Capítulo 2

El huracán que llevaba varios días azotando la ciudad impedía prácticamente toda actividad. Jamás el viento del desierto había soplado con tanta virulencia. Absorbía hasta la energía de los más animosos. Ni siquiera las noches demasiado cortas aportaban descanso alguno. Los incesantes aullidos penetraban en cuerpos y almas, como arrastrándolo todo, barriéndolo todo, dejando tras de sí sólo una profunda lasitud y una angustiosa sensación de vacío. En el cielo ensombrecido, crepuscular, se arremolinaban tormentas de arena y polvo. Oleadas de furia se abatían sobre la ciudad haciendo vibrar las murallas, penetrando en las casas y hasta en el corazón de la Gran Mansión.

Jirá, devorada por la preocupación, se acurrucaba contra Neméter.

—Vamos, mi pequeña señora —la consolaba éste con dulzura—, sólo es el viento del desierto. Se acerca el fin de la estación de las cosechas, y no pasa ni un solo año sin que sople en esta época. Pronto se calmará y todo volverá a ser como antes.

Pero Jirá no podía despegar los ojos del Leviatán que parecía querer engullir el valle entero. Desde las extensiones pantanosas del norte hasta las proximidades de la Balanza de las Dos Tierras, y más allá aún, barría Kemit con un rugido apocalíptico. Ya conocía el jamsín. Ralentizaba toda actividad durante los tres o cuatro días en los que soplaba, para luego desaparecer tal como había venido, dejando tras de sí montículos de arena roja que salpicaban todas las residencias y los jardines, y que los criados tardaban varios días en limpiar.

Esta vez, sin embargo, era diferente. Jirá sentía tras ese nuevo asalto del viento del desierto la manifestación de una divinidad malvada, cuyas consecuencias serían mucho más graves que de costumbre. En las obras de la ciudad sagrada, el trabajo se había detenido. Obreros y capataces, albañiles y escultores habían buscado el abrigo de sus casas. La pequeña imaginaba la silueta maciza de la pirámide inacabada, erguida cual enorme navío inmóvil, colosal desafío lanzado a la cara de los elementos.

Pese a la asfixiante temperatura, estaba temblando. En el centro del infernal aliento del huracán, tenía la sensación de oír aullar la terrorífica voz del dios rojo. Un sentimiento de malestar le revolvía las entrañas, como si su infancia se disolviera en los rugidos de la tormenta. Sentía, sin poder explicarlo, que el viento maldito traía consigo un cortejo de catástrofes, contra las cuales ni siquiera el fabuloso poder de su padre, el dios vivo que reinaba sobre las Dos Tierras, podría luchar.

Por las ventanas del palacio, protegidas por tablones de madera forrados con papiro, Djoser y Tanis contemplaban la gran plaza del palacio, abierta sobre la ancha avenida que llevaba al ujer, el puerto. En la entrada se alzaban dos altas estatuas. Una representaba a Horus, el dios supremo. La otra encarnaba a Ptah, el demiurgo, el que había creado el mundo con el poder de su pensamiento. Ptah, el dios de bello rostro, era el néter original de Mennof-Ra. A derecha e izquierda de la plaza nacían unas callejas que conducían a los diferentes barrios. A través de un velo agitado por el viento, se distinguían las siluetas fantasmagóricas de los artesanos abatidos por el cansancio, arrebujados en sus capas, a pesar del calor, para protegerse de la arena. Ésta se infiltraba en todas partes, hasta en la comida, y hacía rechinar los dientes. El palacio no se había salvado. Largos regueros rojos, parecidos a la sangre seca, recorrían el suelo de losas de las habitaciones, de la sala del Trono, y hasta del naos, el lugar sagrado donde velaba la estatua de Horus.

La tormenta duraba ya casi diez días, y nada permitía esperar que llegara la calma. Comenzaban a correr rumores según los cuales el dios Set había soltado sobre Kemit la monstruosa serpiente Apofis, la terrible divinidad que, cada mañana, intentaba impedir que el sol prosiguiera su camino.

El rey observó a su compañera. Con los años, a pesar de los embarazos y los sufrimientos, Tanis no había perdido ni un ápice de su belleza. Sin embargo, esta belleza no justificaba por sí sola el amor exclusivo que sentía por ella. Más allá de la apariencia física, de la mujer esplendorosa y magnífica que subyugaba a la corte entera y a los embajadores de países lejanos, lo que amaba era su maravillosa alegría de vivir, su solidez sin fallas, amaba su deslumbrante mirada, color de malaquita, su perfil fino y racial. Ella sabía insuflarle confianza cuando le asaltaban las dudas. Con frecuencia daba las gracias a los dioses por haber puesto a su lado a una mujer de aquel temple.

Mientras que los soberanos precedentes siempre habían tenido varias esposas y concubinas —a veces por motivos políticos—, él nunca había sentido deseos, si bien su posición se lo permitía, de dejar yacer a otra mujer en su lecho. Tanis seguía siendo la única, la esposa a la que amaba con un amor exclusivo. Ninguna otra sabría compartir con él la extraordinaria complicidad que les unía.

Claro que si Letis, su princesita del desierto, estuviera viva, la habría seguido amando. Pero, por respeto a la memoria de ésta y por amor a Tanis, había decidido no ceder jamás a las proposiciones apenas veladas de las mujeres de la corte. Aún no había aprendido a cansarse del cuerpo de su compañera, que conservaba, a pesar de los años, el mismo brío amoroso. ¿Qué le habría podido aportar una concubina? No tenía que esforzarse para ofrecer a su pueblo la imagen de la pareja que todos veneraban. Amaba a Tanis profundamente.

Esta imagen de pareja unida alegraba a los egipcios, que tenían el amor conyugal en alta estima. La solidez de la pareja real era, a sus ojos, la garantía del poder de los Dos Reinos. En el pasado nada había sido más fuerte que Djoser y Tanis, reflejos vivientes de Horus y Hator: ni el rencor del rey Sanajt, ni las oscuras maniobras del siniestro Nekufer, ni las atrocidades cometidas en nombre del dios rojo por Meren-Set, descendiente del usurpador Peribsen. Así pues, pese a la tormenta, los habitantes de Mennof-Ra seguían depositando una confianza absoluta en los dioses humanos que los gobernaban.

Djoser lo sabía. Le bastaba darse un paseo por las calles de su amada ciudad para sentir posarse en él las miradas cariñosas de sus súbditos. ¿Acaso no había forjado una alianza indestructible con los néteres? ¿Acaso no había vencido al terrible Nekufer con la ayuda del propio Ra? ¿Acaso no era, según los sacerdotes de On, la encarnación de Horus, el décimo dios, el príncipe unificador de la Gran Enéada?

Habría deseado no sentir más que el aspecto divino que vibraba en él. Pero a menudo se expresaba su lado humano y mortal, y en su espíritu se insinuaba la duda, corroyendo sus certezas, desestabilizando su fuerza de semidiós a la cabeza de un poderoso estado. Porque Djoser se sentía desarmado frente a la tormenta que asolaba las Dos Tierras. Habría querido expulsarla, aniquilarla, tal como habría hecho su doble divino, Horus, si realmente él hubiese poseído sus poderes. Pero sufría al sentirse totalmente incapaz. En tales circunstancias, tomaba más que nunca conciencia de su humanidad, de su debilidad. Los dioses lo habían sentado en el trono del país más hermoso del mundo, y todos se dirigían a él para buscar respuestas a los insondables misterios del espacio infinito. Pero, y sus propias preguntas, ¿quién las contestaría?

A veces envidiaba al más humilde campesino, que desconocía el secreto de las leyes del mundo y se sometía a ellas sin hacerse preguntas. Llegaba a pensar que los néteres se habían equivocado, que su lugar no estaba al frente de los Dos Reinos. Entonces era cuando extraía de Tanis fuerzas para continuar asumiendo su tarea. Ella jamás dudaba de él.

—Es tu parte humana la que duda —decía ella—. Debes volverte hacia la parte divina, el reflejo de Horus. Deja que él te guíe; siempre sabrá mostrarte el camino.

Sentía en su interior el eco de la inquietud que se había apoderado de su joven mujer ante el huracán. Pero él no tenía que tranquilizarla: ella era lo bastante fuerte como para enfrentarse sola a la amenaza. Ella era su doble, su alter ego. Sabía que ella no flaquearía nunca ante la adversidad, y que podía apoyarse en ella.

En el exterior, el jamsín soplaba sin interrupción. Djoser sabía lo que eso significaba. Moshem el amorrita, que había recibido de su dios, Rammán, el don de interpretar los sueños, había traducido los extraños sueños del rey. Había predicho que Kemit viviría cinco años de abundancia, seguidos de cinco años de sequía. Tiempo después, Imhotep había confirmado las palabras del joven.

Efectivamente, durante los cinco años precedentes, el dios del río, Hapi, y Renenuete, la diosa serpiente de la cosecha, se habían mostrado generosos. Se habían almacenado los excedentes que permitirían hacer frente a una posible hambruna. Ho-Hetep, el director de los Dos Graneros, se había mostrado intransigente. Sus escribas, diseminados como un ejército de hormigas por los Dos Reinos, habían llevado las cuentas de las cosechas escrupulosamente, y los silos contenían ahora grandes cantidades de cebada y trigo. Los rebaños habían sido cuidados con esmero. Pero ¿bastaría eso para luchar contra una sequía de cinco años?

Por la tarde, desafiando al huracán, el rey y su esposa se acercaron a la orilla del río divino para lanzar lotos sagrados y ganar así el favor de los dioses. Hacía ya varios días que habría debido aparecer la inundación. Cada mañana los centinelas bajaban al nilómetro, el pozo con muescas construido por el gran visir Imhotep para determinar la altura de la crecida, y escrutaban las marcas que permitían observar la más mínima elevación de las aguas. Pero el nivel del río seguía desesperadamente bajo. Cuando la pareja real emprendió el regreso a la Gran Mansión, solamente el viento rojo y ardiente seguía soplando sobre la ciudad y el valle, como si hubiera querido devorarles.

Djoser entró en el palacio con aire abatido. Aquel retraso hacía presagiar lo peor. ¿Y si Moshem se había equivocado? ¿Si aquella tormenta no era sino la señal que anunciaba un cataclismo mucho más grave? Hacía más de diez días que el cielo había desaparecido tras aquella espantosa pantalla de polvo, piedras y arena. ¿Acaso Apofis había conseguido vencer a Ra, el dios sol?

Un elemento le preocupaba en especial, aunque a priori podía parecer fútil: la pequeña Jirá parecía haber perdido las ganas de jugar y mostraba una seriedad que no se le conocía. Sin duda había heredado de su madre la sorprendente intuición que le permitía presagiar acontecimientos. Desde que había empezado el huracán, no se había vuelto a pelear con Seschi, su hermano adoptivo, para gran asombro de su preceptor, Neméter. La proximidad del peligro parecía haber tejido lazos aún más fuertes entre los dos.

De vuelta a palacio, en compañía de Tanis se dirigió a los aposentos reservados a los niños. Cuando entraron en la sala de juegos, Seschi y Jirá, conscientes de sus responsabilidades al ser los mayores, estaban explicando en tono tranquilizador que la tormenta pronto desaparecería, dejando paso al viento del norte que anunciaría la crecida. La sinceridad del muchachito era tal que el Horus y su esposa sintieron deseos de creerle, de sentarse entre los pequeños para escuchar sus palabras.

Entre ellos, la pequeña Inja-Es, una niña frágil y delicada, lo miraba todo con ojos inquietos. Apretaba con fuerza la mano de su amiguito, nacido dos meses después de ella. Se llamaba Anjaf y era el segundo hijo de Merneit e Imhotep. En efecto, a pesar de su avanzada edad, los dioses les habían concedido un nuevo hijo, que había traído una tercera juventud a la pareja. A los cuarenta y siete años, Merneit había recuperado sin dificultad los gestos de las jóvenes madres, y resplandecía de salud. En cuanto a Imhotep, que había sobrepasado los cincuenta años, estaba muy orgulloso de aquel tardío heredero.

El grupito estaba compuesto por una docena de niños procedentes de las más nobles familias. El hijo legítimo de la pareja real, Ajti-Meri-Ptah, llamado sencillamente Ajti, había sido designado por los sacerdotes como sucesor de su padre. En efecto, éstos habían decretado que Tanis había sido visitada por el dios, quien había insuflado su semilla en ella para que diera a luz al nuevo Horus. Tal perspectiva no perturbaba demasiado al chiquillo, que, a los seis años, sentía una admiración sin límites por su hermano mayor, Seschi. La sorprendente fuerza de éste le impresionaba, y se empeñaba en imitarlo. O en intentarlo.

Amanaú, llamado Naú, el primer hijo de Imhotep y Merneit, era, como el pequeño Anjaf, hermano de la Gran Esposa. Niño sólido, de mirada inteligente, había recibido de su padre el don de imaginar las máquinas más inverosímiles. A los siete años de edad, se parecía mucho a Ajti, sin duda debido a su sangre común.

Seschi y Jirá reinaban sin discusión sobre esa pandilla, inspirando los juegos, calmando las angustias, consolando las penas, explicando con sus palabras de niños los misterios del universo. Cada lección de Neméter, interpretada a veces un tanto fantasiosamente, era transmitida de inmediato a los más pequeños, que escuchaban boquiabiertos el saber de los dos mayores.

La tormenta había obligado al gran visir a abandonar la construcción de la ciudad sagrada, y los obreros permanecían enclaustrados en su aldea de la meseta, esperando el fin de la inclemencia. El único beneficiado era Ajet-Aá, el abastecedor de víveres de las obras, quien, por primera vez en mucho tiempo, podía respirar un poco.

Debido a las fiestas epagómenas, Imhotep y Merneit habían fijado domicilio en Mennof-Ra, dejando por un tiempo su palacete de On. Las festividades habían quedado reducidas a la más mínima expresión, limitándose a varias procesiones de muchachas agitando sistros, delante de la litera real, y una muchedumbre de cortesanos resignados que iban detrás tragando arena. Se había pensado que así despertarían la clemencia de los dioses, pero éstos permanecían indiferentes a la suerte de los hombres.

Tres días después cesó por fin el viento del desierto, dejando una ciudad cubierta por una gruesa capa de polvo, ramas caídas y objetos diversos que los prisioneros esclavos se encargaron de quitar. Pero en el río siguieron fluyendo mortecinas olas, que se insinuaban con lentitud en torno a las largas fajas de arena, refugio de cocodrilos, los terribles hijos del dios Sobek. Los canales estaban secos, llenos de escombros y arena. Solamente en el gran canal, que unía el Nilo con el brazo que regaba la meseta de Saqqara, era aún posible la navegación. Pero el tráfico se había ralentizado considerablemente.

Con el término del huracán, todo el mundo esperaba que la crecida de Hapi se manifestase rápidamente. Sin embargo, no fue así. Djoser bajaba cada día en persona hasta el nilómetro para controlar la evolución del río. La estrella Sotis, que anunciaba el año nuevo, había aparecido hacía ya casi diez días cuando, por fin, el nivel se decidió a subir. No obstante, no se elevó mucho más de seis codos, lejos de los quince o veinte habituales. Las aguas alcanzarían su más alto nivel hacia finales del mes de Paofi. Pero sin duda no sobrepasarían los ocho o nueve codos.

Muy pronto quedó claro que aquella modesta crecida no podría recubrir más del tercio de los campos y prados. No era la primera vez que las Dos Tierras vivían una crecida pobre. Pero jamás había sido tan baja. Si bien se disponía de grano suficiente para sembrar las tierras, no germinaría si no se regaba regularmente. Cultivar sólo una tercera parte de los campos supondría una cosecha insignificante, y traería el hambre. La población de Mennof-Ra se había desarrollado en tales proporciones que había que buscar soluciones sin perder tiempo.

Pero el problema parecía insoluble. Desde cualquier punto de vista que la abordasen, siempre chocaban con la misma dificultad: ¿cómo regar unos campos normalmente cubiertos por la crecida?

En última instancia, Djoser se dirigió a Imhotep, que estaba ocupado organizando el trabajo de los campesinos. El rey fue a visitarle al asentamiento de Saqqara, acompañado por Tanis y sus allegados, Samuré, Moshem y Pianti. Al terminar la tormenta se había reanudado el trabajo, bajo la supervisión de los Directores de Obras, en su mayoría antiguos obreros formados por el gran visir.

Éste recibió al rey con evidente satisfacción y comenzó a explicarle el progreso del trabajo con su apasionamiento habitual. Utilizaban diferentes aparatos para colocar los bloques de piedra. Uno de ellos consistía en un trípode de gruesos tablones, en cuyo vértice estaba fijado un brazo provisto, en un extremo, de un cesto donde se depositaban las piedras, y, en el otro extremo, un contrapeso que facilitaba el desplazamiento y permitía elevar los bloques a varios codos de altura con muy poco esfuerzo.

El séquito real fue invitado a ascender por la rampa para observar las obras más de cerca. Al paso de Djoser, los obreros besaban el suelo antes de reanudar la labor. Desde la estrecha explanada formada por el segundo nivel, se gozaba de una magnífica vista de la meseta sagrada, así como del valle, más allá de la sabana.

—Mi corazón está apesadumbrado, amigo mío. Desde esa maldita tormenta, la tierra de Kemit está tan seca como el Amenti. El río no ha cubierto suficiente tierra cultivable. El grano almacenado no basta para alimentar a todo el pueblo.

El gran visir no respondió de inmediato. Se frotó la barbilla al tiempo que observaba el bloque de caliza que un albañil acababa de colocar. Al fin declaró:

—Conozco tu tormento, ¡oh, Luz de Egipto! En realidad, el problema es terriblemente sencillo. Si la superficie inundada por el río no es suficiente, hay que aumentarla llevando el agua más allá de los límites de la inundación actual.

—Pero ¿cómo sacar el agua del río? —exclamó Djoser.

—Lo ignoro, mi señor. Hace varios días que pienso en ello, pero los dioses no me han inspirado.

Djoser inclinó la cabeza, abatido. Si hasta el gran Imhotep carecía de recursos, nadie podría librar a Kemit de la hambruna que le amenazaba. Se despidió del arquitecto y descendió la rampa con paso cansino, como si sintiera ya el peso de las futuras víctimas sobre sus hombros.

Desamparado, Imhotep miró al rey mientras se alejaba. Adivinaba las palabras de consuelo que habría prodigado su hija, Tanis, a su esposo. Le habría gustado tanto poder ofrecer una respuesta positiva a su amigo. Pero por muchas vueltas que le daba al problema, no hallaba la solución. Cada año, el río sagrado inundaba el valle durante cuatro meses, aportando una inimaginable cantidad de agua cargada de limo que cubría las tierras hasta el extremo del Delta. Los diques y canales no retenían más que una pequeña parte de aquellas aguas fertilizantes en los campos, pero bastaba para proporcionar abundantes cosechas.

Aquel año, la mayoría de canales habían quedado secos, pese a los esfuerzos de los esclavos para extraer las piedras y la tierra que los llenaban. ¿Con qué milagro llevar a los áridos campos la fabulosa cantidad de agua necesaria para irrigarlas? No se podía levantar un río como se levantaba un monolito.

Molesto, se volvió hacia los obreros, ocupados en colocar un bloque en su lugar con la ayuda de la grúa. Sujetaban la pesada piedra caliza mediante cuerdas trenzadas que quitaron en cuanto hubieron depositado el bloque en su lecho de argamasa. Un instante después, un qenu (albañil) efectuaba los últimos ajustes con redoblado afán debido a la presencia del gran visir. Sin embargo, Imhotep apenas miraba el trabajo del obrero. Sus ojos permanecían clavados en la grúa con contrapeso de granito, a la cual se agarraba un peón para llevar el cesto de cuerda hasta el piso inferior. Éste fue cargado rápidamente, y luego el obrero manipuló con habilidad el contrapeso para llevar el bloque siguiente a su lugar. Aunque había concebido aquel aparato él mismo, la rapidez de la maniobra impresionó a Imhotep. De inmediato, su espíritu creativo engendró nuevas ideas. Y si se sustituyera el cesto de cuerda por un recipiente estanco…

—¡Desmontad esa grúa! —ordenó de pronto, para estupefacción de los obreros y el capataz.

—Pero señor…

—¡Obedeced! Quiero que trasladéis inmediatamente este aparato a la orilla del río.

Estaban demasiado acostumbrados a las extrañas ideas del gran visir para asombrarse en exceso. Y a nadie se le habría ocurrido discutir sus órdenes, por muy fantasiosas que éstas parecieran a veces. Con el tiempo siempre descubrían que estaban motivadas por excelentes ideas.

También esta vez sucedió lo mismo. Con impaciencia, Imhotep esperó a que el cortejo real hubiera abandonado las obras sagradas para dirigirse a la orilla del Nilo acompañado por un reducido equipo de obreros y el arquitecto Bejen-Ra, que había llegado mientras tanto. El gran visir quería realizar un primer experimento antes de dar ninguna esperanza a su real amigo.

Un poco más tarde, el grupo instalaba la grúa de trípode en las fétidas orillas del río, en la linde de un campo protegido por un dique. Apresuradamente, equiparon el cesto con un odre de vejiga de antílope. Un hombre solo bastaba para manejar el aparato sin dificultad. La operación enseguida resultó concluyente. El campo se cubrió con rapidez de una capa de agua generadora de vida. Imhotep prorrumpió en una risa de felicidad, casi infantil. Acababa de hallar la manera de expulsar el fantasma del hambre. A su alrededor, sus ayudantes lo imitaron con alegría. Todos habían entendido el proceso mediante el cual iban a llevar el agua indisciplinada hasta los campos más alejados, y mantenerla prisionera de los diques y canales elevados tanto tiempo como lo deseasen.

Al día siguiente se repitió la maniobra ante Djoser y Tanis, atónitos. La idea era tan sencilla que Imhotep se reprochaba no haber reparado antes en ella.

—Imagina cientos de aparatos como éste instalados en las orillas del río. Así se puede regar casi la totalidad del país.

—Amigo mío, ¡eres prodigioso! Voy a dar las órdenes oportunas.

En los días que siguieron, los carpinteros alzaron numerosas grúas al borde del río. Trabajando incansablemente, lograron que los campesinos pudiesen llenar la red de canales, diques y acequias, irrigando así una superficie suficiente para las nuevas simientes.

Esta tarea colosal tuvo, sin embargo, una repercusión en las obras de Saqqara: los campesinos, movilizados para construir las grúas para agua y regar los campos, no pudieron aportar su contribución a la construcción de la ciudad sagrada y el ritmo de trabajo disminuyó.

Apasionado por su nuevo invento, Imhotep dejó por un tiempo la pirámide, con el objetivo de elaborar un vasto plan general de canales para la Balanza de las Dos Tierras[4]. Al mismo tiempo, se enviaron maestros artesanos formados rápidamente, por orden de Djoser, hasta las provincias más remotas con el fin de enseñar a los campesinos la construcción de aquellas extrañas grúas que, mucho más tarde, sus descendientes lejanos llamarían chadufs.