Imbuidos de un temor respetuoso, los dos niños depositaron sus ofrendas sobre las mesas bajas de granito, en las bandejas de cerámica azul previstas para tal efecto. La luz ocre del atardecer penetraba en la capilla que era la primera sala de la tumba del antiguo rey. Poco impresionada por la solemnidad del lugar, Jirá dio un paso atrás e hizo una mueca escéptica. Señalando la oscura abertura que daba al serdab, preguntó, en tono incrédulo, a su preceptor:
—Neméter, ¿crees que realmente se va a comer esta fruta?
—¡Por supuesto, pequeña princesa!
—¡Nunca he visto que una estatua se tragara nada! —replicó ella.
Neméter la reprendió:
—¡Jirá! Cuida que tus palabras no ofendan al buen dios. ¡Podría enfadarse con tu impertinencia!
La chiquilla, terca, no respondió. Su hermano, alarmado por su reacción, explicó:
—¡No es una estatua cualquiera! ¡Está viva! Sefmut realizó en ella la abertura de la boca. Está habitada por el espíritu de nuestro antepasado, el Horus Jasejemúi.
—Exactamente, mi señor Seschi —confirmó Neméter—. Esta estatua es el ka, es decir, el doble espiritual del rey.
Neméter tomó a la pequeña de la mano y la condujo ante el orificio del serdab. Jirá, de pronto más intranquila, se acercó a regañadientes, y echó una mirada al interior. Una rendija abierta en la pared occidental iluminaba la sala con luz mortecina. Incómoda, distinguió una alta silueta negra, de mirada tan realista que sintió cómo una ola de terror le recorría el cuerpo. Esculpido en ébano, el ka estaba recubierto en varias partes por pan de oro, imitando ropas y joyas. Un olor indefinible que recordaba al betún, al cual se mezclaba el aroma espeso y perfumado del incienso, flotaba en el aire. Jirá lamentó sus palabras descaradas. La estatua la escrutaba con sus ojos negros dotados de un asombroso simulacro de vida. Impresionada, retrocedió y fue a refugiarse junto a Neméter. Seschi se burló levemente de ella.
—¡No tienes que tener miedo! —dijo—. El buen dios Jasejemúi era el padre de nuestro padre.
—¿Era… así, tan negro?
Pese a la austeridad del lugar, Neméter estuvo a punto de echarse a reír.
—No, joven señora —contestó—. El ka es una estatua de madera de ébano destinada a servir de vehículo al difunto para que pueda realizar los gestos de la vida cotidiana.
—¿Vehículo?
—El buen dios se convirtió en espíritu. Adoptando la forma de un pájaro con cabeza humana, el Ba, alcanzó las estrellas y el reino de Osiris. Pero sigue viviendo entre nosotros y velando por su pueblo, incluso más allá de la muerte. Esta estatua, el ka, le permite seguir en contacto con el mundo de los vivos. Por esta razón debemos traerle comida y ofrendas.
—Entonces… ¿la estatua se va a comer la fruta que le hemos traído? —insistió Jirá.
Confuso, Neméter declaró:
—No la va a comer en el sentido en que tú lo entiendes. Pero su presencia y su aroma van a alegrar el corazón y el espíritu de Jasejemúi.
La pequeña movió la cabeza, no muy convencida. De naturaleza pragmática, no conseguía explicarse cómo una escultura de madera podía alimentarse del olor y la visión de la comida. Cada vez que penetraban en una tumba, encontraban las ofrendas precedentes secas por los vientos del desierto, o devoradas por los roedores y los insectos, excepto si algún saqueador había pasado por allí. Aquél era un misterio que no podía resolver.
Sin embargo, no ponía en duda las afirmaciones de Neméter. Su saber era inmenso, si bien no sabía tantas cosas como su abuelo, el sabio Imhotep. Así que su fértil imaginación procuraba compensar el misterio, y le hacía entrever cómo el ka cobraba vida, cómo se abría la pared para dejarle pasar. La visión hipotética de la gran escultura negra caminando hacia ella la asustó tanto que se echó a temblar estrechando con más fuerza la mano de Neméter.
Tal posibilidad no tenía nada de inverosímil. ¿Acaso no se decía que los muertos volvían a la vida en el reino de Osiris, y que seguían presentes en el mundo de los vivos? Las tumbas eran las moradas de eternidad, reflejo de la casa que habían habitado en vida a las orillas del río-dios.
A la edad de nueve años, Jirá y Seschi habían sido confiados a Neméter, discípulo de Imhotep. Aunque no llevaban la misma sangre, se consideraban hermanos. Seschi, cuyo nombre oficial era Nefer-Sechem-Ptah, era hijo de Djoser y Letis, una joven princesa beduina muerta poco después del alumbramiento. El niño no guardaba ningún recuerdo de ella y consideraba a Tanis como su verdadera madre. Del mismo modo, Jirá había venido al mundo en el desierto del lejano país de Punt, hija natural de Tanis y de un rey pirata, el terrible Jacheb. Pero ella no sabía nada de su nacimiento y no albergaba en su mente ninguna duda de que el dios vivo que gobernaba los Dos-Reinos era su padre. Un padre por quien sentía una grandísima admiración y un afecto un tanto posesivo.
Ni Djoser ni su esposa habían deseado revelarles la verdad. Criados juntos desde su más tierna infancia, jamás se habían planteado preguntas sobre sus diferencias físicas y morales.
Alto y espigado, Seschi poseía un rostro cuadrado y ancho, transmitido por los genes paternos, al igual que su altura superior a la media y su fuerza poco común en un niño de su edad. Djoser tenía la impresión de ver en él su propio reflejo, unos cuantos años antes. Siguiendo su ejemplo, Seschi era el punto de mira de una pequeña corte de admiradores, entre los cuales estaba su hermano menor Ajti-Meri-Ptah, que ahora tenía seis años, y Naú, el primer hijo de Imhotep y Merneit. Hacía poco que Seschi llevaba con orgullo un pequeño taparrabos, mientras que los demás niños, incluida Jirá, iban totalmente desnudos, tal como lo requerían la costumbre y el clima. Sin embargo, seguía llevando la cabeza afeitada, con el mechón característico que un anillo inclinaba hacia la oreja derecha. Todo en él desprendía fuerza, subrayada por una voluntad inquebrantable.
Por el contrario, Jirá estaba hecha de delicadeza y finura, tanto en lo físico como en el carácter. Había heredado la maravillosa belleza de la madre, especialmente su incomparable mirada verde. Si Seschi reinaba sobre su pequeña tropa gracias a su autoridad natural, Jirá, su doble femenino, ejercía sobre todos una seducción irresistible.
Los lazos que les unían eran muy fuertes, trenzados con ternura y complicidad, y una extraña rivalidad. Dotados ambos de una sólida personalidad, se enfrentaban regularmente para afirmar su poder sobre su pequeño mundo de niños. Orgullosos hasta la arrogancia, se negaban a ceder aun cuando constataran sus equivocaciones. Debido a su estatus de hombre, Seschi habría querido imponer sus opiniones por la fuerza. Pero Jirá, aún más orgullosa que él y feroz como un gato salvaje, no lo entendía del mismo modo. Aquellos conflictos solían terminar en memorables pugilatos cuyas huellas permanecían en sus cuerpos en forma de rasguños y mordiscos, completados con algunos bastonazos de Neméter, a quien aquellas peleas de perros callejeros tenían el don de irritar.
No obstante, eran incapaces de estar mucho tiempo enfadados, puesto que cada uno necesitaba del otro como del aire que respiraba. Así, tras un corto período de enfurruñamiento durante el cual rumiaban oscuros proyectos de venganza, caían el uno en brazos del otro y tramaban una nueva jugarreta.
El pobre preceptor a duras penas lograba contener aquellas dos naturalezas ricas y exuberantes. A veces tenía la impresión de hallarse frente a dos fierecillas indomables, capaces tanto de lo mejor como de lo peor. Sin embargo, su generosidad y el profundo afecto que ambos sentían por él compensaban ampliamente sus desvelos.
Sus caracteres se complementaban a la perfección. De inteligencia notable y mente abierta, Seschi comprendía sin dificultades los misterios divinos y las ciencias que Neméter les enseñaba cada día. Dotado de una curiosidad insaciable, le apasionaban todos los temas. Cuando el gran visir Imhotep, su abuelo, visitaba la capital, le gustaba estar en su compañía para hacerle todo tipo de preguntas. Era esta curiosidad, por otra parte, la que había incitado a Imhotep a proponer a Neméter como preceptor. A los cuarenta años, Neméter formaba parte del círculo secreto de los Iniciados, sacerdotes que poseían el saber del Laberinto Sagrado situado en el desierto oriental.
Jirá gozaba de una inteligencia intuitiva. Si bien comprendía las cosas fácilmente, la chiquilla no se molestaba mucho en estudiar. Le sacaba todo el jugo a la vida, demostraba toda su imaginación cuando se trataba de organizar un juego o gastar una broma, pero las clases de escritura eran para ella un auténtico calvario. Tanis se había empeñado en que aprendiera el significado de los signos sagrados, del mismo modo que lo había hecho en su momento con Djoser. La pequeña argumentaba que la escritura hierática no era más que un galimatías incomprensible, y le hacía ascos a los jeroglíficos. Su madre le había recalcado que muy pocas niñas tenían la suerte de poder estudiar los medu-néteres, pero a Jirá le importaba un bledo. Su encanto y su seducción hacían que nadie pudiera regañarla cuando inventaba mil y una argucias para escaparse del trabajo. Además, su fabulosa memoria, heredada de su madre, le permitía aprender sin demasiados esfuerzos. En realidad, sabía leer y escribir a la perfección, pero le aburría en grado sumo. Prefería cazar pájaros lanzando un palo y participar en los enérgicos juegos normalmente reservados a los chicos. Contaba con aprender el manejo de las armas, siguiendo el ejemplo de su madre. Poseía, como Tanis en sus tiempos, un pequeño arco que ya sabía utilizar muy bien.
Una vez realizada la ofrenda, los dos niños siguieron a Neméter fuera de la tumba. Un grupito de fieles, que por deferencia habían permanecido en el exterior, los reemplazó, entrando con los brazos cargados de cestas llenas de dátiles e higos secos.
A paso lento, Neméter y sus jóvenes discípulos atravesaron la necrópolis situada en el extremo de la meseta de Saqqara. En aquella última hora de la tarde, los visitantes que iban a llevar sus presentes a los difuntos eran escasos. Al sur y al oeste se extendía la vasta sabana de perseas, sicómoros y palmeras que llevaba hasta las puertas del desierto rojo del Amenti. Al abandonar la ciudad de los muertos, se dirigieron hacia la pirámide, cuya cúspide distinguían más allá de los altos árboles.
Cogida de la mano de Seschi, Jirá sentía una incomprensible desazón. De su madre había heredado una sensibilidad exacerbada y a veces notaba que algo iba a suceder a través de misteriosos avisos que ascendían de lo más profundo de su ser.
La iluminación dorada del dios Ra hacía relucir las caras oblicuas de la pirámide, confiriéndole un aspecto irreal, como si no perteneciera al mundo de los hombres, sino a un sueño que se hubiera posado en la sabana. Más allá de la meseta empezaba el desierto, el reino del terrible dios Set. Se contaba que aquella extensión infinita y desolada servía de refugio a los affritis, unos espíritus demoníacos que se mofaban de los humanos. Los viejos afirmaban que su sola visión provocaba la locura, y que arrastraban a sus víctimas a lo más profundo del desierto, donde el viento las secaba vivas, como un fuego sin llama. Desde tiempos inmemoriales se habían hallado numerosos cuerpos, con la cara desencajada en una expresión de horror, los ojos devorados por los escorpiones y los roedores. Sin embargo, a pesar de las siniestras leyendas que corrían sobre aquel inquietante lugar, el desierto siempre había ejercido sobre Jirá una extraña fascinación, mezcla de temor y una inexplicable atracción. Algunas criadas habían murmurado varias veces ante ella que había nacido en un desierto. ¿Se trataba de éste? Se lo había preguntado a su madre, pero Tanis había eludido la pregunta. Con el tiempo había terminado por acostumbrarse a su presencia, como una amenaza lejana y permanente. Desde Mennof-Ra, a las orillas del río-dios, no se podía ver, pero se adivinaba, inmensidad árida y paciente, que de vez en cuando intentaba engullir las negras tierras del valle.
A la noche siguiente le costó conciliar el sueño. Un malestar inexplicable se había apoderado de ella y se negaba a desaparecer. Por la tarde había notado cierto nerviosismo, experimentado también por muchos de los residentes en la Gran Mansión. Los criados, normalmente despreocupados, mostraban rostros serios y tristes. La cena, compartida con Seschi y los demás niños, había discurrido en un insólito silencio.
Tumbada en su estera, Jirá no cesaba de dar vueltas. Rendida de cansancio, se sumergía en un sueño agitado del que se despertaba sobresaltada y con el corazón latiendo desbocado. Durante sus breves períodos de sueño sufría extrañas pesadillas en las que sentía cernirse sobre ella y sobre Kemit un pavoroso peligro, sin forma, sin rostro. Se veía en diferentes lugares de la ciudad o a la orilla del río-dios. Todo parecía perfectamente normal, pero ella sabía que un horror invisible se ocultaba tras la apariencia de la serenidad. Una terrible sensación de ahogo le comprimía el pecho.
Hacia medianoche, el agotamiento pudo más que ella, y las pesadillas se espaciaron. De pronto, un fenómeno insólito la volvió a despertar. Un rugido sordo, cercano y lejano a la vez, le llegaba a través de la ventana cerrada por paneles de madera calada. Creyó que había vuelto a caer en sus tormentosos sueños. Enseguida se dio cuenta de que no estaba dormida. Oyó crujidos, luego el golpeteo seco de las contraventanas al cerrarse con violencia. El rugido se iba haciendo más y más intenso. No pudiendo resistir tanta inquietud, se levantó, fue a la ventana y abrió los batientes. No comprendió de inmediato lo que ocurría. Pero lo que vio mudó al instante su inquietud en angustia.
En el cielo nocturno habían desaparecido todas las estrellas.