Jirá no se había atrevido a hablar a su madre de la amenaza proferida por Tash’Kor. Imaginaba que Djoser, de haberlo sabido, habría mandado de inmediato su flota de guerra tras los chipriotas. Sin embargo, se sinceró con Seschi varios días después de la marcha de los extranjeros. Al contrario de lo que se temía, el chico no la trató de idiota. Se daba buena cuenta de que estaba trastocada, e intentó tranquilizarla.
—Son palabras de Isfet[6] —afirmó—. Ese imbécil comprendió que tenías miedo y quiso asustarte para vengarse de la negativa de nuestro padre. La cólera y el despecho inspiraron sus palabras. Así que no debes temer nada. Pero deberías habérselo dicho al Horus; ese perro merecía que lo castigaran por su insolencia. Si algún día vuelve por aquí…
—¡No! No harás nada. Hay que entenderle. Su padre contaba mucho con nuestra ayuda.
—Ese Mojtar-Ba debería haberse preocupado mucho antes por la suerte de su pueblo, en vez de dar cobijo a los piratas. Nuestro padre hizo bien en negarse.
—De todos modos, no les veremos nunca más —concluyó Jirá.
Seschi no contestó. Adivinaba la desazón que se había apoderado de su hermana. Una desazón relacionada con aquel cretino de Tash’Kor. Quiso decir algo, pero desistió. La emoción que la embargaba le confundía, pues estaba relacionada con sentimientos nuevos, de los que nada sabía. Intuitivamente sabía que habría sido cruel burlarse de ella. Así que la tomó en sus brazos y la estrechó con fuerza. Ella no se atrevió a decirle que le hacía un poco de daño.
Unos meses más tarde, Jirá casi había olvidado la amenaza chipriota. A fuerza de duro trabajo, los campesinos habían conseguido irrigar la mayor parte de los campos, en los que habían sembrado el trigo y la cebada, así como numerosas hortalizas: cebollas, pepinos, lechugas…
A principios de Chemu, la estación de las cosechas, un ligero frescor trajo, por las mañanas, un débil rocío que favoreció la germinación. La negra tierra de Kemit se cubrió de una bruma de un verde suave, promesa de una cosecha decente, ya que no abundante. Los cereales apenas habían alcanzado una altura de un codo cuando la calamidad se manifestó en todo su horror.
Jirá no entendió de inmediato lo que sucedía. Más adelante recordaría haber visto a Djoser, en el patio de palacio, escuchando las explicaciones de una docena de campesinos alarmados. Seschi la cogió de la mano entonces y le dijo:
—Ven, algo anormal está pasando.
Al instante Jirá supo que la razón del pánico de los campesinos era muy grave, y la imagen de Tash’Kor resurgió en su mente. Siguiendo a su hermano, corrió al exterior. Ajti y Naú salieron también a su encuentro. Imaginó todo tipo de cataclismos, a cual más espantoso, la aparición de la serpiente Apofis, una invasión enemiga, un terremoto.
En las calles de la ciudad se habían formado corros que conversaban agitadamente. Algunas manos señalaban al sur; las caras reflejaban miedo. Seschi condujo a sus amigos hasta las murallas, en las que ya se amontonaba una gran muchedumbre. Subiendo una escalera que llevaba al camino de ronda, los niños reales llegaron a lo alto de la muralla con redientes que protegía la ciudad y que había dado su nombre al nomo de la capital: los Muros Blancos.
Con el corazón en vilo, se asomaron al parapeto. A lo lejos, hacia el sur, se extendía la llanura a ambas orillas del río, siendo muy ancha en aquel lugar. Tras la débil inundación, las aguas habían recuperado su color azul y fluían lentamente. Los campos inundados de sol se esparcían entre los palmerales, portadores de la futura cosecha.
—Por todos los dioses —murmuró Seschi—. ¿Qué es eso?
En el límite del horizonte meridional se desplegaba una gigantesca masa en movimiento, como una bandada de golondrinas. El monstruo proteiforme parecía inflarse por momentos y luego recaer sobre la llanura para resurgir como amplios y fluidos torbellinos que cubrían el valle. Pese a la distancia, los habitantes oían el eco de un sordo rumor.
—Parecen pájaros —dijo Ajti con una voz que pretendía ser tranquilizadora.
Jamás habían temido una invasión de aves, aunque causasen algún daño en los cultivos.
—No son pájaros —rectificó una voz grave a sus espaldas.
Se dieron la vuelta. Neméter les había seguido. La angustia de los niños alcanzó su cénit ante el rostro sombrío de su preceptor.
—Son saltamontes —explicó.
La inesperada respuesta provocó una carcajada. Neméter les estaba tomando el pelo.
—¿Saltamontes? —exclamó Jirá, aliviada—. No son tan peligrosos como los escorpiones y las serpientes.
—¡No te rías, pequeña princesa! A veces los dioses mandan sobre el valle una invasión de esos insectos. Nadie sabe de dónde vienen, pero son tan numerosos que lo devoran todo a su paso. Es una catástrofe mucho más grave que la sequía, pues no nos dejarán nada.
—¿Nos comerán también a nosotros? —preguntó Inja-Es con inquietud, mientras apretaba con fuerza la mano de Jirá.
—No, claro que no. Sólo atacan a las plantas. Lo destruyen todo, hojas, tallos, brotes. Nada puede detenerlos, ni siquiera el fuego.
Ajti comprendió lo que eso suponía.
—Arrasarán la próxima cosecha —exclamó—. Y no nos quedará nada para comer.
Una brusca sensación de malestar inundó a Jirá. Las palabras de Tash’Kor acudieron a su memoria: «Pronto grandes desgracias se abatirán sobre Kemit. Y entonces sabrás que yo las habré provocado».
Sintió ganas de llorar. No era posible, él no podía ser responsable de aquella horrible catástrofe. ¿Qué monstruosos poderes poseía el mago chipriota para ejercer tal maldición? Seschi tenía razón: Tash’Kor pretendía asustarla, y lo había conseguido. Su mirada azul pálido la perseguía. En el fondo de sí misma, estaba convencida de que aquel cataclismo no era una coincidencia. Lo habían atraído sobre Kemit deliberadamente invocando a los dioses de las tinieblas, quizá a aquel Baal que su padre había combatido algunos años antes de la sequía.
Ante la desazón de su hermana, Seschi la cogió por los hombros.
—Desecha esos malos pensamientos, hermanita. Tú no eres responsable de nada. Neméter asegura que no es la primera vez que se produce tal plaga. La última remonta al reino de nuestro bisabuelo, el buen dios Sejemib-Perenmaat.
Durante los días siguientes, la masa rugiente se fue acercando inexorablemente a la capital. El río estaba cubierto en algunas partes por gruesas capas de insectos ahogados. Asimismo trajo mareas de refugiados hambrientos que habían huido de sus campos devastados. Algunas avanzadillas de saltamontes habían atacado ya los campos cultivados de los Muros Blancos. Los campesinos blandían teas encendidas para intentar ahuyentarlos, en vano. En todas partes la tierra resonaba con el zumbido de los élitros. En algunos puntos el cielo se oscurecía por la densidad de la nube.
—¿Podemos hacer algo? —preguntó Djoser a Imhotep.
—Por desgracia, oh Luz de Egipto, temo que somos impotentes para luchar contra estas langostas.
—¿No podríamos quemarlas? —sugirió Semuré.
—No resultaría. Presencié un fenómeno parecido en el curso de mis viajes, mucho más allá de Nubia. Nadie sabe por qué sucede, pero se multiplican en proporciones alucinantes. Nada puede detenerlas. Su número aumentará hasta el momento en que no tengan nada más que comer. Entonces morirán a millones, y todo volverá al orden normal.[7]
Ni siquiera en sus peores pesadillas Jirá habría imaginado nunca semejante horror. Los saltamontes estaban en todas partes, formando nubes ondeantes y rugientes. Individualmente, aquellos insectos no eran en absoluto peligrosos para el hombre. Pero los estragos que causaban eran apocalípticos. Bajo la acción de sus implacables mandíbulas, los cultivos se desintegraban lentamente. Perecían a cientos y a miles, y los pies descalzos aplastaban sus cadáveres o sus larvas reptantes. El cielo adoptó un tinte gris, que los rayos del mismo dios Ra a duras penas podían atravesar. Era imposible librarse de ellos. En algunos lugares se encendieron grandes hogueras esperando destruir así los huevos puestos en el suelo por las hembras. Pero éstas eran demasiado numerosas y los propios cultivos resultaban sacrificados.
La plaga duró el primer mes de la estación de Chemu. Con el corazón en un puño, Djoser recorría los campos, rodeado de una nube de insectos que los criados intentaban desesperadamente dispersar con la ayuda de grandes abanicos. Varias veces, sorprendió a campesinos llorando, con la cara hundida en el polvo sobre su cosecha destruida. En algunas casas freían los saltamontes en aceite de oliva para no morir de hambre.
Hasta los árboles se desplomaban bajo las zumbantes aglomeraciones de insectos. Racimos de saltamontes muertos caían de las ramas peladas. Los había en los jardines, en las casas, hasta en el interior de palacio adonde iban a morir después de devorar los arbustos decorativos.
Pronto los prometedores campos no presentaron más que tallos resecos por el sol. Por fin, la nube se desplazó poco a poco hacia el Delta, dejando a su paso un paisaje desolado. Sin embargo, Imhotep señaló que su importancia había disminuido.
—Han llegado a sus límites —explicó—. Dentro de una o dos décadas perecerán, y los campos del Bajo Egipto estarán a salvo.
No obstante, todos los cultivos del nomo de la capital habían quedado destruidos, así como de las ocho provincias cercanas del Alto Egipto. Aunque hubiera pocas posibilidades de que una nueva cosecha prosperara en esa época del año, Djoser ordenó el reparto de nuevas semillas, que los silos herméticamente cerrados habían protegido. Muertos de cansancio, los campesinos reanudaron el trabajo. Irrigaron los campos devastados, y sembraron trigo y cebada rogando a los dioses que se mostrasen clementes. Pero Imhotep no se había equivocado. Menos de un mes después, la nube de saltamontes había desaparecido.
Fue entonces una maldición todavía más grave la que se abatió sobre los Dos Reinos.