Capítulo 4

Varios días después, a principios del mes de Paofi…

Un calor infernal se abatía sobre los Dos Reinos. La noche sólo representaba una débil mejoría en medio del infierno. En los aposentos reservados a los niños, Jirá dormía en una cama de esteras trenzadas. Si bien su edad ya le permitía llevar taparrabos, iba completamente desnuda, incapaz de soportar la más mínima prenda sobre su piel ardiente. Hacía varios meses que había abandonado el peinado infantil para dejarse crecer una abundante cabellera, negro azabache, que le caía por los hombros. Sus delicados rasgos, su boca de labios carnosos y sensuales anunciaban ya a la soberbia mujer en que se estaba metamorfoseando.

Por entonces Jirá se preocupaba poco de su belleza y del efecto que su juvenil sensualidad podía ejercer sobre los hombres. Su reciente menstruación la había contrariado mucho. No le veía la utilidad, aunque Tanis le hubiera explicado los motivos de aquella transformación. Le desagradaba la perspectiva de tener que abandonar a sus compañeros, sus cacerías y sus briosos juegos. Quizá debido a los solapados dolores que de vez en cuando le atravesaban el vientre durante el sueño, éste estaba plagado de pesadillas, algunas de las cuales adoptaban tintes de una pavorosa realidad.

Deambulaba por la orilla del río. La acompañaban unas siluetas indistintas y movedizas. El grupo fantasmagórico fue a parar pronto a un claro iluminado por una luz de color de sangre. Se oían gritos de niños, sofocados por un rumor procedente de ninguna parte, símbolo de la angustiosa amenaza que pesaba sobre aquel lugar. Jirá se movía trabajosamente. Le parecía que sus miembros se hundían en un lodo espeso, ardiente y frío a la vez. Alguien le tendía la mano. Se dio la vuelta lentamente y reconoció a su hermana Inja-Es, la niñita más bonita que Kemit hubiese visto jamás. Pero era mayor: ocho años, quizá diez. Jirá reconoció el rostro de su madre, un rostro deformado por la fatiga y la angustia. En torno a ellos se movían sombras de esclavos y una retahíla de silenciosos niños. Una sensación de temor invadió a Jirá. Algo no iba bien, un peligro terrorífico se cernía sobre ellos. Quería irse de aquel claro, volver a la luz, al frescor del agua, a la suavidad de los jardines de palacio. Pero el aire parecía pegajoso, viscoso… De repente, todo pareció acelerarse. La boca de Tanis se abrió para emitir un alarido que no podía surgir. Jirá se dio media vuelta bruscamente y vio a Inja-Es con la cara cubierta de sangre, los rasgos deformados por el sufrimiento. Quería gritar, pero una fuerza insidiosa la ahogaba, le apretaba el pecho. Empezó a jadear. Un terror líquido la inundó cuando vio un chorro escarlata brotar de la boca de su hermana, que cayó al suelo como una flor cortada.

Un alarido estridente estalló al fin, muy cerca, muy lejos, desgarrando el opresivo silencio. Se despertó, con la respiración entrecortada por la angustia y la mente confusa. Entonces profirió un nuevo grito; junto a ella se había materializado una silueta a la que no reconoció de inmediato: Seschi. Con el corazón desbocado, necesitó unos segundos para recuperar el aliento.

—¡Has gritado! —dijo el muchacho.

Ella se lanzó a sus brazos sin darse cuenta de que las lágrimas surcaban sus mejillas.

—He… tenido… un sueño horrible —dijo Jirá entre sollozos.

Le contó lo que había visto con voz entrecortada, pero de pronto se separó de él con brusquedad y se precipitó a la habitación de su hermana. La pequeña dormía a pierna suelta, enredada, como de costumbre, entre las esteras. Jirá cayó de rodillas junto a la cama. Adoraba a Inja-Es. Seschi trató de tranquilizarla.

—Has tenido una pesadilla. Hace mucho calor…

—Era real, Seschi. Ni siquiera sé lo que ocurrió. Solamente vi su rostro cubierto de sangre. Era como si… algo la hubiera golpeado. ¿Crees que alguien puede querer su mal?

—¡Es imposible! Nuestro padre aniquiló a sus enemigos hace varios años y la paz reina en Kemit. Además, Inja-Es no es más que una niña. ¿Por qué iban a querer matarla?

Le apretó la mano con fuerza.

—Y además, aquí estaríamos nosotros para defenderla, ¿no?

Jirá asintió en silencio. Se inclinó sobre la niña, a la que colocó correctamente en la cama. Sabía que no valía la pena. Dentro de unos instantes, Inja-Es habría vuelto a adoptar una de aquellas caprichosas posturas que tanto le gustaban, pero el contacto de la piel tibia de la pequeña tranquilizó un tanto a Jirá. Con dulces gestos, se quitó del cuello el collar con el nudo de Tit, símbolo de la protección de Isis, que jamás la abandonaba, y se lo puso a su hermanita. Tampoco así despertó.

Al día siguiente, la angustia que atenazaba a la jovencita desde su pesadilla no la había abandonado. Por miedo a alarmar a su madre inútilmente se guardó el sueño para sí misma, y pidió a Seschi que no se fuera de la lengua. El muchacho, contrariado por el tormento del que Jirá era víctima, le propuso irse de caza al borde del Iclta, en el límite septentrional del nomo de los Muros Blancos. En ese lugar el Nilo se separaba en dos grandes brazos. El situado a oriente adoptaba a veces las formas de un gran lago sinuoso, a partir del cual se tejía una red de innumerables brazos secundarios.

En aquella época del año, los campos habrían tenido que desaparecer bajo una inmensa extensión de agua de la que sólo emergerían las tierras altas, los koms, en los que se alzaban las aldeas. Pero el nivel del Nilo prácticamente no se había movido, y las vastas llanuras pantanosas se secaban lentamente bajo el implacable sol. Era allí, entre los matorrales de papiros amarillentos, donde los jóvenes nobles gustaban de cazar pájaros con bumerán, arco o redes.

Seschi sentía preferencia por el bumerán, o palo arrojadizo, que lanzaba con fuerza y precisión extraordinarias. A los doce años, casi había alcanzado la estatura de un hombre, y prometía llegar a ser un coloso aún más robusto que su divino padre. Poseía una fuerza poco común para un niño de su edad y no vacilaba en competir con adolescentes cuatro o cinco años mayores que él. Muy pocos le vencían.

De temperamento curioso y entusiasta, se apasionaba por todo, acribillando al pobre Neméter con sus preguntas. Emanaba de él una fuerza vital que recordaba en cierto modo la potencia de un ciclón. Generoso y altruista, demostraba por sus hermanas un cariño a veces brusco y torpe. La rivalidad que de vez en cuando le enfrentaba a Jirá no se había atenuado con el tiempo. Como en el pasado, era normal que se peleasen, incluso que tuvieran violentos altercados. Si bien le sacaba dos cabezas, Jirá nunca dudaba en saltar sobre él cuando la tensión explotaba. Eso no impedía que se amaran profundamente. Seschi no soportaba verla desgraciada. La sorda angustia que la invadía desde la noche anterior le llenaba de desazón, y no sabía qué hacer para distraerla.

Entre aquellos dos temperamentos desbordantes de energía, Ajti-Meri-Ptah daba muestras de ponderación. De carácter pausado, tranquilo y observador, moderaba los excesos de sus hermanos mayores. Más de una vez había evitado que cayeran en las increíbles trampas adonde les arrastraban sus imaginativas mentes. Sin embargo, rebosante de admiración y afecto por ellos, no podía ni imaginar el gobernar en el futuro sin su ayuda. Aunque era tres años más pequeño, parecía mayor que ellos. Tal prudencia se debía en gran medida a las enseñanzas de su preceptor Anherka, compañero de Neméter e Imhotep. Dado que los oráculos habían determinado que él era el único y verdadero heredero de las Dos Coronas, le habían instruido en el arte de gobernar y el estudio de la teología, campo que le apasionaba especialmente.

En su mente veía ya a su futura corte. En cuestión de amor, no había duda posible: se casaría con Mina, su hermana de leche. Alimentados en el mismo seno, jamás se habían separado. Entre ellos reinaba la misma complicidad que existe entre los gemelos, y no se veía compartiendo el lecho con ninguna otra mujer. Naú, un año mayor, era para él como un segundo hermano. Lo nombraría gran visir, pues había heredado el espíritu inventivo de su padre.

Seschi se pondría al mando de la marina. Ajti sabía bien que le apasionaban los barcos, en especial los que eran capaces de enfrentarse al Gran Verde. A menudo, Seschi llevaba a su pequeña banda a los muelles del ujer, cuando grandes naves cargadas de madera y especias llegaban del lejano Oriente. Allí se ponía a charlar con los marineros, les preguntaba sobre la estructura del barco y pedía permiso para visitarlo, cosa que nunca le negaban. A los doce años, Seschi conocía las diferentes partes de un barco tan bien como los mejores navegantes.

Seschi y Ajti lanzaron un grito de triunfo cuando la flecha de Jirá alcanzó la garza en pleno vuelo. Ante las miradas de admiración de la pandilla, la niña avanzó con paso ligero hacia el lugar donde había caído el volátil, seguida por el grupo de niños entusiastas. Les acompañaba media docena de guerreros a las órdenes de Kebi, el capitán que Djoser había designado para protegerles. Aquellos rudos hombres de tropa no podían dejar de sentir una equívoca turbación ante la belleza de su princesa. Pese a sus doce años, su esbelta silueta era ya la de una mujer. Vestida con un taparrabos de lino blanco muy fino, deslumbraba por su belleza y sensualidad, tanto más naturales cuanto que no prestaba atención a sí misma. Sus largas y finas piernas la asemejaban a una gacela por su paso ágil y gracioso. Sus ojos, realzados por el khol y los polvos de malaquita, estaban ribeteados por largas pestañas cuyo poder de seducción desconocía. «Los más bellos ojos del mundo», consideraban los jóvenes cortesanos atraídos también por su pecho incipiente. Pero a Jirá le preocupaba poco el efecto que causaba en los hombres. Si su cuerpo era el de una mujer en formación, su mente seguía siendo la de una chiquilla. Con un vivo gesto arrancó la flecha que había matado a la garza. Luego contempló el río apenas modificado por la modesta crecida. El lugar donde se hallaba debería llevar ya varios días cubierto por las aguas.

De pronto, un espectáculo insólito atrajo su atención. Río abajo, en el brazo oriental, tres navíos navegaban en dirección a la capital, suavemente empujados por un débil viento del norte. El pequeño grupo, intrigado, se acercó a la orilla con gritos de excitación.

—¡Mirad! —exclamó Seschi—. No son barcos egipcios.

Jirá se mantuvo a distancia. Sin motivo aparente, una oscura sensación de malestar se había adueñado de ella, parecida a la que había sentido el día en que el jamsín se había levantado en el desierto, justo antes de la sequía. Su presentimiento no la había engañado. Desde que aquella plaga se había instalado en los Dos Reinos, había presenciado escenas terroríficas: había visto amarillear las hojas de los grandes árboles, y secarse, como quemadas por un fuego sin llamas; había visto las oscuras aguas del río-dios infestadas de animales muertos. Durante un viaje por el sur, adonde había acompañado al rey, había visto a los cocodrilos pelearse por los cadáveres descarnados de seres humanos; había visto a niños muriéndose de hambre, con la mirada ardiente de fiebre y las costillas marcadas; habría querido ayudarles, ofrecerles algo para comer y sobrevivir. Pero ni siquiera su padre podía socorrer a todos los pobres acosados por la hambruna. Pese a sus esfuerzos, en algunos nomos, muchas familias ya no tenían con qué alimentarse.

Su naturaleza generosa había rechazado los padecimientos y el desespero de los egipcios, que adivinaba tras el valor y obstinación de éstos. Pero se sentía impotente para luchar contra la catástrofe. A lo largo de los años había sentido cómo su infancia se deshacía poco a poco, se deshilachaba, en cierto modo como alguien que se desprende de una prenda usada. Detrás de la máscara de los juegos y la despreocupación, aunque siempre hubiera querido ignorarlo, la mujer que llevaba dentro se desarrollaba inexorablemente. Tal vez era esa la razón por la que desdeñaba las miradas clavadas de los hombres en su cuerpo, se aferraba con una especie de feroz desespero a sus juegos, a sus cacerías despreocupadas en los pantanos. Sabía, sin embargo, que no conseguiría detener el curso de las cosas.

El ver aquellas naves desconocidas le causó una extraña sensación. Una voz interior le gritaba que huyera, que se escondiera. Sin poder explicar por qué, sentía que aquellos barcos ocultaban una amenaza que le concernía directamente. No obstante, una curiosidad irreprimible la mantenía clavada en el sitio. Oyó a Seschi comentando las características de los tres barcos impulsados cada uno por unos sesenta remeros, pero no entendió todo lo que estaba diciendo. Se dijo que era una tonta. ¿Qué peligro podían representar aquellas naves extranjeras frente a la imponente flota que protegía a Mennof-Ra: un centenar de naves de guerra que constituían, sin duda, la armada más poderosa del mundo conocido?

Plantada orgullosamente sobre sus piernas de gacela, inconsciente de la seducción que desprendía su juvenil silueta, observó a los visitantes. Distinguió claramente a los personajes apostados de pie en la proa del barco que iba en cabeza. Uno de ellos le llamó la atención. Era un joven de rostro fino y largo, de ojos curiosamente rasgados hacia las sienes, y vestido con una capa roja. Junto a él había un hombre mayor de pelo blanco. Atraído por su mirada, el joven la observó a su vez. Azorada, Jirá pensó en huir. Pero una fuerza superior la retenía. Se sentía como un pájaro hipnotizado por una serpiente. El desconocido no apartó su mirada hasta que el viento no puso a los barcos fuera del alcance de la vista. Por un momento le había parecido que sus ojos se iluminaban con un destello rojo. Pero tal vez se tratase de un reflejo del sol en los remolinos del río.

Una observación de Ajti la sacó de su meditación.

—¡Nunca había visto naves semejantes! ¿De dónde vienen?

Naú le proporcionó la respuesta.

—De Chipre, sin duda. Han anunciado la visita del rey de esa isla.

—¡Volvamos a casa! —exclamó Seschi—. Llegaremos a tiempo para verlos desembarcar.

Un coro de entusiasmo le respondió. Fue entonces cuando se dio cuenta de la desazón de Jirá.

—¿Qué te pasa, hermanita? ¿No quieres venir?

—Tengo miedo, Seschi. He visto la mirada de uno de ellos. No era la mirada de un ser humano.