La vista de las fortificaciones dio nuevo brío a los compañeros de Tanis. A fin de disuadir a posibles agresores, la joven armó el arco y disparó varias flechas. A pesar de la inestabilidad de la falúa, tres de ellas dieron en el blanco. Con gruñidos de rabia e insultos, los perseguidores terminaron por abandonar la cacería, sobre todo porque unos guerreros, alertados por el tumulto, estaban apareciendo ya por el camino de ronda. Hurakti se puso a gritar para advertirles que la Gran Esposa iba a bordo. Las puertas de la ciudad se abrieron. Unos instantes después, Tanis y sus compañeros desembarcaban y penetraban en el interior del recinto.
En la ciudad de la dulce Bastet, la diosa gata, reinaba un clima de fin del mundo. Numerosas moradas, de las más modestas a las más ricas, habían sido quemadas para destruir el mal. Una fetidez espantosa, mezcla del olor de los cadáveres y del tufo de los incendios, anegaba las gargantas. Algunos refugiados habían encontrado abrigo detrás de las murallas, pero muchos sufrían la enfermedad. Transportada por los insectos, sobre todo por las pulgas, la muerte negra había llegado a Per Bastet con los fugitivos que habían abandonado sus pueblos. Hombres de ojos despavoridos, mujeres vestidas con harapos, niños desnudos con las costillas marcadas languidecían lentamente por todas las callejuelas, cubiertos de nubes de moscas. Tanis y los suyos tuvieron que taparse la nariz con trapos mojados para no respirar el infecto olor. Individuos resignados transportaban, en literas, cuerpos que arrojaban a las fosas donde los incineraban. Sobre aquel infierno pesaba un sol implacable, que resecaba la polvorienta piel de sus habitantes.
Tanis y sus compañeros llegaron ante el palacio del monarca, donde Djoser había fijado sus cuarteles. Setotep, el capitán al mando de la guardia, se echó a temblar cuando reconoció a la reina en la mujer armada hasta los dientes que tenía delante.
—Pero cómo es posible…
—¡Después! ¡Ahora condúceme hasta mi esposo!
—Sígueme, oh mi reina.
Durante el viaje Tanis había temido llegar demasiado tarde. Pero Djoser tenía aún suficiente fuerza para gritarle, colérico, cuando la vio:
—¿Por qué estás aquí? ¿Quién dirige Kemit en tu ausencia?
—Confié el poder a Semuré y Sefmut. Son perfectamente capaces de asumirlo. Además, envié un correo a mi padre comunicándole mi decisión.
—¿Es que te has vuelto loca? ¿Te das cuenta del peligro que corres?
—Lo asumo. Mi lugar está junto a ti.
—¡Por supuesto que no! Tenías que haberte quedado en Mennof-Ra.
—Nadie sabría curarte. Imhotep logró salvar a mi madre. En su última carta me explica cómo actuó. ¡Puedo ayudarte!
—¿Has pensado en nuestros hijos? ¿Qué pasaría si muriéramos los dos?
—Mi padre se haría cargo de la regencia. Y además, ¡no tengo intención de morirme! —añadió con vehemencia—. ¡Ni tú tampoco! Ahora deja de refunfuñar y descansa.
Djoser quiso replicar, pero comprendió que no diría la última palabra. En el fondo, era feliz de que Tanis estuviese allí. Llevaba varios días luchando cara a cara contra el insidioso dolor que le invadía. Pero sentía que las fuerzas le abandonaban un poco más con cada nuevo día. Tenía que hacer esfuerzos de voluntad para conservar ante sus hombres el semblante de jefe. Casi la mitad de ellos habían sido afectados, un tercio de los cuales ya había sucumbido. No temía a la muerte, puesto que era un paso hacia el reino de Osiris. Pero no podía aceptar partir tan pronto: todavía no había terminado su labor. Tenía que ayudar a su pueblo a atravesar tan terrorífica prueba. Todas las mañanas pedía a sus capitanes que le ayudaran a llegar hasta el naos donde aún practicaba, pese a su debilidad, la elevación de la Ma’at. Expulsando las brumas dulzonas que le enturbiaban la mente, dirigía fervientes plegarias a los dioses, en especial a Isis la Sanadora para que le ayudase a terminar con aquel horror que azotaba al Delta. Desde hacía dos días había que llevarlo en andas. Las piernas se negaban a servirle. Por dos veces su feroz voluntad había cedido ante la fiebre y los dolores que le torturaban. Se había sorprendido pidiendo socorro en una plegaria muda, que había ahogado con rabia en lo más hondo de sí mismo, a fin de no minar el valor de sus guerreros sanos. Jamás, mientras él fuera el jefe, dejaría que su espíritu se rindiera ante la enfermedad. Y la presencia de Tanis le traía un auxilio inesperado.
En un lecho cercano al de Djoser reposaba Pianti. Rika, inclinada sobre él, le sostenía la mano en silencio. Tanis se aproximó. La mujer alzó hacia ella unos ojos llenos de lágrimas y se lamentó:
—¡He llegado demasiado tarde, mi reina! Temo que ya no vuelva a despertar.
Tanis examinó al enfermo sin decir palabra. La frente le hervía y la respiración era entrecortada. El corazón le latía muy deprisa, de manera irregular.
Murió al cabo de dos días. Al comprobar que estaba muerto, Rika se desmoronó entre los brazos de Tanis, destrozada. Con el alma vacía, vio sombras con aspecto de guerrero que se llevaban el cuerpo. Apenas si oyó las palabras de consuelo que le prodigaba la reina, en cuyos brazos se había refugiado.
Djoser estrechó largo rato la mano de Tanis. No necesitaban hablarse. Una parte de su juventud acababa de apagarse definitivamente. Pianti había compartido sus vidas desde siempre. A sus mentes acudieron recuerdos que se remontaban a su más tierna infancia, las cacerías, la rebelión contra Jasejemúi, cuando había preferido ir a la cárcel antes que traicionarlos, las campañas militares en las que había hecho gala de su valor y su gran talento para conducir a los hombres. Sus soldados de la Casa de Armas le adoraban y depositaban en él toda su confianza.
Rika no había compartido aquella época, pero cada día había agradecido a los dioses que le hubieran dado un compañero tan cariñoso y fiel. A semejanza de su rey, nunca había sentido la necesidad de tener varias concubinas.
Con voz débil, Djoser pidió a Tanis:
—No quiero que su cuerpo se incinere. Que lo conserven en natrón. Cuando la muerte negra haya abandonado el Delta, los sacerdotes de Anubis lo embalsamarán, y haré que le construyan una morada de eternidad en la meseta del Halcón Sagrado.
La reina asintió sin decir palabra y se levantó para ir a dar las órdenes oportunas. Fue entonces cuando observó los bultos que empezaban a aparecer en las axilas de su esposo. Haciendo un notable esfuerzo, consiguió dominar el terror glacial que la embargó, y salió de la habitación para transmitir sus instrucciones.
Se disponía a regresar junto al rey cuando el capitán Setotep, al mando de la guarnición, la abordó, presa visiblemente de una intensa emoción. Iba acompañado por Hurakti.
—Perdona mi audacia, mi reina, pero debo anunciarte graves noticias. Esta mañana han llegado unos refugiados. Según parece, los saqueadores se han agrupado para atacar la ciudad. Este hombre te lo confirmará.
Hurakti tomó la palabra.
—Es cierto, mi reina. Ayer fui a cazar a los pantanos del norte en compañía de Chereb el nubio. Detectamos varias bandas. No están muy bien organizadas, y conseguimos infiltrarnos en una de ellas. Escuchamos lo que decían. Están convencidos de que los silos están llenos de grano y que guardamos rebaños de reserva en el interior del recinto. También piensan que los templos rebosan de riquezas de las que quieren apoderarse.
—¿Cuántos son?
—Vimos varios centenares, pero sé que hay más. Entre ellos distinguí la presencia de muchos soldados desertores. Están bien armados. Me dieron miedo, mi reina. La mitad presenta las señales de la enfermedad. Temo que el saqueo no sea su única motivación. En realidad, ya no tienen nada que perder. Piensan que el Gran Aullador[14] ha enviado la muerte negra para vengarse, y que no les afectará si le ofrecen vidas en sacrificio.
—¿Quién los dirige?
—Por lo que he podido entender, sus jefes son antiguos capitanes de guarnición, o alcaldes de aldeas devastadas por la peste. Pero he oído hablar de un hombre, un comandante supremo, que dice ser enviado por el mismo Set.
Tanis palideció. Solamente un hombre era capaz de reunir así a tantos fanáticos en torno al dios rojo: el terrible Meren-Set. El recuerdo de la expedición lanzada en su persecución le acudió a la memoria. Ahora estaba segura de que no había muerto en el incendio de su campamento. Tenía que prevenir al rey.
—¿Dónde está Chereb? —preguntó.
Hurakti inclinó la cabeza.
—Lo ignoro, mi reina. Quedamos separados cuando dejamos a los saqueadores. Pensé que iba a dirigirse a Per Bastet por su cuenta. Pero no ha regresado. No sé qué habrá sido de él.
Pero ambos lo adivinaban. Tanis cerró los ojos para ocultar su emoción.
—Acompañadme —dijo a los dos hombres.
Unos instantes después penetraban en la habitación donde reposaba Djoser. Una sorda angustia invadió a Tanis cuando constató que estaba sumido en un sueño agitado y febril. Rika le velaba, secándole regularmente la frente perlada de sudor. La reina comprendió que se hallaba sola frente a aquella terrible situación. Se dirigió a Setotep.
—Reúne inmediatamente a los jefes militares en la gran sala de palacio. Que el monarca Neru-Ma’at esté presente también.
—Bien, mi reina.
—Por Horus, era lo único que nos faltaba —suspiró el gobernador, un hombre afable cuyas redondeces se habían difuminado por culpa de las privaciones, y cuyos rasgos fatigados estaban surcados por las arrugas.
Gran sacerdote de Bastet, adoraba los gatos y la vida. Siendo un bonachón, no entendía qué mosca había picado a los dioses para enviar al Delta tantas desgracias.
—Nada prueba que se trate de Meren-Set —señaló un capitán.
—No, por supuesto. Pero no conozco ningún otro jefe guerrero capaz de reunir a tantos hombres en torno al Gran Aullador. Recordad que siempre dudamos de su muerte, hace cuatro años. Además, el guerrero Hurakti oyó a los bandidos hablar de sacrificios ofrecidos al dios rojo, para renovar su fertilidad. Era una de las características de la vergonzosa secta que había fundado. No cabe duda de que estamos ante Meren-Set.
—¿Cómo es posible? —preguntó otro—. Como acabas de decir, gran reina, desapareció hace más de cuatro años.
Tanis se volvió hacia Hurakti, al que había invitado a participar en la reunión. El coloso, impresionado por hallarse rodeado por los altos jefes militares, parecía haberse empequeñecido. Ella lo presentó:
—He aquí un hombre que ayer tuvo el valor de penetrar en el seno de las hordas enemigas. ¿Cuál es tu opinión, Hurakti?
—Mi reina, lo que pude oír de las conversaciones de esos chacales me hace pensar que quieren destruir la ciudad y a sus habitantes. El saqueo no es más que un pretexto. En realidad, ya se saben condenados, y creo que su único objetivo verdadero es matar al Horus, responsable, según su jefe, de todas las desgracias.
Tanis separó los brazos.
—¿Acaso la muerte de Neteri-Jet no era el objetivo de Meren-Set? Estoy convencida de que él es quien está detrás de todo esto. Tras la destrucción de su campamento, tuvo que huir de Kemit y exiliarse, con la esperanza de volver un día para vengarse. Tenía que recomponer sus fuerzas: la casi totalidad de sus partidarios había sido aniquilada o enviada a las minas de oro de Nubia. Sin duda ha reagrupado a su alrededor a nuevos adeptos, y ha decidido regresar a Egipto. Pero, al volver, sólo se ha encontrado con la sequía y la muerte negra. Quizá él mismo esté enfermo. En ese caso, no tiene nada que perder, y no dudará en sacrificarse para destruir al Horus. Ha debido de enterarse de que estaba bloqueado en Per Bastet, y por eso ha concentrado aquí sus tropas. Así pues, debemos esperar una batalla sin piedad, que sólo terminará con el aniquilamiento de una u otra parte. ¿De cuántos soldados disponemos?
—Apenas seiscientos, mi reina —precisó Setotep—. Pero la tercera parte de ellos está enferma. En cuanto a la población civil, puede proporcionar seiscientos o setecientos hombres aptos, pero desconocen el manejo de las armas.
—Es decir, un millar de guerreros en el mejor de los casos. Hurakti, ¿en cuánto calculas las tropas enemigas?
—Sólo he visto algunos centenares de guerreros, muchos de los cuales están enfermos. También hay mujeres entre ellos. Me dio la impresión de que la muerte negra y el hambre les estaban volviendo locos.
—Y pudiste introducirte entre ellos sin dificultad —señaló un capitán, con mirada suspicaz.
—¡Sí, mi señor! Había ido con un amigo a cazar pájaros en los pantanos del norte. A menos de dos millas[15] de la ciudad, vimos varios grupos de bandidos. Pensamos huir, pero era demasiado tarde. Venían de todas partes. Creí que me había llegado la hora de ir al Campo de Juncos. Pero nos tomaron por dos de los suyos. No entendí por qué hasta el momento en que comprendí que se estaban reuniendo varias bandas. Cada uno debía de pensar que pertenecíamos a otro clan. Así que decidimos jugarnos el todo por el todo. Habíamos matado tres garzas, y nos fue fácil engatusarlos.
—Si sólo son unos centenares, acabaremos con ellos fácilmente —declaró Neru-Ma’at.
—Perdona a tu servidor, mi señor —prosiguió Hurakti—, pero me parece que son muchos más. Mientras compartíamos nuestra caza con ellos, nos enteramos de que esperaban la llegada de otras tropas, pero también de aquel a quien llaman su rey.
—¿Oíste pronunciar su nombre? —preguntó Tanis.
—No, mi reina. Dicen solamente «el rey».
Un silencio tenso siguió sus palabras. Al fin, Tanis declaró:
—Nobles capitanes, sabéis que el Horus Neteri-Jet no está en condiciones de ponerse a vuestro frente. El general Pianti ha entrado en el reino de Osiris esta misma mañana. Así que carecéis de jefe. Quiero que escojáis entre vosotros al que creáis mejor capacitado para dirigiros.
Azorados, los capitanes se miraron entre sí, y luego Setotep tomó la palabra.
—Oh Gran Esposa, no somos más que simples capitanes, como tú has señalado. Nuestro bienamado general, el valeroso señor Pianti, ha fallecido. Yo, por mi parte, asumí el mando de la guardia real desde su enfermedad, pero no poseo sus cualidades y no me siento capaz de organizar como conviene la defensa de la ciudad. Mis camaradas están todos en el mismo caso.
—¡Pero necesitaremos a alguien que os dirija! ¿A quién sugerís?
Setotep consultó a sus compañeros con la mirada, y al fin se decidió:
—Reina Tanis, pensamos que eres la única que puede mandarnos.
—¿Yo? ¡De ningún modo! Soy una mujer, no un soldado.
—Has demostrado tu valor en numerosas ocasiones, mi reina —respondió Setotep con ardor—. Conoces el arte de las armas. ¿No has venido a Per Bastet equipada para el combate? Manejas el arco mucho mejor que el más hábil guerrero. Tu valentía es un ejemplo para nosotros. Eres la encarnación de la bella diosa Hator, pero también de la leona Sejmet. Nuestros enemigos temblarán ante nosotros si saben que eres tú quien nos manda.
—Te queremos a ti —insistió otro.
—Debo cuidar al Horus —intentó excusarse Tanis—. Necesita mi presencia.
Hurakti tomó la palabra.
—Reina Tanis, vi tu mirada cuando disparaste a aquella mujer en Mennof-Ra. Cuando la flecha salió disparada, te odié, porque no lo entendía. Luego te acercaste a nosotros, desafiando a la muerte negra. Entonces admiré tu audacia. Y te seguí. Tres noches atrás te tomé en mis brazos para evitar que cometieras una locura que te habría costado la vida, impidiéndote correr sola a enfrentarte con los Degolladores. Hoy entiendo que necesitabas más valor para matar a aquella mujer que para dejarla penetrar en el Alto Egipto. Ya ves que poseo fuerza física, y estoy dispuesto a luchar con cualquiera. Pero nunca ninguno de nosotros podrá igualarte. Sejmet te inspira, ella está adormecida en tu interior. Debes dejar que se exprese y conducirnos a la victoria.
Un concierto de aprobaciones acogió las palabras del campesino. Tanis comprendió que no tenía opción. Sin ella estarían perdidos, y Per Bastet sería destruida por los renegados.
—Está bien, acepto —respondió al fin—. Setotep, tú proporcionarás armas a todos los ciudadanos que estén en condiciones de luchar. Quiero que todos los guerreros se reúnan en la plaza de palacio lo antes posible.
—Así se hará, mi reina.
Unos instantes después, Tanis volvía al lado de Djoser, al que Rika seguía velando. El rey había recuperado un tanto las fuerzas. Le explicó la situación. Djoser la contempló con una sonrisa levemente crispada y dijo:
—No se han equivocado al elegirte. Eres perfectamente capaz de vencer a esas hordas.
—¡Pero si nunca he dirigido un ejército! —protestó ella.
—Tienes dotes de mando naturales. Te diría solamente lo que a menudo me repites a mí: ¡no dudes de ti misma!
Tanis no pudo contener una sonrisa. De repente, el rey empezó a toser.
—¡Djoser! —exclamó, preocupada.
—¡Ve a dirigir a tus tropas, hermana mía! No estoy solo. Rika cuida de mí.
Tanis le apretó la mano con fuerza y salió. Cuando estuvo sola, dejó que brotaran las lágrimas que le estaban quemando los ojos. Ese perro de Meren-Set quizá no tendría necesidad de destruir Per Bastet para que muriese el Horus. Dos manos se posaron en sus hombros: Rika. Como la tensión y la preocupación eran demasiado fuertes, Tanis se refugió en los brazos de su amiga entre sollozos.
—Quieren que yo asuma el mando, Rika, pero nunca he mandado guerreros. Todos confían en mí como si yo pudiera llevarles a la victoria.
—¡Y les llevarás a la victoria! Dudas… en apariencia. Pero, si miras en lo más hondo de ti misma, verás que eres la única persona suficientemente fuerte para tomar las riendas del destino de esta ciudad.
—¿Y si me equivocase? ¿Si no tomase las decisiones acertadas?
—Estoy segura de que las tomarás. No tienes más que hacer caso de tu intuición. Sé que los dioses te inspirarán.
Tanis abrazó a Rika.
—¡Eres una buena amiga!
Se secó los ojos y forzó una sonrisa.
—Y tienes razón. ¡Vamos! Voy a enseñarles el rostro de un futuro vencedor.
—Si al menos Moshem estuviera con nosotros —masculló para que Hurakti la oyera—. Sabría cómo detener a esos perros. Siempre ha tenido excelentes ideas.
Había subido a las murallas, desde donde dominaba el Nilo. Jamás el río-dios había alcanzado un nivel tan bajo. Hasta los pantanos se habían secado por el sol. Un calor tórrido bañaba las lúgubres extensiones en la otra orilla. Tanis escrutó el horizonte. Una extraña calma impregnaba el lugar. Ninguna falúa navegaba. No había ningún atacante a la vista, ni en la ribera de Per Bastet ni en la orilla opuesta.
—Quizá Hurakti se haya equivocado —dijo al fin Setotep—. El enemigo parece haber desaparecido.
—Y sin embargo está ahí —replicó quedamente Tanis—. Se está preparando para atacar.
—¿Cómo lo sabes?
—En el pantano se ha hecho el silencio. No se oyen los pájaros. Normalmente no dejan de trinar. Hoy están callados. Tienen miedo porque un enemigo desconocido ha invadido su territorio. Debemos prepararnos para recibir un ataque en cualquier momento. ¿Dónde están los ciudadanos?
—Les hemos repartido las armas que nos quedaban, pero son muy pocas. Los demás se han equipado con flagelos, hachas, cayados de pastores.
Tanis asintió. Sus ojos se dirigieron hacia el palmeral situado en la otra orilla. Adivinaba, entre la espesura de papiros, la presencia de un numeroso y despiadado ejército, cuyos guerreros habían perdido la razón por culpa de la terrorífica enfermedad que inexorablemente acababa con ellos. Eran frágiles y, por lo tanto, presa fácil del fanatismo. Los había visto en acción, había contemplado lo que quedaba de sus víctimas tras el ataque a una ciudad. En lo más profundo de sí crecía una angustia sorda e insidiosa. Pensó al principio que se debía a aquel enemigo invisible que se preparaba para la carnicería. Luego se dio cuenta de que había algo más. Le parecía percibir, entre las sombras alargadas por el sol poniente, la incierta silueta de un hombre que durante largo tiempo se había hecho pasar por amigo suyo. Volvía a ver con claridad el rostro agradable de Kayanj-Hotep, su risa sonora, sus divertidas bromas, su entusiasmo contagioso. Recordaba su encanto al que las mujeres no podían resistirse. Ella misma tenía que confesar que aquel hombre había ejercido sobre ella una extraña fascinación, contra la cual había debido defenderse. Sin embargo, esa fachada seductora disimulaba la hipocresía más consumada, el alma más negra que jamás había conocido. Cuando le cayó la máscara, se descubrió un ser megalómano, movido por el odio y la ambición más desmedidos.
Esta vez estaba sola para combatir aquel fantasma surgido de un pasado de pesadilla. No habría piedad. La lucha terminaría con el aniquilamiento de uno de los dos. Con un esfuerzo, ahuyentó su angustia. No dejaría que destruyera Per Bastet sin luchar con todas sus fuerzas. Apretó los dientes y respiró hondo. Una nueva energía corría por sus venas. Era como si la cólera de la diosa leona se fuese apoderando de ella. Jamás, mientras ella viviese, la ciudad sucumbiría.
—¿Tenemos reservas de betún, petróleo y aceite? —preguntó.
—¡Algunas tinajas! —contestó Setotep.
Señaló al puerto, donde se mecían varias decenas de falúas desocupadas.
—El ujer es el único punto vulnerable de Per Bastet. Ahí es donde pueden dirigir su ataque. Quiero que se viertan sobre esos barcos tinajas de petróleo y betún. En las murallas estarán apostados los arqueros con flechas encendidas.
—Así se hará, mi reina.
—Voy a volver junto al Horus. Avísame en cuanto suceda algo.
De nuevo con Djoser comprobó que la fiebre de éste había subido otra vez. Mandó que una sirvienta preparara una poción, cuyo secreto le había confiado su padre, para bajar la temperatura del rey, y después se acostó al lado de Rika en una estera improvisada. Cayó en un sueño entrecortado por las pesadillas.
De pronto, una monstruosa silueta se irguió ante ella en medio de un círculo de llamas deslumbrantes. Soltó un grito, pero enseguida reconoció a Hurakti que gritaba:
—¡Nos atacan, mi reina!