaba muy débil, pero había recobrado el conocimiento. Había encontrado fuerzas para incorporarse sobre un codo para mirarla dormir.
—¡Te amo! —murmuró Djoser con voz ronca.
Ella no tuvo apenas tiempo para contestarle. Setotep irrumpió en la habitación.
—¡Los combates han empezado de nuevo, mi reina! Esta vez atacan por la muralla norte. Están intentando forzar las puertas.
Olvidando que estaba casi desnuda, Tanis saltó de la cama y a toda prisa se equipó para el combate, ante la mirada atónita del capitán. Una sola idea ocupaba su mente: Djoser se había salvado. Y con él, Kemit renacería. ¡No iba a dejarse vencer por una horda de bandidos, ni mucho menos!
—¡Ven, compañero mío! —dijo cogiendo a Setotep por el brazo—. Vamos a aniquilar a esa banda de granujas.
Un ejército clásico habría abandonado el combate hacía tiempo. Los jefes de los asaltantes deberían haber entendido que no conseguirían tomar la ciudad, refugiada tras sus fortificaciones. Debido a la invasión de los edomitas, quince años antes, Djoser había ordenado a los monarcas que protegieran sus ciudades con murallas. Los Degolladores estaban comprobando hoy esa dificultad. Aunque conseguían llegar a los caminos de ronda, las pérdidas ocasionadas por esas cortas victorias eran demasiado fuertes. Pero sólo se movían por la rabia y un odio desmesurados. Sabiéndose condenados, habían perdido todo instinto de supervivencia. Se batían mientras les quedase un hálito de vida. Muy pronto se reanudaron los combates, superando en horror a cuanto habían vivido en los dos últimos días. Los ciudadanos, agotados por una larga noche en vela cuidando a los heridos, luchaban con la energía del desespero. Pero les parecía que se enfrentaban a manadas de animales salvajes de rostro humano, seres degenerados por el alcohol y la enfermedad a los que no podían vencer más que aniquilándolos.
Tanis tenía la impresión de que los asaltantes eran más numerosos que el día anterior. Comprendió que habían recibido refuerzos. Debido a sus fracasos precedentes, Meren-Set debía de haber reagrupado todas sus fuerzas en Per Bastet con el objetivo de aniquilar a Djoser. A media tarde, los agresores lograron derribar una de las puertas de la ciudad. Una marea de demonios vociferantes se apoderó de las calles. Poco a poco, los combates se extendieron por toda la ciudad. Se luchaba de una calle a otra, en las viviendas, en los jardines devastados por la sequía y la tormenta de granizo.
Pese a su valor y determinación, Tanis comprendió que no podrían resistir mucho tiempo. Los combates no cesarían más que cuando uno u otro bando fuese exterminado. En unas horas, Per Bastet se transformó en una auténtica carnicería, donde los atacantes golpeaban hasta a los enfermos sin fuerzas que trepaban por los muros intentando escapar.
Tanis y sus compañeros, poco a poco, tuvieron que ir retrocediendo en dirección al palacio del monarca. Éste había sido asesinado a primeras horas de la mañana.
—¡Hay que defender el palacio! —gritó a Setotep.
Hurakti no se separaba de ella. Aunque herido en varias ocasiones, seguía protegiéndola como una fiera.
De repente, acorralados ante la entrada del palacio, notaron que los asaltantes vacilaban. Realizaban movimientos contradictorios.
—¡Sucede algo! —exclamó Tanis.
—¡Vienen refuerzos! —aulló Hurakti.
En efecto, nuevas tropas entraban en Per Bastet por las puertas meridionales. Tanis reconoció de inmediato a los dos hombres que las dirigían: Chereb y Jerseti.
Tras ellos venían varios centenares de guerreros, algunos de los cuales llevaban la melena de león adoptada por los seguidores de su padre. Eran soldados de élite a los que había convertido en su guardia personal durante su largo exilio. Aquellos hombres, que habrían dado su vida por él, formaban una temida falange donde cada miembro valía por cinco. Su eficacia no tardó en ponerse de manifiesto.
Mientras Jerseti, el capitán de los guardias de On, lanzaba sus tropas al ataque, Chereb se presentó ante Tanis y explicó:
—Durante la partida de caza con tu amigo Hurakti comprendí que los bandidos habían decidido atacar Per Bastet y que eran muy numerosos. También sabía que el rey no disponía de un número suficiente de guerreros para resistir mucho tiempo. Así que me dirigí a On, donde expliqué la situación a mi maestro Imhotep. Al instante ordenó a sus guerreros que vinieran en tu auxilio, poniéndome a mí al mando.
—Te lo agradezco, Chereb. Has llegado a tiempo.
—Pero no he venido solo. Tu padre también está aquí. Cuando supo de tu presencia, casi se puso furioso, porque estaba preocupado por ti. Pero luego se echó a reír, porque pensó que te parecías mucho a él.
—¿Dónde está?
—Dirige la retaguardia. Él también quería combatir. Tuve que emplear toda mi diplomacia para hacerle entender que debía resguardarse, que era más útil como médico que como guerrero. Al final me dio la razón.
—Hazle saber que estoy en el palacio, con el rey.
—¡Bien, mi reina!
Tanis tuvo que esperar, no obstante, dos largas horas antes de que su padre pudiera reunirse con ella. A pesar de la llegada de refuerzos, los bandidos seguían combatiendo con un fanatismo terrorífico. Pero no podían vencer a los enardecidos guerreros reales. Además, la muerte galopante y las largas jornadas de vagabundeo y masacre habían agotado a los asaltantes. Los combates degeneraron en una carnicería sin igual, hasta que el pequeño grupo que parecía dirigirlos fue capturado. Aullando el nombre de Set, los capitanes enemigos se batían con una especie de histeria. Hubo que abatirlos uno tras otro. Al fin, una flecha certera atravesó al que los mandaba. Sólo entonces los supervivientes depusieron las armas, mientras otros intentaban huir. Unos instantes después, Tanis se reunía con Imhotep en el lugar de los hechos. Padre e hija cayeron uno en brazos del otro.
—Debería estar furioso contigo por haberte ido de Mennof-Ra —dijo Imhotep—. No he dejado de temblar; si aún hubiera tenido pelo, ahora estaría todo blanco. Pero sin ti, Per Bastet habría sucumbido, y el Horus habría sido sacrificado. Sin duda la voluntad de los dioses era guiar tus pasos hasta aquí.
Tanis lo estrechó con fuerza entre sus brazos. Lágrimas de dicha y gratitud le escocían los ojos. Se acercaron al «rey» tendido entre los cuerpos de sus compañeros. Una máscara con la efigie de Set ocultaba su rostro. La flecha le había atravesado el cuello de lado a lado, pero el movimiento regular de su pecho indicaba, contra todo pronóstico, que aún estaba vivo. Emocionada, Tanis se inclinó sobre él y le quitó la máscara. Retrocedió de un brinco. A duras penas reconoció a Meren-Set en los rasgos deformados por la enfermedad. Feas manchas violáceas amorataban la cara del hombre, haciéndolo irreconocible. La muerte negra ya se había adueñado de él. Sin duda por ese motivo había conducido sus tropas hacia un combate suicida.
De pronto, su mirada inyectada en sangre se posó en la reina. Inició un movimiento para arrancar la flecha, pero ésta había tocado una arteria. Un borbotón de sangre oscura le brotó de la boca y murió sin poder hablar. Tanis dio un paso atrás, intrigada.
—¡No es Meren-Set! —declaró.
—¡No, pero es aún más increíble! —exclamó un capitán—. Se diría que es… Nekufer.
Una oleada de recuerdos acudió a la memoria de Tanis. No era posible. Djoser en persona había matado a su tío Nekufer, que se había apoderado del trono ilegítimamente. Todos habían visto su cuerpo caer en las aguas del Nilo, antes de que lo devoraran los cocodrilos.
—¡No puede ser Nekufer! —declaró Imhotep—. Hoy tendría casi sesenta años. Este hombre es demasiado joven.
—Entonces ¿quién es? —preguntó Tanis.
—Creo que se trata de su hijo, Neferjeré —intervino Setotep—. Yo le conocí. Era un individuo zafio y brutal. Por orden de su padre, frecuentaba poco la corte del buen dios Jasejemúi. Cuando Nekufer se apoderó del trono de Horus, fue nombrado jefe de la guardia de Mennof-Ra. Hizo reinar el terror durante el corto período en que asumió el mando.
—Lo recuerdo —dijo Tanis—. Desapareció cuando llegamos a Mennof-Ra. Sin duda partió al exilio. Pero ¿por qué habrá resurgido así, tras una ausencia de doce años? ¿Y cómo ha conseguido reunir a tantos nuevos seguidores de Set?
—Probablemente no lo sepamos nunca —suspiró Imhotep—. Se ha llevado su secreto con él. —Intrigado, se inclinó sobre el cadáver—. ¡Qué extraña joya! —dijo.
El muerto llevaba un medallón de oro pulido con un símbolo grabado, representando un cocodrilo estilizado. Imhotep conocía bien su significado: la agresividad. Si bien estaba justificado dadas las circunstancias, no recordaba en nada al signo de la serpiente de Meren-Set.
Tras el furor de los combates y la euforia de la victoria, cada cual volvió a encontrarse consigo mismo. Era como si despertasen de una pesadilla. Con los brazos lastimados por los golpes asestados, el cuerpo extenuado, a veces marcado por heridas más o menos profundas, los combatientes veían resurgir en sus mentes los rostros de los enemigos abatidos, caras deformadas por muecas de dolor, imágenes abominables de amigos que perecían bajo las hachas o las lanzas, destripados, decapitados. La embriaguez del triunfo no dejaba tras de sí más que visiones atroces, repugnantes, como la tumultuosa ola que abandona en la arena restos de algas y peces muertos.
Era la hora de hacer balance. Casi la totalidad de los bandidos había perecido, pero más de doscientos guerreros habían muerto y otro centenar había resultado herido. Imhotep había llevado consigo a una docena de sus alumnos médicos, que de inmediato se pusieron a trabajar. Pero el gran visir traía una noticia reconfortante: la muerte negra empezaba a remitir. En On no se había declarado ningún nuevo caso desde hacía cuatro días.
Unos días más tarde, tras una larga jornada en la que había asistido a su padre cuidando a los enfermos, Tanis fue a ver a Djoser, que se había levantado por primera vez. Mientras la esfera incandescente de Atón-Ra descendía por occidente, la reina tomó la mano de su compañero. Dieron un paseo por las calles de la ciudad devastada antes de dirigirse al templo de Bastet, a quien el rey deseaba rendir tributo.
Desoyendo los consejos de Imhotep, Djoser había rechazado la litera. Había creído que no volvería a caminar nunca más. Y, pese a la profunda fatiga que aún le invadía, saboreaba cada paso. Sólo había aceptado apoyarse en su mujer. A su lado, Tanis le sujetaba el brazo en silencio. Había cambiado su atuendo de guerra por sus ropas reales. Por supuesto, la victoria era total. Pero una oscura desazón permanecía anclada en su interior. Durante varios días había creído estar enfrentándose a un fantasma, al espectro de un individuo maquiavélico desaparecido tiempo atrás. Se había equivocado. Sólo había combatido al hijo de un usurpador cruel, eliminado por Djoser doce años antes. Todo parecía indicar, por tanto, que Meren-Set había caído en el infierno de la batalla del desierto. Y sin embargo, la duda no la abandonaba. Estaba convencida de que sólo él era capaz de arrastrar a tantos fanáticos.