Capítulo 6

Dos días después, por mediación de Semuré, Djoser comunicó a Mojtar-Ba que estaba dispuesto a recibirlo. La delegación chipriota recorrió la avenida que conducía a palacio entre una mezcla de hostilidad e indiferencia. La muchedumbre silenciosa concentrada a su paso no era muy numerosa. La guardia real la vigilaba sin demasiado celo. Si surgiesen algunas piedras, nadie correría mucho a buscar a los culpables. Mojtar-Ba había deseado mostrarse en sus mejores galas luciendo unas ropas deslumbrantes. Sin embargo, a medida que avanzaba hacia el corazón de la ciudad, una sorda angustia se insinuaba en su persona. A la gente no le gustaba y se lo daba a entender claramente con aquel silencio cargado de intención. No había tomado parte personalmente en los combates librados ahí quince años antes, pero algunos de sus capitanes sí estaban presentes. Desde siempre, las relaciones entre los chipriotas y los piratas que merodeaban por las costas se habían basado en la ambigüedad. Los Pueblos del Mar, inapresables, sin escrúpulos, sin fe ni ley, habían establecido sus guaridas en diferentes puntos de la isla. Si los reyes de Chipre tenían ya bastantes dificultades en mantener una aparente unidad entre los diversos príncipes que se repartían el territorio, aún más difícil les era luchar directamente contra los piratas. Él mismo se había visto obligado varias veces a pactar con ellos, y soportar sin pestañear el saqueo de pequeños pueblos del interior. No disponía de un ejército suficientemente poderoso para luchar contra aquellos seres evanescentes. Atacar sus bases no solucionaba nada: huían y las reconstruían más lejos. Además, algunos nobles chipriotas no vacilaban en mezclarse con ellos para participar en sus razias.

La inquietud de Mojtar-Ba tenía otro origen. Lo que estaba descubriendo de Mennof-Ra le desconcertaba. Jamás habría imaginado una ciudad tan grande y tan hermosa. La alta muralla con resaltos que protegía la ciudad brillaba con un blanco deslumbrante bajo la luz del sol. Las casas estaban perfectamente cuidadas. Desde su litera, llevada por una docena de sus guerreros, adivinaba magníficos jardines decorados con árboles y estanques alimentados con agua a pesar de la sequía. Al principio le invadieron los celos, pero pronto se tornaron en una admiración no fingida. Un pueblo capaz de construir una ciudad tan prodigiosa merecía ser respetado.

En Chipre la gente moría de hambre a centenares. Los dioses indiferentes u hostiles habían dejado que los demonios invadieran la isla en forma de epidemias devastadoras. Hordas de pordioseros harapientos merodeaban por los campos y atacaban los pueblos aislados, saqueando las exiguas reservas de grano, matando al ganado, masacrando a los habitantes. Incluso le habían hablado de casos de antropofagia.

En Mennof-Ra, los ciudadanos parecían comer a su antojo. Los campos que había visto desde el río parecían verdes, pese a la sequía. Los rebaños, numerosos, estaban formados por magníficos animales. El rey de aquel país poseía sin duda alguna el arte de la magia, y disponía de un poder muy superior al suyo. No tenía ninguna necesidad ni de aliarse con él ni de su dinero. Antes de verle, Mojtar-Ba ya sabía que su entrevista se saldaría con un fracaso. Lo había adivinado al aproximarse a Busiris, la ciudad marítima situada en el este del Delta, donde en otro tiempo los egipcios habían vencido a su pueblo, aliado con los edomitas. La ciudad había sido reconstruida, y era todavía más grande que Alasia, la capital chipriota.

En palacio esperaban a la delegación con la misma indiferencia que el pueblo. Nadie deseaba conocer al reyezuelo arrogante que protegía a los piratas del Gran Verde. El rey había dudado en recibirle. Mojtar-Ba prácticamente se había impuesto enviando un emisario cuando había ya desembarcado en el suelo del Bajo Egipto. Djoser había reducido los fastos de la recepción al mínimo más estricto. Solamente sus más cercanos consejeros asistirían a la visita, así como la familia real.

Jirá esperaba con impaciencia la llegada de los chipriotas. Desde sus dos encuentros con Tash’Kor no había dejado de pensar en él. Se sentía avergonzada por aquel interés inexplicable. A veces le parecía no ser dueña de sí misma. Sin embargo, aunque tenía la sensación de haberle parado los pies, se había burlado de ella. No había tardado mucho en seducir a otras chicas. Le odiaba. Pero tenía mucha curiosidad por volver a verlo. Para enseñarle que no podía esperar casarse así como así con la hija del Horus Neteri-Jet.

No obstante, la satisfacción vengadora de Jirá se mudó en estupefacción cuando la delegación chipriota entró en la sala del trono. Detrás del rey Mojtar-Ba avanzaban ¡dos Tash’Kor! Creyó estar sufriendo una alucinación y tardó unos instantes en comprender que se trataba de gemelos. Vestidos de idéntico modo, era imposible distinguir al uno del otro. Ahora se explicaba por qué Tash’Kor había parecido sorprenderse cuando se lo había encontrado a la orilla del río: estaba hablando con su hermano.

Mojtar-Ba y sus hijos avanzaron hacia el trono decorado con patas de león en el que Djoser había tomado asiento. El soberano de las Dos Tierras iba tocado con la doble corona roja y blanca, y, cruzadas sobre el pecho, llevaba las insignias de su poder, el Heq y el Nejeka, el cayado y el flagelo. También lucía la barba postiza de cuero trenzado en su mentón. En su frente se erguía Uadjet, la diosa cobra, símbolo de la cólera de Ra, que debía fulminar a los enemigos de Kemit. A su lado, Tanis llevaba un vestido de lino blanco extremadamente fino, cuyo drapeado bordado en oro realzaba su silueta. En la cabeza lucía una diadema de electro con incrustaciones de lapislázuli y turquesas, piedras de la diosa Hator.

Pese a su riqueza, el atuendo del rey chipriota no era tan elegante y carecía de refinamiento. Exhibía un rostro altivo, para mostrar bien su insatisfacción por haber sido obligado a esperar varios días. Fingiendo no hablar egipcio, se dirigió a Djoser mediante su intérprete. El Horus no ignoraba que conocía la lengua del Valle Sagrado, pero para Mojtar-Ba era una manera de colocarse en pie de igualdad con su anfitrión. Aunque lo sabía, Djoser no reaccionó.

Tras una serie de elogios ditirámbicos, el rey chipriota se centró en el objeto de su visita. Solicitaba la ayuda de su amigo, el rey del Alto y Bajo Egipto, para alimentar a su pueblo que se moría de hambre por culpa de la sequía. Sabía a ciencia cierta que Kemit tenía reservas abundantes, y deseaba comprar grano y algunos rebaños. A tal fin había traído tres cofres llenos de plata. El gran Horus Neteri-Jet no podía por menos que sentirse interesado por tal proposición, pues Mojtar-Ba no ignoraba que los egipcios pensaban que los huesos de sus dioses estaban hechos de aquel metal. Se sentía dichoso, por tanto, al poder contribuir a erigir templos para ellos.

Djoser disimuló una sonrisa: era muy probable que aquella plata proviniera de las cuantiosas rapiñas cometidas por los piratas chipriotas. Pero Mojtar-Ba, arrebatado por su propia elocuencia, prosiguió. Los mismos dioses, añadió, veían con ojos propicios la alianza entre los dos poderosos reinos. ¿Acaso no habían permitido que su hijo Tash’Kor conociese a la más hermosa de las princesas egipcias, y que cayera rendidamente enamorado de ella? Éste había confesado a su padre que deseaba desposarla. Mojtar-Ba había dado su consentimiento sin dudarlo, pues no había que contrariar la voluntad de los dioses. Por lo tanto, estaba dispuesto, si ese matrimonio complacía al Horus y a la bellísima Nefertiti, a acoger a la joven princesa en su palacio, como a la hija que los dioses le habían negado hasta el presente. Tash’Kor dio un paso adelante, lo cual permitió a Jirá diferenciarlo de su hermano.

Lanzó una mirada desesperada a su madre. La visión de los gemelos le inspiraba un extraño malestar. No tenía deseo alguno de abandonar Kemit para hallarse prisionera en un reino del que nada sabía. Y sobre todo, ninguna mano de hombre se había posado aún sobre su cuerpo. Tanis adivinó la inquietud que la invadía. A pesar de su silueta de sensuales formas, su mente seguía siendo la de una niña de doce años. El príncipe de Chipre no se había percatado de su juventud.

Susurró unas palabras a Djoser, quien dirigió una sonrisa de complicidad a Jirá para tranquilizarla. La pequeña sintió un ligero alivio, mezclado con un inexplicable pesar.

El Horus meditó por unos instantes y dio luego su respuesta. Con una mezcla de diplomacia y firmeza, explicó que el rey de Chipre estaba mal informado, y que las reservas de Kemit apenas eran suficientes para garantizar la próxima siembra. Por otra parte, el número de rebaños iba disminuyendo inexorablemente. Por consiguiente, era imposible conceder al rey Mojtar-Ba lo que deseaba. Por último, la princesa Jirá era demasiado joven para pensar en casarse. Si bien se sentía muy halagado por la proposición, no podía concederle su mano al príncipe Tash’Kor. Sin embargo, a fin de prestar ayuda a su visitante, consentía en proporcionarle, sin contrapartida alguna, varias tinajas de trigo y cebada, destinadas a la siembra.

Mojtar-Ba sofocó su decepción, y luego ordenó a sus criados que trajeran los tres cofres de plata. Jirá evitó los ojos de Tash’Kor, que no cesaba de mirarla fijamente. En su rostro se había grabado una expresión de cólera reprimida que provocó en la joven una incontenible sensación de angustia.

Dos días después, los chipriotas abandonaban Mennof-Ra. Poco antes del embarco, Jirá fue al puerto para presenciar la salida de la nave. En su fuero interno se decía que era una tonta. No tenía nada que hacer allí. Había conseguido lo que quería: el Horus le había negado su mano a Tash’Kor. Entonces ¿qué fuerza incomprensible la arrastraba a ir a verlo una vez más? La terrible mirada que le había dirigido antes de salir de palacio había hecho nacer en ella un miedo cercano al pánico. Habría querido explicarle, decirle que era muy joven, que amaba demasiado a sus padres para dejarlos de ese modo, que le conocía muy poco. Al momento siguiente se decía que Tash’Kor no era más que un bárbaro, un pirata que asaltaba los barcos egipcios. No tenía nada que hacer con un salvaje de ese calibre.

Nada…

De pronto, una silueta se plantó delante de ella. Una brusca descarga de adrenalina le bloqueó la respiración. Tash’Kor, rodeado de varios guerreros chipriotas, la contemplaba duramente.

—¡Así que la princesa se ha salido con la suya! —se mofó—. El Horus Djoser no ha aceptado que me case contigo. Mojtar-Ba se ve, pues, obligado a regresar a Chipre con las manos vacías. Sólo los dioses saben qué recibimiento le tiene reservado su pueblo, que puso todas sus esperanzas en él. Sé que podíais ayudarnos. Tú deberías haber intentado convencer a tu divino padre. Pero no has hecho nada. Ahora deberás pensar cada día y cada noche en los niños de mi isla que llorarán de hambre antes de morir. ¡Morir por tu culpa!

—¡No es cierto! —protestó Jirá—. ¿Acaso crees que los niños de las Dos Tierras son más afortunados? ¡Allá, en el sur, mueren a cientos!

—¡Cállate! Creí amarte, pero lo que me llevo de ti no es sino un recuerdo de odio. Así que ¡ten cuidado! —Con un gesto brusco le señaló el barco de su padre—. ¿Ves ahí a ese hombre de negro? Se llama Jokán. Es el mago más importante que ha existido en el mundo. Tiene el poder de hacer caer la maldición sobre tu país. Y lo hará, porque yo le pediré que lo haga. Pronto se abatirán grandes desgracias sobre Kemit. Y entonces sabrás quién las habrá provocado.

Sin esperar respuesta se dirigió hacia su barco. Jirá, paralizada, no se atrevía a hacer ni un gesto. Las palabras del joven resonaban en su cabeza como una condena. No era posible, no podía considerarla responsable de la negativa de su padre. Ella no había hecho más que rechazar su petición de matrimonio, porque era demasiado joven. Si él hubiese tenido la paciencia de esperar…

Pero se sacudió su imagen de la cabeza. Había querido asustarla. No era más que un imbécil orgulloso.

No obstante, la noche siguiente, el malestar que la embargaba desde la llegada de la delegación chipriota había aumentado. A pesar de la aparente calma recuperada en la ciudad, le parecía vislumbrar las sombrías amenazas que se alzaban a lo lejos, y que pronto se abatirían sobre los Dos Reinos.

En el transcurso de los meses siguientes, sin embargo, parecieron irse difuminando. Hasta el día en que resurgieron de una forma tan inesperada como terrorífica.