Capítulo 5

Hacía tres días que la delegación chipriota había sido recibida en la capital. Más exactamente, le habían concedido el derecho de fondear en un lugar alejado del ujer. Debido a las ambiguas relaciones existentes entre las dos naciones, el Horus no se había desplazado hasta el puerto para recibir a su visitante, tal como hubiera hecho gustosamente con un monarca amigo. Era su forma de marcar las distancias. Recordaba la invasión llevada a cabo quince años atrás por los Pueblos del Mar juntamente con los edomitas. Aunque Mojtar-Ba negaba toda responsabilidad sobre las tribus piratas que merodeaban por su isla, Djoser no le concedía a ese respecto más que una limitada confianza.

El rey extranjero había tenido que pasar la primera noche a bordo de su barco, en compañía de su pequeña corte. Muy pocos chipriotas se habían aventurado a bajar a tierra. Una sorda hostilidad emanaba de la población, que no había olvidado los combates del pasado. Incluso algunas pedradas habían hecho que Semuré situara una partida de guardias azules en las cercanías de las naves visitantes, a fin de evitar cualquier incidente. Él mismo había subido a bordo para dar la bienvenida a Mojtar-Ba y hacerle saber que el Horus Neteri-Jet le concedería una audiencia «en breve». Observó la contrariedad de su interlocutor, quien se expresaba mediante un intérprete y se había engalanado con su más rica vestimenta para recibirle. Contaba así con dar más realce a su persona. Pero estaba en posición de solicitante y su única baza consistía en hacer admitir a Djoser que una alianza con él supondría una ventaja indispensable para el desarrollo del comercio con Levante.

Semuré había escuchado, imperturbable, el locuaz discurso de Mojtar-Ba, en el que daba a entender que estaba a punto de terminar con las tribus piratas que infestaban su reino. Pronto, según decía, las naves egipcias podrían navegar con toda tranquilidad hasta sus establecimientos en Biblos y Ashqelon. Semuré había reprimido una sonrisa. Tenía serias sospechas de que Mojtar-Ba estaba conchabado con los jefes piratas, que le pagaban un tributo para establecer sus aldeas en sus tierras. En cuanto a la seguridad de los barcos egipcios, ésta quedaba garantizada por poderosas naves escoltas que alejaban hasta a los más atrevidos. En realidad, una alianza con los chipriotas no era de gran utilidad, y Mojtar-Ba sabía que su postura no era defendible. La situación de su reino tenía que ser verdaderamente crítica para que emprendiera semejante acción.

Al cabo de tres días, la tensión del inicio se había apaciguado. Los egipcios, intrigados por aquellos forasteros que quizá no fueran enemigos, terminaron por dedicarles una indiferencia calcada a la de su monarca. Más tranquilos, los chipriotas empezaron a desembarcar. Algunos de ellos entablaron contacto con una población más bien desdeñosa, pero también muy curiosa.

Jirá estaba al tanto de aquellos titubeos de orden político. Normalmente apenas le habrían preocupado, pero el recuerdo del desconocido no la abandonaba. No conseguía definir la impresión que le había causado la mirada del joven chipriota. A ratos la dominaba una terrible sensación de angustia, que le daba ganas de huir lejos de palacio para esperar la partida de su nave. No podía olvidar el destello de fuego que por un instante había iluminado sus ojos. Lo interpretaba como una advertencia: aquellos extranjeros no podían traer nada bueno.

Sin embargo, a pesar de su prevención, no podía deshacerse del malestar que la invadía. La mirada del desconocido había despertado en su cuerpo sensaciones nuevas, equívocas. Sabía que era hermosa, pero no le preocupaba mucho. Los muchachos que la rodeaban no llegaban a los trece años. Al igual que ella, sólo se interesaban por la caza y los juegos enérgicos. Y si a veces uno de ellos se permitía un gesto demasiado familiar, ella replicaba con un sólido puñetazo que desanimaba al atrevido.

Aquella mañana, Seschi decidió llevar a su pequeña tropa a pescar más arriba del puerto. El día antes, Kebi y los criados habían preparado balsas con tallos de papiro. En el último momento, Jirá no quiso seguir a sus amigos. Seschi la trató de idiota, encajó sin protestar dos empellones, y luego se alejó con su paso tranquilo de joven gigante seguro de su fuerza.

Jirá no podía confiarle por qué deseaba quedarse en Mennof-Ra. Él no habría entendido que esperaba volver a ver al joven chipriota que le había mirado unos días antes. Ni siquiera ella se explicaba su propia reacción, que no le parecía otra cosa sino debilidad. Le disgustaba sentir una emoción tan poco habitual, a la que, sin embargo, era incapaz de resistirse. No conseguía olvidar su misteriosa mirada, atractiva e inquietante a la vez.

Tras vagar por las agitadas calles de la capital, su melancólico paseo la condujo a los jardines de la Gran Mansión. Con la excepción de dos porteadoras nubias que la seguían unos pasos más atrás, sólo la acompañaba Inja-Es. La pequeña notaba que el corazón de su hermana mayor albergaba un tormento y, por instinto, adivinaba que tenía necesidad de su presencia. La chiquilla poseía una inteligencia y una agudeza insólitas en una niña de cinco años. No hablaba, se limitaba a apretar con fuerza la mano de Jirá, para transmitirle un poco de calor. La complicidad que las unía era casi como la de dos mujeres.

Deambulando entre las pajareras, jaulas y fosos donde vivían los animales regalados a su madre, vieron de repente la familiar silueta de Rana, la leona amaestrada, que surgía de un arbusto de tamariz. Ambas niñas se precipitaron hacia el animal para acariciarlo. Recogida por Semuré cuando era un cachorro durante una cacería, Rana nunca había vivido en otro medio que el gran parque de palacio. La habían alimentado en abundancia y nunca había aprendido a cazar. Ni las gacelas ni los antílopes le tenían miedo, y no era extraño verlas trotar junto a la fiera. Muy cariñosa y tan fiel como un perro, Rana reinaba sobre su pequeño dominio como una soberana acostumbrada a recibir los homenajes de sus súbditos.

De repente, una especie de balbuceo atrajo la atención de Jirá. Se dio media vuelta y sintió que el corazón se le subía a la garganta. El desconocido del barco chipriota la estaba contemplando, con los ojos llenos de horror. Comprendió al instante la causa de su temor: no esperaba verla jugando con una leona. Tuvo ganas de echarse a reír ante su cara de preocupación, pero se contuvo; una curiosa languidez se extendió por su vientre y su cintura. El recién llegado era muy guapo. Vestido con un taparrabos de fino lino, ribeteado con hilo de oro, y una capa escarlata sujeta en el hombro con un broche de plata, parecía más joven de lo que se había imaginado. Calculó que tendría diecisiete o dieciocho años.

Sintiéndose dueña de un poder que no poseía, se irguió con aires arrogantes y le habló con cierto tono burlón.

—¿Acaso te dan miedo los leones?

Tragó saliva con dificultad y respondió en un egipcio con fuerte acento:

—¡No! Pero me parece una idea muy extraña amaestrar a una fiera. ¡Son peligrosas!

Rana no es mala. ¿Quieres acariciarla?

—¡No, gracias! En general, sólo me acerco a los leones llevando arco y flechas.

Inja-Es, que había seguido la conversación, protestó:

—¿Es que quieres matarla? ¡Si lo haces, te mato yo a ti!

El joven sonrió ante la vehemencia de la niña.

—No temas, pequeña princesa. No quiero hacerle ningún daño a tu leona. Hablaba de los leones salvajes del desierto.

Inja-Es se enfurruñó y le dio la espalda al intruso con ostentación. Éste no le gustaba mucho, sobre todo porque su hermana lo miraba de un modo como no le había visto nunca hacerlo, y eso la preocupaba. Para ella, la conversación había terminado. Manteniéndose a una distancia prudente, el chipriota contempló a Jirá sin decir palabra, avivando en ella la turbación que por un instante la había abandonado. Aquel demonio de forastero tenía los ojos más bonitos del mundo, de un color turquesa que contrastaba con su pelo negro azabache.

—Me llamo Tash’Kor —dijo al fin—. Soy el hijo del rey de Chipre, el gran Mojtar-Ba.

—Sé bienvenido al valle de Kemit —respondió la muchacha con voz insegura—. Soy Jirá, princesa real, hija del Horus Neteri-Jet y de la gran esposa Nefertiti.

—Lo sé, me he informado sobre ti.

—¿Ah, sí?

—No he olvidado nuestro primer encuentro, hace tres días.

—Ah, eras tú —contestó ella en un tono despreocupado que sonaba completamente falso.

—Cuando te vi a la luz del sol, en medio del pantano, creí ver a nuestra diosa Cipris.

—¿Cipris?

—Para nosotros ella es la representación del amor.

El corazón de Jirá se puso a latir más deprisa. Habría querido poner al joven en su sitio, pero le faltaba el valor necesario. Tash’Kor insistió:

—Jamás he visto una mujer tan hermosa como tú. Hace tres días que en mis pensamientos y mis sueños sólo apareces tú. Me he escapado del barco de mi padre para deambular por la ciudad esperando encontrarte. Me siento dichoso de que los dioses hayan dirigido los pasos del uno hacia el otro. Estoy seguro de que no se trata de una casualidad.

Mientras hablaba, iba recorriendo su cuerpo con la mirada, demorándose en el pecho ya formado, en las piernas… Un arranque de rebelión se adueñó de Jirá y le respondió en tono cortante:

—Me pareces muy impertinente al hablar de ese modo a la primera hija del Horus.

—Pero yo también soy príncipe —replicó Tash’Kor.

—¡Bah! El príncipe de un pequeño reino que ataca las flotas mercantes del Kemit. Se necesita algo más para llamar mi atención.

Sintiéndose insultado, el joven protestó:

—Sin embargo, tengo la intención de pedir tu mano a tu padre.

—¿Cómo? —se rebeló Jirá—. ¡No te lo permito!

—Mi padre desea concertar una alianza entre Chipre y Kemit. Esta alianza podría ir sellada con nuestro matrimonio.

—Puedes pedir mi mano si quieres —replicó ella—. Me negaré, y mi padre jamás me obligará a casarme con un hombre sin mi consentimiento.

Por toda respuesta, él le dirigió una gran sonrisa y dio media vuelta. Irritada, Jirá le miró mientras se alejaba, luego se volvió hacia Inja-Es. La pequeña estaba visiblemente encantada del modo en que había echado al intruso.

Pero Jirá no estaba satisfecha. Lamentaba haberse mostrado tan desagradable con el muchacho. No había cometido más crimen que el de piropearla, y deseaba casarse con ella. Pensándolo bien, incluso era halagador. En realidad, se sentía terriblemente torpe. Por más que se repitiera que sólo tenía doce años y que no estaba preparada para ese tipo de conversación, estaba furiosa consigo misma. Se había comportado con Tash’Kor como con sus pequeños enamorados. Sin embargo, él era ya casi un hombre. Sin duda le habría parecido ridícula.

—¡Yo, cuando sea mayor, no me casaré! —afirmó Inja-Es perentoriamente.

—¿Por qué? —preguntó Jirá, alegre de repente.

—¡Los chicos son muy tontos! —explicó—. Y además, ¡son feos!

—¡Ése es guapo!

—¡No lo has mirado bien! ¡Parece un lobo del desierto!

Jirá renunció a contestarle. Había captado en la voz de su hermanita el reflejo de unos celos sin concesión. Molesta, cogió a Inja-Es de la mano y se puso en marcha, seguida al instante por las portadoras de sandalias. Sintió un brusco deseo de ver a sus hermanos Seschi y Ajti. Les contaría su aventura y todos se reirían. Dirigió sus pasos hacia el ujer, con la esperanza de encontrar el sitio al que habían ido a pescar. Paseando por las callejuelas abarrotadas de artesanos que las saludaban con afecto, tardaron un buen rato en llegar a la orilla del río, un poco más arriba del puerto.

De pronto, el corazón de Jirá volvió a darle un vuelco. A la sombra de las palmeras, reconoció a Tash’Kor, rodeado de media docena de jóvenes egipcias, que lo miraban fascinadas. De una larga arpa apoyada en el suelo delante de él extraía una dulce y mágica melodía. Así que aquel bárbaro sabía tocar música…

Una brusca oleada de celos revolvió las entrañas de Jirá. Después de todo lo que le había declarado hacía un momento, ¿cómo podía intentar seducir a aquellas estúpidas? Caminó hacia él con paso enfurecido.

—¡Veo que no te ha faltado tiempo para consolarte con otras! —le espetó.

El muchacho dejó de tocar y la contempló con cara de sorpresa. Dejó pasar un momento de silencio y luego replicó lentamente, con una extraña sonrisa:

—Sólo estaba tocando el arpa. No te ofendas.

—¡Muy bien, sigue, si eso es todo lo que sabes hacer! Además, no me extraña, tratándose de alguien que tiene miedo de un león amaestrado.

—Un león amaestrado…

Evidentemente fingía no entenderla, sin duda debido a su corte de admiradoras. Jirá, furiosa, dio media vuelta y se alejó sin esperar respuesta.