Capítulo 10

Tanis llegó a la barrera en el momento en que la esfera roja de Jepri se elevaba por oriente en un cielo desesperadamente azul. Al otro lado de la línea de guerreros, a distancia, Chereb la estaba esperando. El nubio se prosternó en el suelo en cuanto la vio.

—Perdona a este servidor por traerte una noticia tan dramática, oh mi reina —declaró—. Tu esposo, el Horus Neteri-Jet (Vida, Fuerza, Salud) también ha recibido el golpe de la muerte negra.

Una oleada de angustia recorrió a Tanis. Hacía casi dos meses que vivía en el miedo. Y ahora éste se materializaba en todo su horror. Dominando su emoción con un gran esfuerzo de voluntad, preguntó:

—¿Cómo lo sabes?

—Hace cuatro días mi amo, el gran Imhotep, me envió a Per Bastet. La ciudad resultó muy afectada desde el comienzo de la epidemia. El Horus, gracias a los dioses, se había librado. Pero en mi última visita me enteré de que estaba enfermo, igual que el general Pianti.

—¿Le viste?

—Sí, mi reina. Está lúcido, y lucha con coraje. Después regresé a On, donde mi amo me ordenó que viniera a prevenirte.

—Te lo agradezco, Chereb. Aguarda. Voy a confiarte un mensaje para mi padre.

De vuelta en palacio, Tanis se encerró en sus aposentos. No quería mostrar su dolor ante sus súbditos. Habían depositado en ella una confianza equivalente a la que tenían en Djoser. Ante la amenaza que se cernía sobre ellos, había sabido tranquilizarlos, dominando sus propias dudas. Esta vez, sin embargo, dividida entre su deber de reina y el amor que sentía por su compañero, ya no sabía qué decisión tomar. El primero le dictaba permanecer en Mennof-Ra para garantizar la regencia en caso de que le sucediera una desgracia al rey. El segundo le gritaba que corriera a socorrerle y compartir su suerte. Rika le hacía compañía. Sus penas eran idénticas, ya que a Pianti también le había atacado la muerte negra.

Sólo necesitó medio día para tomar una decisión. Si Djoser tenía que perecer, quería estar a su lado. Poco le importaría entonces morir también. Y así se lo confió a Rika.

—Llévame contigo, Tanis. Mi lugar está al lado de Pianti.

—¡Sabes a lo que te arriesgas!

—No temo a la muerte.

Tanis convocó después a Semuré y al viejo Sefmut, y les expuso sus intenciones. Semuré dejó estallar su cólera.

—¡Ni lo sueñes! El mismo Djoser te lo prohibiría.

—¡Me necesita!

—Si desaparecéis los dos, ¿quién gobernará el país?

—Imhotep no ha sucumbido a la muerte negra. Se hará cargo de la regencia hasta que nuestro hijo, Ajti-Meri-Ptah, pueda subir al trono de Kemit. No quiero arriesgar la vida de ninguno de mis servidores. Solamente Rika desea acompañarme.

Semuré lanzó un largo suspiro. Sabía que era inútil oponerse a la voluntad de Tanis.

—¿Cuáles serán tus órdenes en caso de que regreses? ¿Tengo que mandar a mis arqueros que te maten? —preguntó con amarga ironía.

—No volveré hasta que termine la epidemia. Según mi padre, cada vez hay menos casos en Busiris y en On. Parece que la muerte negra empieza a remitir.

—Razón de más para ser pacientes —insistió Semuré sin demasiada convicción—. Los refugiados te odian desde el incidente de ayer. ¿No temes que quieran vengarse?

—Por eso primero iré hacia ellos. Su odio caerá por sí solo si les demuestro que no temo compartir su suerte.

—Es una locura.

Tanis le dirigió una sonrisa radiante y tocó el nudo Tit del que nunca se había separado desde su niñez.

—En el pasado he afrontado peligros mucho mayores. No temas, Isis me protegerá.

Al día siguiente, al amanecer, Tanis y Rika cruzaban el cordón sanitario, ante los estupefactos ojos de los soldados. En el último instante, Semuré pretendió acompañarlas junto con una veintena de guerreros voluntarios. Pero la reina se negó.

—Debes quedarte aquí, primo mío. Si me sucede algo malo, Kemit necesitará hombres de tu valía.

Semuré profirió un gruñido y esperó a que se hubiesen ido para ordenar a sus hombres que armaran los arcos. Al menor indicio de hostilidad, daría orden de disparar. Chereb no pudo retener su espanto al ver a las dos mujeres atravesando la línea.

—Pero ¿qué haces, mi ama?

—Vas a llevarnos a Per Bastet, junto al Horus.

—¡Es un viaje muy peligroso! Hay bandas de saqueadores merodeando por todas partes. Tengo que ir con toda la prudencia del mundo para evitarlas. ¿Y has pensado en la muerte negra?

Tanis desechó sus advertencias con la mano y con otro gesto le indicó que las siguiera hasta el campamento de los refugiados. A medida que se acercaban al poblado, un sentimiento de horror fue invadiendo a ambas mujeres. De lejos no se distinguía la miseria en la que vivían aquellos desdichados. Instalado bajo las palmeras de largas hojas resecas, el campamento se extendía a lo largo del río hasta el punto en que éste se separaba en dos grandes brazos. Consumidos por la enfermedad y el hambre, los refugiados presentaban caras demacradas y ojos enrojecidos. Los más animosos partían cada mañana en busca de un hipotético alimento. Algunos habían fabricado improvisadas balsas para pescar. Otros habían confeccionado redes con las que cazaban pájaros entre los papiros. Pero la caza era escasa y cada vez había que ir más lejos para tener la posibilidad de no volver con las manos vacías. Hacía tiempo que los dátiles y los higos habían desaparecido, devorados por las langostas. Los pequeños campos en los que crecía la próxima cosecha de pepinos, lechugas y cebollas habían sido saqueados de buen principio y la gente había empezado a comer los brotes y las hojas de los arbustos. Había quien fabricaba harina con la corteza de algunos árboles.

Tanis vislumbró, dispersas por el campamento, las fosas donde quemaban los cadáveres. El hedor era casi insoportable. Los niños permanecían pegados a sus madres, con el rostro macilento y las costillas marcadas. Una náusea retorció el estómago de ambas mujeres.

Al acercarse la reina, se produjeron algunos movimientos contradictorios. Luego se formó una barrera humana. Tanis siguió avanzando, seguida por Rika y Chereb, que no iban muy tranquilos. Se alzó un gruñido amenazador, que se difuminó enseguida para dejar paso a un silencio fruto del asombro. La reina se había puesto su indumentaria de combate; un gran arco cruzado sobre el pecho y un carcaj lleno de flechas a su espalda. También llevaba una espada de bronce ceñida a la cintura y sujetaba una gran lanza con la mano derecha. Al final un anciano se decidió a abordarla.

—¿Vienes a matarnos a nosotros también? —preguntó.

—¡No, anciano! No se os hará ningún mal si no intentáis cruzar la barrera. La mujer que me desobedeció ayer me acusó de querer causar vuestra muerte prohibiéndoos llegar a Mennof-Ra, donde pensaba que estaríais a salvo. Se equivocaba. La capital no conoce la muerte negra porque ningún enfermo ha podido entrar en ella. Pero si alguno de vosotros pasase al otro lado, provocaría la muerte de miles de personas.

—Entonces ¿por qué estás aquí? —preguntó una mujer mayor en tono agresivo—. Confiábamos en ti, y tú mataste a una de las nuestras a sangre fría. Ya no eres digna de ser nuestra reina.

—¿Querías ver nuestra miseria más de cerca? —añadió un gigantón.

Un gruñido de hostilidad hizo eco a sus palabras. Tanis alzó el brazo.

—¡Callad y escuchadme!

Su autoridad natural se impuso una vez más. Tras alguna vacilación, se hizo el silencio. Dio unos pasos hacia el anciano que la había increpado y clamó con voz firme:

—¡Dejad de lamentaros! Conozco vuestras desgracias. Mi gesto de ayer me persigue en mi conciencia. Pero sabed que si la ocasión se presentase de nuevo, volvería a hacer lo mismo, pues esa mujer ponía en peligro, sin saberlo, a todos los ciudadanos de Mennof-Ra y del Alto Egipto. Y ellos no son responsables de vuestras miserias.

—¿Por qué has cruzado tú la barrera? —insistió la mujer de edad.

—Quizá no sepáis que el Horus Neteri-Jet se halla en Per Bastet.

—¡Sí que lo sé! —replicó ella—. Yo estaba allí.

—Lo que tal vez ignoréis es que la muerte negra acaba de golpearle también a él. Por ese motivo me dirijo a su lado.

Hubo un momento de vacilación, tras el cual la anciana volvió a hablar, esta vez con tono menos amenazador.

—Pones en peligro tu vida. A menos que los néteres te hayan concedido su protección…

—Debo ir a socorrer al rey. Ahora ya me es imposible regresar a Mennof-Ra. Y mi vida, como la vuestra, está en peligro, pues los dioses no me protegen a mí más que a vosotros. Pero si mi esposo tiene que morir, deseo compartir su destino.

Un largo murmullo acogió sus palabras.

—¿Y vas sin escolta? —se asombró el grandullón.

—Algunos guerreros quisieron seguirme, pero me negué. No tengo derecho a sacrificarlos.

—¿Acaso ignoras que el país está en manos de hordas de demonios que matan a los aldeanos? De aquí a Per Bastet pueden darte muerte al menos cien veces, y no la muerte negra.

—Les llaman los Degolladores —precisó otro—. En el nomo del Gran Toro Negro exterminaron a los habitantes de tres pueblos. Sus jefes adoran al dios rojo. Dicen que lanzó su maldición sobre Kemit y que todo el mundo va a perecer.

—¿Y quieres atravesar el Bajo Egipto, sola, hasta Per Bastet? —prosiguió el grandullón—. ¡Creo que estás loca, mi reina!

—¡Nada ni nadie me hará cambiar de opinión!

Su determinación y su feroz mirada estremecieron a la muchedumbre. De repente, el gigante se decidió:

—En tal caso, ¡permíteme que te acompañe! La enfermedad aún no se ha cebado en mí, y con esto, sabré mantener a raya a tus enemigos.

Esgrimió una enorme maza con punta de sílex. Un instante después, varios hombres se agrupaban a su alrededor, ofreciendo también su ayuda.

—Acepto con gratitud —respondió Tanis—. Pero, en ese caso, necesitaremos un barco más grande que el de Chereb. ¡Seguidme!

Unos instantes después, Semuré vio que Tanis volvía acompañada de diez hombretones armados. A punto estuvo de echarse a reír. Una vez más, Tanis había conseguido imponer su voluntad. Mandó preparar una pequeña falúa de guerra. Recuperada por la reina, la nave pronto avanzó por el brazo oriental del río, en dirección a la ciudad del sol.

Tanis no había olvidado cómo se gobernaba una falúa. Los diez hombres que espontáneamente se habían puesto a sus órdenes se habían colocado en el banco de boga, cinco a cada lado. Bajo el peso de un sol implacable, las orillas del río estaban cubiertas de una vegetación agostada, amarillenta. Los árboles sobrevivían a duras penas. El aire estaba cargado de polvo en suspensión. Durante el día, un cadáver medio devorado por los cocodrilos chocó contra la embarcación. Rika no pudo contener un grito de horror. El hombre no tenía cara.

En la popa, Chereb maniobraba uno de los dos remos del timón. Tanis lo observaba de reojo. Ese viaje al centro del infierno le recordaba otro, muchos años atrás, en compañía del hermano gemelo del nubio, su fiel Yereb, que había perecido para protegerla.

La noche del primer día pernoctaron en una recogida calita río abajo de On, a cierta distancia de una aldea de pescadores. Durante el día habían evitado por precaución los pueblos ribereños. Éstos parecían haber sido abandonados por sus habitantes, pero más valía no provocar demasiado pronto a la enfermedad.

Tras apostar algunos centinelas, Tanis y Rika procuraron recuperar fuerzas. Aún no era de día cuando unos extraños crujidos sacaron a la reina de su somnolencia. Cogió sus armas e indicó a los guerreros que se prepararan para cualquier eventualidad. Los ruidos provenían del pueblo. En la luz azul de la noche, Tanis vislumbró una decena de sombras introduciéndose por la aldea, que apenas contaba unas veinte casas. Unos instantes después, se oyeron aullidos de terror. Por todas partes las antorchas describieron parábolas antes de ir a caer sobre las casas. Ardieron varios focos de incendio, iluminando las siluetas de hombres, mujeres y niños que salían de sus casas. En el lugar reinaba la mayor confusión. Algunos aldeanos intentaron huir, pero los asaltantes, que parecían surgir de todas partes, los golpeaban salvajemente con mazas, palos y hachas. Siguió una espantosa carnicería. Tanis, oculta tras una pantalla de papiros, echaba chispas de rabia.

—¡No podemos dejar que sigan! —gruñó desenvainando su espada.

Hurakti, el coloso, apenas tuvo tiempo de agarrarla por la cintura para impedir que se lanzara al tumulto. Tanis intentó soltarse, pero él era muy fuerte.

—Perdóname, mi reina, pero no podemos hacer nada por esos aldeanos. Los saqueadores son veinte veces más numerosos que nosotros. Te matarías inútilmente.

Comprendiendo que tenía razón, la reina consiguió dominarse. Le vinieron a la mente algunas informaciones que le había transmitido Imhotep. Por todas partes había individuos sin escrúpulos que se aprovechaban del pánico general para asolar los pueblos. En bandas más o menos organizadas recorrían el Bajo Egipto pertrechados con armas improvisadas. Entre ellos se hallaban algunos desertores del ejército real que, habiendo abandonado toda esperanza, habían decidido aprovechar al máximo la vida antes de perderla.

Furiosos, Tanis y sus compañeros asistieron impotentes a la masacre de los aldeanos. Bajo la luz de los incendios, las hachas se abatían sobre las cabezas, cortaban los miembros, las lanzas perforaban los vientres. Las mujeres y las niñas eran forzadas, violadas, y después destripadas o decapitadas sin piedad alguna. Excitados por una terrorífica locura asesina, los asaltantes golpeaban, cortaban, mutilaban, degollaban, mientras otros sacaban a los animales, vacas o cerdos, de los establos. Otros, por último, habían descubierto las reservas de vino y cerveza, de modo que a la espantosa carnicería se añadió una borrachera sin límites hasta las primeras luces del alba, ante la mirada asqueada de Tanis y los suyos.

Al aparecer Jepri por oriente, las sombras de los asesinos se desvanecieron por los pantanos, dejando tras de sí un panorama apocalíptico. Tanis y sus guerreros aguardaron un largo rato antes de arriesgarse a salir de su escondite. La reina se colgó el arco y el carcaj y se dirigió hacia el pueblo, esperando hallar a algún superviviente. Al penetrar en el lugar, tuvo que apretar los dientes para no vomitar. Los asesinos no habían dado ninguna oportunidad a sus víctimas. A algunas las habían colgado por los pies de las ramas de los árboles, y las habían desollado vivas. Entre los muertos figuraban algunos de los saqueadores, de cuyos cuerpos fluía una espesa sangre. Fulminados por la muerte negra, habían sido abandonados por sus cómplices.

Oyeron un gemido. Era de un hombre cuyas vísceras estaban esparcidas por el suelo. Contra todo pronóstico, aún estaba vivo. Pero estaba sufriendo un auténtico martirio. Tendió las manos hacia Tanis, suplicando que lo rematara. Ella comprendió que no se podía hacer nada por él. Entonces, con los ojos anegados en lágrimas, desenvainó su espada de bronce. Acariciándole la frente, murmuró al pobre hombre:

—Que Osiris te acoja en su reino.

Con un gesto rápido y preciso, hundió su arma en el corazón del desdichado. Tambaleante, se incorporó y se echó a llorar en brazos de Rika.

—¿Qué locura se ha adueñado del mundo? —gimió—. En tres días he matado a dos egipcios con mis propias manos.

—¡Esos individuos se comportan peor que las hienas y los chacales! —gruñó Rika, asqueada.

El hedor que se desprendía del pueblo era insoportable. Varias de las víctimas también padecían la muerte negra. En las afueras de la aldea descubrieron una fosa en la que ya se habían tirado cuerpos marcados con las siniestras placas violáceas.

Se disponían a regresar a la falúa cuando unos feroces alaridos les helaron la sangre. En el otro extremo de la aldea apareció un pavoroso grupo de gente. Tanis comprendió que los Degolladores habían vuelto. En la punta de las lanzas llevaban clavadas cabezas humanas, o miembros seccionados, que esgrimían como trofeos al tiempo que proferían obscenidades. Prefirió no preguntarse por qué habían vuelto y gritó:

—¡Corred!

Tras ellos se inició de inmediato la persecución. Sólo tuvieron tiempo para empujar la embarcación al agua y saltar a bordo. Doblándose sobre las largas pértigas, separaron la falúa de la orilla. Las bestias humanas ya estaban bajando por la ribera dando voces. Tanis armó el arco y disparó. Uno de los asaltantes se desmoronó, con la garganta traspasada. Visiblemente agotados por la noche de orgía sanguinaria, los atacantes no pudieron responder. Profirieron injurias y groserías, lanzaron piedras. Pero la embarcación ya estaba lejos. Tanis disparó dos flechas más, que dieron en el blanco, mientras la falúa dejaba atrás el pueblo mártir y se dirigía hacia el norte, en dirección a Per Bastet.

Río abajo, la situación era desastrosa. A lo largo del río se agolpaban grupos de refugiados despavoridos, asolados por la enfermedad y el hambre, que ni siquiera tenían fuerzas para llamarles. En algunos lugares se veían cadáveres enjutos sobre los cuales zumbaban nubes de moscas. ¿Cómo podían permitir los dioses tamaña atrocidad?

Hacia media mañana Rika gritó:

—¡Tanis! ¡Nos siguen!

En efecto, los bandidos a los que se habían enfrentado aquella misma mañana no se habían rendido. En pocos instantes el río se cubrió de una multitud de barquitas y falúas, de donde surgía un rugido hostil. Nada deseosos de caer en manos de los Degolladores, los remeros redoblaron esfuerzos y consiguieron mantenerse a distancia de sus perseguidores.

De pronto, a primera hora de la tarde, de un brazo transversal del río surgieron unas veinte naves pequeñas, amenazando con cortarles el paso. A bordo iban hordas de individuos enloquecidos que les amenazaban con las peores atrocidades.

—Me han reconocido —susurró Tanis—. Quieren matarme.

A su lado, Rika se había echado a temblar. Acostumbrada a la dulzura de la vida de la capital, no estaba muy preparada para afrontar tamaña prueba. Sin embargo, cuando Tanis quiso consolarla, ella le dirigió una sonrisa crispada y declaró:

—¡Dame una arma! Si nos alcanzan, no me rendiré tan fácilmente.

Pero Chereb sabía lo que se hacía. Maniobrando con destreza, supo utilizar las corrientes para evitar que el barco fuera capturado. Por desgracia, los remeros, agotados por la larga noche de vigilia, iban perdiendo terreno inexorablemente. En las naves enemigas se oyeron gritos de victoria anticipada.

Entonces aparecieron las murallas de Per Bastet.