Primero pensó en esconderse en la caseta del perro, que seguía allí en pie como esperando un nuevo inquilino. Por eso abrió sigilosamente la valla de alambre que encerraba la caseta en medio de una solera de hormigón. Era una caseta de perro rico, no mucho más pequeña, salvo por la menor altura, que algunos cuartos en los que había dormido Julián. Pero cuando se agachó y metió la cabeza en ella la peste a perro le hizo recular a toda prisa; optó entonces por sentarse detrás. Apoyó contra la valla la pala que llevaba en la mano, la vio irse inclinando sin acertar a reaccionar, y sólo se abalanzó sobre ella cuando ya había chocado estrepitosamente contra el suelo sacando chispas del cemento. Habría sido más prudente esconderse, pero Julián se quedó en el mismo sitio, algo encorvado, como quien acaba de recibir un golpe y espera el siguiente. No se encendieron luces en la casa, no se alzó ninguna persiana. Al cabo de un rato se atrevió a sacar un cigarrillo del paquete que llevaba en un bolsillo del chaquetón. Para encenderlo sí se escondió detrás de la caseta, y se sentó con la espalda apoyada contra ella, dispuesto a pasar un par de horas cómodamente instalado.
Nico no saldría hasta eso de las ocho, así que tenía por delante casi dos horas que matar. Había decidido ir tan temprano porque pensó que a las cinco aún estarían profundamente dormidos y podría cavar sin que le escuchasen. Ahora había terminado su trabajo y le tocaba esperar. De todas formas, claro que se había preguntado qué le dirían de haberle descubierto. En el fondo, no le preocupaba mucho. No le iban a dar ellos lecciones de moral. Una con un padre alcohólico y el otro que abusa de la criada. Pero se creían que se iban a ir de rositas. Igual que Olivia, que se pensaba que se puede pedir un préstamo y luego no pagarlo, como si los demás nadasen en la abundancia.
Julián imitó en falsete el tono de voz lloroso de Olivia sin importarle que alguien le oyera: Yo de puta noooo, Juliááán.
De puta no, ¿y de qué entonces? ¿Para qué te crees que sirves?
Él se había jugado los huevos por ella, ¿no? Él le organizó el viaje, la carta de invitación, la bolsa, sus amigos en Quito enseñaron a Olivia todo lo que había que saber para atravesar la frontera, porque si no esas indias irían por el mundo con trenza y sombrero; le compraron un vestido de señorita, le dijeron lo que había que decir, le echaron al bolso un par de perfumes, le sacaron de él en el último minuto una foto enmarcada de la madre y las hermanas, que era como decir a gritos que pensaba quedarse en España, y le pagaron un billete en primera, como una reina, porque en la frontera sólo echan para atrás a quien viaja en turista. Pero luego a la hora de pagar se hace la estrecha. De puta, no. Pues ahí estás, muerta y jodida. Y ahora tenía que responder él del préstamo. Porque lo había avalado.
Julián encendió un segundo cigarrillo y lo fumó con ansia. Le habría apetecido acompañarlo de un café. Incluso se le pasó por la cabeza intentar entrar en la casa y hacerse uno. ¿A él qué? Pero no había que tentar a la suerte. Se puso la capucha porque tenía la impresión de que se le estaba congelando el pelo. Y se quedó dormido hasta que despertó con un sobresalto. Acababa de soñar que cortaba las manos a Olivia y no sangraba. Un sueño realmente asqueroso.
Julián consultó el reloj y se sorprendió de que pasaran ya de las ocho; el cabezón no parecía tener intenciones de ir al trabajo. Se habría quedado en la cama, guardando luto. El enamorado de Olivia. Porque la chica era fina. De puta, no. Tendría que haberle preguntado a Jenny. Ella se había hecho dos plazas de tres semanas cada una, y sólo con eso había podido pagar la deuda e incluso ahorrar. Seis semanas de poner el culo y ya está: libre como un pájaro. Si todo fuese tan fácil en esta vida. Olivia no, porque era pecado. Abrir las piernas para el señor no ofendía a Dios al parecer. Que ella a lo mejor había pensado que él no se iba a enterar, pero el mundo es pequeño y las puterías siempre se acaban sabiendo. La beata que se queda a dormir en casa del señor cuando se marcha la señora. De puta, sí, pero sin querer pagar comisión.
Y el señor Nico igual pensaba que le iba a salir gratis. Que las indias están para eso: les regalas un lápiz de labios y te comen. Pues gratis no había nada en el mundo. Y ahora tocaba pagar. Ellos tenían que rembolsar la deuda. Julián no iba a ser el tonto de la historia. Todos piden pero ninguno da: y seguro que se sienten generosos porque le permiten limpiar los meados de un viejo borracho. Que ése tampoco daba nada, un trago lo más; a saber dónde guardaba la plata; Julián había revisado a fondo el apartamento mientras el viejo pataleaba en el suelo diciendo tonterías, porque para eso cogió el trabajo, para recuperar lo que era suyo. Alguno tenía que pagar y a él lo mismo le daba quién. Y como del borracho no sacó casi nada, tenía que buscarlo en otro sitio.
Julián se incorporó, dio un par de saltos para desentumecerse y salió de la perrera. Se dirigió al fondo del jardín. La perra se había cubierto de escarcha en esas dos horas. Saltó al hoyo, agarró al animal por la cintura y lo echó sobre el borde de la tumba. Qué poco se imaginaban que él sabía cómo se deshicieron del animal. Julián había observado la operación desde lejos: Nico enterrando el cadáver y luego metiendo mano a Olivia. Uno entonces entiende ciertas cosas. Y se las guarda para cuando sea necesario.
Salió del foso de un salto y la rodilla le dio un chasquido. Ya no estaba para andar por ahí con ese frío. Escupió con rabia imaginando que lanzaba el salivazo contra la cara de Nico. Se agarró a la perra como si quisiera asfixiarla, la levantó abrazándola por el pecho. Lo menos treinta kilos, perfectamente conservada por el frío. Sus cuatro patas mutiladas tiesas en el aire. Tambaleándose como un boxeador grogui, rodeó con su carga la casa y subió las escaleras de la entrada principal. Dejó caer el cadáver sobre el rellano. Le costó un minuto recuperar el aliento. Dio una patada al bicho y fue como dársela a una piedra. Maldijo al mundo entero.
Llamó al timbre.
Entonces salió corriendo, volvió a rodear la casa, recuperó la pala, saltó la valla trasera y, protegido por las arizónicas, se quedó un momento inmóvil.
Una puerta se abrió. Después hubo un silencio extraño. Un silencio demasiado largo que inquietó a Julián y le hizo repasar mentalmente su plan. Pero entonces sucedió lo que debía suceder.
El grito pareció abrir grietas en el aire helado de la mañana como un golpe en un cristal. Fue un chillido largo, de película de terror, que debió de dejarla sin aliento; hubo una pausa, un silencio durante el cual la mañana fue otra vez una mañana cualquiera, hasta que Carmela se puso a gritar otra vez como un cerdo al que están acuchillando.
Julián corrió hacia la dehesa acompañado de la voz estridente de Carmela. Ya habían recibido el primer aviso. Esa misma mañana les enviaría una nota pidiendo el dinero. Y si no se daban por enterados tendría que hacerles entrar en razón. Sabía perfectamente a qué colegio iba Bertita.