Capítulo 3

Año doce del reinado del Horus Neteri-Et…

Los cazadores habían salido de Mennof-Ra por la mañana, antes incluso de la aparición de Jepri-Ra en el horizonte oriental. Tras bordear la meseta de Saqqara por el norte, se habían internado en el corazón de la sabana agostada hasta los límites del desierto del Amenti. Después, mientras los guerreros permanecían detrás, el rey y sus compañeros se habían dispersado en pequeños grupos armados con arcos y lanzas.

Como los niños se peleaban para seguir a Djoser o a Tanis, lo habían echado a suertes. El resultado había designado a Jirá la tarea de llevar los pertrechos del Horus, mientras que Seschi asistiría a Tanis. Además de la pareja real, varios señores cercanos participarían en la cacería, entre los cuales se hallaban Moshem y Pianti, seguidos por Ajti y Naú.

Jirá estaba encantada. Le gustaban aquellos instantes privilegiados en que se encontraba sola con el hombre a quien consideraba su padre. Desde siempre había estado presente, dios vivo ante quien se postraba todo un pueblo, pero también hombre atento con sus hijos. A pesar de sus duras responsabilidades, cada día reservaba para ellos largos momentos durante los cuales les preguntaba por sus estudios, se preocupaba por sus inquietudes, jugaba con ellos. Igualmente, se interesaba por su entrenamiento militar. Aunque era aquél un territorio normalmente reservado a los chicos, Jirá, a semejanza de su madre, había querido aprender a luchar y a manejar el arco, disciplina en la que sobresalía.

Desde el amanecer Djoser y ella seguían la pista de un rebaño de aquellos antílopes de cuernos en espiral llamados addax. En ese momento, el sol en el cénit inundaba la sabana con deslumbrante luz. Sofocada de calor, Jirá no habría cedido su lugar por nada del mundo, a pesar del dolor sordo que le torturaba el vientre desde el día anterior. A nadie se lo había comentado. Sabía que a Djoser le agradaba su presencia. Le apasionaba la caza. Le gustaba sentir la tensión subiendo por su interior a medida que se acercaban a la presa, a cubierto bajo los matorrales espinosos que le arañaban las piernas. Para situarse contra el viento, habían tenido que rodear una vasta depresión. Pero la táctica había funcionado, y allí estaba el rebaño, reunido alrededor de un punto de agua minúsculo, pobre reflejo de un estanque normalmente más extenso.

Jirá observó la silueta de Djoser, al acecho tras un conjunto de rocas. Los músculos del rey vibraban como los de una fiera bajo su piel dorada por el sol. Haciendo una discreta seña con la mano, le impuso silencio absoluto. Era un consejo inútil: hacía tiempo ya que la chiquilla sabía fundirse en el paisaje para no asustar a los animales. Se disponía a pasarle una flecha cuando él le indicó que armara su propio arco. Con gestos, le dio a entender que le concedía el honor de tirar la primera flecha. Una oleada de orgullo inundó a la niña. Era la manera más bonita de reconocer su valor como cazadora. Mientras Djoser se apartaba para dejarle el campo libre, tensó el arco, se concentró. Y surgió la flecha, imparable. A punto estuvo de gritar de alegría cuando ésta se clavó en el cuello de un animal, que se desplomó, herido de muerte. De inmediato, Djoser disparó a su vez, abatiendo otro antílope. El rebaño se agitó durante unos breves instantes, intentando descubrir al enemigo invisible. Jirá lo aprovechó para disparar una segunda flecha, tan segura como la primera. Djoser le dedicó una sonrisa llena de admiración.

—La destreza de mi hija es notable —dijo con su cálida voz—. Dudo que Seschi lo hubiera hecho mejor.

Jirá se irguió, hinchando sus incipientes senos con orgullo. Un instante después tuvo la sensación de que le clavaban un cuchillo en el bajo vientre. Se retorció de dolor y se desplomó en el suelo rocoso, bajo la preocupada mirada de Djoser. Enseguida comprendió éste el motivo del malestar de la niña. Un hilillo de sangre se deslizaba por los muslos de Jirá. El rey sonrió.

—Tranquilízate, no es nada grave. Pero tendrás que esperar esta molestia todas las lunas.

—¿Todas las lunas? —se extrañó la niña.

Entonces se dio cuenta de qué le sucedía. Su primera reacción fue la decepción. Tanis le había hablado de aquel fenómeno. En realidad no había querido creerlo. Tenía otras cosas que hacer antes que sufrir ese desangramiento estúpido durante varios días. La menstruación le impediría acompañar a su padre a cazar, entrenarse en el manejo de las armas.

—¡Odio ser chica! —refunfuñó.

Djoser contuvo las carcajadas. Tanis había tenido la misma reacción muchos años atrás. Cuando quiso levantarse, Jirá sintió un nuevo desfallecimiento. A pesar del calor, empezó a temblar. El rey la cogió en brazos y se la llevó.

Poco después se reunieron los diferentes grupos. El rey no se había equivocado; Seschi sólo había abatido un animal. Emitió un gruñido de despecho al saber la hazaña de su hermana. Siempre habían rivalizado en destreza con el arco. Pero desde hacía algún tiempo Jirá le llevaba la delantera. Sin embargo, aún no había conseguido igualar la excepcional maestría de Tanis, que había abatido cuatro addax ella sola.

Quitándose el nemes, el tocado que le gustaba especialmente, Djoser se tendió cara al sol poniente. Su cabeza rapada relucía en la luz dorada de las últimas horas de la tarde. Jirá sintió por él una oleada de cariño. Tanis le había contado que en realidad poseía una magnífica y espesa cabellera morena. Sin embargo, su condición de primer sacerdote de los Dos Reinos exigía que se afeitara el pelo y todo el vello cada tres días, como señal de purificación. Sólo había una circunstancia para derogar esta tradición: la pérdida de un ser querido.

Cuando la tropa hubo comido y bebido, reemprendieron la marcha hacia el valle. Jirá notaba la pena que corroía el corazón de Djoser al ver su país devastado por la calamidad. Pese al dolor que le martirizaba el vientre, se había negado a montar en uno de los asnos que acompañaban a los cazadores. Quería estar junto a su padre. Apretó con más fuerza su manita en la de él. El parloteo de la pequeña era como un bálsamo para el espíritu de Djoser. Tres años enteros habían transcurrido desde el inicio de la sequía, y la nueva crecida había resultado aún más desastrosa que las anteriores. Esta vez el nivel apenas había subido dos codos. Naturalmente, la predicción de Moshem había permitido evitar el hambre. Pero las reservas se agotaban inexorablemente y los rebaños perecían en los terrenos de hierba amarillenta. En las obras de Saqqara había cesado prácticamente el trabajo. Los campesinos, que habitualmente estaban desocupados, tenían que dedicarse a regar los campos con las grúas de agua.

Al llegar al límite de la estribación rocosa que dominaba el valle un poco al norte de Mennof-Ra, Djoser contempló sus características siluetas que se sumergían sin cesar en las fangosas aguas del Nilo. Volviéndose hacia Moshem, declaró:

—Estas máquinas han salvado al pueblo de Kemit, amigo mío, pero habría preferido que tu dios te hubiera mentido.

—Las predicciones que me envía siempre se han mostrado ciertas, Luz de Egipto. Pero debemos estarle agradecidos. Hace tres años que nuestras reservas y este aparato inventado por el muy sabio Imhotep nos permiten luchar contra el hambre. Tu pueblo aún puede comer hasta saciarse.

—En tu opinión, ¿cómo se explica semejante sequía?

—Es la voluntad de Rammán, mi señor. Sólo él tiene nuestro destino en sus manos.

Djoser esbozó una débil sonrisa.

—Conozco tus creencias. Pero no puedo admitir que un dios justo castigue sin motivo a un pueblo entero.

Tanis intervino.

—Tal vez haya otra explicación, amado mío. Poco antes de tu ascenso al trono, el mundo vivió una época de inundaciones como nunca antes había visto. Sin duda la Ma’at ha querido compensar aquel período de abundantes lluvias con un largo tiempo de aridez, para aportar equilibrio.

—Pero estamos empezando el cuarto año de sequía, y el nivel del río prácticamente no se ha movido. Se diría que las crecidas han desaparecido. ¿Podría ser que la serpiente de Set, Apofis, hubiera matado al protector Hapi?

—Kemit ha vivido épocas similares en el pasado, y la crecida siempre ha llegado. Esta vez los dioses, por mediación de Moshem, nos previnieron con anticipación de la catástrofe. Gracias les sean dadas, pues nos han permitido hacerle frente. Hasta ahora tu previsión nos ha puesto a salvo de la hambruna. No podemos más que esperar pacientemente y luchar para sacar el mejor partido de nuestras cosechas.

Djoser asintió en silencio. Tanis tenía razón: era inútil rebelarse contra los dioses. Había que esperar. La situación era todavía peor en otros lugares. Los viajeros que regresaban del Levante contaban que allá la gente moría como moscas. Los reyes de algunos países se habían enterado de que Kemit disponía de reservas. Los mercaderes Mentucheb y Ayún habían recibido propuestas para comprar grano a los Dos Reinos. Les habían ofrecido auténticas fortunas, parte de ellas en metal hedj[5]. Hasta el momento, Djoser había rechazado todas las proposiciones. Los egipcios necesitaban ese grano. Una vez agotadas las reservas, las fortunas en oro o plata no les alimentarían. Pero los pedigüeños a veces resultaban muy obstinados.

Al día siguiente, a petición de Semuré, jefe de la Guardia Real, Djoser reunió el consejo. En torno al rey se habían congregado sus más fieles colaboradores: el gran visir Imhotep, Sefmut, el gran sacerdote Sem, Moshem, director de Investigaciones Reales, Ho-Hetep, director de los Dos Graneros, y Pianti, general de la Casa de Armas. Tanis, sentada al lado de su marido, escuchaba con atención las palabras de todos y cada uno. Siempre había participado en esas sesiones, tanto porque Djoser se sentía confortado por su presencia como porque ella le solía aportar una visión diferente de los problemas.

Semuré tomó la palabra:

—Mi señor, debo informarte de que el rey de la isla de Chipre, Mojtar-Ba, me ha enviado un emisario. Está de camino para implorar tu ayuda.

—¿Chipre? ¿No venían de esa isla los Pueblos del Mar que atacaron Mennof-Ra bajo el reinado del buen dios Sanajt?

—Exactamente, Toro Poderoso. Pero este enviado me ha asegurado que su amo no tuvo nada que ver con aquella agresión. Su reino es refugio de numerosos pueblos incontrolados que saquean las aldeas de sus campesinos. Mojtar-Ba está en lucha incesante contra ellos.

—¿Este hombre te ha parecido digno de confianza?

—Los emisarios poseen el arte de hacer creer en su sinceridad. Por el momento desconfío, pero debo reconocer que ese Mojtar-Ba demuestra auténtico valor al entregarse así a ti.

—Su pueblo tiene que estar muriendo de hambre para asumir tanto riesgo. Podría apoderarme de él y ejecutarlo por ser cómplice de los Pueblos del Mar.

—Quizá diga la verdad —intervino Imhotep.

—¿Qué sabemos de él? —preguntó Djoser a Semuré.

—Poca cosa. Nuestros barcos mercantes no suelen recalar en las costas chipriotas, que tienen la reputación de cobijar a auténticas flotas piratas. Mojtar-Ba es un anciano que reina por la fuerza en Chipre desde hace casi tres décadas. Las pocas relaciones que mantenemos con ese reino tienen lugar en Biblos, mediante nuestros mercaderes.

—¿Cuál es tu opinión, primo mío?

—Ciertamente sería interesante estrechar los lazos con ese rey, exigiéndole que luche contra los piratas que infestan sus costas y atacan nuestros barcos. Pero ¿estamos en disposición de ayudarle?

Ho-Hetep tomó la palabra.

—Nuestra situación no es catastrófica, ¡oh Luz de Egipto! Cierto es que las cosechas de estos tres últimos años han sido malas y los rebaños han disminuido, pero el pueblo de Kemit ha conseguido alimentarse. Las precauciones que tomamos al almacenar el excedente de la época de abundancia demuestran hoy su utilidad. Si el señor Moshem no se equivocó, nos quedan aún dos años difíciles de atravesar. Con la ayuda de los dioses, lo conseguiremos. Las reservas aún disponibles en los silos deberían permitir a tu servidor compensar el déficit de grano debido a las malas cosechas. Además, los criaderos de pájaros instalados por Ameni proporcionan un buen suministro de carne. Venceremos al hambre, ¡oh, Toro poderoso!

Djoser movió de nuevo la cabeza. Lo que vislumbraba del valle por las ventanas del palacio templaba el optimismo de su consejero. Pero conocía la integridad de éste. Aunque más afable que su antecesor, Najt-Huy, dirigía sus ejércitos de escribas con mano dura, y el rigor de su gestión era la garantía de su eficacia. Si Ho-Hetep pensaba que saldrían de la sequía sin pasar hambre, se podía confiar en él.

—Así pues, podemos ayudar a ese Mojtar-Ba.

—La prudencia indica que haríamos bien en tejer relaciones diplomáticas con ese pueblo. Pero si la sequía va a durar dos años más, no podemos permitirnos quedar desabastecidos. El señor Imhotep ya se ha visto forzado a detener las obras de la Ciudad Sagrada para que los campesinos pudieran trabajar sus campos en las mejores condiciones posibles. Sólo realizando este sacrificio triunfaremos sobre esta maldición. Además, nada nos asegura que ese rey cumpla con su palabra en cuanto haya recibido lo que pide.

Imhotep añadió:

—Yo también soy partidario de rechazar su petición, mi señor, pero por otro motivo. Si accedemos a la demanda de este rey, vendrán otros más y también reclamarán tu ayuda. No podemos satisfacer a todo el mundo, y lo único que conseguirás será ganarte enemigos. Más vale recibir a este rey con los honores debidos a su rango, y decirle que nuestras reservas están agotadas.

Djoser asintió con la cabeza.

—Está bien. Así pues, recibiré a Mojtar-Ba. Y le haré saber que no podemos hacer nada por su pueblo, sólo ofrecerle unas tinajas de semillas.

Djoser no ignoraba que el rey de Chipre no estaba en posición de defender su demanda. Así que podía permitirse rechazarla sin temor a represalias. Pero, como suele decirse, el aleteo de una mariposa puede desencadenar una tormenta en el otro confín del mundo…