Capítulo 8

Puerto de Busiris…

La nave llegaba de Biblos, cargada de troncos de cedro procedentes de las altas colinas del interior. Agotado por el viaje, el capitán pidió al director del puerto el nombre de un médico para dos de sus marinos. Desde que habían zarpado, cuatro días antes, éstos padecían una fiebre contumaz.

—Creo que están débiles por el hambre. A causa de la sequía hemos dejado de comer lo suficiente —explicó—. A bordo llevaba un cargamento de pescado seco, pero no ha bastado.

El director le señaló la casa de Nefer-Jeru, discípulo del gran Imhotep, que acababa de establecerse en la ciudad. No cabía duda de que sanaría a los marinos. Así pues, los enfermos fueron trasladados a la modesta residencia del joven médico.

Nefer-Jeru, que acababa de fundar una casa[8], los recibió con cortesía y compasión, tal como le enseñara su maestro. Los acomodó en una habitación y encargó a los criados que les proporcionaran alimentos de inmediato. La mejor manera de luchar contra el mal era comer hasta hartarse. Luego preparó un brebaje destinado a hacer bajar la fiebre.

Al día siguiente, sin embargo, ésta había aumentado. A pesar de sus cuidados, los dos hombres se debilitaban a ojos vista. Tres días más tarde, observó dos placas rojas bajo las axilas de uno de ellos. El otro empezó a vomitar una sangre espesa. Comprendió que estaban muriendo, y que su saber era impotente para salvarlos. Por la tarde, le trajeron al capitán del barco, en compañía de otros tres marinos. Los cuatro presentaban los mismos síntomas: una fiebre alta acompañada de vómitos.

—¡Tienes que curarnos, médico! —dijo el capitán con voz ronca—. Tengo la impresión de que se me está hinchando la lengua y me llena toda la garganta.

El joven facultativo instaló a los nuevos enfermos en su casa, en camas improvisadas. El pánico empezó a apoderarse de él. Jamás había visto tales síntomas. Su joven esposa, Meri-Nut, que le servía de ayudante, preguntó con inquietud:

—¿Mi querido esposo sabe de qué sufren estos marinos?

—No, por desgracia. Ignoro de qué enfermedad se trata, y no sé cómo tratarla. Sólo un hombre podría intentar algo. Debo llamarle, pero antes algunos de estos marinos habrán muerto.

Dominando a duras penas un temblor nervioso, el médico intentó poner en orden sus ideas, analizando todas las hipótesis. Pero éstas desembocaban siempre en la misma conclusión: no sabía cómo ayudar a aquellos hombres. Y sobre todo, Meri-Nut y él los habían tocado, los habían cuidado, por lo que era probable que el terrorífico mal les alcanzara a ellos también. Una náusea le revolvió el estómago. Con voz seca, declaró:

—¡Escúchame! Vas a ir a On, donde vive mi maestro, el gran Imhotep. Descríbele con precisión cómo se manifiesta el mal. Tiene que saber lo que está ocurriendo aquí. Procura convencerle de que venga a ayudarnos.

—Pero ¿y tú, qué será de ti?

—Tengo que quedarme a velar por mis enfermos. Tal vez Isis tenga piedad de mí. ¡Pero date prisa, hermana mía!

—¡Nefer-Jeru! —gimió ella.

—¡Vete!

Con los ojos inundados de lágrimas y el corazón destrozado, la joven salió de la casa bajo la mirada inquieta de los criados.

Dos días más tarde llegó a On, donde fue de inmediato a ver a Imhotep. Éste la recibió amigablemente. Conocía bien a Meri-Nut puesto que él mismo había celebrado su boda con su discípulo Nefer-Jeru, a quien tenía en gran estima. A medida que la joven explicaba su historia, el rostro del gran hombre iba palideciendo. Cuando hubo terminado, declaró:

—Debo ir allí inmediatamente. Quieran los dioses que esta enfermedad no sea lo que me temo.

Tuvo tiempo apenas para recoger algunas prendas y las arquetas que contenían su farmacia y sus instrumentos. Después, tras despedirse de su esposa Merneit y su amigo Uadji, subió a bordo de la falúa que había traído a Meri-Nut.

Dos días después, cuando llegó a casa de su discípulo, tres de los marinos habían fallecido, y otros seis habían sido recibidos por Nefer-Jeru. Imhotep examinó rápidamente a los sobrevivientes, y luego se llevó a la joven pareja fuera de la sala de enfermos. Con el rostro desencajado, murmuró:

—¡La Muerte negra![9] Es lo que me temía. ¡Que los dioses nos protejan!

Dio unos pasos nerviosos y les preguntó:

—Y vosotros, ¿cómo os encontráis?

—Estoy cansado, maestro. Pero no tengo fiebre ni vómitos —respondió Nefer-Jeru.

En cambio, la joven se tapaba con una manta desde su regreso.

—Tengo escalofríos, mi señor. Y desde esta mañana tengo un poco de tos.

Imhotep suspiró.

—Debes beber mucha agua. Lo más que puedas. Y espabila a tus criados para que busquen alimentos suficientes. Sobre todo fruta fresca.

Las lágrimas humedecieron los ojos de Meri-Nut.

—¿Voy… voy a morir, mi señor?

—Sólo los dioses podrían contestarte. No tienes que caer enferma forzosamente. Pero, por haber estado en contacto con estos hombres durante varios días, te has expuesto gravemente. Al igual que tu marido.

—¡Hemos actuado tal como me enseñaste, maestro mío! —respondió Nefer-Jeru.

—No he olvidado que fuiste mi mejor alumno. Pero esta vez temo que todos mis conocimientos sean impotentes. No obstante, debemos intentar hacer algo. Me has dicho que estos dos hombres llegaron en barco.

—Sí, mi señor.

—Entonces es probable que los demás miembros de la tripulación estén ya contagiados. ¿Sabes qué ha sido de ese barco? ¿Ha zarpado ya?

—No… no creo, mi señor. Los marinos han bajado a tierra.

—Sin duda habrán visitado a las jóvenes del puerto que comparten su lecho con cualquiera. Debemos impedir que los habitantes de Busiris salgan de la ciudad. Quizá no sea demasiado tarde.

Imhotep se aisló para meditar. A todo precio debía impedir que la epidemia se extendiera o, de lo contrario, diezmaría la población de los Dos Reinos. Pero ¿cómo atajarla? Si los hombres portadores de la muerte negra[10] habían salido de Busiris, sin duda habrían ya transmitido la enfermedad en el Delta. El Bajo Egipto corría el peligro de quedar afectado totalmente. En cambio, tal vez existiera una posibilidad de salvar el Alto Egipto. Ignoraba cómo se transmitía exactamente la muerte negra, pero sabía, por su experiencia pasada, que se conseguía salvar a poblaciones enteras aislándolas por completo. Escribió una carta dirigida a Djoser, y la confió a su fiel Chereb. Éste se puso en marcha sin pérdida de tiempo. Tenía orden de no detenerse hasta llegar a Mennof-Ra, y sobre todo no aceptar a nadie a bordo.

Por desgracia, tal como Imhotep había temido, la plaga se había extendido ya por el Delta. Hacía diez días que el barco había llegado. Los marinos, nada más desembarcar, habían corrido a visitar a las prostitutas. Hordas de ratas habían hecho su aparición por las calles de Busiris, surgiendo de los almacenes, de los cimientos de las casas, de los canales de evacuación de aguas residuales. Estos animales, normalmente tan astutos y tan prudentes, iban a morir cerca de los hombres, con el hocico lleno de sangre y el cuerpo deformado por horrendas pústulas. En los tres días que siguieron a la llegada de Imhotep se declararon varios casos más. De los primeros enfermos acogidos en casa de Nefer-Jeru, casi los tres cuartos habían fallecido.

Enfrentado al terror creciente, Imhotep empleó su fuerte personalidad para movilizar todas las buenas voluntades. Pese a las recriminaciones del monarca, exigió disponer de un gran local donde instalar a los enfermos. La residencia de Nefer-Jeru enseguida había quedado pequeña. Unos días más tarde, el número de casos superaba los cien. El hedor insoportable de los cadáveres de animales y humanos se iba apoderando de la ciudad.

Reinaba una atmósfera de angustia. Se empezaba a hablar de una maldición. A pesar de la prohibición de salir de la ciudad impuesta por Imhotep, algunos habitantes huyeron hacia el interior de las tierras, esperando escapar así de la muerte. Pero no hacían más que llevársela consigo.

Varios días después de su regreso de On, la fiebre de Meri-Nut empeoró. La enfermedad, que parecía ser benévola con su marido, se había cebado en ella. Nefer-Jeru la había instalado aparte en su propia casa, que la mitad de los criados había abandonado. Imhotep la visitaba al menos una vez al día. Con toda su fuerza de voluntad luchaba por permanecer lúcida, pero la fiebre era tan alta que a veces ni siquiera reconocía a su visitante. Durante sus raros períodos de conciencia, la joven tomaba la mano de Imhotep.

—¿No temes por tu vida, mi señor?

—Sí, pequeña. Pero la obligación de un médico es quedarse junto a sus enfermos, cualesquiera sean los riesgos. Y además, ya me enfrenté a la muerte negra hace muchos años. Toqué a los enfermos, reventé los abscesos, lavé las llagas. A pesar de todo, el mal no se cebó en mí.

—¿Sabes por qué unos resisten, mientras otros, que parecen más fuertes, sucumben?

—Lo ignoro. Si lo supiera podría curar a un mayor número.

—Voy a morir, ¿verdad?

—Quisiera poder tranquilizarte, pero no sé mentir. A pesar de mis conocimientos, soy incapaz de darte una respuesta. Quizá nos dejes para ir al reino de Osiris, pero también es posible que te cures. Lo único que puedo aconsejar es que luches con todas tus fuerzas, con toda tu voluntad.

Desde la hora de Jepri hasta la desaparición de Atón-Ra en el horizonte occidental, los dos médicos trabajaban sin descanso, prodigando sus cuidados a los enfermos, consolando a los moribundos. Animosos voluntarios se encargaban de los cadáveres, a los que llevaban al desierto. Allí eran sepultados bajo una capa de arena. Con la ayuda del calor del sol se secarían y al final se momificarían.

A petición de Imhotep se habían cavado grandes fosas, en las que se amontonaban los cadáveres de ratas y animales. Cuando estaban llenas las regaban con petróleo y les prendían fuego. Así esperaban quemar el mal.

Mientras la muerte negra avanzaba inexorablemente por los brazos del río-dios, Chereb llegó a Mennof-Ra. Se dirigió a palacio, donde, debido a la ausencia del rey, fue recibido sin tardanza por la reina. Tanis apreciaba mucho a aquel guerrero nubio, hermano gemelo de su fiel Yreb, muerto muchos años atrás durante su huida desesperada de Kemir. El soldado entregó su mensaje y añadió:

—El señor Imhotep me exigió que regresara inmediatamente después de entregar la carta, mi reina. Aunque mi salud parezca buena, teme que yo también esté afectado y no quiere que contamine la ciudad real.

—Alabo tu valor, amigo mío. Mi padre tuvo razón al elegirte. Así que dejo que vuelvas con él. Pero antes voy a ordenar que carguen tu falúa con vasijas de grano.

—Te lo agradezco, mi reina.

Tras la marcha del visitante, un gran frío invadió a Tanis. Hacía varios días que asumía en solitario el gobierno de los Dos Reinos. Djoser había dejado la capital unos días atrás para ir al Delta. Deseaba controlar la evolución de las cosechas tras el paso de la nube de saltamontes. Le habían acompañado Pianti y algunos capitanes más. Tanis prefirió pensar que no sucumbirían a la enfermedad, pero la carta de Imhotep se mostraba pesimista.

Después de releerla, reaccionó y tomó las decisiones que su padre recomendaba. Ante todo, ordenó a Kebi que se llevara a los niños a Kennehut, bajo la protección del viejo Senefru, que se había recuperado de sus piernas rotas por los esbirros de Meren-Set. Le había quedado una cojera desagradable, pero seguía dirigiendo la hacienda del Horus como si se tratara de la suya propia.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jirá—. ¿Por qué tenemos que irnos de Mennof-Ra?

—Una temporada en Kennehut os sentará muy bien —contestó Tanis evasivamente—. ¿No tenéis ganas de volver a ver a Senefru?

—¡Preferiría ir con mi padre al Delta! —replicó la jovencita.

Tanis no supo qué contestarle. La forma en que había pronunciado «mi padre» era prueba del amor que sentía por Djoser. En el espíritu de Jirá no había la menor duda de que era él quien le había dado la vida. Jamás tendría que saber que no era en realidad hija suya. Sufriría demasiado.

A pesar de las protestas de los niños, la soberana se mostró inflexible. Sin entender por qué, tuvieron que embarcar a toda prisa en dirección al valle alto.

Sin embargo, pese a los esfuerzos para mantener la información en secreto, la noticia se propagó por la población: la muerte negra golpeaba en Busiris y avanzaba inexorablemente por el brazo principal del Nilo. Sobre la capital sopló de inmediato un viento de pánico que Tanis no consiguió controlar. El rumor llegó hasta el barco que se aprestaba a conducir a los niños hacia el sur. Jirá palideció. Una vez más, no le cabía ninguna duda en su mente de que los responsables de todas aquellas desgracias no eran otros que Tash’Kor y su mago. Un profundo desánimo invadió a la muchacha. ¿Por qué no habría aceptado seguirle a Chipre? Muchas vidas se habrían salvado. Más que nunca se sentía culpable de la nueva plaga que azotaba a Kemit.

En Busiris, Meri-Nut seguía luchando contra la muerte. Cada día que pasaba la veía aferrarse a la vida con la energía de la desesperación. Pero, pese a los esfuerzos de Imhotep, se iba debilitando inexorablemente. Sus períodos de lucidez eran cada vez menos frecuentes. Finalmente le aparecieron ganglios en las axilas que se hincharon hasta ser del tamaño de huevos de paloma. Imhotep sintió que la impotencia le invadía. Aquellos infectos bubones constituían la última fase de la afección y anunciaban la cercana muerte del enfermo.

Meri-Nut sólo sobrevivió tres días desde su aparición. Una mañana, Nefer-Jeru la halló sin vida. Con un tremendo esfuerzo consiguió sofocar el grito de dolor que surgió de sus entrañas. Al menos Meri-Nut había dejado de sufrir. Para no caer en la locura, el joven médico redobló sus esfuerzos, trabajando sin descanso desde antes del alba hasta avanzadas horas de la noche. Antes de concederse unas horas de sueño, informaba a su maestro de las observaciones realizadas durante la jornada. Ambos llenaban de notas los papiros, y al final se dejaban caer en las esteras preparadas por los criados.

Cada día Imhotep retrasaba su regreso a On. Había tanto que hacer en Busiris. Se había enterado de que Per Bastet, la ciudad donde se encontraba el Horas Djoser, también estaba afectada por la plaga. Comprendió que nada podía detenerla. Una mañana recibió un mensaje angustiado, advirtiéndole que la muerte negra había llegado a la ciudad del sol. Por fortuna, Naú y Anjaf habían sido enviados a Kennehut junto a los niños de la familia real.

Pero Merneit estaba sola.