Inmediatamente después de la marcha de los niños, Tanis había organizado la defensa de la ciudad. En su carta, Imhotep explicaba que había que establecer, a la altura de Mennof-Ra, una barrera que impidiera el paso de toda nave al nomo de los Muros Blancos; estaba convencido de que la muerte negra se transmitía por contacto directo y que había que aislar el Alto Egipto. Naturalmente, hubiera sido preferible colocar la barrera más abajo, pero era imposible controlar eficazmente todos los brazos del río. La labor resultaría, pues, más fácil a la altura del nomo de los Muros Blancos. Era vital impedir a cualquier persona, fuera cual fuera su rango, que pasara del Bajo Egipto al Alto Egipto. Ciñéndose rigurosamente a las instrucciones, Tanis encargó a Semuré que dispusiera una potente línea de defensa entre los dos reinos.
En ausencia de Pianti, Semuré reagrupó a los soldados de la Casa de Armas y los guardias reales para disponer un cordón a lo largo de todo el valle, incluido el río, donde los barcos militares prohibían el tráfico procedente del Bajo Egipto. Los mercaderes y los pescadores se quejaron, pero Semuré se mostró inflexible: nadie podía pasar.
Muy pronto quedaron interrumpidas las relaciones entre ambos reinos. El mismo Djoser había enviado un correo a Tanis, avisándola de que permanecería en Per Bastet, a pesar de los reproches del monarca, que le incitaba a regresar a Mennof-Ra. Algunos de sus hombres habían sucumbido, y no quería correr el riesgo de llevar la muerte negra al Alto Egipto con el pretexto de ser el Horus. Su cuerpo era el de un hombre y, por tanto, era tan vulnerable a la enfermedad como cualquiera de sus súbditos. Tenía que dar ejemplo.
Compungida, Tanis decretó que toda persona que intentase cruzar el cordón militar sería abatida por los arqueros reales. Tal decisión desesperaba a la joven reina. Habría querido poseer un poder suficiente para ahuyentar la plaga. Sabía que mucha gente iba a morir intentando infringir las órdenes, y sólo de pensarlo se echaba a temblar. Sin embargo, no tenía derecho a poner en peligro la vida de los ciudadanos de Mennof-Ra y de los nomos siguientes.
Aquella estricta barrera sanitaria impresionó sobremanera a los habitantes de la capital, que ya habían padecido la nube de langostas. Con la imaginación intentaron adivinar qué ocurría en el Bajo Egipto, y se estremecían, porque el rey en persona estaba «al otro lado». Se temía por su vida, y eso no contribuía a tranquilizar al pueblo. La mayoría de habitantes ignoraba de qué modo se manifestaba la muerte negra. Por ello, ésta revestía un aspecto aún más terrorífico. Algunos, ávidos de sensaciones, contaban a su aire la lenta agonía de los enfermos. Según decían, la cara y el cuerpo se hinchaban y se cubrían de horribles bultos violáceos. Los moribundos se ahogaban en sus propios vómitos. Sus sufrimientos eran tan insoportables que aceptaban la muerte como una liberación. Además, deliraban tanto que veían demonios de ojos rojos reptando hacia ellos. Se decía también que los intestinos se inflaban y explotaban en el interior del cuerpo, y luego se anudaban provocando hinchazones anilladas que se movían como si una serpiente se desplazase bajo la piel. Los oyentes temblaban de pánico. Hasta los fabuladores terminaban creyéndose sus propias historias y por la noche no podían dormir.
Frente al espectro de la muerte negra, cuyos signos premonitorios todo el mundo escudriñaba en la cara de sus allegados, cada cual se protegía como podía. Más que nunca se invocaba a los dioses. La gente iba a los templos para sacrificar una oca o un cordero. Visitaban más a menudo la necrópolis de Saqqara, para solicitar la protección de los difuntos. No cabía duda en el espíritu de los egipcios de que éstos seguían vivos en el reino de Osiris. Así, un viudo escribió a su esposa muerta tres años atrás:
«Esta es una carta de Ajuti-Hotep, gran escriba del Horus Neteri-Jet, a su bienamada esposa Nefernet, a fin de que interceda ante el muy poderoso Osiris por la protección de su esposo.
»Hola, ¿cómo estás? Aquí las cosas no van muy bien. Después de que los campos fueran destruidos por las langostas, Set nos envía una terrible enfermedad debido a la cual corro gran peligro de fallecer pronto. No vayas a creer que no deseo ir a tu lado, amada mía, pero quisiera quedarme aquí un poco más, si eso no te disgusta, claro está. Sabes que no fui hipócrita al pronunciar las fórmulas cuando proclamé tu nombre en la tierra. Pudiste apreciar cuántas ofrendas te llevé, aunque yo mismo tenía muy poco que comer. Así pues, implora al gran dios Osiris que no me haga morir demasiado pronto, y sobre todo no de esta horrible afección que provoca interminables sufrimientos. No puedes querer que tu esposo bienamado padezca tan insoportable dolor, ¿verdad? A cambio, te prometo cubrir tu mesa de presentes.»[11]
En caso de que los muertos hicieran oídos sordos, la gente se cargaba de amuletos de todo tipo, tallados en las más diversas materias: oro, cobre, plata, madera, hueso, marfil, cuerno de gacela… La más popular era el Anj, símbolo del hálito de la vida. También se veían muchos nudos Tit de color rojo, que supuestamente debían atraer la protección de Isis. El pilar Djed, relacionado con Osiris, era un símbolo antiquísimo, cuyo origen provocaba entre los sacerdotes interminables discusiones. Algunos querían ver en él la imagen de una gavilla de trigo atada por cuatro lazos. Dado que Osiris era también el dios de piel verde, el néter de la agricultura, esa forma no admitía discusión. Otros, por el contrario, creían que se trataba de la representación simbólica de la columna vertebral del dios, especialmente de sus vértebras cervicales, allí donde, como todo el mundo sabe, se concentra el poder mágico, el heqau. Por otra parte, por esta razón se frotaba la nuca de los difuntos momificados. Un amuleto particularmente potente era el udjat, el ojo de Horus, que aportaba plenitud y vigor y permitía recuperar la salud tras la regeneración del cuerpo y el regreso al equilibrio.
Esos amuletos se llevaban en forma de anillos, pendientes y colgantes, y los artesanos joyeros tuvieron que redoblar su actividad para satisfacer la demanda.
Mientras la capital vivía temiendo que la plaga lograra atravesar la barrera impuesta, la muerte negra causaba estragos en el Bajo Egipto. Una ola de muerte se había propagado por todo el Delta, hasta en la occidental Buto, cual entidad terrorífica y ciega que golpeaba indiferentemente al señor y al campesino, al sacerdote y al artesano. Había llegado a Tanis, Per Uazet, Hetta-Heri, Per Bastet y, por último, a la ciudad sagrada, On.
En cuanto se enteró de que la epidemia había afectado a su ciudad, Imhotep abandonó a Nefer-Jeru, quien intentaba olvidar su pena sumergiéndose en el trabajo. Cuando subió a bordo de su barco, lanzó una última mirada hacia Busiris. La visión de la ciudad le sobrecogió. Lo que quedaba de ella estaba cubierta por una espesa humareda, procedente de la incineración de los cadáveres de animales y de los incendios, ya que, por precaución, las casas de los difuntos eran quemadas. Centenares de hombres, mujeres y niños de todas edades y condiciones habían perecido. La muerte negra había afectado casi a una tercera parte de los habitantes, la mayoría de los cuales iría al Campo de juncos[12]. Naturalmente, Imhotep había tenido el consuelo de ver sanar a algunos enfermos, pero era incapaz de explicar por qué, y esa terrible ignorancia le desesperaba.
Tomando el brazo oriental del río, navegó hacia el sur. Las densas y oscuras aguas arrastraban numerosos cadáveres. Por el camino se detuvo en Per Bastet, donde encontró a Djoser. La robusta constitución del rey le había permitido escapar hasta el momento a la enfermedad, pero había perdido a una docena de compañeros suyos.
La ciudad bullía de efervescencia. Casi la mitad de sus habitantes la habían abandonado para refugiarse en los pantanos, o para huir hacia el sur. De los que se quedaban, apenas tres mil, más de cuatrocientos habían sido víctimas de la muerte negra. El médico enviado por el gran visir había muerto el día antes.
—¿Qué podemos hacer, amigo mío? —preguntó Djoser, cuyo rostro llevaba los estigmas de una fatiga intensa—. Realizo la elevación de la Ma’at cada día en el naos. Hago ofrendas a Bastet, Isis, Horus, Ptah, e incluso Set. Pero ellos permanecen sordos a mis plegarias.
—Estamos atravesando una época de infortunios, oh Luz de Egipto. Kemit no es la única afectada. Por unos navegantes he sabido que la muerte negra está devastando el Levante y Mesopotamia. Los muertos se cuentan allí a miles. Ciudades enteras son aniquiladas.
—¿Es ésta la suerte que aguarda a las Dos Tierras?
—No lo sé, amigo mío. Nadie puede decir dónde se detendrá esta abominación.
Dos días después, Imhotep estaba en On. Al llegar, uno de sus sirvientes se postró a sus pies con lágrimas en los ojos.
—Perdona a este servidor que ves aquí, amo mío bienamado. Tiene una muy triste noticia que darte. Nuestra ama, la dama Merneit, ha sido atacada por la enfermedad. Estaba esperando tu regreso con impaciencia.
Con un nudo en la garganta, Imhotep se precipitó en la casa. Desde el lecho, su esposa le dirigió una débil sonrisa. Imhotep constató que la enfermedad estaba muy avanzada. Minada por la fiebre, Merneit no era más que una sombra de sí misma. Tenía el pecho lleno de desagradables manchas rojas y respiraba con dificultad. Imhotep se arrodilló junto a ella.
—Mi bienamada —murmuró.
—Mi amado señor —dijo ella en voz queda—, he recibido un correo de Tanis. Dice que nuestros hijos están a salvo en Kennehut.
Una oleada de afecto sobrecogió al gran visir. Incluso en su agonía, Merneit se preocupaba por sus hijos. Añadió con voz triste:
—Por lo que a mí respecta, temo que pronto deberé partir al reino de Osiris.
Habría querido poderle mentir, darle alguna esperanza. Pero había visto morir demasiados hombres y mujeres.
—Voy a prepararte una tisana que te aliviará —le susurró con un nudo en la garganta.
Uadji apareció mientras Imhotep ayudaba a Merneit a beberse la pócima calmante. El enano se echó a los pies de su amigo.
—Perdóname, amigo —dijo sollozando—. No he podido hacer nada para curar a tu esposa. Ha demostrado mucho valor.
Se había desvivido sin reparar en esfuerzos, organizando los cuidados a los enfermos, animando a los que se encontraban mejor, mandando cavar fosas para sepultar los cadáveres de animales. Al igual que Imhotep, la muerte negra parecía no afectarle, tal vez porque ya había pasado por una epidemia semejante muchos años atrás. Desde el comienzo de la enfermedad de Merneit, la había velado muy a menudo. Pero todos sus esfuerzos resultaban inútiles.
El regreso de Imhotep había dado nuevas fuerzas a Merneit. Sin embargo, el gran visir palideció cuando advirtió la aparición de bubones en el pecho de su compañera. La pequeña Meri-Nut y muchos otros habían presentado los mismos síntomas, anunciando su cercano fin. Un arrebato de rebelión se impuso en su mente. Puestos a perder, que no se dijera que abandonaba a su esposa sin combatir. En varias ocasiones había comprobado que algunos enfermos sobrevivían después de que sus pústulas reventaran. Se preguntó qué ocurriría si provocaba lo mismo. Con súbita esperanza, tomó las manos de Merneit entre las suyas.
—Quizá sepa el modo de salvarte, amada mía —dijo febrilmente—. Pero tendrás que ser valiente.
La luz que vio en los ojos de su compañero insufló fuerzas a la enferma.
—Sé que lo puedes todo, amado mío. Sabré mostrarte mi valor.
Le dedicó una sonrisa y después dio las órdenes precisas. Mandó traer un brasero, y en él calentó una hoja de cobre bien afilada. Cuando la hoja estuvo al rojo y la acercó a su cuerpo, Merneit cerró los ojos y apretó los dientes. Un dolor atroz le taladró el cuerpo, mientras se desprendía un infecto olor a quemado, mezclado con otro, que era la fetidez de la propia enfermedad. Un espeso líquido fluyó de la llaga. Después Imhotep lavó la herida con agua en la que había macerado hierbas cicatrizantes. Repitió la operación en cada bubón. Merneit tenía la impresión de que su torso no era más que una herida abierta. Pero el remedio resultó eficaz. Al día siguiente, la fiebre había bajado. Cuando se despertó, supo que se había salvado. La invadió una violenta oleada de amor por aquel hombre excepcional con quien compartía la vida. Su mente no albergaba dudas de que era realmente la encarnación del dios Tot, el mago que poseía todos los conocimientos del universo. Dirigió los ojos hacia él para darle las gracias. El dios Tot, con los ojos enrojecidos por la noche en vela que acababa de pasar, lloraba de alivio, en silencio.
La muerte negra había instaurado un clima de demencia en el Delta, exacerbando las conductas humanas. Algunos habían encontrado en sí mismos un valor desconocido, y ayudaban a los médicos en su tarea, despreciando la enfermedad; otros, por el contrario, se pasaban el día temblando, esperando la muerte con una mezcla de pánico y resignación. Sin duda la falta de alimentos no era ajena a esta actitud. Pero esta atmósfera apocalíptica engendró otro fenómeno más grave. Una auténtica locura se había adueñado de los habitantes de algunos pueblos, que expulsaban a los refugiados sin miramientos. Por ello, muchas ciudades pequeñas se habían enfrentado con sus vecinas en terribles luchas fratricidas. La falta de comida era tal que nadie deseaba compartir lo poco que tenían. No había lugar para los que huían de la epidemia.
Estos huidos habían terminado formando bandas errantes. Si bien algunas habían desaparecido rápidamente, diezmadas por la plaga, otras se habían reagrupado para formar bandas fuertemente armadas. Estos individuos, furiosos por haber sido rechazados y conscientes de no tener nada que perder, se entregaban a todos los excesos. Si tenían que morir, otros perecerían con ellos. Desde hacía algún tiempo, las aldeas sufrían los despiadados ataques de estas bandas incontroladas. Los habitantes eran asesinados, las mujeres violadas y degolladas, las casas saqueadas e incendiadas. Entre las ruinas también se habían encontrado los cadáveres de algunos de los atacantes, roídos por la enfermedad y abandonados por sus compañeros. Los saqueadores se apoderaban de todo lo que podían encontrar, exiguas riquezas, animales a los que solían devorar allí mismo, comida, semillas, joyas. No había tropa que pudiera enfrentárseles, puesto que la cuarta parte de las guarniciones establecidas por Djoser para proteger a los aldeanos sufría también la enfermedad. Los hombres sanos, por su parte, no estaban en condiciones de combatir contra aquellas hordas histéricas que surgían en plena noche para sumirse de nuevo en ella tras perpetrar sus crímenes.
En Mennof-Ra el cordón sanitario se había demostrado eficaz. No se había detectado ningún caso en la capital. Bajo el riguroso mando de Semuré, el ejército real prohibía a toda persona, fuera cual fuera su rango, penetrar en el Alto Egipto. Los mensajeros enviados por Imhotep o Djoser se limitaban a depositar sus rollos de papiro a distancia, en lugares convenidos.
La vida discurría como podía. Varias personas habían partido hacia el reino de Osiris, pero no se podía considerar a la muerte negra como responsable, sino a la desnutrición. En ausencia de Djoser, Tanis seguía asumiendo en solitario el papel de regente. Cada día dirigía el Consejo de Ministros, escuchaba los informes, recibía las quejas de los distintos gremios de artesanos, se entrevistaba con los jueces, las Bocas de Mennof-Ra. Vigilaba con ansiedad la evolución de las nuevas cosechas, resultantes de las precipitadas siembras efectuadas tras el paso de la nube de langostas. También había constituido un cuerpo de médicos que tenía como misión controlar la aparición del menor caso de fiebre sospechosa.
Semuré la visitaba cotidianamente, informándole de los últimos incidentes. Dirigía en persona las falanges armadas que patrullaban sin descanso por la frontera septentrional del nomo, abatiendo inexorablemente a quienes intentaban cruzarla. Una veintena de infractores habían perecido de este modo. Sin embargo, aunque esta terrible decisión había dado sus frutos, Tanis sentía por ello una culpabilidad que la perseguiría toda su vida.
—Mi alma sufre, amado mío. ¿Quién soy yo para ordenar esas muertes? Cada noche no puedo dejar de pensar en todos esos desdichados que han sido sacrificados por orden mía, y que no habían cometido más crimen que el de querer huir de la muerte viniendo a refugiarse en la capital. Entre ellos hay mujeres y niños. Me parece estar viéndoles caer bajo las flechas de tus arqueros. ¿Crees que Anubis y Osiris me perdonarán tales crímenes cuando me llegue la hora de ir al Campo de Juncos?
—Compartiremos estos crímenes, oh mi reina bienamada. Esa gente estaba advertida. Mis guerreros hicieron todo lo posible por disuadirles de pasar. Pero ellos desobedecieron y quisieron violar la barrera. No teníamos opción. El gran Imhotep, tu padre, ordenó que no se produjera ningún contacto entre las personas procedentes de las regiones donde hace estragos la muerte negra y las del Valle del Loto[13].
—Esos desgraciados tenían miedo por ellos, por sus hijos.
—Pero representaban un peligro demasiado grande.
—¿Qué hacen los demás?
—Han instalado un campamento a poca distancia de la barrera, y esperan con paciencia que la epidemia cese para poder volver a sus casas. Llegan de todas partes.
Al día siguiente pidió a Semuré que la llevara a aquel lugar. Deseaba ver personalmente las condiciones en que vivían los refugiados. Hacia media mañana, el navío real los trasladó hasta las cercanías de la barrera. En el río, ésta estaba formada por unas veinte naves que patrullaban sin interrupción, prohibiendo a las falúas de los pescadores que rebasaran cierto límite. En las orillas, numerosas falanges de soldados se habían apostado a distancias regulares, constituyendo una barrera humana que se extendía hasta el límite de los desiertos occidental y oriental. Casi la totalidad del ejército de Mennof-Ra había sido movilizado a tal efecto.
Tanto en una orilla como en la otra, la gente había comprendido que era inútil intentar pasar. Hacia el sur, los barcos eran escasos.
Nadie deseaba acercarse demasiado a la amenaza que pesaba sobre el Delta. Hacia el norte, la tarea era más difícil. Cada día veía nuevos recién llegados intentando obtener permiso para refugiarse en Mennof-Ra. Los que ya habían fracasado intentaban disuadirles, pero muchos insistían. Los guerreros empleaban entonces la intimidación. A menudo bastaban unas cuantas flechas para ahuyentar a los más testarudos.
Estudiando el lugar, Tanis comprendió que el sur quedaba relativamente bien protegido. En efecto, el río corría hacia el norte y llevaba hacia el mar todo lo que habría podido contaminar a la capital. Pensó que, en el caso inverso, es decir, si el Alto Egipto hubiera sido afectado antes que el Delta, la corriente se habría llevado la enfermedad consigo, y la barrera militar no habría servido de nada. Rindió un mudo homenaje a su padre, cuya clarividencia le había permitido adivinar que la Balanza entre las Dos Tierras era el único lugar donde se podía intentar detener la plaga eficazmente.
Tras despedirse de los capitanes de los barcos, que habían descendido a tierra para postrarse ante ella, se dirigió hacia la barrera, desde donde se divisaba el poblado de los refugiados. Ese día reinaba cierta agitación en el campamento. Calculó más de tres mil personas, incluidos mujeres y niños. En diferentes puntos se elevaba una espesa humareda que el viento del norte transportaba lentamente hacia la barrera. Un hedor indescriptible penetraba en los pulmones.
—No tienen valor para llevarse los cadáveres hasta las arenas del desierto —explicó Semuré—. Por eso los queman. Apenas les queda algo que comer. De vez en cuando les hago llegar un barco cargado de las provisiones que puedo reunir. Pero aquí también nos falta de todo.
—Lo sé —respondió Tanis.
La angustia le atenazaba las entrañas. Djoser estaba al otro lado, con Pianti y unos veinte capitanes suyos. Sabía, gracias al buen Chereb que le seguía informando, que no le había atacado la muerte negra, pero no ignoraba que media docena de sus compañeros habían sucumbido. Un último correo de su padre le había notificado que su madre había estado enferma, pero que había conseguido curarla mediante una audaz operación, cuyos detalles le señalaba.
De pronto, en el poblado de los refugiados surgió un sordo rumor. La habían reconocido. En pocos instantes, una marea humana se dirigió hacia ella. Una línea de arqueros se formó en torno a la reina. Ella alzó la mano.
—¡No! Esperemos a ver lo que quieren.
Una mujer de su edad —unos treinta años— parecía arrastrar a la muchedumbre. Al llegar a la distancia de un tiro de flecha, dirigió la palabra a Tanis.
—¡Escucha a tu servidora que te habla, oh Gran Esposa! Sé cuanta es tu bondad. Llegué ayer de Per Bastet donde hoy la gente muere como moscas. He perdido así a dos hijos. Me quedan tres y quiero salvarlos. Nuestra única oportunidad es huir hacia el Alto Egipto, donde los dioses se apiadarán de nosotros, puesto que hasta ahora no os han hecho daño.
—¡No son los dioses los que se han apiadado de nosotros! —respondió Tanis—. La muerte negra no nos ha tocado porque hemos interrumpido todo tráfico entre los dos reinos. Pero si un solo individuo portador de la enfermedad penetra en el nomo, hará que se propague y miles de personas morirán.
—No puedo creerte, mi reina. Pienso por el contrario que los dioses os protegen, y que también nos protegerán si nos unimos a vosotros.
—¡Eso es falso! Pondrías en peligro a toda la población del Loto. Así habla el gran Imhotep.
Frustrada, la mujer profirió un rugido de ira sofocada.
—Sé que eres una mujer digna de respeto y que te guían los sentimientos más nobles, y no quiero creer todo lo que me han contado desde que llegué, es decir, que los del Alto Egipto pretenden guardarse para sí mismos las próximas cosechas, que serán insuficientes para dar de comer a todo el mundo. Por eso, la muerte negra os permite sacrificar fácilmente a una buena parte de la población, lo que representa muchas menos bocas que alimentar.
—Eso es absurdo —replicó Tanis con virulencia—. Olvidas que mi esposo, el Horus Neteri-Jet, también está en Per Bastet. No ha querido regresar a los Muros Blancos por temor a propagar la enfermedad. ¿Crees que no sufro por su suerte? ¿No puedes tú mostrarte tan valiente como él?
—El Horus no arriesga nada: los dioses le protegen —clamó la mujer—. ¡No puedo dar crédito a tus palabras!
Señaló, a su lado, a tres niños, el mayor de los cuales no llegaba a los diez años. Los tres iban desnudos, con la cabeza rapada y la trenza inclinada hacia la oreja derecha.
—Sé que eres buena, mi reina. No tendrás valor para impedirme que pase con mis hijos y así se salven.
Sin esperar respuesta, empezó a avanzar a paso lento, mientras miraba a Tanis fijamente a los ojos. Un frío inmenso invadió a la reina. En la mirada de la mujer, leía una feroz determinación. Comprendió entonces que las palabras serían insuficientes para detenerla; la refugiada estaba decidida a jugarse el todo por el todo. Pero no por ello podían permitirle penetrar en el Alto Egipto. Un poco más lejos, el gentío esperaba expectante. Si Tanis cedía, la mujer cruzaría la barrera, y tras ella vendrían los refugiados, muchos de los cuales portaban la enfermedad. Un cruel dilema encogía el corazón de la reina. Jamás se había visto obligada a tomar una decisión tan espantosa. Pero dejar entrar a aquella mujer y a sus hijos significaba condenar a varios miles de egipcios a la muerte. Apretó los dientes y ordenó a un soldado que le diera su arco. Así lo hizo. Entre los soldados se había producido un silencio total. Enfrente, el gentío gruñía cada vez más fuerte. Tanis clamó con voz firme:
—No tengo nada contra ti, mujer. Y, sobre todo, no deseo tu muerte. Pero te lo advierto: si sigues avanzando, te mataré.
Uniendo el gesto a la palabra, disparó una flecha que fue a clavarse a menos de un codo delante de la mujer. Ésta se paró un momento y luego, sin dejar de mirar a Tanis, reanudó su marcha lenta, con sus hijos cogidos de la mano.
—¡Detente! —gritó Tanis.
—No, mi reina. ¡Confío en ti! No puedes querer mi muerte.
—No la deseo. Pero te mataré si das un paso más, pues estás poniendo a toda una ciudad en peligro.
La mujer hizo caso omiso y siguió avanzando. Un silencio mortal se cernía sobre el lugar. Con los ojos borrosos por las lágrimas, Tanis armó de nuevo el arco. Ya no sentía el calor del sol despiadado. Una náusea irreprimible le retorció el estómago. Pero no podía permitirse desfallecer. La mujer estaba sólo a unos veinte pasos.
—¡Perdóname, hermana mía! —gritó Tanis.
La flecha alcanzó a la rebelde en pleno corazón. Un asombro sin límites se dibujó en su cara y al punto se desplomó, sin soltar la mano de sus hijos, que se pusieron a chillar de terror. Un rugido de furia estalló entre los refugiados y prorrumpieron los insultos. Rodeando a Tanis, los arqueros dispararon algunas flechas disuasorias que hicieron retroceder a los más agresivos.
Deshecha, Tanis estalló en sollozos. Semuré la tomó entre sus brazos. Pero ella lo rechazó suavemente y volvió al lado de los guerreros. Dirigiéndose a la masa, declaró:
—Mi corazón sangra por esta mujer y sus hijos. Su mirada quedará para siempre grabada en mi espíritu, pues no sentía ningún odio hacia ella, muy al contrario. La amaba, como amo a cada uno de vosotros. Vuestros sufrimientos son los míos, y para salvar a vuestros hermanos del Alto Egipto he realizado este gesto. Permanecerá en mí como una herida que nunca se cerrará. Habría hecho lo mismo si la situación hubiera sido la inversa, y si la muerte negra hubiera caído sobre Mennof-Ra. Pero sabed que estoy decidida a empezar de nuevo si alguno de vosotros intenta pasar.
Una vez en palacio, Tanis se encerró en sus aposentos. El rostro de aquella mujer la perseguía.
—¡Me doy horror a mí misma! —dijo a Semuré que la había acompañado—. ¿Cómo he podido cometer semejante atrocidad?
—Porque eres una gran soberana, Tanis. Tú has visto como yo el cuerpo de esa desdichada; estaba demacrada, corroída por la fiebre; su piel estaba cubierta de manchas. No cabe duda que habría traído la enfermedad a Mennof-Ra, y más allá, hasta Kennehut, Nejen, incluso hasta Yeb.
Le tomó la mano.
—Tu gesto requería mucho valor. No debemos dar muestras de debilidad, sino mantener la barrera de soldados. Ha demostrado su eficacia. Sólo a ese precio podremos preservar el Alto Egipto de los estragos de la muerte negra.
—¡Sí! Sé que tienes razón.
Sin embargo, lo que había visto en el campamento de refugiados le preocupaba. Su reacción hostil tras la muerte de la mujer le hacía temer lo peor. Cada día llegaban en mayor número. Si la situación se mantenía, era de temer que decidiesen forzar la barrera. Los soldados no podrían contenerlos a todos, se produciría entonces una terrible masacre, que desembocaría inevitablemente en la contaminación del Alto Egipto. La noche siguiente, su sueño estuvo poblado de pesadillas.
Aún era de noche cuando Semuré, con los ojos enrojecidos por el cansancio, fue a despertarla.
—Tanis, Chereb acaba de llegar de la barrera. Tiene graves noticias que comunicarte. Sólo quiere hablar contigo.